Virgen de la Segunda Orden (1190‑1236). Concedió oficio y misa en su honor Pío VII el 29 de abril de 1806.
Nació en Rieti en 1190, hija de Pietro Mareri y Donna Imperatrice, ambos de familia noble. Creció piadosa, reflexiva e inteligente. Tuvo la dicha de ver con frecuencia a San Francisco de Asís, quien en sus peregrinaciones por el Valle de Rieti se hospedaba en casa de la familia Mareri. Le llamó la atención la asidua oración y el desprendimiento de las cosas que caracterizaban a San Francisco. Ella decidió seguirlo. Cuando su padre le propuso unas nupcias acordes con su nobleza, ella le dijo que sólo quería por esposo a Jesucristo. Esto le desencadenó una terrible persecución sobre todo por parte de su hermano Tomás. Ella permaneció firme. Finalmente, con algunas compañeras, se retiró a un eremitorio junto a la montaña vecina y comenzó una vida de soledad.
Conmovido Tomás por la firmeza de Felipa, le ofreció la iglesia de San Pedro en el antiguo monasterio que él había reparado. Felipa aceptó la propuesta y comenzó una vida claustral junto con otras compañeras, adoptando la Regla de las Damas pobres de Asís. Por un tiempo San Francisco dirigió a la pequeña comunidad, que luego encomendó a Fr. Rogerio de Todi, su discípulo. Pronto muchas jóvenes decidieron consagrarse a Dios bajo la dirección de la Beata Felipa Mareri, quien, para las hermanas era más que abadesa, una madre amorosa, pronta a animarlas a la perfección, consolarlas en los sufrimientos. Siguiendo el ejemplo de San Francisco y del Beato Rogerio, amó la pobreza, confió en la providencia. Postrada ante un gran crucifijo lloraba pensando en lo mucho que se ofendía al Señor, hacía penitencia e imploraba la misericordia de Dios. Una sobrina suya que había ingresado al monasterio, era raptada a la viva fuerza por su familia; con su oración logró que sus parientes no lograran moverla de la clausura.
Predijo su muerte con mucha anticipación. Reunió a sus hermanas en torno a su lecho de muerte, las exhortó a la oración, a la concordia, al amor a la pobreza seráfica: «No lloréis, hijas queridas, no lloréis sobre mí. Vuestra tristeza se convertirá en gozo, desde el Paraíso os ayudaré más. Deseo morir para poder vivir en Cristo, para que mi heredad esté en la tierra de los vivientes. Consolaos en el Señor. Perseverad en el servicio de Dios. Acordaos de todas las cosas que he hecho. La paz del Señor, que supera todo sentido, guarde vuestro corazón y vuestro cuerpo». Terminadas estas exhortaciones, se encomendó humildemente a Cristo Jesús, fortalecida con la santa Eucaristía y los otros sacramentos, en presencia del beato Rogerio y de otros Hermanos Menores, entre las lágrimas de sus cohermanas, el 16 de febrero de 1236 pasó felizmente al Señor. Tenía 46 años.
Nació en Rieti en 1190, hija de Pietro Mareri y Donna Imperatrice, ambos de familia noble. Creció piadosa, reflexiva e inteligente. Tuvo la dicha de ver con frecuencia a San Francisco de Asís, quien en sus peregrinaciones por el Valle de Rieti se hospedaba en casa de la familia Mareri. Le llamó la atención la asidua oración y el desprendimiento de las cosas que caracterizaban a San Francisco. Ella decidió seguirlo. Cuando su padre le propuso unas nupcias acordes con su nobleza, ella le dijo que sólo quería por esposo a Jesucristo. Esto le desencadenó una terrible persecución sobre todo por parte de su hermano Tomás. Ella permaneció firme. Finalmente, con algunas compañeras, se retiró a un eremitorio junto a la montaña vecina y comenzó una vida de soledad.
Conmovido Tomás por la firmeza de Felipa, le ofreció la iglesia de San Pedro en el antiguo monasterio que él había reparado. Felipa aceptó la propuesta y comenzó una vida claustral junto con otras compañeras, adoptando la Regla de las Damas pobres de Asís. Por un tiempo San Francisco dirigió a la pequeña comunidad, que luego encomendó a Fr. Rogerio de Todi, su discípulo. Pronto muchas jóvenes decidieron consagrarse a Dios bajo la dirección de la Beata Felipa Mareri, quien, para las hermanas era más que abadesa, una madre amorosa, pronta a animarlas a la perfección, consolarlas en los sufrimientos. Siguiendo el ejemplo de San Francisco y del Beato Rogerio, amó la pobreza, confió en la providencia. Postrada ante un gran crucifijo lloraba pensando en lo mucho que se ofendía al Señor, hacía penitencia e imploraba la misericordia de Dios. Una sobrina suya que había ingresado al monasterio, era raptada a la viva fuerza por su familia; con su oración logró que sus parientes no lograran moverla de la clausura.
Predijo su muerte con mucha anticipación. Reunió a sus hermanas en torno a su lecho de muerte, las exhortó a la oración, a la concordia, al amor a la pobreza seráfica: «No lloréis, hijas queridas, no lloréis sobre mí. Vuestra tristeza se convertirá en gozo, desde el Paraíso os ayudaré más. Deseo morir para poder vivir en Cristo, para que mi heredad esté en la tierra de los vivientes. Consolaos en el Señor. Perseverad en el servicio de Dios. Acordaos de todas las cosas que he hecho. La paz del Señor, que supera todo sentido, guarde vuestro corazón y vuestro cuerpo». Terminadas estas exhortaciones, se encomendó humildemente a Cristo Jesús, fortalecida con la santa Eucaristía y los otros sacramentos, en presencia del beato Rogerio y de otros Hermanos Menores, entre las lágrimas de sus cohermanas, el 16 de febrero de 1236 pasó felizmente al Señor. Tenía 46 años.
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