San Odilón es el tercero en la gloriosa dinastía de los abades de Cluny, encarnación viviente en el seno de la Iglesia de aquel espíritu de reforma que le hizo uno de los hombres más ilustres del milenio. Hijo de un gran señor provenzal, tenía toda la delicadeza de un aristócrata, pero sin grandes atractivos exteriores. Era una naturaleza fina y nerviosa. Pequeño y flaco, pero tenaz en sus decisiones y muy resistente en el andar. Una intensa palidez acentuaba la expresión de su fisonomía. Su alma estaba dotada de una movilidad extraordinaria, en que se reflejaba la viveza de sus impresiones. Tenía una voz sonora y viril, y cuando hablaba, un relámpago pasaba de su inteligencia a sus ojos. Los dos rasgos característicos de su corazón eran una profunda humildad, que le hacía llamarse el último y más despreciable de los hermanos de Cluny, y una dulzura inefable, que le valió el nombre de Padre muy clemente y misericordioso. A los que le reprochaban aquella excesiva bondad, solía responder riendo: «Prefiero ser condenado por mi misericordia que por mi dureza.» Sabía, sin embargo, resistir a los rebeldes, y entonces su voz tomaba un acento terrible. Odiaba la adulación y la mentira, y castigaba severamente a los falsos hermanos, aunque no pudiese retener las lágrimas pensando en los culpables. Tenía, como dice un poeta, el desprecio del desprecio, el odio del odio y el amor del amor.
Este hombre fue durante medio siglo la figura central de la historia política y religiosa en Occidente. Espíritu cultivado, corazón leal, jefe de una sociedad monástica que se iba extendiendo por toda la cristiandad; los papas buscaban su apoyo, los obispos le consultaban y le obedecían, los reyes y los príncipes le llamaban su señor y su maestro. Su influencia pesaba sobre los Gobiernos de Francia, Italia y Alemania, y llegaba hasta los de España e Inglaterra.
Tres veces pasa los Alpes para restablecer el orden en la península itálica y hacer respetar la autoridad pontificia. La Iglesia le debe la institución de la fiesta de los Difuntos; la sociedad, el primer pensamiento de aquel movimiento pacífico que se llamó La tregua de Dios; y el culto de María, uno de los primeros ejemplos de esclavitud mañana. Fue un privilegiado y un enamorado de María. Enfermedades precoces habían atormentado su infancia. Aquejábanle los dolores, y una parálisis impedía sus pies. En cierta ocasión, su nodriza le dejó en la puerta de una ermita de la Virgen, mientras iba a comprar víveres a la aldea cercana. Viéndose solo el niño, penetró en la iglesia, y, valiéndose como pudo de las manos y las piernas, llegó hasta el altar, donde se sintió repentinamente curado. Unos años más tarde volvía nuevamente a aquella ermita, y poniendo la cabeza en el ara, con un gesto que recordaba el de los siervos cuando prestaban el homenaje debido a sus señores, pronunciaba estas palabras: «¡Oh María, Madre piadosa del Salvador; desde este momento mi vida es tuya. Después de Dios, nada me es tan amable como tú. Yo me entrego a ti. Sé tú mi dulce abogada; recibe a este siervo inútil bajo tu patrocinio!»
Era aquél un tiempo de anarquía general, de violencias sociales, de escándalos inauditos. «Las guerras son tan numerosas—decía San Pedro Damiano—, que la espada envía más hombres al sepulcro que la enfermedad. El mundo entero parece un mar agitado por la borrasca. Las discordias y las venganzas, como olas gigantescas, agitan los corazones. Se mata, se roba, se incendia impunemente y la tierra queda reducida a una espantosa esterilidad.» De cuando en cuando aparecían la peste y el hambre. Odilón fue testigo de aquella hambre horrorosa que describe uno de sus discípulos en una página inolvidable: «Comenzó a desolar la tierra—dice Raúl Glaber—, amenazando destruir el género humano. Todos sufrían, grandes y pequeños; todos iban con la boca hambrienta y la frente pálida. Después de acabar con las bestias y los pájaros, fue preciso devorar los cadáveres, y había quienes para escapar a la muerte desenraizaban los árboles en los bosques y arrancaban la hierba de los ríos. Muchas personas mezclaban una tierra blanca, semejante a la arcilla, con la harina o el salvado que les quedaba. Todos los rostros estaban demacrados y descarnados, la piel inflada y tensa, la voz triste y delgada, semejante al sollozo lastimero de los pájaros moribundos.»
Un dolor profundo desgarraba el corazón del abad de Cluny ante aquellas calamidades. «Al pensar en estas cosas —dice él mismo en la vida de San Mayólo—, el reposo huye de mi lecho. Las lágrimas fluyen sin cesar de mis ojos, no sólo por las desgracias de mis hijos, sino también por la miseria inaudita, por los peligros y sufrimientos que pesan sobre mi patria y sobre el mundo entero. Muchas han sido las amarguras, muchas las noches de insomnio que he tenido a causa de estos terrores.» Esta compasión se manifestó espléndidamente durante una larga existencia, cuyo único objeto parece haber sido aliviar a los que sufrían; a los que sufrían de la guerra, del hambre, de la injusticia o de la soledad. Sus mil monasterios estaban abiertos a todas las necesidades; sus diez mil monjes eran otros tantos colaboradores de su programa de caridad y restauración. Su voz hallaba eco en los concilios y en las cortes; los grandes señores y obispos acogían dócilmente sus iniciativas, por muy contrarias que fuesen a sus instintos guerreros y a sus ambiciones; y donde no llegaba su acción personal, llegaban sus escritos llenos de suavidad, aquellas cartas que el hombre más sabio de aquel tiempo, Fulberto de Chartres, llamaba «maná angélico, alimento místico de palomas, vaso rebosantes del néctar de la caridad, más dulce que los aromas de Samos, fiesta espléndida como jamás la tuvo Salomón en medio de los festines, de los cantos de los poetas, de los candelabros deslumbrantes y de las sonrisas de las vírgenes».
Fino diplomático, con una diplomacia que brotaba del espíritu del Evangelio, Odilón pudo poner en sus empresas toda la fuerza del poder humano. Fue auxiliar de los papas, corresponsal de casi todos los príncipes de su tiempo, consejero de los emperadores. Los dos últimos Otones y San Enrique se honraban con su amistad, y en cuanto a la santa emperatriz Adelaida, él mismo nos cuenta una entrevista que tuvo con ella poco antes de morir: «Había a su lado un monje—dice, hablando de sí mismo—, el cual, aunque indigno del nombre de abad, al parecer de ella valía alguna cosa. Habiendo ella levantado los ojos hacia él, y habiendo mirado él hacia ella, los dos se echaron a llorar. La emperatriz entonces tomó uno de los pliegues del burdo sayal que el monje vestía, y, llevándolo a sus ojos santos y a su rostro augusto, lo besó y dijo al monje muy bajo: «Acuérdate de mí, hijo mío, en tu contemplación, porque ya no te veré más con estos ojos de mi cuerpo.»
Pero la mayor fuerza que aquel gran hombre tenía en sus manos era la Orden de Cluny, que se aumentaba incesantemente bajo su gobierno. Sus discípulos se movían en todo el Occidente predicando y realizando el gran programa de la reforma religiosa y social. Aquel cuerpo maravillosamente organizado tenía millares de brazos, dirigidos por una sola cabeza. Había en él todo el orden y eficacia de un ejército compacto y numerosísimo, cuyas masas vigilaban siempre en defensa de la fe y de las costumbres. Así lo reconocía un obispo-poeta de la época, enemigo de la obra de Cluny, porque se oponía a su vida poco edificante. Adalberon, así se llamaba aquel Pedro Aretino del año 1000, nos pinta al monje-soldado, puesto al servicio de un déspota cuya voluntad es ley. Termina la campaña—dice—y el religioso se presenta al superior de su monasterio.
—¿Eres mi monje?—pregunta éste.
Y el monje cierra los puños, extiende los brazos, arquea las cejas, entorna los ojos y el cuello, y al fin responde:
—Hoy soy soldado: otra vez seré monje. Ahora guerreo a las órdenes de mi rey; porque mi rey, mi señor, mi único abad es Odilón, abad de Cluny.
Luego el monje se dirige al príncipe y le increpa:
—He aquí lo que por mi boca te dice Odilón, el general de nuestro ejército: la Orden belicosa de los monjes te saluda y te exhorta a preparar tus batallones para el combate. Apresúrate a hacer lo que Odilón te pide.
¡Ladridos inútiles! Para todos los que suspiraban por tiempos mejores, Odilón era el arcángel de los monjes, el portaestandarte de la religión, el bienhechor de la Humanidad. «Que todos lloren la pérdida del buen padre—clamaba otro poeta—. Que todos lloren y enmudezcan—clamaba otro poeta—. Que todos lloren y enmudezcan, o digan entre sollozos: Odilón, dulce ornamento y gloria de nuestro siglo; Odilón, jardinero amable de la paz fraterna; Odilón, lámpara ardiente de virtud, tú eres el reposo de los fatigados, el remedio de los enfermos, el báculo de los débiles, la alegría de los miserables. ¿Dónde está ahora aquella cara luminosa, aquella palabra de oro, aquellos ojos llenos de resplandor, aquella santa mano que derramaba las bendiciones?»
Odilón había muerto después de gobernar la Orden de Cluny durante medio siglo. El día de Navidad de 1047 habló a los hermanos en capítulo, según costumbre. Al volver a su celda sintióse enfermo. Aún vivió ocho días. Al verle moribundo, sus monjes le tendieron en tierra y le rociaron de ceniza. Tuvo un instante de conocimiento, y en él preguntó: —¿Dónde estoy? —Señor—le dijeron—, sobre el cilicio y la ceniza. —¡Que Dios sea bendito!—exclamó él, y a continuación empezó a delirar. Guardó silencio un ralo; dirigió luego a uno y otro lado miradas de terror, hasta que, fijando los ojos en un crucifijo que un monje tenía delante de él, una sonrisa serena vino a posarse en sus labios. Así se despidió de este mundo; mejor dicho, así saludó a la eternidad.
Este hombre fue durante medio siglo la figura central de la historia política y religiosa en Occidente. Espíritu cultivado, corazón leal, jefe de una sociedad monástica que se iba extendiendo por toda la cristiandad; los papas buscaban su apoyo, los obispos le consultaban y le obedecían, los reyes y los príncipes le llamaban su señor y su maestro. Su influencia pesaba sobre los Gobiernos de Francia, Italia y Alemania, y llegaba hasta los de España e Inglaterra.
Tres veces pasa los Alpes para restablecer el orden en la península itálica y hacer respetar la autoridad pontificia. La Iglesia le debe la institución de la fiesta de los Difuntos; la sociedad, el primer pensamiento de aquel movimiento pacífico que se llamó La tregua de Dios; y el culto de María, uno de los primeros ejemplos de esclavitud mañana. Fue un privilegiado y un enamorado de María. Enfermedades precoces habían atormentado su infancia. Aquejábanle los dolores, y una parálisis impedía sus pies. En cierta ocasión, su nodriza le dejó en la puerta de una ermita de la Virgen, mientras iba a comprar víveres a la aldea cercana. Viéndose solo el niño, penetró en la iglesia, y, valiéndose como pudo de las manos y las piernas, llegó hasta el altar, donde se sintió repentinamente curado. Unos años más tarde volvía nuevamente a aquella ermita, y poniendo la cabeza en el ara, con un gesto que recordaba el de los siervos cuando prestaban el homenaje debido a sus señores, pronunciaba estas palabras: «¡Oh María, Madre piadosa del Salvador; desde este momento mi vida es tuya. Después de Dios, nada me es tan amable como tú. Yo me entrego a ti. Sé tú mi dulce abogada; recibe a este siervo inútil bajo tu patrocinio!»
Era aquél un tiempo de anarquía general, de violencias sociales, de escándalos inauditos. «Las guerras son tan numerosas—decía San Pedro Damiano—, que la espada envía más hombres al sepulcro que la enfermedad. El mundo entero parece un mar agitado por la borrasca. Las discordias y las venganzas, como olas gigantescas, agitan los corazones. Se mata, se roba, se incendia impunemente y la tierra queda reducida a una espantosa esterilidad.» De cuando en cuando aparecían la peste y el hambre. Odilón fue testigo de aquella hambre horrorosa que describe uno de sus discípulos en una página inolvidable: «Comenzó a desolar la tierra—dice Raúl Glaber—, amenazando destruir el género humano. Todos sufrían, grandes y pequeños; todos iban con la boca hambrienta y la frente pálida. Después de acabar con las bestias y los pájaros, fue preciso devorar los cadáveres, y había quienes para escapar a la muerte desenraizaban los árboles en los bosques y arrancaban la hierba de los ríos. Muchas personas mezclaban una tierra blanca, semejante a la arcilla, con la harina o el salvado que les quedaba. Todos los rostros estaban demacrados y descarnados, la piel inflada y tensa, la voz triste y delgada, semejante al sollozo lastimero de los pájaros moribundos.»
Un dolor profundo desgarraba el corazón del abad de Cluny ante aquellas calamidades. «Al pensar en estas cosas —dice él mismo en la vida de San Mayólo—, el reposo huye de mi lecho. Las lágrimas fluyen sin cesar de mis ojos, no sólo por las desgracias de mis hijos, sino también por la miseria inaudita, por los peligros y sufrimientos que pesan sobre mi patria y sobre el mundo entero. Muchas han sido las amarguras, muchas las noches de insomnio que he tenido a causa de estos terrores.» Esta compasión se manifestó espléndidamente durante una larga existencia, cuyo único objeto parece haber sido aliviar a los que sufrían; a los que sufrían de la guerra, del hambre, de la injusticia o de la soledad. Sus mil monasterios estaban abiertos a todas las necesidades; sus diez mil monjes eran otros tantos colaboradores de su programa de caridad y restauración. Su voz hallaba eco en los concilios y en las cortes; los grandes señores y obispos acogían dócilmente sus iniciativas, por muy contrarias que fuesen a sus instintos guerreros y a sus ambiciones; y donde no llegaba su acción personal, llegaban sus escritos llenos de suavidad, aquellas cartas que el hombre más sabio de aquel tiempo, Fulberto de Chartres, llamaba «maná angélico, alimento místico de palomas, vaso rebosantes del néctar de la caridad, más dulce que los aromas de Samos, fiesta espléndida como jamás la tuvo Salomón en medio de los festines, de los cantos de los poetas, de los candelabros deslumbrantes y de las sonrisas de las vírgenes».
Fino diplomático, con una diplomacia que brotaba del espíritu del Evangelio, Odilón pudo poner en sus empresas toda la fuerza del poder humano. Fue auxiliar de los papas, corresponsal de casi todos los príncipes de su tiempo, consejero de los emperadores. Los dos últimos Otones y San Enrique se honraban con su amistad, y en cuanto a la santa emperatriz Adelaida, él mismo nos cuenta una entrevista que tuvo con ella poco antes de morir: «Había a su lado un monje—dice, hablando de sí mismo—, el cual, aunque indigno del nombre de abad, al parecer de ella valía alguna cosa. Habiendo ella levantado los ojos hacia él, y habiendo mirado él hacia ella, los dos se echaron a llorar. La emperatriz entonces tomó uno de los pliegues del burdo sayal que el monje vestía, y, llevándolo a sus ojos santos y a su rostro augusto, lo besó y dijo al monje muy bajo: «Acuérdate de mí, hijo mío, en tu contemplación, porque ya no te veré más con estos ojos de mi cuerpo.»
Pero la mayor fuerza que aquel gran hombre tenía en sus manos era la Orden de Cluny, que se aumentaba incesantemente bajo su gobierno. Sus discípulos se movían en todo el Occidente predicando y realizando el gran programa de la reforma religiosa y social. Aquel cuerpo maravillosamente organizado tenía millares de brazos, dirigidos por una sola cabeza. Había en él todo el orden y eficacia de un ejército compacto y numerosísimo, cuyas masas vigilaban siempre en defensa de la fe y de las costumbres. Así lo reconocía un obispo-poeta de la época, enemigo de la obra de Cluny, porque se oponía a su vida poco edificante. Adalberon, así se llamaba aquel Pedro Aretino del año 1000, nos pinta al monje-soldado, puesto al servicio de un déspota cuya voluntad es ley. Termina la campaña—dice—y el religioso se presenta al superior de su monasterio.
—¿Eres mi monje?—pregunta éste.
Y el monje cierra los puños, extiende los brazos, arquea las cejas, entorna los ojos y el cuello, y al fin responde:
—Hoy soy soldado: otra vez seré monje. Ahora guerreo a las órdenes de mi rey; porque mi rey, mi señor, mi único abad es Odilón, abad de Cluny.
Luego el monje se dirige al príncipe y le increpa:
—He aquí lo que por mi boca te dice Odilón, el general de nuestro ejército: la Orden belicosa de los monjes te saluda y te exhorta a preparar tus batallones para el combate. Apresúrate a hacer lo que Odilón te pide.
¡Ladridos inútiles! Para todos los que suspiraban por tiempos mejores, Odilón era el arcángel de los monjes, el portaestandarte de la religión, el bienhechor de la Humanidad. «Que todos lloren la pérdida del buen padre—clamaba otro poeta—. Que todos lloren y enmudezcan—clamaba otro poeta—. Que todos lloren y enmudezcan, o digan entre sollozos: Odilón, dulce ornamento y gloria de nuestro siglo; Odilón, jardinero amable de la paz fraterna; Odilón, lámpara ardiente de virtud, tú eres el reposo de los fatigados, el remedio de los enfermos, el báculo de los débiles, la alegría de los miserables. ¿Dónde está ahora aquella cara luminosa, aquella palabra de oro, aquellos ojos llenos de resplandor, aquella santa mano que derramaba las bendiciones?»
Odilón había muerto después de gobernar la Orden de Cluny durante medio siglo. El día de Navidad de 1047 habló a los hermanos en capítulo, según costumbre. Al volver a su celda sintióse enfermo. Aún vivió ocho días. Al verle moribundo, sus monjes le tendieron en tierra y le rociaron de ceniza. Tuvo un instante de conocimiento, y en él preguntó: —¿Dónde estoy? —Señor—le dijeron—, sobre el cilicio y la ceniza. —¡Que Dios sea bendito!—exclamó él, y a continuación empezó a delirar. Guardó silencio un ralo; dirigió luego a uno y otro lado miradas de terror, hasta que, fijando los ojos en un crucifijo que un monje tenía delante de él, una sonrisa serena vino a posarse en sus labios. Así se despidió de este mundo; mejor dicho, así saludó a la eternidad.
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