martes, 13 de marzo de 2018

San Nicéforo

PATRIARCA DE CONSTANTINOPLA († 829)

No eran muy halagüeños para la Iglesia de Oriente los tiempos en que vino al mundo en Constantinopla, hacia el año 750, el pequeño Nicéforo. Su padre, Teodoro, era secretario del emperador Constantino Coprónimo, hombre caprichoso y sectario, que, siguiendo la política iniciada por su padre, León III el Isáurico, iba llevando hasta sus últimas consecuencias de crueldad y de tiranía la lucha iconoclasta contra la ortodoxia católica. La oposición a las imágenes, nacida en un ambiente de cesaropapismo oriental y en la manía dogmatizante de sus emperadores, llevaba en su misma raíz otras influencias no menos peligrosas. No se trataba ya de la lucha más o menos descarada contra una representación de la divinidad o de los santos, sino que llevaba consigo, más bien, uno de los grandes acontecimientos de la historia universal, cuyas consecuencias fueron incalculables.

A más de perturbar por una larga serie de años los asuntos religiosos y sociales del Imperio, daba lugar a una oposición cada vez más abierta contra las directrices que podían llegar de Roma, que ciertamente poco había de esperar de unos emperadores que se constituían a la vez en herejes y perseguidores, interviniendo en todos los asuntos internos de la Iglesia, y que iban metiendo insensiblemente en el pueblo y en las altas jerarquías la idea de la separación definitiva y del cisma. Eran necesarios hombres de grande fe, de fortaleza y de prudente serenidad para detener, siquiera fuera por momentos, el terrible mal que se avecinaba. Uno de ellos iba a ser nuestro santo, Nicéforo de Constantinopla.

El padre de Nicéforo, siendo éste todavía niño, es despojado de su cargo y viene a morir en el destierro, por no doblegarse ante las órdenes imperativas del Coprónimo. Educado en este heroísmo de fe, bajo la tutela de su madre Eudoxia, y con los mejores maestros de la ciudad. va recibiendo el joven Nicéforo una formación sobresaliente en lo religioso y en lo intelectual.

Con los años, nuestro Santo es conocido por todos como hombre bueno y prudente, amigo de hacer el bien, y acérrimo defensor de la ortodoxia. En el período de paz que se inicia con la emperatriz Irene y su hijo Constantino VI por el año 780, es llamado a la corte, concediéndosele con todos los honores el mismo cargo de secretario imperial que había desempeñado su padre. Desde este momento, Nicéforo va a poner toda su influencia en desarraigar del Imperio los antiguos resabios de la herejía.

Como legado del emperador asiste al segundo concilio de Nicea, VII de los ecuménicos (a. 787), donde brilla, era lego todavía, por su sólida formación literaria, el conocimiento profundo de las cuestiones eclesiásticas, y por su gran elocuencia. A pesar de esto, hay en nuestro Santo unas tendencias más señaladas, que le llevan al retiro y a la oración del claustro, donde parece encontrar el medio más adecuado para una labor de apostolado. Con este fin se retira a las orillas del Bósforo, en la costa asiática, donde construye por su cuenta un monasterio para entregarse al estudio, a la austeridad y a la oración, sin que por ello reciba el hábito de religioso. El emperador, por su parte, cuidando de aprovechar sus buenas cualidades, le llama de nuevo a la corte, pero Nicéforo seguirá su vida de monje aun en medio de todo el boato imperial.

Modelo de virtud, se dedica a hacer la caridad entre los necesitados. Por designación del príncipe se hace cargo del hospital general de Bizancio y por su cuenta recorre las casas de los pobres, deja en ellos su dinero y su hacienda, llenando a todos de la suavidad de su trato y de su abnegada solicitud.

A nadie pues podía extrañar, fuera de algunos monjes que no veían con buenos ojos la elevación de un lego directamente al pontificado, el que Nicéforo, a la muerte del patriarca Tarasio, fuera designado por el pueblo y por el emperador para sucederle. De este modo, el 12 de abril del año 806, habiendo vestido antes el hábito de monje, y recibidas las órdenes anteriores, el humilde funcionario de la curia imperial se sentaba en el trono patriarcal de Santa Sofía. Bien sabía Nicéforo a lo que le destinaría su dignidad y, como previéndolo, durante su consagración tuvo aferrado entre las manos un memorial, que él mismo había compuesto en defensa del culto a las imágenes, y renovando el juramento de defenderlo en el acto de la posesión, fue a depositarlo detrás del altar mayor como testimonio público de las intenciones que llevaba en el momento de recibir su alto y difícil cometido.

La subida al pontificado de San Nicéforo no había agradado del todo a las diversas tendencias religiosas que por entonces pululaban en la capital del Imperio de Oriente. Muchos entreveían una nueva intromisión del emperador en los asuntos reservados de la Iglesia; y otros aun de buena fe, como el famoso San Teodoro Studita, temían cierto servilismo de parte del patriarca a todas las iniciativas de la corte. El nuevo elegido logra, a fuerza de mansedumbre y de paciencia, inspirar confianza a todos aun teniendo que renunciar, como a veces hiciera, a ciertas prerrogativas de su dignidad en la noble intención de no suscitar divergencias, dada la situación delicada en que se encontraban todavía las relaciones entre la Iglesia y el Estado. El mismo da cuenta de su modo de actuar en una carta, que envía al papa León III, donde admite humildemente que, si es cierto que hubo de ceder en algunas cuestiones transitorias ante el emperador, no lo hizo sino llevado del bien de la paz y aun de la misma libertad de la Iglesia.

Con todo, esta paz deseada no iba a ser, por desgracia, duradera. Y es ahora, cuando ya entran en juego no solamente los principios vitales de la fe, sino los derechos inviolables de la misma Iglesia, cuando Nicéforo será el primero que se inmolará a la cabeza de su pueblo por defender la verdad ante la insolencia y sectarismo de sus perseguidores. Mientras llega el momento, él trabaja como buen pastor de su grey en la mudanza y total reforma de las costumbres y sus preceptos dados desde el púlpito recibirán doble fuerza por la conducta y fiel ejemplo de su vida.

Durante este tiempo empieza San Nicéforo el copioso apostolado de su pluma, que le colocará entre uno de los más prestigiosos escritores de la Iglesia de Oriente. Sus obras, y más aún las que escribe en el destierro, dan noticia de su espíritu elevado, un conocimiento profundo de las Sagradas Escrituras y de la literatura patrística, de su amplitud de doctrina, unido todo ello a una dialéctica sutil y a una fina observación.

El 10 de julio del año, 813 el patriarca Nicéforo coronaba emperador a un buen soldado, gobernador de la provincia de Natolia, León V el Armeno, que hubiera sido un excelente monarca, de no haberse dado a resolver cuestiones de teología en nada aptas a su cargo y condición. Tal vez por seguir el ejemplo de los Copránimos o por creer que con ello iba a robustecer más su poderío, de hecho, ya desde el principio de su reinado, empieza a declararse contra lo que él llamaba "la herejía de las imágenes", rechazando todo lo decretado en el concilio anterior de Nicea. Con su conducta consigue adeptos entre algunos obispos y hombres de influencia, como el gramático Juan Hylilas. Pero el emperador busca, sobre todo, ganarse la voluntad del patriarca. Pronto se da cuenta, sin embargo, de la ineficacia de sus recursos y la situación se va agravando con ello más y más cada día.

Ya no se hace solamente cuestión del culto de las imágenes, sino de la intervención o no intervención de la autoridad civil en materia religiosa. El emperador trata con ruegos y concesiones de atraer al pontífice, pero éste permanece inflexible, llegando a decirle en una ocasión: "Nosotros no podemos mudar las antiguas tradiciones: respetamos las imágenes santas, como lo hacemos con la cruz y con los libros del Evangelio". (Notemos que los iconoclastas adoraban la Cruz y los Evangelios, pero no las imágenes del Señor y de los santos). El emperador no se aviene y a veces hasta usa de estratagemas para ir debilitando la decisión del Santo. Una noche anima secretamente a unos soldados de su guardia para que con todo descaro se mofen de una imagen de Cristo que estaba en la gran cruz colocada sobre las puertas de la ciudad. De ello toma ocasión para mandar que se quitaran las imágenes de todas las cruces, con el pretexto de evitar nuevas profanaciones. El patriarca ve ya lo que se avecina y con sus obispos y abades se entrega al silencio de la oración y de la penitencia.

No tarda mucho en reunir el emperador en su palacio a todos los obispos, ortodoxos y herejes, para que discutan en su presencia las diversas cuestiones. Los primeros, con Nicéforo a la cabeza, le piden con toda humildad que deje libre el gobierno de la Iglesia a sus pastores; pero León V, enfurecido, les arroja de su presencia, rodeándose de sus adictos, a quienes constituye en jefes de la Iglesia oriental. Pronto se reúnen éstos en conciliábulo y citan al patriarca para que dé razón ante ellos de sus hechos. Nicéforo se presenta, y movido de santa indignación les increpa: "¿Quién os ha dado esta autoridad? ¿Ha sido el Papa o alguno de los patriarcas? Os excomulgo, ya que en mi diócesis no tenéis jurisdicción y la habéis usurpado". Los obispos le quieren deponer, pero esperan a que se decida el emperador.

La ocasión llega pronto, con motivo de las fiestas de Navidad del año 814. León V, siguiendo la costumbre tradicional, se presenta en este día al lado del patriarca en la basílica de Santa Sofía para venerar los sagrados iconos, pero, instigado por los suyos, se niega a hacer lo mismo en la de la Epifanía. A seguida, y ya sin miramientos, empieza una tremenda persecución contra todos los adictos a la ortodoxia católica. Pronto el patriarca se ve abandonado por la mayoría de los obispos. Estos quieren hacerle comparecer de nuevo ante ellos y, como se negara, prohiben que se hiciera conmemoración de su nombre en los oficios divinos, instando a la vez al emperador para que, deponiéndole, le condenara definitivamente al destierro.

No mirando a que el venerable anciano estaba retenido en el lecho por una enfermedad, deciden su deposición al principio de la Cuaresma. Llevándole en unas angarillas en la noche del 13 de marzo del 815, le arrojan en una barca, que le había de conducir a la orilla asiática del Bósforo, a Scútari, para ser internado en el monasterio de San Teodoro, que él mismo había construido a poca distancia de la ciudad. Desamparado de todos, ultrajado, manda en seguida su abdicación a los de Constantinopla, y se dispone a pasar sus últimos días en la soledad y el recogimiento, que tanto añorara en la juventud. En su destierro Nicéforo sufre y ora, se consuela con los libros santos y escribe a su vez, siempre con el propósito de desarraigar de su pueblo la herejía y el error.

Con el advenimiento al trono de Miguel el Tartamudo (a. 820) los ortodoxos quieren reivindicar de nuevo a su patriarca. Pero el nuevo emperador es también hereje y pretende ganarse al santo varón, haciendo que rechace de plano la doctrina que la Iglesia y los concilios habían sostenido sobre las imágenes. San Nicéforo prefiere seguir padeciendo por la verdad y de este modo, lleno de fatigas y de trabajos, en su pobre celda del destierro y a los setenta años de edad, muere gloriosamente el 2 de junio del año 829. Cuando más tarde, en la paz que dan a la Iglesia de Oriente San Metodio y la emperatriz Teodora, vuelve a sonar con gloria el nombre de Nicéforo, sus reliquias son trasladadas con todo esplendor a la basílica de los Santos Apóstoles de Bizancio, el día 13 de marzo del año 847. De nuevo se iba a encontrar el pastor entre su pueblo; martirizado, pero con la luz de la gloria, y también con la humildad y mansedumbre en que siempre había vivido.

La Iglesia griega da a nuestro Santo el título de confesor de la fe y celebra su fiesta el 2 de junio, aniversario de su muerte. La Iglesia latina lo hace el 13 de marzo, aniversario a su vez de la traslación de sus reliquias.

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