Obispo, religioso agustino (1488-1555)
Uno más de aquellos graves reformadores que aparecen en los umbrales de nuestro siglo de oro, hermano gemelo de Talayera, de Jiménez de Cisneros, de Juan de Avila. Las dos armas de Santo Tomás de Villanueva fueron la caridad y la palabra. Ya de niño, cuando vivía en su pueblo de Fuenllana, allá por los campos de Montiel, era como una miniatura de lo que iba a ser más tarde en los campos y ciudades de España. Sermoneaba con sus compañeros, con sus hermanos, con su madre y con los mendigos a quienes daba limosna, y, burla burlando, hacía llorar a sus oyentes. En su casa había muchas cosas: era la casa noble y bien abastecida de un hidalgo, uno de los más ricos hidalgos de Villanueva de los Infantes. Pues bien: todas aquellas cosas iban a parar a los pobres. Y cuando el niño lo encontraba todo cerrado, se despojaba de los zapatos, del juboncillo y de la camisa, o bien echaba mano de los pollos del corral. Y cuando su madre volvía se contentaba con sonreír, porque ella era también así. «Madre—le dijo un día el muchacho—, ya podéis dejar pan abundante en la panera; pues si no tenéis cuidado, pronto no habrá una sola gallina en el gallinero.»
Desde Fuenllana hasta Alcalá, desde Alcalá hasta Salamanca; llenando de cánones la memoria, esgrimiendo silogismos y distinciones, profundizando en los intrincados problemas de la ciencia sagrada y escuchando a los hombres graves y doctos que pasan por las aulas universitarias, bachiller en artes y licenciado en teología, Tomás se entrega a la enseñanza, y cuando su cátedra empieza a irradiar destellos de ciencia, cuando los discípulos le rodean en actitud admirativa, deja la toga de profesor y viste el hábito monacal, el mismo hábito que por aquellos días tiraba Lutero a las zarzas. Fue en 1517 cuando Tomás de Villanueva entró en la Orden de San Agustín. Estaba hecho más para el escapulario que para la muceta; más para el pulpito que para la cátedra universitaria. Algún tiempo después reaparecía de nuevo. Al profesor había reemplazado el orador. Era un espíritu práctico más que especulativo, un moralista más que un teólogo. No le faltaba doctrina, ni ingenio, ni erudición patrística y escriturística, pero debía mirar con un poco de desdén las contiendas literarias; mejor dicho, pensaba que las disputas estaban mejor en la escuela que en el templo. Todavía tenemos una parte de sus sermones. En ellos prevalecen la enseñanza moral, el consejo del director de almas, la pintura de la pasión, la palabra de aliento, la exposición de los deberes cristianos, la exhortación a las obras de caridad. Cuando el dogma aparece, está presentado con precisión, con sencillez, con claridad; es teología popularizada, puro catecismo. Era aquella palabra que iluminaba e inflamaba a la vez; llena de movimiento, de vida y de fuego, de ese fuego que penetra, purifica, levanta y transforma. Juan de Avila era más austero, más ingenioso, más original en sus interpretaciones bíblicas; Tomás de Villanueva, más docto, más ardiente, más impetuoso: «Oh pecador—clamaba, comentando la resurrección de Lázaro—; si lloras con verdad, sal fuera; huye de la concupiscencia, deja la lascivia, arroja de casa a la mala mujer, rompe la cadena; de otro modo, no creo en tus lágrimas.»
Cincuenta años antes había conmovido la ciudad de Salamanca otro predicador agustino, fray Juan de Sahagún. Ambos tenían la misma fuerza para arrastrar a las multitudes, para quebrantar las rebeldías, para dominar los corazones; pero si fray Juan, a fuerza de donaire, caía a veces en lo bufonesco, fray Tomás había renunciado a las agudezas, a las sales y a las burlas, acomodándose al consejo que por aquellos días daba a los oradores el más elocuente de todos ellos, fray Luis de Granada, cuando les decía «que a todos toca que nada digan de que puedan con razones ofenderse los oyentes: esto es, que nada digan con insolencia, nada con arrogancia, nada con descaro, nada con desvergüenza, nada injurioso, nada soez, nada chocarronamente, nada bajo, nada licencioso, indecente y viciosamente, sino que todo el carácter de la oración represente modestia, humanidad, caridad, celo de la común salvación y un deseo fervoroso de la verdadera piedad». Santo Tomás de Villanueva realizó este ideal del predicador digno, grave, indulgente y humano. No fue perseguido como Juan de Avila, ni odiado por sus oyentes, ni molestado por la Inquisición. Y, sin embargo, jamás hizo traición a su deber, ni halagó las pasiones, ni deslumbró con vanos adornos, destinados únicamente a entretener los espíritus con fantasmagorías. Hay en sus discursos fieros anatemas, apostrofes vehementes y terribles diatribas contra los vicios de su tiempo, y suya es la más dura crítica que se ha hecho desde el púlpito de las corridas de toros. «Omitiendo ahora otros vicios públicos—decía, predicando de San Juan Bautista—, ¿quién puede tolerar la bestial y diabólica costumbre de las corridas de toros de nuestra España? ¿Qué cosa más bestial que excitar a los brutos para que despedacen a los hombres? ¡Oh, sangriento espectáculo y juego cruelísimo! Ves a tu hermano atropellado en un instante por la bestia, y perder la vida del cuerpo y del alma, pues de ordinario mueren en pecado, ¿y te deleitas y complaces? ¡Cuánto trabajaron aquellos santos y antiguos doctores Crisóstomo, Agustín, Ambrosio y Jerónimo para desterrar de la Iglesia esos espectáculos atroces, obscenos y gentílicos! Y consiguieron que desapareciesen; sólo en España quedó este rito gentílico para perdición de las almas, y no hay quien lo repruebe y prohíba. Pero yo, aunque sé que nada he de conseguir, cumpliré con mi deber para salvar mi alma; no callaré en vista del peligro que corre mi alma y las vuestras.»
Tal es la palabra que resonó en toda Castilla, que transformó la ciudad de Salamanca, que pobló los conventos de novicios, arrancados a la Universidad, que subyugaba a los pueblos y conmovía a los poderosos. «Tomás no pide nunca —decía Carlos V—; Tomás ordena y exige.» La admiración del gran emperador por el humilde fraile no tenía límites: le hizo su predicador y su consejero; le distinguió incansable, con sus favores, y acabó por hacerle arzobispo de Valencia. Esto fue en 1544. Tomás se dirigió a pie hacia la capital de su diócesis, sin más bagaje que su Biblia, sin más cortejo que el del hermano lego que iba en su compañía. Como cuando salía a predicar por las rutas polvorientas de Castilla. Al verle tan pobre, su cabildo le obsequió con cuatro mil ducados, que él hizo llegar inmediatamente al hospital de la ciudad. Mientras Lutero reformaba las provincias de Alemania, desencadenando las pasiones y abriendo los conventos, el agustino español realizaba el más puro programa de reforma, trabajando heroicamente en la predicación, en la administración, en la visita de las parroquias, en la depuración del clero y en el mejoramiento de la vida social. Cuando se encontraba algún rebelde, le llamaba a su casa, le introducía en su despacho, cerraba la puerta, y después, descubriendo sus espaldas y arrodillándose ante el crucifijo, le decía: «Hermano mío, son mis pecados los que tienen la culpa de todo; justo es que yo sufra el castigo.» Y se flagelaba despiadadamente en su presencia.
En el palacio episcopal, Tomás vivía como antes en su convento. Él mismo barría su habitación y remendaba su hábito; un saco de paja era su lecho y las hierbas su comida. Jamás se pudo conseguir que dejase la sotana de fraile; consintió únicamente, después de muchas instancias del clero catedralicio, en usar un sombrero de seda; pero esto le pareció una condescendencia tan grande, que se figuraba a los pobres pidiéndole cuenta de tan escandalosa fastuosidad. Muchas veces enseñaba su sombrero con sonrisa burlona, y decía: «Aquí tenéis mi dignidad episcopal. Mis señores los canónigos, han creído que no podía ser obispo sin esto.» Aquello no era mezquindad, era caridad. Se vio al arzobispo regatear por dos maravedises con su sastre y con el carpintero de la iglesia, y después darles cien ducados para casar a una hija. Tomás de Villanueva fue llamado con razón el santo limosnero. De veinte mil ducados que rentaba la mitra de Valencia, dieciocho mil servían para dar carrera a los pobres, para sustentar a los enfermos, para remediar toda clase de necesidades. Estando a punto de morir, el arzobispo ordenó que diesen a los pobres todo lo que tenía en casa: ropas, muebles, vajilla y dinero. Por lo que pudiera suceder, sus familiares reservaron quinientos escudos; pero dándose cuenta de ello, se volvió a los que le asistían y les dijo: «¿Por qué me retenéis aquí, impidiéndome gozar de la felicidad que el Señor me ha preparado? Sabed que no me moriré hasta que sepa que no me queda nada en este mundo.» Ejecutado su mandato, acordóse de un padre de familia a quien había olvidado en el reparto. Hízole venir, le pidió perdón de su olvido y le entregó el lecho en que yacía moribundo, haciendo señal a los que le asistían de que le colocasen en el suelo para que el nuevo propietario se llevase la manda. Pero como nadie parecía hacerle caso, rogó a aquel pobre hombre que le prestase el lecho hasta la muerte.
Esta compasión admirable para todas las miserias de los hombres era el fruto natural de su trato íntimo y amoroso con Dios. Al leer los sermones de Santo Tomás de Villanueva, descubrimos aún ese hálito férvido y fuerte, esa unción, ese fuego suave y profundo, que sólo pueden salir de unas entrañas abrasadas en el amor divino. Y presentimos al místico; y nuestro presentimiento se confirma con el testimonio de los biógrafos, que nos hablan de alegrías sobrenaturales, de visiones y milagros, de súbitos arrobamientos. Él mismo se dignó descorrer un momento el velo de aquellas maravillas, cuando en un sermón de la Transfiguración exclamaba: «En cuanto a mí, hermanos míos, si alguna vez, y esto muy raramente y a pesar de mi indignidad, me ha sido dado, no por ningún mérito mío, sino por don gratuito de nuestro amadísimo Jesús, subir con Él hasta la santa montaña y contemplar la gracia de su rostro, aunque sólo fuese de lejos, ¡con qué lágrimas, con qué entusiasmo gritaba entonces: Señor, bueno es estar aquí! No permitáis que descienda jamás; me basta vuestra presencia. No os alejéis, por favor. ¡Que sea así toda mi vida, todos los días de mi vida! ¿Para qué quiero más? Pero, ¡ay!, súbitamente se desvanece esta paz, se eclipsa esta gloria, huye esta dulzura, y yo caigo dentro de mí mismo lleno de tristeza. Todo pasó como un relámpago y mi alma quedó en la aflicción. ¡Oh, si hubiera durado!» Esta era una cosa pasajera; lo normal, lo ordinario estaba en la lucha de cada día, en la conquista de la virtud a fuerza de valor, en el lento y paciente caminar, porque, como Tomás dice en otra parte, el camino de la perfección no ha de recorrerse al vuelo, sino paso a paso: Non pervolanda, sed perambulanda est.
Uno más de aquellos graves reformadores que aparecen en los umbrales de nuestro siglo de oro, hermano gemelo de Talayera, de Jiménez de Cisneros, de Juan de Avila. Las dos armas de Santo Tomás de Villanueva fueron la caridad y la palabra. Ya de niño, cuando vivía en su pueblo de Fuenllana, allá por los campos de Montiel, era como una miniatura de lo que iba a ser más tarde en los campos y ciudades de España. Sermoneaba con sus compañeros, con sus hermanos, con su madre y con los mendigos a quienes daba limosna, y, burla burlando, hacía llorar a sus oyentes. En su casa había muchas cosas: era la casa noble y bien abastecida de un hidalgo, uno de los más ricos hidalgos de Villanueva de los Infantes. Pues bien: todas aquellas cosas iban a parar a los pobres. Y cuando el niño lo encontraba todo cerrado, se despojaba de los zapatos, del juboncillo y de la camisa, o bien echaba mano de los pollos del corral. Y cuando su madre volvía se contentaba con sonreír, porque ella era también así. «Madre—le dijo un día el muchacho—, ya podéis dejar pan abundante en la panera; pues si no tenéis cuidado, pronto no habrá una sola gallina en el gallinero.»
Desde Fuenllana hasta Alcalá, desde Alcalá hasta Salamanca; llenando de cánones la memoria, esgrimiendo silogismos y distinciones, profundizando en los intrincados problemas de la ciencia sagrada y escuchando a los hombres graves y doctos que pasan por las aulas universitarias, bachiller en artes y licenciado en teología, Tomás se entrega a la enseñanza, y cuando su cátedra empieza a irradiar destellos de ciencia, cuando los discípulos le rodean en actitud admirativa, deja la toga de profesor y viste el hábito monacal, el mismo hábito que por aquellos días tiraba Lutero a las zarzas. Fue en 1517 cuando Tomás de Villanueva entró en la Orden de San Agustín. Estaba hecho más para el escapulario que para la muceta; más para el pulpito que para la cátedra universitaria. Algún tiempo después reaparecía de nuevo. Al profesor había reemplazado el orador. Era un espíritu práctico más que especulativo, un moralista más que un teólogo. No le faltaba doctrina, ni ingenio, ni erudición patrística y escriturística, pero debía mirar con un poco de desdén las contiendas literarias; mejor dicho, pensaba que las disputas estaban mejor en la escuela que en el templo. Todavía tenemos una parte de sus sermones. En ellos prevalecen la enseñanza moral, el consejo del director de almas, la pintura de la pasión, la palabra de aliento, la exposición de los deberes cristianos, la exhortación a las obras de caridad. Cuando el dogma aparece, está presentado con precisión, con sencillez, con claridad; es teología popularizada, puro catecismo. Era aquella palabra que iluminaba e inflamaba a la vez; llena de movimiento, de vida y de fuego, de ese fuego que penetra, purifica, levanta y transforma. Juan de Avila era más austero, más ingenioso, más original en sus interpretaciones bíblicas; Tomás de Villanueva, más docto, más ardiente, más impetuoso: «Oh pecador—clamaba, comentando la resurrección de Lázaro—; si lloras con verdad, sal fuera; huye de la concupiscencia, deja la lascivia, arroja de casa a la mala mujer, rompe la cadena; de otro modo, no creo en tus lágrimas.»
Cincuenta años antes había conmovido la ciudad de Salamanca otro predicador agustino, fray Juan de Sahagún. Ambos tenían la misma fuerza para arrastrar a las multitudes, para quebrantar las rebeldías, para dominar los corazones; pero si fray Juan, a fuerza de donaire, caía a veces en lo bufonesco, fray Tomás había renunciado a las agudezas, a las sales y a las burlas, acomodándose al consejo que por aquellos días daba a los oradores el más elocuente de todos ellos, fray Luis de Granada, cuando les decía «que a todos toca que nada digan de que puedan con razones ofenderse los oyentes: esto es, que nada digan con insolencia, nada con arrogancia, nada con descaro, nada con desvergüenza, nada injurioso, nada soez, nada chocarronamente, nada bajo, nada licencioso, indecente y viciosamente, sino que todo el carácter de la oración represente modestia, humanidad, caridad, celo de la común salvación y un deseo fervoroso de la verdadera piedad». Santo Tomás de Villanueva realizó este ideal del predicador digno, grave, indulgente y humano. No fue perseguido como Juan de Avila, ni odiado por sus oyentes, ni molestado por la Inquisición. Y, sin embargo, jamás hizo traición a su deber, ni halagó las pasiones, ni deslumbró con vanos adornos, destinados únicamente a entretener los espíritus con fantasmagorías. Hay en sus discursos fieros anatemas, apostrofes vehementes y terribles diatribas contra los vicios de su tiempo, y suya es la más dura crítica que se ha hecho desde el púlpito de las corridas de toros. «Omitiendo ahora otros vicios públicos—decía, predicando de San Juan Bautista—, ¿quién puede tolerar la bestial y diabólica costumbre de las corridas de toros de nuestra España? ¿Qué cosa más bestial que excitar a los brutos para que despedacen a los hombres? ¡Oh, sangriento espectáculo y juego cruelísimo! Ves a tu hermano atropellado en un instante por la bestia, y perder la vida del cuerpo y del alma, pues de ordinario mueren en pecado, ¿y te deleitas y complaces? ¡Cuánto trabajaron aquellos santos y antiguos doctores Crisóstomo, Agustín, Ambrosio y Jerónimo para desterrar de la Iglesia esos espectáculos atroces, obscenos y gentílicos! Y consiguieron que desapareciesen; sólo en España quedó este rito gentílico para perdición de las almas, y no hay quien lo repruebe y prohíba. Pero yo, aunque sé que nada he de conseguir, cumpliré con mi deber para salvar mi alma; no callaré en vista del peligro que corre mi alma y las vuestras.»
Tal es la palabra que resonó en toda Castilla, que transformó la ciudad de Salamanca, que pobló los conventos de novicios, arrancados a la Universidad, que subyugaba a los pueblos y conmovía a los poderosos. «Tomás no pide nunca —decía Carlos V—; Tomás ordena y exige.» La admiración del gran emperador por el humilde fraile no tenía límites: le hizo su predicador y su consejero; le distinguió incansable, con sus favores, y acabó por hacerle arzobispo de Valencia. Esto fue en 1544. Tomás se dirigió a pie hacia la capital de su diócesis, sin más bagaje que su Biblia, sin más cortejo que el del hermano lego que iba en su compañía. Como cuando salía a predicar por las rutas polvorientas de Castilla. Al verle tan pobre, su cabildo le obsequió con cuatro mil ducados, que él hizo llegar inmediatamente al hospital de la ciudad. Mientras Lutero reformaba las provincias de Alemania, desencadenando las pasiones y abriendo los conventos, el agustino español realizaba el más puro programa de reforma, trabajando heroicamente en la predicación, en la administración, en la visita de las parroquias, en la depuración del clero y en el mejoramiento de la vida social. Cuando se encontraba algún rebelde, le llamaba a su casa, le introducía en su despacho, cerraba la puerta, y después, descubriendo sus espaldas y arrodillándose ante el crucifijo, le decía: «Hermano mío, son mis pecados los que tienen la culpa de todo; justo es que yo sufra el castigo.» Y se flagelaba despiadadamente en su presencia.
En el palacio episcopal, Tomás vivía como antes en su convento. Él mismo barría su habitación y remendaba su hábito; un saco de paja era su lecho y las hierbas su comida. Jamás se pudo conseguir que dejase la sotana de fraile; consintió únicamente, después de muchas instancias del clero catedralicio, en usar un sombrero de seda; pero esto le pareció una condescendencia tan grande, que se figuraba a los pobres pidiéndole cuenta de tan escandalosa fastuosidad. Muchas veces enseñaba su sombrero con sonrisa burlona, y decía: «Aquí tenéis mi dignidad episcopal. Mis señores los canónigos, han creído que no podía ser obispo sin esto.» Aquello no era mezquindad, era caridad. Se vio al arzobispo regatear por dos maravedises con su sastre y con el carpintero de la iglesia, y después darles cien ducados para casar a una hija. Tomás de Villanueva fue llamado con razón el santo limosnero. De veinte mil ducados que rentaba la mitra de Valencia, dieciocho mil servían para dar carrera a los pobres, para sustentar a los enfermos, para remediar toda clase de necesidades. Estando a punto de morir, el arzobispo ordenó que diesen a los pobres todo lo que tenía en casa: ropas, muebles, vajilla y dinero. Por lo que pudiera suceder, sus familiares reservaron quinientos escudos; pero dándose cuenta de ello, se volvió a los que le asistían y les dijo: «¿Por qué me retenéis aquí, impidiéndome gozar de la felicidad que el Señor me ha preparado? Sabed que no me moriré hasta que sepa que no me queda nada en este mundo.» Ejecutado su mandato, acordóse de un padre de familia a quien había olvidado en el reparto. Hízole venir, le pidió perdón de su olvido y le entregó el lecho en que yacía moribundo, haciendo señal a los que le asistían de que le colocasen en el suelo para que el nuevo propietario se llevase la manda. Pero como nadie parecía hacerle caso, rogó a aquel pobre hombre que le prestase el lecho hasta la muerte.
Esta compasión admirable para todas las miserias de los hombres era el fruto natural de su trato íntimo y amoroso con Dios. Al leer los sermones de Santo Tomás de Villanueva, descubrimos aún ese hálito férvido y fuerte, esa unción, ese fuego suave y profundo, que sólo pueden salir de unas entrañas abrasadas en el amor divino. Y presentimos al místico; y nuestro presentimiento se confirma con el testimonio de los biógrafos, que nos hablan de alegrías sobrenaturales, de visiones y milagros, de súbitos arrobamientos. Él mismo se dignó descorrer un momento el velo de aquellas maravillas, cuando en un sermón de la Transfiguración exclamaba: «En cuanto a mí, hermanos míos, si alguna vez, y esto muy raramente y a pesar de mi indignidad, me ha sido dado, no por ningún mérito mío, sino por don gratuito de nuestro amadísimo Jesús, subir con Él hasta la santa montaña y contemplar la gracia de su rostro, aunque sólo fuese de lejos, ¡con qué lágrimas, con qué entusiasmo gritaba entonces: Señor, bueno es estar aquí! No permitáis que descienda jamás; me basta vuestra presencia. No os alejéis, por favor. ¡Que sea así toda mi vida, todos los días de mi vida! ¿Para qué quiero más? Pero, ¡ay!, súbitamente se desvanece esta paz, se eclipsa esta gloria, huye esta dulzura, y yo caigo dentro de mí mismo lleno de tristeza. Todo pasó como un relámpago y mi alma quedó en la aflicción. ¡Oh, si hubiera durado!» Esta era una cosa pasajera; lo normal, lo ordinario estaba en la lucha de cada día, en la conquista de la virtud a fuerza de valor, en el lento y paciente caminar, porque, como Tomás dice en otra parte, el camino de la perfección no ha de recorrerse al vuelo, sino paso a paso: Non pervolanda, sed perambulanda est.
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