«La existencia de esta religiosa es una parábola de la caridad frente a la violencia. El epígrafe de su vida martirial lo provocó un individuo sin escrúpulos que no logrando consumar sus abyectos deseos, la asesinó brutalmente»
Nació el 20 de octubre de 1953 en Sitio Malhada da Areia, una zona deprimida perteneciente a Río Grande del Norte, Brasil. Era fruto del segundo matrimonio de João Justo da Fé, y de María Lúcia de Oliveira. Fue la sexta de trece hermanos. Las deficiencias económicas fueron paliadas por la fe de su familia que no escatimó esfuerzos para que la numerosa prole recibiese una educación adecuada. Y, de hecho, todos tuvieron la fortuna de ser formados en los principios cristianos. Sencilla y humilde, Lindalva recogió fecundamente las semillas que sus padres sembraron en su corazón, y creció con una singular predilección hacia la infancia desfavorecida, acercándose a los niños de su entorno, feliz de prestarles ayuda.
Al fallecer su padre determinó dedicar su vida a los pobres. Antes había cursado estudios para trabajar como administrativa y fue cajera en una gasolinera. Pero la pérdida de su padre en 1982 la llevó a matricularse en un curso de enfermería con el objetivo de dedicarse a los que nada poseen. En el asilo de ancianos era bien conocida por visitarlos asiduamente. Entre tanto, no había descuidado amigos, cultura y aficiones, como tocar la guitarra. Tuvo la oportunidad de conocer a las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl en el transcurso de una actividad apostólica en 1986. Y dos años más tarde solicitó ingresar en el convento. Luego escribiría: «Cuando Dios llama no vale esconderse; más pronto o más tarde la voluntad de Él prevalecerá».
En el noviciado se advertían sus virtudes, entre las que se subrayan su disponibilidad y sinceridad. La vida le había asestado duros mazazos templando su espíritu encaminado en todo momento a realizar el mayor bien. Como la caridad siempre es próxima, los primeros que se beneficiaron de la que ella prodigaba fueron sus hermanos. En particular, uno, que era alcohólico, suscitó en ella conmovedores sentimientos que expresó en una carta: «Piensa sobre esto y interiorízalo en ti. Yo oro muchísimo por ti y continuaré orando, y si es necesario haré penitencia para que seas capaz de revindicarte como persona. Sigue a Jesús, quien luchó hasta la muerte por los pecadores, dando hasta su propia vida, no como Dios sino como hombre, para el perdón de pecados. Debemos buscar refugio en Él; solo en Él la vida merece la pena». Estas palabras fueron determinantes para su hermano que un año más tarde logró abandonar este vicio.
En 1991 comenzó a ocuparse de pacientes terminales, todos varones, en un asilo de ancianos de Salvador da Bahía, Abrigo Dom Pedro II. Volcada en los demás y lejos de sí, eligió para su cuidado a los que consideró que precisaban más atenciones humanas y espirituales. Oraba y cantaba junto a ellos, de modo que, estimulados por su ejemplo y palabra, muchos comenzaron a frecuentar los sacramentos. Había aprendido en su casa el valor del esfuerzo en su cariz evangélico, así obtuvo el carnet de conducir pensando que con él podría llevarlos a pasear. Fue otro de los signos visibles de su entrega a los enfermos. No en vano había manifestado claramente cuáles eran sus objetivos en la vida: «Quiero tener una felicidad celestial, desbordar de alegría, ayudar al prójimo y hacer incansablemente el bien». Tenía la convicción de que para ello había venido al mundo: «Nací para entregarme a Dios en la persona de los pobres y no deseo más nada, Señor, que vivir esa entrega con dedicación total y un grande amor».
Todo seguía su curso dentro de una normalidad hasta que en enero de 1993 se incorporó al centro un hombre de 46 años, Augusto da Silva Peixoto; su ingreso era fruto de una recomendación, ya que de otro modo no le hubiera correspondido recibir atención en él. El asunto no hubiera tenido nada de particular si no fuera por la enfermiza fijación que tomó hacia Lindalva. Ella, consciente de lo delicado del momento, y aunque se ocupó de él con la delicadeza acostumbrada que dispensaba a todos los internos, ejercitó la prudencia al máximo. Pero en lugar de abandonar el centro cuando este hombre expuso sus pecaminosas intenciones, llevada de su amor por los ancianos, dijo: «Prefiero verter mi sangre que dejar este lugar». De nada le sirvió rechazar las demandas ilícitas de Augusto, que se había enajenado con ella, haciéndole comprender que era una persona consagrada. Su mente tormentosa no aceptaba una negativa por respuesta. Incapaz de frenarlo, la beata tuvo que recurrir incluso a la asistencia de un oficial de seguridad. Este hecho despertó la furia del acosador, y el 9 de abril de 1993, después del Vía Crucis de Viernes Santo, mientras distribuía el desayuno, Augusto primeramente la atacó por la espalda para culminar su sed de venganza asestándole en total 44 puñaladas. Lleno de obcecación, y sin atisbos de arrepentimiento, manifestó: «¡Debería haber hecho esto antes!». Lindalva tenía 39 años.
El cardenal Lucas Moreira Neves, O.P., primado de Brasil, en su entierro dijo: «Unos pocos años fueron suficientes para que Sor Lindalva coronara su vida religiosa con el martirio». Fue beatificada el 2 de diciembre de 2007 en Salvador de Bahía por el cardenal Saraiva como delegado de Benedicto XVI.
Nació el 20 de octubre de 1953 en Sitio Malhada da Areia, una zona deprimida perteneciente a Río Grande del Norte, Brasil. Era fruto del segundo matrimonio de João Justo da Fé, y de María Lúcia de Oliveira. Fue la sexta de trece hermanos. Las deficiencias económicas fueron paliadas por la fe de su familia que no escatimó esfuerzos para que la numerosa prole recibiese una educación adecuada. Y, de hecho, todos tuvieron la fortuna de ser formados en los principios cristianos. Sencilla y humilde, Lindalva recogió fecundamente las semillas que sus padres sembraron en su corazón, y creció con una singular predilección hacia la infancia desfavorecida, acercándose a los niños de su entorno, feliz de prestarles ayuda.
Al fallecer su padre determinó dedicar su vida a los pobres. Antes había cursado estudios para trabajar como administrativa y fue cajera en una gasolinera. Pero la pérdida de su padre en 1982 la llevó a matricularse en un curso de enfermería con el objetivo de dedicarse a los que nada poseen. En el asilo de ancianos era bien conocida por visitarlos asiduamente. Entre tanto, no había descuidado amigos, cultura y aficiones, como tocar la guitarra. Tuvo la oportunidad de conocer a las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl en el transcurso de una actividad apostólica en 1986. Y dos años más tarde solicitó ingresar en el convento. Luego escribiría: «Cuando Dios llama no vale esconderse; más pronto o más tarde la voluntad de Él prevalecerá».
En el noviciado se advertían sus virtudes, entre las que se subrayan su disponibilidad y sinceridad. La vida le había asestado duros mazazos templando su espíritu encaminado en todo momento a realizar el mayor bien. Como la caridad siempre es próxima, los primeros que se beneficiaron de la que ella prodigaba fueron sus hermanos. En particular, uno, que era alcohólico, suscitó en ella conmovedores sentimientos que expresó en una carta: «Piensa sobre esto y interiorízalo en ti. Yo oro muchísimo por ti y continuaré orando, y si es necesario haré penitencia para que seas capaz de revindicarte como persona. Sigue a Jesús, quien luchó hasta la muerte por los pecadores, dando hasta su propia vida, no como Dios sino como hombre, para el perdón de pecados. Debemos buscar refugio en Él; solo en Él la vida merece la pena». Estas palabras fueron determinantes para su hermano que un año más tarde logró abandonar este vicio.
En 1991 comenzó a ocuparse de pacientes terminales, todos varones, en un asilo de ancianos de Salvador da Bahía, Abrigo Dom Pedro II. Volcada en los demás y lejos de sí, eligió para su cuidado a los que consideró que precisaban más atenciones humanas y espirituales. Oraba y cantaba junto a ellos, de modo que, estimulados por su ejemplo y palabra, muchos comenzaron a frecuentar los sacramentos. Había aprendido en su casa el valor del esfuerzo en su cariz evangélico, así obtuvo el carnet de conducir pensando que con él podría llevarlos a pasear. Fue otro de los signos visibles de su entrega a los enfermos. No en vano había manifestado claramente cuáles eran sus objetivos en la vida: «Quiero tener una felicidad celestial, desbordar de alegría, ayudar al prójimo y hacer incansablemente el bien». Tenía la convicción de que para ello había venido al mundo: «Nací para entregarme a Dios en la persona de los pobres y no deseo más nada, Señor, que vivir esa entrega con dedicación total y un grande amor».
Todo seguía su curso dentro de una normalidad hasta que en enero de 1993 se incorporó al centro un hombre de 46 años, Augusto da Silva Peixoto; su ingreso era fruto de una recomendación, ya que de otro modo no le hubiera correspondido recibir atención en él. El asunto no hubiera tenido nada de particular si no fuera por la enfermiza fijación que tomó hacia Lindalva. Ella, consciente de lo delicado del momento, y aunque se ocupó de él con la delicadeza acostumbrada que dispensaba a todos los internos, ejercitó la prudencia al máximo. Pero en lugar de abandonar el centro cuando este hombre expuso sus pecaminosas intenciones, llevada de su amor por los ancianos, dijo: «Prefiero verter mi sangre que dejar este lugar». De nada le sirvió rechazar las demandas ilícitas de Augusto, que se había enajenado con ella, haciéndole comprender que era una persona consagrada. Su mente tormentosa no aceptaba una negativa por respuesta. Incapaz de frenarlo, la beata tuvo que recurrir incluso a la asistencia de un oficial de seguridad. Este hecho despertó la furia del acosador, y el 9 de abril de 1993, después del Vía Crucis de Viernes Santo, mientras distribuía el desayuno, Augusto primeramente la atacó por la espalda para culminar su sed de venganza asestándole en total 44 puñaladas. Lleno de obcecación, y sin atisbos de arrepentimiento, manifestó: «¡Debería haber hecho esto antes!». Lindalva tenía 39 años.
El cardenal Lucas Moreira Neves, O.P., primado de Brasil, en su entierro dijo: «Unos pocos años fueron suficientes para que Sor Lindalva coronara su vida religiosa con el martirio». Fue beatificada el 2 de diciembre de 2007 en Salvador de Bahía por el cardenal Saraiva como delegado de Benedicto XVI.
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