Otro de los grandes doctores orientales, defensor, como Atanasio, de la divinidad del Verbo, pero muy distinto en su carácter, en su estilo, en sus procedimientos. Atanasio, puro teólogo, desdeña la literatura; a pesar de su conocimiento de la filosofía helénica y de la mitología, es elocuente a fuerza de evitar la elocuencia; Gregorio, en cambio, acudirá a todos los artificios del talento oratorio para expresar las verdades del cristianismo en una lengua no indigna de Lisias o de Platón. Es un representante auténtico del genio griego en su primitiva belleza, más abundante acaso y menos ático, pero siempre armonioso y puro, aunque iluminado por dulces matices orientales.
Gregorio no era un heleno, sino un asiático. Había nacido en Arianzo, un pueblecito de Capadocia, cercano de Nacianzo, la pequeña ciudad donde luego fijó su residencia. A los veinte años le encontramos en Atenas entregado con pasión al estudio de las bellas letras; pero antes había recorrido ya todo el curso de la filosofía helénica en las escuelas de Cesarea y Alejandría. En las aulas atenienses se encontró un joven de su tierra, cuyo nombre iba a pasar a la posteridad estrechamente unido con el suyo. Era el futuro obispo de Cesarea, San Basilio. Con temperamentos diferentes, el uno más austero y el otro más apacible, el uno mejor ordenado por las enseñanzas de la ciencia y el otro más arrebatado por los arranques del amor divino, ambos eran igualmente fervorosos en la oración, igualmente puros en sus costumbres, igualmente entusiastas de las letras; la poesía y la elocuencia. Ya entonces uno de los más famosos retóricos paganos de aquel tiempo, Libanio, solía decir con tristeza que aquellos dos discípulos del Evangelio hubieran sido capaces de resucitar las maravillas de los siglos de Píndaro y Demóstenes. « ¡Ah!—exclamaba más tarde San Gregorio—. No puedo recordar aquellos días sin derramar lágrimas. Sólo conocíamos dos caminos: el primero, el más amado, el que nos conducía a la Iglesia y a sus doctores; el otro, menos elevado, el que nos llevaba a la escuela y a sus maestros.»
Allí conoció Gregorio al futuro restaurador del culto pagano en el Imperio. Juliano, inclinado ya hacia la idolatría, pero deseoso de adquirir nuevas relaciones, y tal vez atormentado por la duda, penetró en el retiro de los dos jóvenes estudiantes. No faltaban asuntos comunes que discutir; Basilio era un hábil gramático; Gregorio podía disertar largamente de poesía y de elocuencia. Los rozamientos, sin embargo, se produjeron inevitablemente al tratar de cuestiones morales y religiosas, dejando en los dos asiáticos una dolorosa impresión. «Le miraba—decía más tarde el nacianceno—y veía su cabeza agitada por una movilidad continua, sus hombros estremecidos por un ridículo vaivén que daba lástima, su vista extraviada, su paso vacilante, y su nariz arremangada, respirando insolencia y desdén. Y me decía: ¿Qué monstruo alimenta aquí Roma?» Cuando el César se dirigió a reinar, los dos amigos le despidieron con una melancólica sonrisa, en que se pudieran haber adivinado los más tristes presentimientos. Ellos, a su vez, se volvieron a su tierra.
Gregorio encontró a su padre convertido en obispo de Nacianzo, y se quedó junto a él para ayudarle en los asuntos de administración, no sin quejarse constantemente «de tener que pasar el día vigilando a los domésticos, siempre dispuestos a abusar de la facilidad de los amos buenos y a acusar la severidad de los malos, desenmascarando las astucias de los agentes del fisco y escuchando en la curia las tonterías de los litigantes». Pero un día recibió esta bella epístola: «Habiendo perdido las esperanzas, o, mejor, los sueños que me hacían acerca de ti, pues creo, con el poeta, que la esperanza es el sueño de un hombre despierto, me he venido al Ponto en busca de la vida que necesito. Y Dios ha querido que encontrase un asilo a mi gusto. Lo que imaginábamos en otro tiempo, lo tengo ahora en la realidad: es una alta montaña rodeada de espesos bosques y regada por frescas y cristalinas fuentes. Al pie se extiende la llanura, fecunda por las aguas que descienden de lo alto. La selva que levanta en torno sus árboles variadísimos le sirve, por decirlo así, de muro y de defensa.» La carta sigue describiendo las delicias de aquel lugar incomparable. La isla de Calipso, tan admirada de Homero, era menos bella. En la cima del monte hay una morada desde la cual se divisa el Iris, que rueda desbocado entre las rocas, y ofrece, a la vez, espectáculos maravillosos y deliciosas truchas. Hay variedad de flores, gorjeos de pájaros, ciervos, cabras monteses, águilas y conejos. Pero la paz es el mayor tesoro de este asilo, en que se detuvo Alcmeón después de encontrar las islas Equínadas.
Quien así hablaba era Basilio, que se había retirado a hacer vida cenobítica en aquel rincón del Ponto, rodeado de algunos amigos. Pero le faltaba el más amado de todos, el antiguo condiscípulo de Atenas, el hombre más a propósito para gustar aquella vida de silencio, de trabajo y de pobreza. Gregorio se dejó convencer fácilmente, y algo más tarde figuraba entre los miembros más fervorosos de aquella comunidad ideal. Todo allí era sobriedad y sencillez. Se araba el campo, se regaba el jardín, se explotaba el bosque y se aprovechaban las canteras cercanas. Una gran parte del día estaba consagrada a la oración, a los cantos religiosos, al estudio de las letras cristianas y a la instrucción de algunos jóvenes venidos de Grecia y de Asia. Basilio y Gregorio componían magníficos discursos y bellos poemas. Juliano el Apóstata acababa de arrojar la máscara. Uno de sus primeros cuidados había sido prohibir a los cristianos el estudio de la elocuencia y de las letras profanas. «Para nosotros—decía irónicamente—, las artes de Grecia, juntamente con el culto de los dioses; para vosotros, la ignorancia y la rusticidad: ésta es vuestra sabiduría.» Sus pérfidas disposiciones sólo sirvieron para arraigar más en los maestros cristianos el amor de aquellas ciencias, en que veían un arma de defensa y de victoria. «Todo te lo dejo—respondía Gregorio, indignado—, las riquezas, el nacimiento, la gloria, la autoridad, los bienes todos de aquí abajo, que se desvanecen como un sueño; pero la elocuencia es mía; y no me pesan los trabajos ni las peregrinaciones emprendidas por tierra y por mar para conquistarla.»
«Los días pónticos» dejaron en el alma del monje poeta un recuerdo imborrable. Más tarde, en medio de las preocupaciones de la vida episcopal, los recordará como los más felices de su vida. « ¿Quién me devolverá—exclamaba—aquellas salmodias, aquellas vigilias, aquellas ascensiones al Cielo por medio de la oración, aquella vida libre del cuerpo, aquella concordia de las almas, que se dirigían juntas hacia Dios? No he olvidado aquel bosque en que trabajábamos, aquellos árboles que plantábamos, aquellas piedras que tallábamos; no he olvidado aquel plátano, más precioso que el plátano de oro de Jerjes, junto al cual venía a sentarse, no un rey con toda la pompa de su grandeza, sino un monje que lloraba sus pecados. Yo le planté, y tú, mi precioso amigo—decía Gregorio, refiriéndose a Basilio—, le regaste. Dios le hizo crecer para nuestra gloria, como recuerdo de nuestros asiduos trabajos.»
Nombrado metropolitano de Cesarea, Basilio obligó a su amigo a aceptar el episcopado de Sásimo, una población insignificante de los confines de la Capadocia, amenazada constantemente por bandas de herejes y bandoleros. Gregorio había tenido siempre horror al episcopado; pero el que ahora se le ofrecía tenía casi un aspecto burlesco. « ¿Qué voy a hacer en los desiertos de Sásimo?—se preguntaba con amargura—. ¿Soy acaso un carabinero, para ir en busca de bandidos?» Poco faltó para que se enturbiasen las relaciones entre aquellos grandes hombres. La santidad no le impedía a Gregorio exhalar estas amargas quejas: «Según se va a las montañas, en el cruce de tres caminos, hay una población horrible, sin agua, sin árboles, sin vegetación, sin habitantes. Sólo ruido de carros, polvo, clamores de aduaneros, cepos, cadenas, alaridos de contrabandistas puestos en cuestión de tormento. Esta es mi ciudad episcopal. El pueblo se recluta de vagabundos fugitivos, proscritos y salteadores de caminos. Estos son mis fieles; ésta es la silla que me regala el omnipotente Basilio desde la cumbre de su trono primacial. ¡Qué munificencia! ¡Qué recuerdo tan conmovedor de nuestra vida común en Atenas! » Basilio tenía sus razones para obrar de aquella manera, aunque él mismo comprendía que no hacía un gran favor a su amigo. «Yo quisiera—escribía—que este hombre ilustre, este hermano de mi alma, estuviese al frente de una ciudad digna de su mérito, aunque todas las iglesias juntas serían poco para su genio. Pero es propio de las grandes almas, no sólo servir para las grandes cosas, sino también realzar las pequeñas con su grandeza.» Hay que reconocer que Gregorio carecía de la firmeza de carácter de su amigo. Desde el punto de vista del talento, sería difícil determinar de parte de quién estaba la superioridad. Pero el de Cesarea tenía en sumo grado las cualidades que hacen al conductor de hombres, al organizador, al hombre práctico; mientras que el de Nacianzo, alma contemplativa, imaginación viva y melancólica, estaba más hecho para meditar que para obrar. Basilio triunfó en todas sus luchas; Gregorio no cosechó más que fracasos en su vida episcopal. Por el momento, fue consagrado obispo; pero habiendo cesado los motivos que obligaran a Basilio a crear la diócesis de Sásimo, sucedió a su padre en Nacianzo.
Esto sucedía en 372. Tres años más tarde sacudía Gregorio la carga episcopal para retirarse de nuevo al desierto. La noticia de la muerte de Basilio (379) le confirmó en su idea de dar al mundo un adiós eterno. « ¿Qué hago yo aquí —decía—, cuando la mejor mitad de mí mismo ha sido arrebatada lejos de mí? ¿Cuánto tiempo se prolongará aún mi destierro?» Cuando se lamentaba de esta manera, vinieron a pedir su ayuda los fieles de Constantinopla. Cuarenta años hacía que el arrianismo dominaba en la ciudad de Constantino. Todas las iglesias estaban en poder de los herejes, de suerte que apenas quedaba un puñado de ortodoxos. Creyóse que sólo el prestigio de Gregorio podría devolver a la fe su antiguo esplendor, y fueron a sacarle de su soledad. Él se defendió cuanto pudo. «¿Qué haréis—decía a los emisarios—con un extranjero que no ha salido del rincón de tierra que le vio nacer, que está agotado por la edad, la enfermedad y el ayuno; que tiene el cuerpo encorvado, la cabeza blanca, el vestido pobre, la bolsa vacía, la palabra agreste y dura?» Su bondad, sin embargo, le obligó a ceder. Llegado a la ciudad imperial, se estableció en casa de un pariente y allí recibía a su pequeña grey. Rara vez salía a la calle; todo su anhelo era estudiar y meditar. Las muchedumbres arrianas se habían enterado con indignación de su presencia, y hacían lo imposible para obligarle a volver a la soledad. «Un poco de pan y un puñado de hierbas cocidas con agua -nos dice él mismo- eran todo mi alimento, y, sin embargo, aunque hubiera traído la peste conmigo no me hubieran llenado de tantos ultrajes. La ciudad ardía. Se me acusaba de haber traído la idolatría. El populacho se estacionaba delante de mi habitación aullando. Lluvias de piedras caían sobre mis ventanas.» Un día el animoso obispo fue arrebatado por la multitud y arrastrado hasta el tribunal del gobernador. Hubo este diálogo:
—¿Quién eres?
—Un discípulo de Jesucristo.
—¿A quién has matado?
—A nadie; vengo, más bien, a salvar vuestras alma. Se le puso en libertad, y él continuó su ministerio. Gregorio tenía dos armas con las cuales no tardó en imponerse: la virtud y la elocuencia. El pueblo empezó a venerarle, admirado de su vida de espartano, como decían los obispos herejes, y al subir a la cátedra acabó de conquistar los corazones. Un alma de poeta y de obispo vibraba en su palabra. Aún conservamos los discursos pronunciados durante aquellos días. Todos ellos están consagrados a la defensa de la fe, y por eso se los ha llamado discursos teológicos. Son otros tantos modelos en el arte delicado de envolver los razonamientos filosóficos en el vestido de la oratoria: jugo doctrinal fresco y abundante; elocuencia templada, que ni cansa ni desazona; argumentación nerviosa, elegancia sobria y libre de toda exageración. Los católicos acudían a escuchar, según la expresión del orador, «como personas sedientas que hubieran hallado una fuente, donde apagar su sed». Con ellos se mezclaban los paganos y los herejes, venidos unos para instruirse y otros para recrearse. Los aplausos interrumpían con frecuencia la predicación; más de una vez se rompió la balaustrada que defendía la tribuna, y eran muchos los oyentes que escribían los discursos conforme se iban pronunciando. Electrizando los espíritus, aquella elocuencia triunfaba; se aumentaba el número de los fieles, resucitaba la comunidad católica, y aquella su primera capilla recibió el nombre de Anástasis, o Resurrección. «Aquí—decía Gregorio—ha resucitado la palabra de Dios, que antes estaba como muerta en Constantinopla. Este es el lugar de nuestra común victoria; la nueva Siló, en donde el arca ha encontrado por fin una morada fija.»
Humillados por estos triunfos, los arrianos irrumpieron un día en la iglesia, profanaron los altares, rompieron la cátedra episcopal y se lanzaron contra los sacerdotes al grito de «¡Mueran los adoradores de los tres dioses!» Propusieron algunos que se acudiese al emperador Teodosio para castigar la agresión; pero Gregorio, aunque había resultado herido en el asalto, prohibió toda reclamación. «He venido a predicar la paz—decía a los suyos—: el castigo, indudablemente, reporta su utilidad, porque sirve para prevenir el mal ejemplo; pero la paciencia vale más todavía. Si el castigo impone su sanción al mal, la paciencia produce el bien.» En otro discurso desarrollaba Gregorio la misma idea con estas hermosas palabras: «Hijos míos, ¿sabéis cuál es lo mejor que existe en el mundo? Yo os diré que la paz. Entre los hebreos había una ley que prohibía la lectura de ciertos libros a las almas que no se consideraban aún suficientemente robustas. Sería menester que se prohibiese entre nosotros, a todos indistintamente, el discutir a todas horas acerca de la fe. ¡Es tan arduo el penetrar en las cosas divinas! ¡Es tan trabajoso el explicarlas! No comprendéis la gracia que Dios os dispensa de poder callaros, al paso que yo estoy obligado a hablar de estos misterios que me espantan.»
De todas partes llegaban los hombres sedientos de escuchar aquella palabra que parecía resucitar los mejores tiempos de la elocuencia griega. El mismo San Jerónimo dejaba el desierto por oír al gran doctor de la ortodoxia, y Gregorio utilizaba sus servicios para resolver algunos problemas de las Sagradas Escrituras. Pero no siempre estuvo tan acertado en la elección de sus amigos. Cierto día apareció entre los oyentes un hombre extraño vestido a guisa de los filósofos cínicos: manto blanco, bastón de peregrino y largos cabellos, teñidos de rubio. Parecía un filósofo; pero, según él afirmaba, era un católico austero y un confesor de la fe. Gregorio le creyó, le recibió en su intimidad y le sentó a su mesa; pero no tardó en darse cuenta de que el extranjero estaba tramando contra él un complot infame: quería, nada menos, suplantarle en la sede constantinopolitana, y hasta llegó a hacerse consagrar por algunos obispos de extracción dudosa.
Una vez más, Gregorio había dado pruebas de que su bondad rayaba en candor, de que le faltaba la penetración que sirve para descubrir la astucia de los malvados. Mortificado por aquella equivocación, intenta volverse de nuevo a la soledad; pero el pueblo le rodea, diciendo: «Si tú te vas, la Trinidad se nos va contigo.» Gregorio se resiste, pero en aquel momento entra Teodisio en Constantinopla. Es a fines del año 380. «Dios—le dice el emperador, abrazándole—se sirve de mí para colocarte al frente de esta Iglesia. El pueblo se amotinaría si me negara al más ardiente de sus deseos.» Una orden imperial puso en sus manos todas las iglesias de la ciudad, y el mismo Teodosio quiso asistir a la ocupación de Santa Sofía: «Una densa niebla—escribe Gregorio relatando sus impresiones—se extendía sobre la ciudad como un velo siniestro, mientras desfilaba la comitiva. Alrededor de la basílica, los arrianos zumbaban como preparándose para un motín. Pude distinguir gritos de rabia contra mí. El emperador iba rodeado de sus oficiales. Yo le precedía pálido, tembloroso, respirando con dificultad. No viendo mis ojos por todas partes más que amenazas, adopté el recurso de fijarlos en el Cielo. El héroe, sereno e impasible, seguía su camino. Por fin, sin saber cómo, me hallé bajo las bóvedas de la basílica, póstreme levantando las manos al Cielo, y acompañado de todo el clero, entoné el cántico de acción de gracias. En este momento, el sol, abriéndose paso entre las nubes, iluminó el templo con claridad radiante. Se hubiera dicho que el imperio de las tinieblas cedía por fin a la luz de Jesucristo.
Y la muchedumbre, convertida de súbito, gritaba sin cesar: «jGregorio, obispo!»
Un año más tarde se celebraba en aquella misma basílica el segundo Concilio ecuménico, con el fin de consolidar la paz de las iglesias, terminar con los cismas y sofocar los últimos brotes heréticos. Gregorio presidía. Su elocuencia triunfaba una vez más; la simplicidad de su vida era la admiración de aquellos prelados, que, según la expresión de Anniano Marcelino, habían dejado el bastón apostólico para dirigirse a los palacios de los césares con fastuoso cortejo. Pero un día, defendiendo al obispo de Antioquía, Paulino, tuvo el desacierto de aludir al apoyo que el Occidente daba a su patrocinado. Siempre el candor estrellándose contra la pasión. Un murmullo, que él comparaba al zumbido de un enjambre de abejas y al graznar de una bandada de grajos, se levantó de entre los miembros de la asamblea, casi todos orientales. Era la protesta del orgullo asiático: «¿No es en Oriente—gritó alguno—donde nació Jesucristo?» «Sí—respondió Gregorio—; pero también es en Oriente donde se le crucificó.» Sin embargo, su parecer fue rechazado; y desde entonces ya no asistió con regularidad a las sesiones. Convencíase con tristeza de que su palabra no era ya invencible, y en su alma, santa y dulce a la vez, las más leves presunciones de su inutilidad se convirtieron en remordimientos. Y empezó a ser, según su propia expresión, como un corcel encerrado en la caballeriza, que no cesa de piafar y relinchar echando de menos la libertad de los campos. Inopinadamente se presentó un día delante de sus colegas, y les dijo: «Varones de Dios, dignaos no tomar en cuenta para nada lo que a mí se refiere. Cesad en vuestras luchas y daos fraternalmente la mano. Aunque no sea la causa de la tempestad, yo me entrego, como Jonás por la salvación de la nave.» Como nadie se levantase para protestar de aquella decisión, Gregorio abandonó la sala. Más tarde decía: «No quiero escudriñar los pensamientos de los hombres, yo que no amo más que la sencillez; pero hay que confesar que dieron asentimiento a mis palabras con más facilidad de lo que se podía esperar. ¡Así recompensa la patria a los que la han servido!»
Antes de partir, Gregorio reunió al pueblo para hablarle por última vez; y su genio de orador se mostró entonces más brillante y elevado que nunca. Con encantadora sencillez, rindió cuenta de su vida, de sus tribulaciones, de su fe y de sus combates contra la herejía. Respondiendo al reproche de no vivir como los obispos cortesanos de su tiempo, decía: «No sabía que teníamos obligación de competir con los cónsules y los generales en lujo y magnificencia. Si tales fueron mis faltas, perdonadme; nombrad un obispo que agrade a la multitud, y concededme a mí el reposo de la soledad.» Acabó saludando a todos aquellos lugares que tenía frescos en su memoria, a todo lo que amaba y ahora iba a dejar: «Adiós, iglesia de la Anastasia, que llevas tu nombre de nuestra piadosa confianza; adiós, grande y famoso templo, trofeo de nuestra fe; adiós, ministros del Señor, que estáis cerca de Cristo cuando desciende a la Sagrada Mesa; adiós, vosotros todos, los que amabais mis discursos, solícita multitud, entre la cual veía yo brillar los punzones que grababan furtivamente mis palabras; adiós, cancel de la tribuna sagrada, forzado por la santa avidez de la muchedumbre; adiós, reyes de la tierra, palacios de los reyes, servidores y cortesanos, fieles, así lo creo, a vuestro amo, pero infieles, casi siempre, a vuestro Dios. Aplaudid, levantad hasta el Cielo a vuestro nuevo orador; se calla por fin la voz amiga que os importunaba.»
Después de consolarse un momento en Cesarea junto a las cenizas de su santo amigo, Gregorio se refugió en Arianzo, su pueblo natal, donde acabó sus días meditando, leyendo, cultivando un pequeño jardín y reanudando aquella pasión de los versos que había iluminado sus años juveniles. Entre sus poemas, unos son históricos y autobiográficos; otros, teológicos y doctrinales. No es aquí donde hay que buscar el acento de la verdadera inspiración. En cambio, en las elegías el poeta aparece plenamente. Su tristeza soñadora, su mística melancolía, tienen un encanto singular, que nos llega al alma. Es una poesía filosófica y psicológica a la vez, una mezcla de pensamientos abstractos y de emociones, en que las inquietudes de un corazón agitado por el enigma de la existencia contrastan con las maravillas de la Naturaleza. No es la antigua poesía helénica; es algo más íntimo, más nuevo, más moderno; tan moderno, que a veces creemos escuchar las efusiones románticas del siglo XIX. La novedad está en la tristeza del hombre que penetra en el fondo de su ser, en el diálogo interior, en el ensueño melancólico, en el análisis de los pensamientos íntimos y de los vagos deseos, en los gritos profundos y desgarradores del dolor metafísico y de las dolencias del alma. Es una poesía subjetiva, tierna, grave y austera, pero iluminada por las esperanzas de la religión. En las mayores turbaciones, la fe viene a serenar el espíritu del poeta y a hacerle prorrumpir en gritos de alborozo.
«Atormentado por la tristeza—leemos en una de estas deliciosas meditaciones—, me senté ayer a la sombra del bosque opaco; nadie estaba conmigo, porque, en mis males, amo el consuelo de conversar a solas con mi alma. El soplo del aire, mezclado a las voces de los pájaros, dejaba caer un dulce sueño de las copas de los árboles. Las cigarras, ocultas en la hierba, estremecían el bosque; un agua transparente bañaba mis pies, refrescando la alameda; pero yo, absorto en mi dolor, miraba indiferente todas estas cosas, porque el placer es odioso en las horas amargas. Del fondo de mi corazón agitado saltaban estas palabras: ¿Qué soy? ¿Qué fui en otro tiempo? ¿Cuál será mi paradero? Lo ignoro. Otros más sabios que yo lo ignoran también. Envuelto entre nubes, ando de aquí para allá, sin tener cosa alguna, ni siquiera el sueño de lo que deseo. Vamos tropezando por caminos oscuros bajo el peso de la tiniebla de los sentidos. Yo soy, dices; pero, ¿qué cosa? Porque lo que era, ya desapareció, y ahora soy otra cosa. Paso con la rapidez de esta corriente. Nadie cruza dos veces por el mismo bosque; nadie ve dos veces unos mismos ojos.» En medio de estas incertidumbres, el poeta se detiene aterrado; se irrita contra sí mismo, retracta sus palabras y cae de rodillas adorando a la Trinidad. «Ahora, las tinieblas—dice—; luego, la verdad; entonces, contemplando a Dios o devorado por las llamas, comprenderás todas las cosas. Estas palabras—añade—disiparon mi dolor. Atardecía cuando salí del bosque para encerrarme en casa. Iba riéndome de la locura de los hombres, y a la vez sintiendo las heridas de los combates de mi espíritu atormentado.»
Gregorio no era un heleno, sino un asiático. Había nacido en Arianzo, un pueblecito de Capadocia, cercano de Nacianzo, la pequeña ciudad donde luego fijó su residencia. A los veinte años le encontramos en Atenas entregado con pasión al estudio de las bellas letras; pero antes había recorrido ya todo el curso de la filosofía helénica en las escuelas de Cesarea y Alejandría. En las aulas atenienses se encontró un joven de su tierra, cuyo nombre iba a pasar a la posteridad estrechamente unido con el suyo. Era el futuro obispo de Cesarea, San Basilio. Con temperamentos diferentes, el uno más austero y el otro más apacible, el uno mejor ordenado por las enseñanzas de la ciencia y el otro más arrebatado por los arranques del amor divino, ambos eran igualmente fervorosos en la oración, igualmente puros en sus costumbres, igualmente entusiastas de las letras; la poesía y la elocuencia. Ya entonces uno de los más famosos retóricos paganos de aquel tiempo, Libanio, solía decir con tristeza que aquellos dos discípulos del Evangelio hubieran sido capaces de resucitar las maravillas de los siglos de Píndaro y Demóstenes. « ¡Ah!—exclamaba más tarde San Gregorio—. No puedo recordar aquellos días sin derramar lágrimas. Sólo conocíamos dos caminos: el primero, el más amado, el que nos conducía a la Iglesia y a sus doctores; el otro, menos elevado, el que nos llevaba a la escuela y a sus maestros.»
Allí conoció Gregorio al futuro restaurador del culto pagano en el Imperio. Juliano, inclinado ya hacia la idolatría, pero deseoso de adquirir nuevas relaciones, y tal vez atormentado por la duda, penetró en el retiro de los dos jóvenes estudiantes. No faltaban asuntos comunes que discutir; Basilio era un hábil gramático; Gregorio podía disertar largamente de poesía y de elocuencia. Los rozamientos, sin embargo, se produjeron inevitablemente al tratar de cuestiones morales y religiosas, dejando en los dos asiáticos una dolorosa impresión. «Le miraba—decía más tarde el nacianceno—y veía su cabeza agitada por una movilidad continua, sus hombros estremecidos por un ridículo vaivén que daba lástima, su vista extraviada, su paso vacilante, y su nariz arremangada, respirando insolencia y desdén. Y me decía: ¿Qué monstruo alimenta aquí Roma?» Cuando el César se dirigió a reinar, los dos amigos le despidieron con una melancólica sonrisa, en que se pudieran haber adivinado los más tristes presentimientos. Ellos, a su vez, se volvieron a su tierra.
Gregorio encontró a su padre convertido en obispo de Nacianzo, y se quedó junto a él para ayudarle en los asuntos de administración, no sin quejarse constantemente «de tener que pasar el día vigilando a los domésticos, siempre dispuestos a abusar de la facilidad de los amos buenos y a acusar la severidad de los malos, desenmascarando las astucias de los agentes del fisco y escuchando en la curia las tonterías de los litigantes». Pero un día recibió esta bella epístola: «Habiendo perdido las esperanzas, o, mejor, los sueños que me hacían acerca de ti, pues creo, con el poeta, que la esperanza es el sueño de un hombre despierto, me he venido al Ponto en busca de la vida que necesito. Y Dios ha querido que encontrase un asilo a mi gusto. Lo que imaginábamos en otro tiempo, lo tengo ahora en la realidad: es una alta montaña rodeada de espesos bosques y regada por frescas y cristalinas fuentes. Al pie se extiende la llanura, fecunda por las aguas que descienden de lo alto. La selva que levanta en torno sus árboles variadísimos le sirve, por decirlo así, de muro y de defensa.» La carta sigue describiendo las delicias de aquel lugar incomparable. La isla de Calipso, tan admirada de Homero, era menos bella. En la cima del monte hay una morada desde la cual se divisa el Iris, que rueda desbocado entre las rocas, y ofrece, a la vez, espectáculos maravillosos y deliciosas truchas. Hay variedad de flores, gorjeos de pájaros, ciervos, cabras monteses, águilas y conejos. Pero la paz es el mayor tesoro de este asilo, en que se detuvo Alcmeón después de encontrar las islas Equínadas.
Quien así hablaba era Basilio, que se había retirado a hacer vida cenobítica en aquel rincón del Ponto, rodeado de algunos amigos. Pero le faltaba el más amado de todos, el antiguo condiscípulo de Atenas, el hombre más a propósito para gustar aquella vida de silencio, de trabajo y de pobreza. Gregorio se dejó convencer fácilmente, y algo más tarde figuraba entre los miembros más fervorosos de aquella comunidad ideal. Todo allí era sobriedad y sencillez. Se araba el campo, se regaba el jardín, se explotaba el bosque y se aprovechaban las canteras cercanas. Una gran parte del día estaba consagrada a la oración, a los cantos religiosos, al estudio de las letras cristianas y a la instrucción de algunos jóvenes venidos de Grecia y de Asia. Basilio y Gregorio componían magníficos discursos y bellos poemas. Juliano el Apóstata acababa de arrojar la máscara. Uno de sus primeros cuidados había sido prohibir a los cristianos el estudio de la elocuencia y de las letras profanas. «Para nosotros—decía irónicamente—, las artes de Grecia, juntamente con el culto de los dioses; para vosotros, la ignorancia y la rusticidad: ésta es vuestra sabiduría.» Sus pérfidas disposiciones sólo sirvieron para arraigar más en los maestros cristianos el amor de aquellas ciencias, en que veían un arma de defensa y de victoria. «Todo te lo dejo—respondía Gregorio, indignado—, las riquezas, el nacimiento, la gloria, la autoridad, los bienes todos de aquí abajo, que se desvanecen como un sueño; pero la elocuencia es mía; y no me pesan los trabajos ni las peregrinaciones emprendidas por tierra y por mar para conquistarla.»
«Los días pónticos» dejaron en el alma del monje poeta un recuerdo imborrable. Más tarde, en medio de las preocupaciones de la vida episcopal, los recordará como los más felices de su vida. « ¿Quién me devolverá—exclamaba—aquellas salmodias, aquellas vigilias, aquellas ascensiones al Cielo por medio de la oración, aquella vida libre del cuerpo, aquella concordia de las almas, que se dirigían juntas hacia Dios? No he olvidado aquel bosque en que trabajábamos, aquellos árboles que plantábamos, aquellas piedras que tallábamos; no he olvidado aquel plátano, más precioso que el plátano de oro de Jerjes, junto al cual venía a sentarse, no un rey con toda la pompa de su grandeza, sino un monje que lloraba sus pecados. Yo le planté, y tú, mi precioso amigo—decía Gregorio, refiriéndose a Basilio—, le regaste. Dios le hizo crecer para nuestra gloria, como recuerdo de nuestros asiduos trabajos.»
Nombrado metropolitano de Cesarea, Basilio obligó a su amigo a aceptar el episcopado de Sásimo, una población insignificante de los confines de la Capadocia, amenazada constantemente por bandas de herejes y bandoleros. Gregorio había tenido siempre horror al episcopado; pero el que ahora se le ofrecía tenía casi un aspecto burlesco. « ¿Qué voy a hacer en los desiertos de Sásimo?—se preguntaba con amargura—. ¿Soy acaso un carabinero, para ir en busca de bandidos?» Poco faltó para que se enturbiasen las relaciones entre aquellos grandes hombres. La santidad no le impedía a Gregorio exhalar estas amargas quejas: «Según se va a las montañas, en el cruce de tres caminos, hay una población horrible, sin agua, sin árboles, sin vegetación, sin habitantes. Sólo ruido de carros, polvo, clamores de aduaneros, cepos, cadenas, alaridos de contrabandistas puestos en cuestión de tormento. Esta es mi ciudad episcopal. El pueblo se recluta de vagabundos fugitivos, proscritos y salteadores de caminos. Estos son mis fieles; ésta es la silla que me regala el omnipotente Basilio desde la cumbre de su trono primacial. ¡Qué munificencia! ¡Qué recuerdo tan conmovedor de nuestra vida común en Atenas! » Basilio tenía sus razones para obrar de aquella manera, aunque él mismo comprendía que no hacía un gran favor a su amigo. «Yo quisiera—escribía—que este hombre ilustre, este hermano de mi alma, estuviese al frente de una ciudad digna de su mérito, aunque todas las iglesias juntas serían poco para su genio. Pero es propio de las grandes almas, no sólo servir para las grandes cosas, sino también realzar las pequeñas con su grandeza.» Hay que reconocer que Gregorio carecía de la firmeza de carácter de su amigo. Desde el punto de vista del talento, sería difícil determinar de parte de quién estaba la superioridad. Pero el de Cesarea tenía en sumo grado las cualidades que hacen al conductor de hombres, al organizador, al hombre práctico; mientras que el de Nacianzo, alma contemplativa, imaginación viva y melancólica, estaba más hecho para meditar que para obrar. Basilio triunfó en todas sus luchas; Gregorio no cosechó más que fracasos en su vida episcopal. Por el momento, fue consagrado obispo; pero habiendo cesado los motivos que obligaran a Basilio a crear la diócesis de Sásimo, sucedió a su padre en Nacianzo.
Esto sucedía en 372. Tres años más tarde sacudía Gregorio la carga episcopal para retirarse de nuevo al desierto. La noticia de la muerte de Basilio (379) le confirmó en su idea de dar al mundo un adiós eterno. « ¿Qué hago yo aquí —decía—, cuando la mejor mitad de mí mismo ha sido arrebatada lejos de mí? ¿Cuánto tiempo se prolongará aún mi destierro?» Cuando se lamentaba de esta manera, vinieron a pedir su ayuda los fieles de Constantinopla. Cuarenta años hacía que el arrianismo dominaba en la ciudad de Constantino. Todas las iglesias estaban en poder de los herejes, de suerte que apenas quedaba un puñado de ortodoxos. Creyóse que sólo el prestigio de Gregorio podría devolver a la fe su antiguo esplendor, y fueron a sacarle de su soledad. Él se defendió cuanto pudo. «¿Qué haréis—decía a los emisarios—con un extranjero que no ha salido del rincón de tierra que le vio nacer, que está agotado por la edad, la enfermedad y el ayuno; que tiene el cuerpo encorvado, la cabeza blanca, el vestido pobre, la bolsa vacía, la palabra agreste y dura?» Su bondad, sin embargo, le obligó a ceder. Llegado a la ciudad imperial, se estableció en casa de un pariente y allí recibía a su pequeña grey. Rara vez salía a la calle; todo su anhelo era estudiar y meditar. Las muchedumbres arrianas se habían enterado con indignación de su presencia, y hacían lo imposible para obligarle a volver a la soledad. «Un poco de pan y un puñado de hierbas cocidas con agua -nos dice él mismo- eran todo mi alimento, y, sin embargo, aunque hubiera traído la peste conmigo no me hubieran llenado de tantos ultrajes. La ciudad ardía. Se me acusaba de haber traído la idolatría. El populacho se estacionaba delante de mi habitación aullando. Lluvias de piedras caían sobre mis ventanas.» Un día el animoso obispo fue arrebatado por la multitud y arrastrado hasta el tribunal del gobernador. Hubo este diálogo:
—¿Quién eres?
—Un discípulo de Jesucristo.
—¿A quién has matado?
—A nadie; vengo, más bien, a salvar vuestras alma. Se le puso en libertad, y él continuó su ministerio. Gregorio tenía dos armas con las cuales no tardó en imponerse: la virtud y la elocuencia. El pueblo empezó a venerarle, admirado de su vida de espartano, como decían los obispos herejes, y al subir a la cátedra acabó de conquistar los corazones. Un alma de poeta y de obispo vibraba en su palabra. Aún conservamos los discursos pronunciados durante aquellos días. Todos ellos están consagrados a la defensa de la fe, y por eso se los ha llamado discursos teológicos. Son otros tantos modelos en el arte delicado de envolver los razonamientos filosóficos en el vestido de la oratoria: jugo doctrinal fresco y abundante; elocuencia templada, que ni cansa ni desazona; argumentación nerviosa, elegancia sobria y libre de toda exageración. Los católicos acudían a escuchar, según la expresión del orador, «como personas sedientas que hubieran hallado una fuente, donde apagar su sed». Con ellos se mezclaban los paganos y los herejes, venidos unos para instruirse y otros para recrearse. Los aplausos interrumpían con frecuencia la predicación; más de una vez se rompió la balaustrada que defendía la tribuna, y eran muchos los oyentes que escribían los discursos conforme se iban pronunciando. Electrizando los espíritus, aquella elocuencia triunfaba; se aumentaba el número de los fieles, resucitaba la comunidad católica, y aquella su primera capilla recibió el nombre de Anástasis, o Resurrección. «Aquí—decía Gregorio—ha resucitado la palabra de Dios, que antes estaba como muerta en Constantinopla. Este es el lugar de nuestra común victoria; la nueva Siló, en donde el arca ha encontrado por fin una morada fija.»
Humillados por estos triunfos, los arrianos irrumpieron un día en la iglesia, profanaron los altares, rompieron la cátedra episcopal y se lanzaron contra los sacerdotes al grito de «¡Mueran los adoradores de los tres dioses!» Propusieron algunos que se acudiese al emperador Teodosio para castigar la agresión; pero Gregorio, aunque había resultado herido en el asalto, prohibió toda reclamación. «He venido a predicar la paz—decía a los suyos—: el castigo, indudablemente, reporta su utilidad, porque sirve para prevenir el mal ejemplo; pero la paciencia vale más todavía. Si el castigo impone su sanción al mal, la paciencia produce el bien.» En otro discurso desarrollaba Gregorio la misma idea con estas hermosas palabras: «Hijos míos, ¿sabéis cuál es lo mejor que existe en el mundo? Yo os diré que la paz. Entre los hebreos había una ley que prohibía la lectura de ciertos libros a las almas que no se consideraban aún suficientemente robustas. Sería menester que se prohibiese entre nosotros, a todos indistintamente, el discutir a todas horas acerca de la fe. ¡Es tan arduo el penetrar en las cosas divinas! ¡Es tan trabajoso el explicarlas! No comprendéis la gracia que Dios os dispensa de poder callaros, al paso que yo estoy obligado a hablar de estos misterios que me espantan.»
De todas partes llegaban los hombres sedientos de escuchar aquella palabra que parecía resucitar los mejores tiempos de la elocuencia griega. El mismo San Jerónimo dejaba el desierto por oír al gran doctor de la ortodoxia, y Gregorio utilizaba sus servicios para resolver algunos problemas de las Sagradas Escrituras. Pero no siempre estuvo tan acertado en la elección de sus amigos. Cierto día apareció entre los oyentes un hombre extraño vestido a guisa de los filósofos cínicos: manto blanco, bastón de peregrino y largos cabellos, teñidos de rubio. Parecía un filósofo; pero, según él afirmaba, era un católico austero y un confesor de la fe. Gregorio le creyó, le recibió en su intimidad y le sentó a su mesa; pero no tardó en darse cuenta de que el extranjero estaba tramando contra él un complot infame: quería, nada menos, suplantarle en la sede constantinopolitana, y hasta llegó a hacerse consagrar por algunos obispos de extracción dudosa.
Una vez más, Gregorio había dado pruebas de que su bondad rayaba en candor, de que le faltaba la penetración que sirve para descubrir la astucia de los malvados. Mortificado por aquella equivocación, intenta volverse de nuevo a la soledad; pero el pueblo le rodea, diciendo: «Si tú te vas, la Trinidad se nos va contigo.» Gregorio se resiste, pero en aquel momento entra Teodisio en Constantinopla. Es a fines del año 380. «Dios—le dice el emperador, abrazándole—se sirve de mí para colocarte al frente de esta Iglesia. El pueblo se amotinaría si me negara al más ardiente de sus deseos.» Una orden imperial puso en sus manos todas las iglesias de la ciudad, y el mismo Teodosio quiso asistir a la ocupación de Santa Sofía: «Una densa niebla—escribe Gregorio relatando sus impresiones—se extendía sobre la ciudad como un velo siniestro, mientras desfilaba la comitiva. Alrededor de la basílica, los arrianos zumbaban como preparándose para un motín. Pude distinguir gritos de rabia contra mí. El emperador iba rodeado de sus oficiales. Yo le precedía pálido, tembloroso, respirando con dificultad. No viendo mis ojos por todas partes más que amenazas, adopté el recurso de fijarlos en el Cielo. El héroe, sereno e impasible, seguía su camino. Por fin, sin saber cómo, me hallé bajo las bóvedas de la basílica, póstreme levantando las manos al Cielo, y acompañado de todo el clero, entoné el cántico de acción de gracias. En este momento, el sol, abriéndose paso entre las nubes, iluminó el templo con claridad radiante. Se hubiera dicho que el imperio de las tinieblas cedía por fin a la luz de Jesucristo.
Y la muchedumbre, convertida de súbito, gritaba sin cesar: «jGregorio, obispo!»
Un año más tarde se celebraba en aquella misma basílica el segundo Concilio ecuménico, con el fin de consolidar la paz de las iglesias, terminar con los cismas y sofocar los últimos brotes heréticos. Gregorio presidía. Su elocuencia triunfaba una vez más; la simplicidad de su vida era la admiración de aquellos prelados, que, según la expresión de Anniano Marcelino, habían dejado el bastón apostólico para dirigirse a los palacios de los césares con fastuoso cortejo. Pero un día, defendiendo al obispo de Antioquía, Paulino, tuvo el desacierto de aludir al apoyo que el Occidente daba a su patrocinado. Siempre el candor estrellándose contra la pasión. Un murmullo, que él comparaba al zumbido de un enjambre de abejas y al graznar de una bandada de grajos, se levantó de entre los miembros de la asamblea, casi todos orientales. Era la protesta del orgullo asiático: «¿No es en Oriente—gritó alguno—donde nació Jesucristo?» «Sí—respondió Gregorio—; pero también es en Oriente donde se le crucificó.» Sin embargo, su parecer fue rechazado; y desde entonces ya no asistió con regularidad a las sesiones. Convencíase con tristeza de que su palabra no era ya invencible, y en su alma, santa y dulce a la vez, las más leves presunciones de su inutilidad se convirtieron en remordimientos. Y empezó a ser, según su propia expresión, como un corcel encerrado en la caballeriza, que no cesa de piafar y relinchar echando de menos la libertad de los campos. Inopinadamente se presentó un día delante de sus colegas, y les dijo: «Varones de Dios, dignaos no tomar en cuenta para nada lo que a mí se refiere. Cesad en vuestras luchas y daos fraternalmente la mano. Aunque no sea la causa de la tempestad, yo me entrego, como Jonás por la salvación de la nave.» Como nadie se levantase para protestar de aquella decisión, Gregorio abandonó la sala. Más tarde decía: «No quiero escudriñar los pensamientos de los hombres, yo que no amo más que la sencillez; pero hay que confesar que dieron asentimiento a mis palabras con más facilidad de lo que se podía esperar. ¡Así recompensa la patria a los que la han servido!»
Antes de partir, Gregorio reunió al pueblo para hablarle por última vez; y su genio de orador se mostró entonces más brillante y elevado que nunca. Con encantadora sencillez, rindió cuenta de su vida, de sus tribulaciones, de su fe y de sus combates contra la herejía. Respondiendo al reproche de no vivir como los obispos cortesanos de su tiempo, decía: «No sabía que teníamos obligación de competir con los cónsules y los generales en lujo y magnificencia. Si tales fueron mis faltas, perdonadme; nombrad un obispo que agrade a la multitud, y concededme a mí el reposo de la soledad.» Acabó saludando a todos aquellos lugares que tenía frescos en su memoria, a todo lo que amaba y ahora iba a dejar: «Adiós, iglesia de la Anastasia, que llevas tu nombre de nuestra piadosa confianza; adiós, grande y famoso templo, trofeo de nuestra fe; adiós, ministros del Señor, que estáis cerca de Cristo cuando desciende a la Sagrada Mesa; adiós, vosotros todos, los que amabais mis discursos, solícita multitud, entre la cual veía yo brillar los punzones que grababan furtivamente mis palabras; adiós, cancel de la tribuna sagrada, forzado por la santa avidez de la muchedumbre; adiós, reyes de la tierra, palacios de los reyes, servidores y cortesanos, fieles, así lo creo, a vuestro amo, pero infieles, casi siempre, a vuestro Dios. Aplaudid, levantad hasta el Cielo a vuestro nuevo orador; se calla por fin la voz amiga que os importunaba.»
Después de consolarse un momento en Cesarea junto a las cenizas de su santo amigo, Gregorio se refugió en Arianzo, su pueblo natal, donde acabó sus días meditando, leyendo, cultivando un pequeño jardín y reanudando aquella pasión de los versos que había iluminado sus años juveniles. Entre sus poemas, unos son históricos y autobiográficos; otros, teológicos y doctrinales. No es aquí donde hay que buscar el acento de la verdadera inspiración. En cambio, en las elegías el poeta aparece plenamente. Su tristeza soñadora, su mística melancolía, tienen un encanto singular, que nos llega al alma. Es una poesía filosófica y psicológica a la vez, una mezcla de pensamientos abstractos y de emociones, en que las inquietudes de un corazón agitado por el enigma de la existencia contrastan con las maravillas de la Naturaleza. No es la antigua poesía helénica; es algo más íntimo, más nuevo, más moderno; tan moderno, que a veces creemos escuchar las efusiones románticas del siglo XIX. La novedad está en la tristeza del hombre que penetra en el fondo de su ser, en el diálogo interior, en el ensueño melancólico, en el análisis de los pensamientos íntimos y de los vagos deseos, en los gritos profundos y desgarradores del dolor metafísico y de las dolencias del alma. Es una poesía subjetiva, tierna, grave y austera, pero iluminada por las esperanzas de la religión. En las mayores turbaciones, la fe viene a serenar el espíritu del poeta y a hacerle prorrumpir en gritos de alborozo.
«Atormentado por la tristeza—leemos en una de estas deliciosas meditaciones—, me senté ayer a la sombra del bosque opaco; nadie estaba conmigo, porque, en mis males, amo el consuelo de conversar a solas con mi alma. El soplo del aire, mezclado a las voces de los pájaros, dejaba caer un dulce sueño de las copas de los árboles. Las cigarras, ocultas en la hierba, estremecían el bosque; un agua transparente bañaba mis pies, refrescando la alameda; pero yo, absorto en mi dolor, miraba indiferente todas estas cosas, porque el placer es odioso en las horas amargas. Del fondo de mi corazón agitado saltaban estas palabras: ¿Qué soy? ¿Qué fui en otro tiempo? ¿Cuál será mi paradero? Lo ignoro. Otros más sabios que yo lo ignoran también. Envuelto entre nubes, ando de aquí para allá, sin tener cosa alguna, ni siquiera el sueño de lo que deseo. Vamos tropezando por caminos oscuros bajo el peso de la tiniebla de los sentidos. Yo soy, dices; pero, ¿qué cosa? Porque lo que era, ya desapareció, y ahora soy otra cosa. Paso con la rapidez de esta corriente. Nadie cruza dos veces por el mismo bosque; nadie ve dos veces unos mismos ojos.» En medio de estas incertidumbres, el poeta se detiene aterrado; se irrita contra sí mismo, retracta sus palabras y cae de rodillas adorando a la Trinidad. «Ahora, las tinieblas—dice—; luego, la verdad; entonces, contemplando a Dios o devorado por las llamas, comprenderás todas las cosas. Estas palabras—añade—disiparon mi dolor. Atardecía cuando salí del bosque para encerrarme en casa. Iba riéndome de la locura de los hombres, y a la vez sintiendo las heridas de los combates de mi espíritu atormentado.»
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