Figura de obispo suave y enérgica a la vez; barba patriarcal, ojos bondadosos, palabra encendida en el fuego de la meditación porte de una sencillez aristocrática. Allá en su niñez había conocido el esplendor de la riqueza, la suntuosidad de los palacios y las lisonjas de los cortesanos. Era en aquella Constantinopla refinada del Bajo Imperio. Entonces se llamaba Nicetas. Altos personajes, vestidos de togas brillantes, le enseñaban a declamar los versos de Hornero, a montar a caballo, a manejar la espada, a lanzar la jabalina. Pero era el tiempo de las revoluciones palaciegas y los pronunciamientos pretorianos. Un día sorprendió a sus padres discutiendo calurosamente.
—Tú no puedes hacer eso—decía la madre—, por dignidad, por compasión hacia esos pobres niños..
—Mi decisión está tomada—respondió el padre—. No quiero que se derrame por causa mía la sangre de los pueblos..
La discusión duró largo rato. Al fin, Nicetas vio que su madre salía exclamando con acento de desesperación:.
—¡Corazones de mujer! ¡Y es preciso que vea mi corona sobre la cabeza de esa «Barca»!
El niño se dio cuenta de todo y se echó a llorar. Luego supo lo que había pasado: el general armenio León, el hombre de la confianza de su padre, se había proclamado emperador, y su padre renunciaba a la lucha y abdicaba el Imperio. Ya no sería príncipe imperial. Sólo le quedaba la oscuridad, la muerte y el destierro.
Miguel Curopalata había sido un emperador generoso y amable, pero le faltaba energía y diplomacia. No supo ver las maquinaciones de su ministro, y cuando éste arrojó la máscara, no tuvo valor para resistirlo. Además, no le seducía el mando. Poniendo en práctica su resolución, tomó su diadema, su espada de empuñadura de brillantes, su manto de púrpura y sus sandalias de escarlata, y poniéndolo todo en manos del mejor de sus oficiales, le dijo:
—Lleva a León estas insignias, que él ambiciona y que yo desprecio.
Algunos días después, el emperador caído y sus dos hijos, escoltados por un grupo de soldados armenios, llegaban a un monasterio de la Propóntide. Allí Miguel fue durante más de treinta años el hermano San Ignacio de Constantinopla, obispoAnastasio. Había querido llamarse así, porque para él la vida no empezó hasta llegar a la paz del monasterio; había resucitado. La corte, el Imperio, la corona, sólo habían sido sueños llenos de pesadillas. Tampoco los dos jóvenes quisieron conservar nada de su vida anticua: Teofilacto se llamó en adelante Eustasio, y Niceta, el más pequeño, quiso que le diesen el nombre de Ignacio, que él había de ilustrar con su brava entereza y mansedumbre episcopal.
Ignacio tenía entonces catorce años; pero aquel cambio repentino valía tanto como muchos años de experiencia. Olvidó todo lo pasado para entregarse con ardor a las obligaciones de su nueva vida. Estudiaba los escritos de los antiguos Padres, salmodiaba en el coro, luchaba contra el orgullo de la carne y la soberbia de la vida, y en todo se distinguía por su exactitud y su piedad. Atento sólo a la vida monacal, conseguía que nadie fijase en él sus miradas, y si alguna vez recordaron su nombre allá en la corte, no fue como aspirante al trono de su familia, sino como defensor piadoso de las sagradas imágenes contra la furia loca de los iconoclastas. Entre tanto, allá en el palacio de Blanquernas, en las salas doradas donde había jugado siendo niño, los emperadores se sucedían, soñando sueños vertiginosos. Una aclamación de los pretorianos los levantaba y otro capricho los volvía al olvido. Han pasado cuarenta años. Un niño tiene ahora la herencia de Justiniano un niño a quien llamará la Historia Miguel el Borracho. Pero es su madre, Teodora, la que gobierna. Teodora, madre de su pueblo, protege la religión y ama a los hombres buenos. Ella fue la que descubrió a Ignacio en su monasterio, la que le llevó a Constantinopla y le puso en la sede patriarcal de la primera ciudad del Imperio (847).
El príncipe que de niño marchó desterrado, volvía ahora para ocupar el primer puesto de la Iglesia de Oriente. Otro capricho de la fortuna, que a Ignacio no le conmovió; tal vez dentro de poco se le ocurriría llevarle otra vez al destierro. Volvió sin ambición, dispuesto sólo a cumplir con su deber. Pronto se dio cuenta de que este simple programa sería muy difícil de cumplir. El trono de sus padres era ahora el asiento de un monstruo. El hijo de aquella santa emperatriz sólo piensa en juegos y en orgías. Derrocha el tesoro público, vende las joyas de la corona, guía los carros en el circo, se rodea de aurigas y gladiadores, ridiculiza las cosas sagradas, parodiando la comunión y saliendo por la ciudad en procesión burlesca; mutila, envenena, mata, persigue hasta a su madre. Para alejarla de la corte, quiere que el patriarca la ponga el hábito religioso, a lo cual se opone Ignacio con dignidad. «Príncipe—dice al tirano—, cuando me encargué del gobierno de la Iglesia de Constantinopla juré no hacer nada contra vuestra gloria, y, así, no puedo prestarme a esa cobardía.»
Pero el que mandaba en Constantinopla no era el emperador, sino el césar Bardas, hermano de Teodora, uno de esos caracteres ambiciosos para quienes son buenos todos los caminos que llevan al poder. Inteligente, pero escéptico, protector de las letras y las artes, dotado de positivas cualidades de hombre de Estado, pero vengativo, rencoroso y libertino hasta el cinismo, tomó como una misión suya el corromper al joven emperador. La corte se convierte en teatro de orgías imposibles de describir. Bardas, elevado por Miguel a las más altas dignidades, hace pública ostentación de sus relaciones incestuosas con su nuera. El patriarca le reconviene con respeto y suavidad; él se ríe, y el día de Epifanía del año 857 no se habla en toda la ciudad más que del escandaloso suceso ocurrido aquella mañana en Santa Sofía. Bardas se acerca a comulgar; el patriarca pasa ante él como si no le hubiera visto; el cesar aguarda, insiste, provoca; Ignacio se niega rotundamente «a entregar lo santo a los perros»; despechado el príncipe, saca la espada dispuesto a herir; el sacerdote aguarda tranquilo y su serena majestad hace caer el arma de las manos de su enemigo. Pero la venganza se cumple: a los pocos días Ignacio marcha desterrado a una roca desierta del mar Egeo, que se llama isla del Terebinto.
Para ocupar su puesto se nombra al hombre más intrigante que se ha visto jamás: el eunuco Focio, genio brillante y activo, inteligencia adornada de una gran erudición, diplomático afortunado, poeta, orador, jurisconsulto, el espíritu más culto y el alma más perversa de su siglo. Su soberbia, sobre todo, era San Ignacio de Constantinopla inconmensurable; en ella, más que su ambición, está el resorte de toda su existencia; simple laico, subió todas las órdenes en una semana. El consagrante fue el arzobispo de Siracusa, Gregorio Asbesta, hijo de León el Armenio. Gregorio estaba resentido porque Ignacio le había prohibido tomar parte en su consagración. Su despecho fue tan grande, que en medio de la ceremonia lanzó violentamente contra el suelo el cirio que tenía en la mano. Desde entonces no hizo más que conspirar contra el patriarca, y aprovechó gustoso esta ocasión que se le ofrecía de vengarse, consagrando al intruso.
Vienen después diez años de astucias, de intrigas, de violencias y conciliábulos. Los delegados imperiales llegan a la isla del Terebinto para pedir la dimisión de Ignacio. Ignacio resiste indomable; un Concilio le depone, otro confirma la deposición; los obispos dan el escándalo general de la cobardía y el servilismo; el usurpador defiende sus prerrogativas con una hipocresía nunca igualada. Ignacio ha apelado al Papa, y él acude también a Roma, con una carta que es una obra maestra de falsía y habilidad. Hace profesión de la más pura fe católica, transcribe de San Gregorio Magno las expresiones más patéticas para deplorar su indignidad, y se postra a los pies del Pontífice romano pidiendo sus oraciones. Pero este hombre, que tiene un talento prodigioso para cautivar con su palabra, este fascinador de hombres, el más irresistible tal vez que ha aparecido en la historia, fracasó por completo al encontrarse frente al genio positivo, práctico y seguro del Occidente. El Papa San Nicolás le ha conocido, le quita la máscara, le condena y proclama la inocencia del patriarca desterrado. La corte de Constantinopla resiste a las decisiones de Roma; hay negociaciones, se cruzan las cartas, hasta que el emperador y el cesar mueren asesinados por uno de sus generales, el nuevo emperador Basilio el Macedónico. Focio no duda en aliarse al asesino de su bienhechor; pero nuevamente la fortuna le vuelve la espalda; es relegado a un convento lejano, mientras Ignacio viene de la isla del Terebinto (867).
Fue tres años más tarde cuando Ignacio pudo considerarse pagado con creces de sus diez años de destierro. Celebrábase el octavo Concilio ecuménico y los Padres se habían reunido en aquella iglesia de Santa Sofía, donde resonaron las más entusiastas adhesiones al primado Pedro. Los obispos que años antes habían condenado y depuesto al patriarca, se presentaban ahora delante de él pidiendo la reconciliación.
—Señor—le decían—, nosotros imploramos sinceramente de vuestra santidad el perdón de nuestros errores y nuestras faltas.
A lo cual contestaba Ignacio:
—Y yo os recibo con la misma alegría que el padre del hijo pródigo en la parábola evangélica.
Focio vino también; pero en su temperamento no cabía la retractación. Altivo, displicente, ni siquiera se dignaba contestar.
—¿Admites—le preguntaron los legados de Roma—las decisiones de los Papas Nicolás y Adriano?
Y como callase, le dijeron:
—Entonces, tú eres en la Iglesia un malvado y un adúltero.
—Yo callo—dijo él—, pero Dios me oye.
—Tu silencio—le replicaron—te condena.
—También Jesús calló—replicó él—y fue condenado.
Esta comparación sacrílega indignó a la asamblea; el anatema cae y Focio marcha al destierro.
Llega la hora de coger en paz el fruto de los trabajos. Coronado de la plata de sus cabellos y aureolado del oro de su vida inmaculada, el patriarca gobierna, predica y bendice a su pueblo; y su bendición hace germinar mieses de venturas; renacen las letras, florecen las artes, brilla la santidad en los monasterios, surgen espléndidas basílicas, los iconos sonríen en sus nichos, las legiones triunfan, y una savia nueva rejuvenece aquel Imperio, que parecía próximo a derrumbarse.
—Tú no puedes hacer eso—decía la madre—, por dignidad, por compasión hacia esos pobres niños..
—Mi decisión está tomada—respondió el padre—. No quiero que se derrame por causa mía la sangre de los pueblos..
La discusión duró largo rato. Al fin, Nicetas vio que su madre salía exclamando con acento de desesperación:.
—¡Corazones de mujer! ¡Y es preciso que vea mi corona sobre la cabeza de esa «Barca»!
El niño se dio cuenta de todo y se echó a llorar. Luego supo lo que había pasado: el general armenio León, el hombre de la confianza de su padre, se había proclamado emperador, y su padre renunciaba a la lucha y abdicaba el Imperio. Ya no sería príncipe imperial. Sólo le quedaba la oscuridad, la muerte y el destierro.
Miguel Curopalata había sido un emperador generoso y amable, pero le faltaba energía y diplomacia. No supo ver las maquinaciones de su ministro, y cuando éste arrojó la máscara, no tuvo valor para resistirlo. Además, no le seducía el mando. Poniendo en práctica su resolución, tomó su diadema, su espada de empuñadura de brillantes, su manto de púrpura y sus sandalias de escarlata, y poniéndolo todo en manos del mejor de sus oficiales, le dijo:
—Lleva a León estas insignias, que él ambiciona y que yo desprecio.
Algunos días después, el emperador caído y sus dos hijos, escoltados por un grupo de soldados armenios, llegaban a un monasterio de la Propóntide. Allí Miguel fue durante más de treinta años el hermano San Ignacio de Constantinopla, obispoAnastasio. Había querido llamarse así, porque para él la vida no empezó hasta llegar a la paz del monasterio; había resucitado. La corte, el Imperio, la corona, sólo habían sido sueños llenos de pesadillas. Tampoco los dos jóvenes quisieron conservar nada de su vida anticua: Teofilacto se llamó en adelante Eustasio, y Niceta, el más pequeño, quiso que le diesen el nombre de Ignacio, que él había de ilustrar con su brava entereza y mansedumbre episcopal.
Ignacio tenía entonces catorce años; pero aquel cambio repentino valía tanto como muchos años de experiencia. Olvidó todo lo pasado para entregarse con ardor a las obligaciones de su nueva vida. Estudiaba los escritos de los antiguos Padres, salmodiaba en el coro, luchaba contra el orgullo de la carne y la soberbia de la vida, y en todo se distinguía por su exactitud y su piedad. Atento sólo a la vida monacal, conseguía que nadie fijase en él sus miradas, y si alguna vez recordaron su nombre allá en la corte, no fue como aspirante al trono de su familia, sino como defensor piadoso de las sagradas imágenes contra la furia loca de los iconoclastas. Entre tanto, allá en el palacio de Blanquernas, en las salas doradas donde había jugado siendo niño, los emperadores se sucedían, soñando sueños vertiginosos. Una aclamación de los pretorianos los levantaba y otro capricho los volvía al olvido. Han pasado cuarenta años. Un niño tiene ahora la herencia de Justiniano un niño a quien llamará la Historia Miguel el Borracho. Pero es su madre, Teodora, la que gobierna. Teodora, madre de su pueblo, protege la religión y ama a los hombres buenos. Ella fue la que descubrió a Ignacio en su monasterio, la que le llevó a Constantinopla y le puso en la sede patriarcal de la primera ciudad del Imperio (847).
El príncipe que de niño marchó desterrado, volvía ahora para ocupar el primer puesto de la Iglesia de Oriente. Otro capricho de la fortuna, que a Ignacio no le conmovió; tal vez dentro de poco se le ocurriría llevarle otra vez al destierro. Volvió sin ambición, dispuesto sólo a cumplir con su deber. Pronto se dio cuenta de que este simple programa sería muy difícil de cumplir. El trono de sus padres era ahora el asiento de un monstruo. El hijo de aquella santa emperatriz sólo piensa en juegos y en orgías. Derrocha el tesoro público, vende las joyas de la corona, guía los carros en el circo, se rodea de aurigas y gladiadores, ridiculiza las cosas sagradas, parodiando la comunión y saliendo por la ciudad en procesión burlesca; mutila, envenena, mata, persigue hasta a su madre. Para alejarla de la corte, quiere que el patriarca la ponga el hábito religioso, a lo cual se opone Ignacio con dignidad. «Príncipe—dice al tirano—, cuando me encargué del gobierno de la Iglesia de Constantinopla juré no hacer nada contra vuestra gloria, y, así, no puedo prestarme a esa cobardía.»
Pero el que mandaba en Constantinopla no era el emperador, sino el césar Bardas, hermano de Teodora, uno de esos caracteres ambiciosos para quienes son buenos todos los caminos que llevan al poder. Inteligente, pero escéptico, protector de las letras y las artes, dotado de positivas cualidades de hombre de Estado, pero vengativo, rencoroso y libertino hasta el cinismo, tomó como una misión suya el corromper al joven emperador. La corte se convierte en teatro de orgías imposibles de describir. Bardas, elevado por Miguel a las más altas dignidades, hace pública ostentación de sus relaciones incestuosas con su nuera. El patriarca le reconviene con respeto y suavidad; él se ríe, y el día de Epifanía del año 857 no se habla en toda la ciudad más que del escandaloso suceso ocurrido aquella mañana en Santa Sofía. Bardas se acerca a comulgar; el patriarca pasa ante él como si no le hubiera visto; el cesar aguarda, insiste, provoca; Ignacio se niega rotundamente «a entregar lo santo a los perros»; despechado el príncipe, saca la espada dispuesto a herir; el sacerdote aguarda tranquilo y su serena majestad hace caer el arma de las manos de su enemigo. Pero la venganza se cumple: a los pocos días Ignacio marcha desterrado a una roca desierta del mar Egeo, que se llama isla del Terebinto.
Para ocupar su puesto se nombra al hombre más intrigante que se ha visto jamás: el eunuco Focio, genio brillante y activo, inteligencia adornada de una gran erudición, diplomático afortunado, poeta, orador, jurisconsulto, el espíritu más culto y el alma más perversa de su siglo. Su soberbia, sobre todo, era San Ignacio de Constantinopla inconmensurable; en ella, más que su ambición, está el resorte de toda su existencia; simple laico, subió todas las órdenes en una semana. El consagrante fue el arzobispo de Siracusa, Gregorio Asbesta, hijo de León el Armenio. Gregorio estaba resentido porque Ignacio le había prohibido tomar parte en su consagración. Su despecho fue tan grande, que en medio de la ceremonia lanzó violentamente contra el suelo el cirio que tenía en la mano. Desde entonces no hizo más que conspirar contra el patriarca, y aprovechó gustoso esta ocasión que se le ofrecía de vengarse, consagrando al intruso.
Vienen después diez años de astucias, de intrigas, de violencias y conciliábulos. Los delegados imperiales llegan a la isla del Terebinto para pedir la dimisión de Ignacio. Ignacio resiste indomable; un Concilio le depone, otro confirma la deposición; los obispos dan el escándalo general de la cobardía y el servilismo; el usurpador defiende sus prerrogativas con una hipocresía nunca igualada. Ignacio ha apelado al Papa, y él acude también a Roma, con una carta que es una obra maestra de falsía y habilidad. Hace profesión de la más pura fe católica, transcribe de San Gregorio Magno las expresiones más patéticas para deplorar su indignidad, y se postra a los pies del Pontífice romano pidiendo sus oraciones. Pero este hombre, que tiene un talento prodigioso para cautivar con su palabra, este fascinador de hombres, el más irresistible tal vez que ha aparecido en la historia, fracasó por completo al encontrarse frente al genio positivo, práctico y seguro del Occidente. El Papa San Nicolás le ha conocido, le quita la máscara, le condena y proclama la inocencia del patriarca desterrado. La corte de Constantinopla resiste a las decisiones de Roma; hay negociaciones, se cruzan las cartas, hasta que el emperador y el cesar mueren asesinados por uno de sus generales, el nuevo emperador Basilio el Macedónico. Focio no duda en aliarse al asesino de su bienhechor; pero nuevamente la fortuna le vuelve la espalda; es relegado a un convento lejano, mientras Ignacio viene de la isla del Terebinto (867).
Fue tres años más tarde cuando Ignacio pudo considerarse pagado con creces de sus diez años de destierro. Celebrábase el octavo Concilio ecuménico y los Padres se habían reunido en aquella iglesia de Santa Sofía, donde resonaron las más entusiastas adhesiones al primado Pedro. Los obispos que años antes habían condenado y depuesto al patriarca, se presentaban ahora delante de él pidiendo la reconciliación.
—Señor—le decían—, nosotros imploramos sinceramente de vuestra santidad el perdón de nuestros errores y nuestras faltas.
A lo cual contestaba Ignacio:
—Y yo os recibo con la misma alegría que el padre del hijo pródigo en la parábola evangélica.
Focio vino también; pero en su temperamento no cabía la retractación. Altivo, displicente, ni siquiera se dignaba contestar.
—¿Admites—le preguntaron los legados de Roma—las decisiones de los Papas Nicolás y Adriano?
Y como callase, le dijeron:
—Entonces, tú eres en la Iglesia un malvado y un adúltero.
—Yo callo—dijo él—, pero Dios me oye.
—Tu silencio—le replicaron—te condena.
—También Jesús calló—replicó él—y fue condenado.
Esta comparación sacrílega indignó a la asamblea; el anatema cae y Focio marcha al destierro.
Llega la hora de coger en paz el fruto de los trabajos. Coronado de la plata de sus cabellos y aureolado del oro de su vida inmaculada, el patriarca gobierna, predica y bendice a su pueblo; y su bendición hace germinar mieses de venturas; renacen las letras, florecen las artes, brilla la santidad en los monasterios, surgen espléndidas basílicas, los iconos sonríen en sus nichos, las legiones triunfan, y una savia nueva rejuvenece aquel Imperio, que parecía próximo a derrumbarse.
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