El Imperio carolingio había desaparecido como un fuego fatuo que brilla repentinamente en medio de la noche. Primero, unos años de esplendor, debido al genio de un solo hombre; luego, un siglo de guerras, intrigas, venganzas, saqueos y desorden. De entre las ruinas habían salido reinos, principados, ducados y toda clase de señoríos.
Uno de éstos era el de Enrique, duque de Sajonia, hombre apasionado de la caza y afortunado en la guerra. Ambicioso, sonaba con crear un reino; hermoso y joven, buscaba una princesa digna de él. Y sucedió que un caballero de su corte entró a rezar en la iglesia de una abadía. Entre las monjas que allí cantaban, vio una doncella cuya hermosura le sorprendió vivamente. Aquella noche contó al duque su aventura, afirmando que en todo el mundo no había tan bella mujer. Enrique recogió ávidamente sus palabras, y al día siguiente recorría, montado en su potro bávaro, el camino de Heriford. Entró en la iglesia sencillamente vestido, para no despertar sospechas, y quedó arrobado al reconocer la joven que le había pintado el cortesano. Estaba arrodillada, vestida con mucha modestia, con el salterio en la mano y enteramente absorta en la oración. «Brillaba—dice el cronista—con el fulgor nevado de las azucenas, y al mismo tiempo tenía el color encendido de las rosas.»
Vuelto al lugar en que le aguardaban sus vasallos, Enrique se vistió las sedas y joyas del príncipe, ciñó la espada, montó a caballo, y algo después entraba en la cámara abacial de Heriford. La abadesa era una anciana venerable y de aristocrática distinción. No fue pequeña su sorpresa cuando el mancebo le interrogó acerca de aquella joven que en el coro de las monjas rezaba y cantaba como una monja. Enrique quería que le hablasen de su virtud, de su linaje, de su nobleza, de su hermosura y de todas sus cualidades. La abadesa vino a decir, en resumen, que se llamaba Matilde, que era su nieta, descendiente del héroe de la lucha germánica contra Carlomagno, Widukindo, y que su padre, el conde Teodorico, la había colocado desde los primeros años en aquella abadía para que se formase en el temor de Dios y en todos los conocimientos propios de una doncella de la buena sociedad.
Los hombres hacen muchas veces mal uso de la belleza; pero, a pesar de eso, Dios la ama, y con frecuencia se ha servido de ella para sus altos designios. Por la belleza de una princesa bretona, Santa Elena, ondeó la cruz en el lábaro de Constantino; por la belleza de Santa Clotilde se convirtieron los francos a la fe; es un poder irresistible el de la virtud realzado por la belleza. También la belleza de Matilde debía tener una influencia bienhechora. Por ella fue, primero, duquesa de Sajonia; después, reina de Germania y madre del restaurador del Imperio de Occidente. Lo que Santa Elena al lado de su hijo Constantino el Grande, eso fue Santa Matilde cerca de su hijo Otón el Grande.
Pero la belleza fue en ella lo de menos. A través de aquellos encantos, que al principio deslumbraron sus ojos, vio Enrique en su alma el tesoro de la virtud más abnegada y de la más alta prudencia. Cuando fue nombrado rey por los príncipes alemanes, ella fue su mejor guía y consejero. En sus victorias, ella ponía el contrapeso de su dulzura y moderación, y en sus pesares, las sonrisas de ella le daban alientos para seguir luchando por la fe y por la justicia. Pocas veces hubo en la tierra dos corazones tan unidos. «Los dos—dice el hagiógrafo—fueron afortunados y merecieron las alabanzas de los pueblos. En ambos reinaba el mismo amor a Cristo, una misma unión para el bien, una voluntad igual para la virtud, la misma compasión para los subditos, y el mismo afecto entrañable hacia los desgraciados.» Cuando el rey murió, se fue sereno a la otra vida, confortado por la caricia alentadora de su esposa. En la última hora le decía: «¡Oh fidelísima y amadísima, gracias le doy a Cristo porque te deja todavía en la tierra; gracias te doy a ti, porque nadie encontró una mujer más firme! Tú mitigaste mis iras; me diste un buen consejo siempre que lo necesitaba; me apartaste muchas veces de la iniquidad, y me enseñaste a hacer misericordia con los oprimidos.»
El Imperio tuvo en su cuna el hálito santo de esta mujer fuerte. Matilde formó el corazón de Otón, el hombre de la Providencia, y puso en él semillas de fe, de fortaleza, de piedad y de amor a la Iglesia de Crislo. Un instante, el hijo desconfió de la madre. Creíala detentadora de los tesoros reales, porque no acertaba a comprender de dónde sacaba las limosnas que daba a los pobres. Pero en cierta ocasión vio a una mujer que besaba, con lágrimas en los ojos, la senda por donde él acababa de pasar. Preguntó, y le dijeron que era su madre. Era su madre, que, alejada del lado del hijo, consolaba su amor materno besando las huellas del hijo. Y Matilde volvió a ser en el palacio lo que había sido siempre.
Otón fue digno hijo de tal madre. Hizo justicia con sus vasallos, venció a sus enemigos, amparó a la Iglesia, protegió a los sabios y sujetó nuevos pueblos a la civilización del Evangelio. Un día, el Papa lo llamó a Roma, puso en sus sienes la corona de Carlomagno y lo nombró emperador de Occidente. Entre tanto, Matilde, cumplida su misión, vestía el hábito de San Benito, y con un breviario bellamente iluminado sobre sus rodillas, cantaba los salmos de David, lo mismo que en sus años juveniles.
Uno de éstos era el de Enrique, duque de Sajonia, hombre apasionado de la caza y afortunado en la guerra. Ambicioso, sonaba con crear un reino; hermoso y joven, buscaba una princesa digna de él. Y sucedió que un caballero de su corte entró a rezar en la iglesia de una abadía. Entre las monjas que allí cantaban, vio una doncella cuya hermosura le sorprendió vivamente. Aquella noche contó al duque su aventura, afirmando que en todo el mundo no había tan bella mujer. Enrique recogió ávidamente sus palabras, y al día siguiente recorría, montado en su potro bávaro, el camino de Heriford. Entró en la iglesia sencillamente vestido, para no despertar sospechas, y quedó arrobado al reconocer la joven que le había pintado el cortesano. Estaba arrodillada, vestida con mucha modestia, con el salterio en la mano y enteramente absorta en la oración. «Brillaba—dice el cronista—con el fulgor nevado de las azucenas, y al mismo tiempo tenía el color encendido de las rosas.»
Vuelto al lugar en que le aguardaban sus vasallos, Enrique se vistió las sedas y joyas del príncipe, ciñó la espada, montó a caballo, y algo después entraba en la cámara abacial de Heriford. La abadesa era una anciana venerable y de aristocrática distinción. No fue pequeña su sorpresa cuando el mancebo le interrogó acerca de aquella joven que en el coro de las monjas rezaba y cantaba como una monja. Enrique quería que le hablasen de su virtud, de su linaje, de su nobleza, de su hermosura y de todas sus cualidades. La abadesa vino a decir, en resumen, que se llamaba Matilde, que era su nieta, descendiente del héroe de la lucha germánica contra Carlomagno, Widukindo, y que su padre, el conde Teodorico, la había colocado desde los primeros años en aquella abadía para que se formase en el temor de Dios y en todos los conocimientos propios de una doncella de la buena sociedad.
Los hombres hacen muchas veces mal uso de la belleza; pero, a pesar de eso, Dios la ama, y con frecuencia se ha servido de ella para sus altos designios. Por la belleza de una princesa bretona, Santa Elena, ondeó la cruz en el lábaro de Constantino; por la belleza de Santa Clotilde se convirtieron los francos a la fe; es un poder irresistible el de la virtud realzado por la belleza. También la belleza de Matilde debía tener una influencia bienhechora. Por ella fue, primero, duquesa de Sajonia; después, reina de Germania y madre del restaurador del Imperio de Occidente. Lo que Santa Elena al lado de su hijo Constantino el Grande, eso fue Santa Matilde cerca de su hijo Otón el Grande.
Pero la belleza fue en ella lo de menos. A través de aquellos encantos, que al principio deslumbraron sus ojos, vio Enrique en su alma el tesoro de la virtud más abnegada y de la más alta prudencia. Cuando fue nombrado rey por los príncipes alemanes, ella fue su mejor guía y consejero. En sus victorias, ella ponía el contrapeso de su dulzura y moderación, y en sus pesares, las sonrisas de ella le daban alientos para seguir luchando por la fe y por la justicia. Pocas veces hubo en la tierra dos corazones tan unidos. «Los dos—dice el hagiógrafo—fueron afortunados y merecieron las alabanzas de los pueblos. En ambos reinaba el mismo amor a Cristo, una misma unión para el bien, una voluntad igual para la virtud, la misma compasión para los subditos, y el mismo afecto entrañable hacia los desgraciados.» Cuando el rey murió, se fue sereno a la otra vida, confortado por la caricia alentadora de su esposa. En la última hora le decía: «¡Oh fidelísima y amadísima, gracias le doy a Cristo porque te deja todavía en la tierra; gracias te doy a ti, porque nadie encontró una mujer más firme! Tú mitigaste mis iras; me diste un buen consejo siempre que lo necesitaba; me apartaste muchas veces de la iniquidad, y me enseñaste a hacer misericordia con los oprimidos.»
El Imperio tuvo en su cuna el hálito santo de esta mujer fuerte. Matilde formó el corazón de Otón, el hombre de la Providencia, y puso en él semillas de fe, de fortaleza, de piedad y de amor a la Iglesia de Crislo. Un instante, el hijo desconfió de la madre. Creíala detentadora de los tesoros reales, porque no acertaba a comprender de dónde sacaba las limosnas que daba a los pobres. Pero en cierta ocasión vio a una mujer que besaba, con lágrimas en los ojos, la senda por donde él acababa de pasar. Preguntó, y le dijeron que era su madre. Era su madre, que, alejada del lado del hijo, consolaba su amor materno besando las huellas del hijo. Y Matilde volvió a ser en el palacio lo que había sido siempre.
Otón fue digno hijo de tal madre. Hizo justicia con sus vasallos, venció a sus enemigos, amparó a la Iglesia, protegió a los sabios y sujetó nuevos pueblos a la civilización del Evangelio. Un día, el Papa lo llamó a Roma, puso en sus sienes la corona de Carlomagno y lo nombró emperador de Occidente. Entre tanto, Matilde, cumplida su misión, vestía el hábito de San Benito, y con un breviario bellamente iluminado sobre sus rodillas, cantaba los salmos de David, lo mismo que en sus años juveniles.
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