Nació en Coutances (Francia), Beato Pierre-Adrien Toulorge, sacerdote profeso de los Canónigos regulares Premostratenses, asesinado por odio a la fe († 1793)
Otoño de 1793. La Revolución Francesa ha entrado en su fase más violenta: el Terror. Los sacerdotes fieles a la Santa Sede son perseguidos y juzgados. El 12 de octubre por la noche, en Coutances (Normandía), el padre Pedro Toulorge, de 37 años, regresa radiante del tribunal a la celda, que comparte con otros detenidos, sacerdotes y laicos. «¿Qué noticias hay? - Buenas noticias: he salido airoso del juicio!». Todos creen que ha sido absuelto. Sin embargo, pronto desvela la realidad: ha sido condenado a muerte y la sentencia no tiene apelación. La alegría general deja lugar al dolor. Una religiosa, detenida al mismo tiempo que él, se deshace en lágrimas. Pero el mártir le dice con fortaleza: «Señora, las lágrimas que derrama son indignas de usted y de mí. ¿Qué dirán las gentes del mundo si saben que, habiendo renunciado al mundo, nos duele abandonarlo? Si manifestamos repugnancia por morir, daremos un mal ejemplo a los hijos del siglo, y puede que su desaliento cierre la puerta de la Salvación a muchas almas que podrían encontrarse en la misma situación. Enseñémosles con nuestra constancia lo que están obligados a hacer. Mostrémosles la fe victoriosa de los suplicios y abrámonos un paso al Cielo a través de los últimos esfuerzos del infierno». ¿Quién era ese intrépido testigo de Cristo y de su Iglesia?
Bautizado el 4 de mayo de 1757 en Muneville-le-Bingard, en la península de Cotentin, Pedro Adriano es el tercer hijo de Julián Toulorge y de Juliana Hamel, propietarios agrícolas. La diócesis de Coutances, donde se hace mayor, sigue siendo, en la época del triunfo de Voltaire, una región de fervor religioso; casi todos celebran la Pascua y las vocaciones religiosas abundan. Pedro Adriano es piadoso y, cuando manifiesta las primeras aspiraciones al sacerdocio, se hace cargo de él uno de los vicarios de la parroquia, que lo inicia en el latín. El joven ingresa pronto en un colegio para seguir estudios de humanidades, y luego de filosofía. Hacia 1776, le admiten en el seminario mayor de Coutances, regentado por los eudistas, cuyo superior, Francisco Lefranc, será martirizado en París en septiembre de 1792. Tras ser ordenado sacerdote en 1782, Pedro Adriano Toulorge es nombrado vicario de Doville, parroquia de seiscientos habitantes cuyo párroco es un canónigo premonstratense, hombre metódico y diligente. La situación material de ambos sacerdotes les permite vivir modestamente, aunque con decencia. La parroquia cuenta con muchos indigentes, como consecuencia de la guerra de independencia norteamericana, que ha arruinado los oficios del mar. El párroco y su vicario ponen todo de su parte para asistirlos.
Dichosa condición
Ha llegado hasta nosotros el texto de un sermón del joven vicario sobre la felicidad de los justos y la desgracia de los malos, del que destacamos el siguiente fragmento, verdaderamente profético: «¡Cuán dichosa es, hermanos míos, la condición de los hijos de Dios! Cierto es que son puestos a prueba, pero por amor. Cierto es que los aflige, pero hace que esas aflicciones resulten llevaderas; cierto es que sufren, pero su ternura enseguida se conmueve y se apresura a aliviarlos, derramando en su corazón mil bendiciones de dulzura que los regocija y los arrebata. Sí, hermanos míos, pues por las tiernas efusiones del Espíritu de Consolación, penetra en nosotros un placer divino, una alegría inefable que no podemos explicar. Los males cambian de naturaleza, los deseamos, sufriríamos si no tuviéramos nada por lo que sufrir, y todo lo que un alma fiel desea es perpetuar o consumar su sacrificio».
Pedro Toulorge acude con frecuencia a la abadía premonstratense de Blanchelande, que se halla muy cerca. Fundada en Picardía por san Norberto hacia 1120, la Orden de Premontré tiene como finalidad la celebración en común del Oficio Divino y el ministerio parroquial. Los premonstratenses, llamados «canónigos regulares», van vestidos de blanco. Pedro Adriano pide al prior que lo admita en su comunidad; su objetivo es doble: dedicarse al ministerio sacerdotal en el medio rural y practicar la vida comunitaria a fin de hallar un apoyo espiritual. Una vez admitido, realiza el noviciado en la abadía de Beauport, en Bretaña. Hasta junio de 1788 el canónigo Toulorge no regresa a Blanchelande, donde profesa sus votos religiosos. Su ministerio lo ejerce en las parroquias vecinas, en especial mediante la predicación.
Sin embargo, en enero de 1789, el rey Luis XVI convoca en Versalles los Estados Generales (asamblea general del reino). Los acontecimientos adquieren enseguida un giro revolucionario. La Asamblea Constituyente, que ha tomado el poder mediante un golpe de audacia, es de tendencia volteriana, despreciando a los religiosos y codiciando sus posesiones. El 13 de febrero de 1790, suprime las órdenes monásticas y nacionaliza sus bienes; los canónigos regulares son asimilados a los monjes. En abril, la municipalidad de Saint-Sauveur-le-Vicomte envía a Blanchelande una escuadra de representantes para realizar un inventario minucioso -que durará dos meses- de los bienes de la abadía, con objeto de ponerlos a la venta. A continuación, preguntan a cada uno de los cinco canónigos si desean «aprovechar las disposiciones de la ley para abandonar la vida monástica». El prior y el viceprior responden que sí, mientras que los demás hermanos piden continuar viviendo juntos y seguir su regla. Se les indica que podrán retirarse en el «convento de concentración» departamental, donde serán agrupados de oficio los religiosos de todas las órdenes. Ante aquella perspectiva tan poco tranquilizadora, los tres canónigos se retiran discretamente para continuar con su servicio parroquial. Pedro Toulorge es albergado durante año y medio en una granja vecina.
Error de cálculo
En julio de 1790, la Asamblea Nacional promulga la «Constitución Civil del Clero», acto cismático que coloca a la Iglesia de Francia bajo la tutela del poder civil. En adelante, los obispos y sacerdotes serán elegidos por el pueblo, y la Santa Sede se ve despojada de toda autoridad. En noviembre, una nueva ley impone a los sacerdotes funcionarios públicos (obispos, párrocos y vicarios) que presten juramento de fidelidad a la Constitución civil, bajo pena de destitución y, llegado el caso, de persecuciones penales. En marzo de 1791, el Papa Pío VI condena la Constitución civil y prohíbe al clero que preste el juramento cismático. Mientras tanto, numerosos sacerdotes han «jurado» por ambición, codicia, debilidad o ignorancia. Algunos se retractarán al conocer la condena pontificia.
El 26 de agosto de 1792, cuando la «máquina revolucionaria» avanza inexorablemente, una ley condena a la deportación a todos los eclesiásticos funcionarios que no hayan prestado juramento. En adelante, lo que anima abiertamente a los perseguidores es el odio hacia el sacerdote y la religión. Los «rebeldes» que permanezcan en Francia, o que regresen después de haber emigrado, serán pronto reos de muerte. El clero que se mantiene fiel toma en masa el camino del exilio. El padre Toulorge comete entonces un error de cálculo: se considera afectado por la ley de destierro, cuando ésta sólo concierne a los sacerdotes funcionarios. Solicita sus pasaportes y se embarca el 12 de septiembre rumbo a la isla anglonormanda de Jersey, muy próxima. Allí coincide con más de quinientos sacerdotes de la diócesis de Coutances, llevando durante cinco semanas la existencia precaria de un emigrado sin recursos. No obstante, un compañero de exilio le indica su error sobre el alcance de la ley de destierro. Pedro Adriano, pensando en su país que está desprovisto de sacerdotes fieles, decide entonces regresar cuanto antes, con la esperanza de que su ausencia haya pasado desapercibida. Desembarca clandestinamente en una playa de Cotentin y enseguida se oculta en el monte; desde noviembre de 1792 hasta septiembre de 1793, vive en la clandestinidad desplazándose de un pueblo a otro, disfrazado, para celebrar Misa en casas particulares y administrar los sacramentos. Hay otros veinte sacerdotes rebeldes que ejercen el mismo ministerio en el deanato. El padre Toulorge celebra la santa Misa con ornamentos improvisados, y ha copiado de su puño y letra las principales oraciones del misal. Su actividad continúa a pesar del hostigamiento de los comisarios y de los clubes revolucionarios locales. Se insta a las personas que localicen a un sacerdote rebelde a que los denuncien, prometiéndoles una recompensa.
Un pobre pordiosero
Durante la noche del 2 de septiembre de 1793, cerca de la localidad de Saint-Nicolas-de-Pierrepont, una transeúnte ve surgir de la maleza a un vagabundo «embarrado, mojado y cansado». Por caridad, la mujer lo invita a su casa y enciende una lumbre. Confiado, el pobre pordiosero se presenta: es el padre Toulorge. La anfitriona, a su vez, desvela su identidad: sor San Pablo, una antigua monja benedictina expulsada de su priorato por la Revolución. El sacerdote acepta la hospitalidad por esa noche. Al día siguiente por la mañana, la religiosa lo conduce, disfrazado de mujer, a casa de una amiga, Marotte Fosse, donde cree que estará más seguro. Pero los trabajadores, al ver pasar a esa extraña «ciudadana», se percatan de sus medias y zapatos de hombre« Seducidos por la recompensa prometida, siguen a distancia a ambos sospechosos hasta el domicilio de Marotte, y acuden a prevenir al Comité revolucionario. Mientras Pedro Adriano reposa en el granero, unos violentos golpes procedentes de tres guardias nacionales sacuden la puerta de la casa: «Abrid en nombre de la ley». El padre calla como un muerto. Un guardia va en busca de Marotte, que está trabajando, a quien obligan a abrir. La casa es registrada de cabo a rabo. El sacerdote se ha escondido bajo unos haces de lino, pero los guardias nacionales acribillan a bayonetazos el montón de haces secos. ¡Nada!« Se disponen a partir farfullando cuando uno de ellos vuelve a subir al granero y descubre a Pedro Adriano saliendo de su escondite. El sacerdote es arrestado de inmediato y las pruebas (ornamentos sagrados, cáliz«) requisadas.
Dos días después, los acusados son conducidos al directorio del distrito de Carentan para ser juzgados. Con el fin de escapar de la sentencia de muerte decretada contra los «emigrados regresados», Pedro Adriano oculta que ha abandonado Francia. Con la esperanza de que se contradiga, el comisario Le Canut le pregunta a quemarropa: «¿Ni en esta época ni en ninguna otra ha estado usted en Jersey, ni en cualquier otra tierra extranjera? - No. - Pues un sacerdote rebelde que hemos interrogado hace poco ha declarado que le había visto en Jersey (era una estratagema de Le Canut). - No he abandonado el territorio francés, y si algunas personas se lo han dicho es que se han equivocado o han perdido la cabeza». Luego le enseñan los ornamentos sagrados y los objetos de culto requisados en la casa de Fosse, admitiendo ser el dueño. Los jueces, indecisos, deciden enviar al acusado ante el tribunal departamental de Coutances.
«Sí, sí; no, no»
Así pues, el padre Toulorge había negado haber estado en Jersey para conservar la cabeza. Es verdad que un acusado no está obligado a implicarse mientras no se haya establecido la prueba objetiva de su culpabilidad. Sin embargo, al ser reconducido a la cárcel, al religioso le asaltan los remordimientos, pues considera que ha faltado a la verdad. Esta frase de Jesús resuena en su corazón: Sea vuestro lenguaje: ´Sí, sí´; ´no, no´ (Mt 5, 37). Se siente obligado a decir toda la verdad, cualesquiera que sean las consecuencias. Al amanecer del día 8 de septiembre, festividad de la Natividad de la Virgen, Pedro Adriano confiesa espontáneamente que ha permanecido en Jersey, y esa declaración lo conduce a Coutances, donde es encarcelado ese mismo día. El sacerdote normando llega a la capital de La Mancha en el peor momento, ya que allí se encuentra el representante Lecarpentier, enviado por la Convención (el parlamento de la República) para «tomar las medidas necesarias a fin de exterminar los vestigios de la realeza y de la superstición»; Lecarpentier será célebre con el sobrenombre de «verdugo de La Mancha». En pocos días, ciento cuarenta personas son detenidas.
El 22 de septiembre de 1793, Pedro Adriano comparece ante la Comisión administrativa de Coutances, encargada de decidir si debe ser declarado «emigrado regresado». Tras un largo interrogatorio a pesar de su agotamiento físico, reconoce su breve emigración a Jersey. Los jueces, que temen a Lecarpentier pero que quisieran salvar la cabeza del sacerdote, declaran que «el acusado debe considerarse emigrado», basándose en los pasaportes expedidos a su nombre, pero no transcriben sus confesiones, para dejarle una posibilidad de disculparse; después lo envían ante el tribunal criminal, al que compete dictar sentencia. El juez que preside esa instancia, Loisel, aunque jacobino, no es un «terrorista» fanático -en la Baja Normandía no gustaba el derramamiento de sangre. Antes de la sesión, intenta salvar al acusado sugiriéndole que se retracte de sus confesiones de emigración a Jersey y que alegue vagamente una residencia cualquiera en Francia; el tribunal se contentará con ello y Toulorge evitará la guillotina. Algunos jueces están incluso dispuestos a responder en lugar del padre a las preguntas del presidente, con objeto de que no tenga un cargo de conciencia; le bastará con guardar silencio. Pero él prefiere morir antes que dejar de decir toda la verdad, incluso ante un tribunal revolucionario.
El Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, publicado por el Papa Benedicto XVI, responde a la pregunta ¿Qué deberes tiene el hombre hacia la verdad?: «Toda persona está llamada a la sinceridad y a la veracidad en el hacer y en el hablar. Cada uno tiene el deber de buscar la verdad y adherirse a ella, ordenando la propia vida según las exigencias de la verdad. En Jesucristo, la verdad de Dios se ha manifestado íntegramente: Él es la Verdad. Quien le sigue vive en el Espíritu de la verdad, y rechaza la doblez, la simulación y la hipocresía» (n. 521). Su compromiso con la verdad condujo al padre Toulorge a aquella decisión heroica.
En el fallo del Tribunal Criminal del 12 de octubre de 1793, puede leerse: «Toulorge, interpelado para que diga si está en condiciones de justificar que no ha abandonado el territorio de la República Francesa, ha dicho que no podía justificarlo, e incluso ha reconocido haber abandonado el territorio francés y haberse retirado a la isla inglesa de Jersey». El final de esta frase («e incluso ha reconocido«») fue añadida en el margen del acta preparada por anticipado; ese detalle muestra que el tribunal había previsto invocar el beneficio de la duda a favor del acusado. Sin embargo, sus confesiones inequívocas obligaron a los jueces a aplicar la ley terrorista.
¡Adiós, señores, hasta la Eternidad!
Un silencio impresionante sigue a la lectura del fallo. Entonces, Pedro Adriano pronuncia las siguientes palabras: «¡Deo gratias! (gracias, Dios mío)« ¡Que se haga la voluntad de Dios y no la mía! ¡Adiós, señores, hasta la Eternidad, si es que son dignos de ella!». Su rostro resplandece de alegría. Unas amas de casa que se lo encuentran mientras es conducido a la cárcel creen que le han absuelto. Al llegar la noche, el condenado cena con buen apetito, después se confiesa y consigue escribir tres cartas. A un amigo: «Le anuncio una muy buena noticia. Acabo de escuchar mi sentencia de muerte. Mañana, a las dos, abandonaré esta tierra cargada de abominaciones para ir al Cielo. Lo que ahora me consuela es que Dios me concede un gozo y una serenidad enormes, y lo que me da fuerzas es la esperanza de que, muy pronto, poseeré a mi Dios«». A su hermano: «Regocíjate, porque mañana tendrás un protector en el Cielo, si Dios, como espero, me ayuda, como lo ha hecho hasta el momento. Regocíjate de que Dios me haya considerado digno de sufrir no solamente la cárcel, sino la muerte por Nuestro Señor Jesucristo. No hay que apegarse a los bienes perecederos. Así pues, vuelve tu mirada hacia el Cielo, vive como buen cristiano y educa a tus hijos en la santa religión católica, apostólica y romana, fuera de la cual no hay salvación». Finalmente, anuncia su martirio inminente a una persona no identificada, añadiendo: «No merecía una señal tan evidente de la bondad de Dios».
A continuación, el reo se duerme en el sueño de los justos. Al día siguiente, domingo 13 de octubre, se muestra alegre y sereno. Pide que le peinen y que le afeiten la barba, y conversa con sus compañeros sobre el Cielo. Lee con ellos el breviario y se detiene en el himno de completas (la oración de la noche), después de haber recitado el siguiente verso: «¿Cuándo, Señor, lucirá vuestro día que no conocerá ocaso?». Luego, lleno de gozo, exclama: «Pronto cantaré este cántico en acción de gracias en el Cielo». Cuando el verdugo viene a buscarlo, Pedro Toulorge bendice a los presentes. La guillotina se levantaba en pleno centro de Coutances, y, desde la Revolución, era la primera vez que funcionaba en esa pequeña ciudad. Al llegar al pie del cadalso, Pedro Adriano dice: «Dios mío, entrego mi alma en vuestras manos. Os pido el restablecimiento y la conservación de vuestra Santa Iglesia, y os ruego que perdonéis a mis enemigos». Tras la ejecución, el verdugo agarra la cabeza por los cabellos y la muestra al pueblo. Según un relato de un testigo ocular, Pedro Adriano fue enterrado por personas piadosas, en el cementerio de San Pedro, según la costumbre observada en el caso de sacerdotes difuntos: con el rostro descubierto y de cara a occidente. Había conservado una gran serenidad en su mirada. Sor San Pablo y las personas acusadas de haber escondido al padre Toulorge fueron absueltas; desde el Cielo, el mártir había extendido sobre ellas su protección.
Cuando, en 1922, se retomaron los diversos procesos diocesanos de los mártires normandos de la Revolución Francesa, la causa del padre Pedro Adriano Toulorge se consideró como la más digna de interés entre las de los cincuenta y siete sacerdotes asesinados en esa provincia. El proceso diocesano de beatificación culminó en 1996, y la causa continúa en la actualidad.
Un testimonio diario
En su encíclica Veritas splendor del 6 de agosto de 1993, el Papa Juan Pablo II escribió: «Finalmente, el martirio es un signo preclaro de la santidad de la Iglesia: la fidelidad a la ley santa de Dios, atestiguada con la muerte, es anuncio solemne y compromiso misionero usque ad sanguinem (hasta efusión de sangre) para que el esplendor de la verdad moral no sea ofuscado en las costumbres y en la mentalidad de las personas y de la sociedad. Semejante testimonio tiene un valor extraordinario a fin de que no sólo en la sociedad civil sino incluso dentro de las mismas comunidades eclesiales no se caiga en la crisis más peligrosa que puede afectar al hombre: la confusión del bien y del mal, que hace imposible construir y conservar el orden moral de los individuos y de las comunidades« Si el martirio es el testimonio culminante de la verdad moral, al que relativamente pocos son llamados, existe no obstante un testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios. En efecto, ante las múltiples dificultades, que incluso en las circunstancias más ordinarias puede exigir la fidelidad al orden moral, el cristiano, implorando con su oración la gracia de Dios, está llamado a una entrega a veces heroica. Le sostiene la virtud de la fortaleza, que -como enseña san Gregorio Magno- le capacita a «amar las dificultades de este mundo a la vista del premio eterno»» (n. 93).
El pueblo de Cotentin otorgó al padre Toulorge el título de «mártir de la verdad». Que ese sacerdote nos conceda, mediante su intercesión, la gracia de dar en toda nuestra vida testimonio de Cristo, que es la Verdad misma.
Otoño de 1793. La Revolución Francesa ha entrado en su fase más violenta: el Terror. Los sacerdotes fieles a la Santa Sede son perseguidos y juzgados. El 12 de octubre por la noche, en Coutances (Normandía), el padre Pedro Toulorge, de 37 años, regresa radiante del tribunal a la celda, que comparte con otros detenidos, sacerdotes y laicos. «¿Qué noticias hay? - Buenas noticias: he salido airoso del juicio!». Todos creen que ha sido absuelto. Sin embargo, pronto desvela la realidad: ha sido condenado a muerte y la sentencia no tiene apelación. La alegría general deja lugar al dolor. Una religiosa, detenida al mismo tiempo que él, se deshace en lágrimas. Pero el mártir le dice con fortaleza: «Señora, las lágrimas que derrama son indignas de usted y de mí. ¿Qué dirán las gentes del mundo si saben que, habiendo renunciado al mundo, nos duele abandonarlo? Si manifestamos repugnancia por morir, daremos un mal ejemplo a los hijos del siglo, y puede que su desaliento cierre la puerta de la Salvación a muchas almas que podrían encontrarse en la misma situación. Enseñémosles con nuestra constancia lo que están obligados a hacer. Mostrémosles la fe victoriosa de los suplicios y abrámonos un paso al Cielo a través de los últimos esfuerzos del infierno». ¿Quién era ese intrépido testigo de Cristo y de su Iglesia?
Bautizado el 4 de mayo de 1757 en Muneville-le-Bingard, en la península de Cotentin, Pedro Adriano es el tercer hijo de Julián Toulorge y de Juliana Hamel, propietarios agrícolas. La diócesis de Coutances, donde se hace mayor, sigue siendo, en la época del triunfo de Voltaire, una región de fervor religioso; casi todos celebran la Pascua y las vocaciones religiosas abundan. Pedro Adriano es piadoso y, cuando manifiesta las primeras aspiraciones al sacerdocio, se hace cargo de él uno de los vicarios de la parroquia, que lo inicia en el latín. El joven ingresa pronto en un colegio para seguir estudios de humanidades, y luego de filosofía. Hacia 1776, le admiten en el seminario mayor de Coutances, regentado por los eudistas, cuyo superior, Francisco Lefranc, será martirizado en París en septiembre de 1792. Tras ser ordenado sacerdote en 1782, Pedro Adriano Toulorge es nombrado vicario de Doville, parroquia de seiscientos habitantes cuyo párroco es un canónigo premonstratense, hombre metódico y diligente. La situación material de ambos sacerdotes les permite vivir modestamente, aunque con decencia. La parroquia cuenta con muchos indigentes, como consecuencia de la guerra de independencia norteamericana, que ha arruinado los oficios del mar. El párroco y su vicario ponen todo de su parte para asistirlos.
Dichosa condición
Ha llegado hasta nosotros el texto de un sermón del joven vicario sobre la felicidad de los justos y la desgracia de los malos, del que destacamos el siguiente fragmento, verdaderamente profético: «¡Cuán dichosa es, hermanos míos, la condición de los hijos de Dios! Cierto es que son puestos a prueba, pero por amor. Cierto es que los aflige, pero hace que esas aflicciones resulten llevaderas; cierto es que sufren, pero su ternura enseguida se conmueve y se apresura a aliviarlos, derramando en su corazón mil bendiciones de dulzura que los regocija y los arrebata. Sí, hermanos míos, pues por las tiernas efusiones del Espíritu de Consolación, penetra en nosotros un placer divino, una alegría inefable que no podemos explicar. Los males cambian de naturaleza, los deseamos, sufriríamos si no tuviéramos nada por lo que sufrir, y todo lo que un alma fiel desea es perpetuar o consumar su sacrificio».
Pedro Toulorge acude con frecuencia a la abadía premonstratense de Blanchelande, que se halla muy cerca. Fundada en Picardía por san Norberto hacia 1120, la Orden de Premontré tiene como finalidad la celebración en común del Oficio Divino y el ministerio parroquial. Los premonstratenses, llamados «canónigos regulares», van vestidos de blanco. Pedro Adriano pide al prior que lo admita en su comunidad; su objetivo es doble: dedicarse al ministerio sacerdotal en el medio rural y practicar la vida comunitaria a fin de hallar un apoyo espiritual. Una vez admitido, realiza el noviciado en la abadía de Beauport, en Bretaña. Hasta junio de 1788 el canónigo Toulorge no regresa a Blanchelande, donde profesa sus votos religiosos. Su ministerio lo ejerce en las parroquias vecinas, en especial mediante la predicación.
Sin embargo, en enero de 1789, el rey Luis XVI convoca en Versalles los Estados Generales (asamblea general del reino). Los acontecimientos adquieren enseguida un giro revolucionario. La Asamblea Constituyente, que ha tomado el poder mediante un golpe de audacia, es de tendencia volteriana, despreciando a los religiosos y codiciando sus posesiones. El 13 de febrero de 1790, suprime las órdenes monásticas y nacionaliza sus bienes; los canónigos regulares son asimilados a los monjes. En abril, la municipalidad de Saint-Sauveur-le-Vicomte envía a Blanchelande una escuadra de representantes para realizar un inventario minucioso -que durará dos meses- de los bienes de la abadía, con objeto de ponerlos a la venta. A continuación, preguntan a cada uno de los cinco canónigos si desean «aprovechar las disposiciones de la ley para abandonar la vida monástica». El prior y el viceprior responden que sí, mientras que los demás hermanos piden continuar viviendo juntos y seguir su regla. Se les indica que podrán retirarse en el «convento de concentración» departamental, donde serán agrupados de oficio los religiosos de todas las órdenes. Ante aquella perspectiva tan poco tranquilizadora, los tres canónigos se retiran discretamente para continuar con su servicio parroquial. Pedro Toulorge es albergado durante año y medio en una granja vecina.
Error de cálculo
En julio de 1790, la Asamblea Nacional promulga la «Constitución Civil del Clero», acto cismático que coloca a la Iglesia de Francia bajo la tutela del poder civil. En adelante, los obispos y sacerdotes serán elegidos por el pueblo, y la Santa Sede se ve despojada de toda autoridad. En noviembre, una nueva ley impone a los sacerdotes funcionarios públicos (obispos, párrocos y vicarios) que presten juramento de fidelidad a la Constitución civil, bajo pena de destitución y, llegado el caso, de persecuciones penales. En marzo de 1791, el Papa Pío VI condena la Constitución civil y prohíbe al clero que preste el juramento cismático. Mientras tanto, numerosos sacerdotes han «jurado» por ambición, codicia, debilidad o ignorancia. Algunos se retractarán al conocer la condena pontificia.
El 26 de agosto de 1792, cuando la «máquina revolucionaria» avanza inexorablemente, una ley condena a la deportación a todos los eclesiásticos funcionarios que no hayan prestado juramento. En adelante, lo que anima abiertamente a los perseguidores es el odio hacia el sacerdote y la religión. Los «rebeldes» que permanezcan en Francia, o que regresen después de haber emigrado, serán pronto reos de muerte. El clero que se mantiene fiel toma en masa el camino del exilio. El padre Toulorge comete entonces un error de cálculo: se considera afectado por la ley de destierro, cuando ésta sólo concierne a los sacerdotes funcionarios. Solicita sus pasaportes y se embarca el 12 de septiembre rumbo a la isla anglonormanda de Jersey, muy próxima. Allí coincide con más de quinientos sacerdotes de la diócesis de Coutances, llevando durante cinco semanas la existencia precaria de un emigrado sin recursos. No obstante, un compañero de exilio le indica su error sobre el alcance de la ley de destierro. Pedro Adriano, pensando en su país que está desprovisto de sacerdotes fieles, decide entonces regresar cuanto antes, con la esperanza de que su ausencia haya pasado desapercibida. Desembarca clandestinamente en una playa de Cotentin y enseguida se oculta en el monte; desde noviembre de 1792 hasta septiembre de 1793, vive en la clandestinidad desplazándose de un pueblo a otro, disfrazado, para celebrar Misa en casas particulares y administrar los sacramentos. Hay otros veinte sacerdotes rebeldes que ejercen el mismo ministerio en el deanato. El padre Toulorge celebra la santa Misa con ornamentos improvisados, y ha copiado de su puño y letra las principales oraciones del misal. Su actividad continúa a pesar del hostigamiento de los comisarios y de los clubes revolucionarios locales. Se insta a las personas que localicen a un sacerdote rebelde a que los denuncien, prometiéndoles una recompensa.
Un pobre pordiosero
Durante la noche del 2 de septiembre de 1793, cerca de la localidad de Saint-Nicolas-de-Pierrepont, una transeúnte ve surgir de la maleza a un vagabundo «embarrado, mojado y cansado». Por caridad, la mujer lo invita a su casa y enciende una lumbre. Confiado, el pobre pordiosero se presenta: es el padre Toulorge. La anfitriona, a su vez, desvela su identidad: sor San Pablo, una antigua monja benedictina expulsada de su priorato por la Revolución. El sacerdote acepta la hospitalidad por esa noche. Al día siguiente por la mañana, la religiosa lo conduce, disfrazado de mujer, a casa de una amiga, Marotte Fosse, donde cree que estará más seguro. Pero los trabajadores, al ver pasar a esa extraña «ciudadana», se percatan de sus medias y zapatos de hombre« Seducidos por la recompensa prometida, siguen a distancia a ambos sospechosos hasta el domicilio de Marotte, y acuden a prevenir al Comité revolucionario. Mientras Pedro Adriano reposa en el granero, unos violentos golpes procedentes de tres guardias nacionales sacuden la puerta de la casa: «Abrid en nombre de la ley». El padre calla como un muerto. Un guardia va en busca de Marotte, que está trabajando, a quien obligan a abrir. La casa es registrada de cabo a rabo. El sacerdote se ha escondido bajo unos haces de lino, pero los guardias nacionales acribillan a bayonetazos el montón de haces secos. ¡Nada!« Se disponen a partir farfullando cuando uno de ellos vuelve a subir al granero y descubre a Pedro Adriano saliendo de su escondite. El sacerdote es arrestado de inmediato y las pruebas (ornamentos sagrados, cáliz«) requisadas.
Dos días después, los acusados son conducidos al directorio del distrito de Carentan para ser juzgados. Con el fin de escapar de la sentencia de muerte decretada contra los «emigrados regresados», Pedro Adriano oculta que ha abandonado Francia. Con la esperanza de que se contradiga, el comisario Le Canut le pregunta a quemarropa: «¿Ni en esta época ni en ninguna otra ha estado usted en Jersey, ni en cualquier otra tierra extranjera? - No. - Pues un sacerdote rebelde que hemos interrogado hace poco ha declarado que le había visto en Jersey (era una estratagema de Le Canut). - No he abandonado el territorio francés, y si algunas personas se lo han dicho es que se han equivocado o han perdido la cabeza». Luego le enseñan los ornamentos sagrados y los objetos de culto requisados en la casa de Fosse, admitiendo ser el dueño. Los jueces, indecisos, deciden enviar al acusado ante el tribunal departamental de Coutances.
«Sí, sí; no, no»
Así pues, el padre Toulorge había negado haber estado en Jersey para conservar la cabeza. Es verdad que un acusado no está obligado a implicarse mientras no se haya establecido la prueba objetiva de su culpabilidad. Sin embargo, al ser reconducido a la cárcel, al religioso le asaltan los remordimientos, pues considera que ha faltado a la verdad. Esta frase de Jesús resuena en su corazón: Sea vuestro lenguaje: ´Sí, sí´; ´no, no´ (Mt 5, 37). Se siente obligado a decir toda la verdad, cualesquiera que sean las consecuencias. Al amanecer del día 8 de septiembre, festividad de la Natividad de la Virgen, Pedro Adriano confiesa espontáneamente que ha permanecido en Jersey, y esa declaración lo conduce a Coutances, donde es encarcelado ese mismo día. El sacerdote normando llega a la capital de La Mancha en el peor momento, ya que allí se encuentra el representante Lecarpentier, enviado por la Convención (el parlamento de la República) para «tomar las medidas necesarias a fin de exterminar los vestigios de la realeza y de la superstición»; Lecarpentier será célebre con el sobrenombre de «verdugo de La Mancha». En pocos días, ciento cuarenta personas son detenidas.
El 22 de septiembre de 1793, Pedro Adriano comparece ante la Comisión administrativa de Coutances, encargada de decidir si debe ser declarado «emigrado regresado». Tras un largo interrogatorio a pesar de su agotamiento físico, reconoce su breve emigración a Jersey. Los jueces, que temen a Lecarpentier pero que quisieran salvar la cabeza del sacerdote, declaran que «el acusado debe considerarse emigrado», basándose en los pasaportes expedidos a su nombre, pero no transcriben sus confesiones, para dejarle una posibilidad de disculparse; después lo envían ante el tribunal criminal, al que compete dictar sentencia. El juez que preside esa instancia, Loisel, aunque jacobino, no es un «terrorista» fanático -en la Baja Normandía no gustaba el derramamiento de sangre. Antes de la sesión, intenta salvar al acusado sugiriéndole que se retracte de sus confesiones de emigración a Jersey y que alegue vagamente una residencia cualquiera en Francia; el tribunal se contentará con ello y Toulorge evitará la guillotina. Algunos jueces están incluso dispuestos a responder en lugar del padre a las preguntas del presidente, con objeto de que no tenga un cargo de conciencia; le bastará con guardar silencio. Pero él prefiere morir antes que dejar de decir toda la verdad, incluso ante un tribunal revolucionario.
El Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, publicado por el Papa Benedicto XVI, responde a la pregunta ¿Qué deberes tiene el hombre hacia la verdad?: «Toda persona está llamada a la sinceridad y a la veracidad en el hacer y en el hablar. Cada uno tiene el deber de buscar la verdad y adherirse a ella, ordenando la propia vida según las exigencias de la verdad. En Jesucristo, la verdad de Dios se ha manifestado íntegramente: Él es la Verdad. Quien le sigue vive en el Espíritu de la verdad, y rechaza la doblez, la simulación y la hipocresía» (n. 521). Su compromiso con la verdad condujo al padre Toulorge a aquella decisión heroica.
En el fallo del Tribunal Criminal del 12 de octubre de 1793, puede leerse: «Toulorge, interpelado para que diga si está en condiciones de justificar que no ha abandonado el territorio de la República Francesa, ha dicho que no podía justificarlo, e incluso ha reconocido haber abandonado el territorio francés y haberse retirado a la isla inglesa de Jersey». El final de esta frase («e incluso ha reconocido«») fue añadida en el margen del acta preparada por anticipado; ese detalle muestra que el tribunal había previsto invocar el beneficio de la duda a favor del acusado. Sin embargo, sus confesiones inequívocas obligaron a los jueces a aplicar la ley terrorista.
¡Adiós, señores, hasta la Eternidad!
Un silencio impresionante sigue a la lectura del fallo. Entonces, Pedro Adriano pronuncia las siguientes palabras: «¡Deo gratias! (gracias, Dios mío)« ¡Que se haga la voluntad de Dios y no la mía! ¡Adiós, señores, hasta la Eternidad, si es que son dignos de ella!». Su rostro resplandece de alegría. Unas amas de casa que se lo encuentran mientras es conducido a la cárcel creen que le han absuelto. Al llegar la noche, el condenado cena con buen apetito, después se confiesa y consigue escribir tres cartas. A un amigo: «Le anuncio una muy buena noticia. Acabo de escuchar mi sentencia de muerte. Mañana, a las dos, abandonaré esta tierra cargada de abominaciones para ir al Cielo. Lo que ahora me consuela es que Dios me concede un gozo y una serenidad enormes, y lo que me da fuerzas es la esperanza de que, muy pronto, poseeré a mi Dios«». A su hermano: «Regocíjate, porque mañana tendrás un protector en el Cielo, si Dios, como espero, me ayuda, como lo ha hecho hasta el momento. Regocíjate de que Dios me haya considerado digno de sufrir no solamente la cárcel, sino la muerte por Nuestro Señor Jesucristo. No hay que apegarse a los bienes perecederos. Así pues, vuelve tu mirada hacia el Cielo, vive como buen cristiano y educa a tus hijos en la santa religión católica, apostólica y romana, fuera de la cual no hay salvación». Finalmente, anuncia su martirio inminente a una persona no identificada, añadiendo: «No merecía una señal tan evidente de la bondad de Dios».
A continuación, el reo se duerme en el sueño de los justos. Al día siguiente, domingo 13 de octubre, se muestra alegre y sereno. Pide que le peinen y que le afeiten la barba, y conversa con sus compañeros sobre el Cielo. Lee con ellos el breviario y se detiene en el himno de completas (la oración de la noche), después de haber recitado el siguiente verso: «¿Cuándo, Señor, lucirá vuestro día que no conocerá ocaso?». Luego, lleno de gozo, exclama: «Pronto cantaré este cántico en acción de gracias en el Cielo». Cuando el verdugo viene a buscarlo, Pedro Toulorge bendice a los presentes. La guillotina se levantaba en pleno centro de Coutances, y, desde la Revolución, era la primera vez que funcionaba en esa pequeña ciudad. Al llegar al pie del cadalso, Pedro Adriano dice: «Dios mío, entrego mi alma en vuestras manos. Os pido el restablecimiento y la conservación de vuestra Santa Iglesia, y os ruego que perdonéis a mis enemigos». Tras la ejecución, el verdugo agarra la cabeza por los cabellos y la muestra al pueblo. Según un relato de un testigo ocular, Pedro Adriano fue enterrado por personas piadosas, en el cementerio de San Pedro, según la costumbre observada en el caso de sacerdotes difuntos: con el rostro descubierto y de cara a occidente. Había conservado una gran serenidad en su mirada. Sor San Pablo y las personas acusadas de haber escondido al padre Toulorge fueron absueltas; desde el Cielo, el mártir había extendido sobre ellas su protección.
Cuando, en 1922, se retomaron los diversos procesos diocesanos de los mártires normandos de la Revolución Francesa, la causa del padre Pedro Adriano Toulorge se consideró como la más digna de interés entre las de los cincuenta y siete sacerdotes asesinados en esa provincia. El proceso diocesano de beatificación culminó en 1996, y la causa continúa en la actualidad.
Un testimonio diario
En su encíclica Veritas splendor del 6 de agosto de 1993, el Papa Juan Pablo II escribió: «Finalmente, el martirio es un signo preclaro de la santidad de la Iglesia: la fidelidad a la ley santa de Dios, atestiguada con la muerte, es anuncio solemne y compromiso misionero usque ad sanguinem (hasta efusión de sangre) para que el esplendor de la verdad moral no sea ofuscado en las costumbres y en la mentalidad de las personas y de la sociedad. Semejante testimonio tiene un valor extraordinario a fin de que no sólo en la sociedad civil sino incluso dentro de las mismas comunidades eclesiales no se caiga en la crisis más peligrosa que puede afectar al hombre: la confusión del bien y del mal, que hace imposible construir y conservar el orden moral de los individuos y de las comunidades« Si el martirio es el testimonio culminante de la verdad moral, al que relativamente pocos son llamados, existe no obstante un testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios. En efecto, ante las múltiples dificultades, que incluso en las circunstancias más ordinarias puede exigir la fidelidad al orden moral, el cristiano, implorando con su oración la gracia de Dios, está llamado a una entrega a veces heroica. Le sostiene la virtud de la fortaleza, que -como enseña san Gregorio Magno- le capacita a «amar las dificultades de este mundo a la vista del premio eterno»» (n. 93).
El pueblo de Cotentin otorgó al padre Toulorge el título de «mártir de la verdad». Que ese sacerdote nos conceda, mediante su intercesión, la gracia de dar en toda nuestra vida testimonio de Cristo, que es la Verdad misma.
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