El emperador Diocleciano comenzó su reinado con los mejores auspicios. Dotado de singulares dotes de gobierno, había de ser uno de los grandes soberanos del Bajo Imperio romano.
Un cuarto de siglo llevaban los cristianos gozando de relativa paz, y el recuerdo de las pasadas persecuciones se hacía cada vez más lejano. Dividido el territorio imperial en dos mitades administrativas, Diocleciano, que se asoció como cesar a Galerio, se reservó el Oriente, mientras en la parte occidental ejercía el supremo mando Maximiano, con la colaboración de Constancio Cloro.
Sin que hoy se puedan precisar con exactitud las causas, Diocleciano, benévolo con los cristianos durante un decenio, cambió radicalmente de conducta influido por su cesar Galerio, verdadero responsable de la enorme matanza que se siguió. En Oriente la sangre se derramó sin medida, y los tormentos de los mártires revistieron inaudita crueldad y satánicos refinamientos.
También en Occidente abundaron los martirios durante los primeros años del siglo IV. El poeta Prudencio, con estro pindárico, pudo escribir años después su libro De las coronas, el Peristephanon, con los relatos martiriales de quienes en aquella persecución pagaron con la vida su inquebrantable adhesión a Cristo.
Víctima de ella fue también la doncella toledana Leocadia. La blancura, representada por su nombre, de origen griego, coincidía con su corta edad de adolescente, casi de niña. Un templo parroquial de Toledo a ella dedicado, y en cuya demarcación se escriben estas páginas, se eleva sobre el lugar que se cree su casa paterna, mostrándose un subterráneo considerado como lugar de oración de la santa niña.
Los calendarios mozárabes atestiguan desde muy antigno el culto de esta mártir, cuya prisión y muerte fue narrada en un relato compuesto en el siglo VII.
Según en él se nos dice, procedente de las Galias, penetró en España el gobernador imperial Daciano, llegado para cortar a sangre y fuego todo brote cristiano que pudiera haber nacido en un territorio saturado de paganismo.
Como lobo hambriento de sangre y cadáveres inició un recorrido que habia de extenderse desde Gerona hasta Mérida. Letanía de mártires para el cielo y de simiente cristiana en la tierra fue su itinerario por Gerona, Barcelona, Zaragoza, Alcalá, Toledo, Avila y Mérida. El autor del relato escribe: "La tierra, empapada en sangre, gritaría, si la lengua callase, la magnitud de los escarnios, azotes, tormentos y derramamiento de sangre por él perpetrados. Testimonio cruento de su paso feroz fueron los mártires Félix, Cucufate, Eulalia, los Innumerables de Zaragoza, los santos hermanos Justo y Pastor, los también hermanos Vicente, Sabina y Cristeta y la emeritense virgen Eulalia."
Desde Alcalá Daciano se trasladó a Toledo. La noticia de su llegada hubo de poner estremecimientos de pánico en la reducida comunidad cristiana existente en la ciudad. Muy poco tardó en citar a su tribunal a la cándida joven Leocadia sometiéndola a un interrogatorio, sostenido de la siguiente forma:
—Pero cómo ha sido posible que tú, nacida de tan noble familia, te hayas dejado obsesionar por un engaño tan burdo y sin sentido, y que, abandonando las prácticas del culto de nuestros dioses, te hayas adherido a ese Cristo desconocido?
Con inesperada entereza contestóle Leocadia:
—Tus recriminaciones no me apartarán de mi fe en Cristo, como tampoco la melosidad de tus palabras ni el apego a las comodidades de mi familia, con que intentas persuadirme, me van a arrancar de la servidumbre y promesa hecha a mi Señor Jesucristo, que, al redimirnos con su preciosa sangre, nos concedió la máxima libertad.
Enrojecido por la ira, mandó Daciano a sus sayones que con fuertes amarras atasen a la intrépida doncella y la encerrasen en una obscura cárcel, mientras él se tomaba tiempo para excogitar las penas y tormentos a que había de someterla para quebrantar su férrea voluntad.
En la parte baja del lado oriental del famoso Alcázar toledano, que, asomado al Tajo, hubo de ser desde los tiempos celtibéricos hasta nuestros días fortaleza casi inexpugnable, existe hoy un recinto ruinoso, desmantelado y cerrado con una verja de hierro. Desde el siglo XIII, renovado por Alfonso X, se sitúa en este lugar el emplazamiento de la mazmorra de Santa Leocadia. Un autor del siglo pasado atestigua: 'Todavía existía, y nosotros hemos tocado, una señal de cruz cavada en la piedra por la costumbre continua que la mártir tenía de imprimir con sus dedos este signo de nuestra redención". Sobre la cruz incisa en el muro, una inscripción recordaba que allí, cargada de cadenas, había sido encarcelada la Santa y que con sus manos había excavado la santa cruz.
Aherrojada en lóbrega mazmorra quedaba la cristiana doncella, mientras Daciano reemprende su viaje persecutorio, fijando sus sangrientas estancias en Evora, Avila y Mérida. Las vidas de los mártires Vicente, Sabina, Cristeta y Eulalia enjoyan como rubies la corona del Rey de la gloria.
Los tormentos y la crueldad desplegada con ellos, sobre todo con la virgen emeritense Eulalia, pronto fueron conocidos con espanto, y la noticia de ellos llegó hasta Toledo y penetró a través de los barrotes de la cárcel donde Leocadia se encontraba.
Fuera de santa envidia o fruto de sus oraciones, o a causa del acabamiento por el inhumano trato a que estaba sometida, en la misma cárcel, arrodillada, entregó su alma a Dios esta incruenta mártir toledana, a quien los textos litúrgicos hispanos califican de confesora y mártir. Su fallecimiento tuvo lugar el 9 de diciembre del 303 o del 304.
Enterrada en el cementerio local, en el pomerio occidental de la ciudad, junto al Tajo, en la vega, muy pronto surgió en torno a su tumba un culto martirial, incrementado años después al ser reconocida por Constantino la religión cristiana. Posiblemente en el mismo siglo IV se erigió sobre el sepulcro una basílica romana, que fue notablemente mejorada en el 618 por el rey Sisebuto, siendo consagrada el 29 de octubre. Durante el siglo Vll el culto a la Santa vive su época de esplendor. Los grandes arzobispos de Toledo buscan la cercanía intercesora de los restos de Leocadia para fijar en la basílica su sepultura. Eladio, Eugenio, Ildefonso y Julián fueron en ella enterrados y allí también se celebraron tres de los renombrados concilios toledanos.
El recuerdo de Santa Leocadia está íntimamente relacionado con San Ildefonso, pues ambos bienaventurados fueron los protagonistas de un singular portento ocurrido en el interior del famoso templo.
Con inusitado esplendor se preparaba aquel año la festividad de la Santa, día 9 de diciembre. Clero, nobleza y pueblo se agolpan en el recinto de la basílica.
El poeta Valdivielso reconstruye la escena con abundancia de anacronismos:
El Cabildo con capas de oro y plata, perlas sembradas por la plata y oro, de cuya majestad decir no puedo más de que es Cabildo de Toledo.
Los sufragáneos del Arzobispado con pontificio ornato acompañaban al varón justo, al singular prelado, a quien con todo corazón amaban...
Sale ostentando toda su potencia el rey de la española monarquía, mayor haciendo con su real presencia el alborozo del solemne día...
Hace Toledo ostentación gallarda de consulares ropas adornados los padres de la Patria, en que se veían que la sangre y las letras competían...
Ha tomado el rey asiento en su trono. Ildefonso se arrodilla a los pies del sepulcro de la Santa, totalmente recubierto por una losa enteriza. Entonaban los cantores estrofas e himnos de composición Ildefonsiana. Súbitamente, por obra de manos invisibles, remuévese la piedra y aparece Leocadia, recortándose su casta silueta sobre el fondo prestado por su manto extendido. Obispos, clero, nobles y pueblo claman glorificando a Dios. A las voces de todos une la suya la virgen mártir para alabar a Ildefonso por los servicios prestados a la Madre de Dios.
Entretanto, el arzobispo, ajeno al panegirico que tan portentosamente se tejía en su honor, asióse del manto de Leocadia y echando mano al estilete que colgaba de la cintura de Recesvinto, cortó un trozo de aquella vestidura, que pasa en seguida a enriquecer, como una reliquia más, el sagrado tesoro de Toledo.
Hasta mediados del siglo VIIl descansaron los huesos de la Santa en la basílica toledana. Mas por estas fechas, al producirse la persecución de Abderramán I contra los cristianos y sus reliquias, los atemorizados mozárabes huyeron de la ciudad, llevando consigo como sagrado depósito las reliquias de Santa Leocadia y de los otros santos toledanos.
Trasladados a Oviedo los de la Santa, Alfonso el Casto erigió una basílica en su honor para que allí recibiera el culto de que se había visto privada en Toledo.
En Oviedo permanecieron los restos de Santa Leocadia probablemente hasta finales del siglo Xl, en que, según tradición, un conde de Hainaut, llegado a España como romero de Santiago, colaboró con Alfonso VI en la obra de la Reconquista, y de él obtuvo como inapreciable regalo los cuerpos de Santa Leocadia y San Sulpicio, que guardaba la iglesia ovetense.
Ciertamente se sabe que en el siglo Xll se encontraba el cuerpo de la Santa toledana en la abadía benedictina de Saint-Ghislain, sita al oeste de la actual Bélgica.
Con culto creciente cada día en toda la comarca, allí fue visitada por los archiduques Felipe el Hermoso y Juana la Loca, quienes obtuvieron para la catedral de Toledo una tibia de la Santa, venerada hoy en el mástil de un precicso relicario gótico que simula una nave y que posee la citada catedral.
Las guerras de religión e independencia de los Países Bajos tuvieron también sus tristes consecuencias en la abadia de Saint-Ghislain, invadida en alguna ocasión por los herejes, quienes, deslumbrados por el fulgor de las chapas de bronce que cubrían la arqueta de las reliquias de la Santa, y pensando que serían de oro, las arracaron de ella, dejando al descubierto la caja de madera en que se guardaban.
Conocida es la preocupación de Felipe II por reunir en España el mayor número posible de reliquias santas. Las de Santa Leocadia eran muy notables y su recuerdo perduraba en la iglesia de Toledo con la esperanza de que a ella pudieran regresar aquellos restos, que eran la mejor gloria cristiana de la ciudad. El duque de Alba, toledano y gobernador de los Paises Bajos, hizo algunos intentos para conseguirlo, mas sus poderosas instancias resultaron fallidas ante la negativa de la comunidad, que de forma alguna quería desprenderse de tan rico tesoro.
Más hábil y afortunado fue el jesuita padre Miguel Hernández, también nacido en la provincia toledana, quien, ejerciendo sus ministerios apostólicos en los Países Bajos, comenzó en 1583 a madurar la audaz empresa de conseguir para su restitución a Toledo el cuerpo de Santa Leocadia.
La tarea no fue fácil. Hubo que convencer a los monjes de la justicia de la petición y demostrarles que el amor y reverencia que sentían por aquellos restos se patentizaria más permitiendo que se trasladaran a lugar seguro que no dejándolos en aquel monasterio, rodeado de herejes en lucha, quienes, como ya había ocurrido, podrían adueñarse de él y reducir a cenizas los huesos que por permisión divina se habían visto protegidos contra tantos perseguidores.
Inesperadamente los monjes accedieron a la solicitud, no sin antes exigir documentos de Felipe II y del Romano Pontífice Gregorio XIII. En presencia de los prelados de Cambray y Tournay el abad hizo entrega de los preciosos restos al padre Hernández y dió comienzo una larga peregrinación, que había de prolongarse durante cuatro años.
Dos dificultades se oponían al feliz éxito de la empresa. Era la primera la temida oposición de los flamencos, que no veían con agrado el verse privados de aquel santo cuerpo, que durante tantos años había sido objeto de su piadosa veneración. La otra, sin duda más grave, se debía al estado belicoso en que los Países Bajos se encontraban contra el dominio español y el catolicismo.
El itinerario más corto para llevar los restos a Toledo era el que atravesaba Francia, pero era el menos seguro y a la sazón debía de desecharse por ser sumamente expuesto a toda clase de riesgos. Eligióse, por tanto, el que a través de Alemania e Italia conduciría hasta un puerto seguro del Mediterráneo, donde con plenas garantías las reliquias pudieran ser embarcadas para su traslado a España.
Extremando cautelas, orillando los peligros, desorientando a los posibles raptores, el padre Hernández llegaba a Roma con su inestimable depósito el 13 de febrero de 1586. El 1 de agosto partía de Génova por mar, llegando a Barcelona el 12. Sin embargo, el desembarco del cuerpo de Santa Leocadia tuvo lugar en Valencia.
Desde Cuenca el traslado hasta Toledo fue apoteósico. El monarca, el cardenal don Gaspar de Quiroga y el Cabildo toledano no regatearon ni previsiones ni gastos. Como Felipe II quería asistir con su real familia a la entrega oficial del glorioso cuerpo, tan difícilmente logrado, a la catedral de Toledo, hubo de demorarse la fecha de tan solemne acto hasta finales de abril de 1587.
En la relación de actos que en la ciudad se tuvieron en tan memorable día los cronistas se hacen lenguas. El Cabildo y el Ayuntamiento competían en la erección de arcos y tribunas. El recibimiento tributado a la santa mártir por sus paisanos y por la muchedumbre de personas llegadas de todas partes, rebasaba todo cuanto pudiera decirse.
Luego de haberse depositado la arqueta con las santas reliquias en un templete erigido junto a la basílica de Santa Leocadia, en la Vega, el domingo 26 de abril se verificó la solemne traslación. Al llegar ante la fachada principal del templo primado, Felipe II puso sobre sus hombros uno de los brazos de la litera en que el santo cuerpo era transportado, mientras el heredero, don Felipe, sostenía un cordón a ella cogido. Detras iba, ennobleciendo el lucido cortejo, Ia hermana del monarca, doña María de Austría, y la hija, Isabel Clara Eugenia, que con sus veinte años demostraba cómo había sido eficaz para su nacimiento otro traslado glorioso, el de San Eugenio, verificado con la misma suntuosidad el año 1565.
En la catedral el monarca hizo la entrega oficial del cuerpo al arzobispo, y con él se incrementó notablemente el relicario de la Iglesia toledana.
Desde 1593 las veneradas reliquias reposan en una riquisima arca de plata, blanca y dorada, diseñada por Nicolás Vergara y confeccionada por el platero Merino. Custodiada durante el año en la grandiosa lipsacoteca denominada El Ochavo, juntamente con las demás reliquias que la catedral atesora, el 9 de diciembre es puesta sobre una carroza, revestida de terciopelo carmesí y adornada con ramos de laurel, y es procesionalmente paseada por todo el ámbito de la catedral, mientras la schola catedralicia, acompañada por los capitulares y prebendados, canta el himno procesional de la Santa.
En los ocho días siguientes el arca de las reliquias permanece expuesta en el altar de la capilla del Sagrario para que ante ella desfilen los toledanos y soliciten su valiosa intercesión, pues no sin motivo Santa Leocadia es la Patrona principal de la ciudad.
Un cuarto de siglo llevaban los cristianos gozando de relativa paz, y el recuerdo de las pasadas persecuciones se hacía cada vez más lejano. Dividido el territorio imperial en dos mitades administrativas, Diocleciano, que se asoció como cesar a Galerio, se reservó el Oriente, mientras en la parte occidental ejercía el supremo mando Maximiano, con la colaboración de Constancio Cloro.
Sin que hoy se puedan precisar con exactitud las causas, Diocleciano, benévolo con los cristianos durante un decenio, cambió radicalmente de conducta influido por su cesar Galerio, verdadero responsable de la enorme matanza que se siguió. En Oriente la sangre se derramó sin medida, y los tormentos de los mártires revistieron inaudita crueldad y satánicos refinamientos.
También en Occidente abundaron los martirios durante los primeros años del siglo IV. El poeta Prudencio, con estro pindárico, pudo escribir años después su libro De las coronas, el Peristephanon, con los relatos martiriales de quienes en aquella persecución pagaron con la vida su inquebrantable adhesión a Cristo.
Víctima de ella fue también la doncella toledana Leocadia. La blancura, representada por su nombre, de origen griego, coincidía con su corta edad de adolescente, casi de niña. Un templo parroquial de Toledo a ella dedicado, y en cuya demarcación se escriben estas páginas, se eleva sobre el lugar que se cree su casa paterna, mostrándose un subterráneo considerado como lugar de oración de la santa niña.
Los calendarios mozárabes atestiguan desde muy antigno el culto de esta mártir, cuya prisión y muerte fue narrada en un relato compuesto en el siglo VII.
Según en él se nos dice, procedente de las Galias, penetró en España el gobernador imperial Daciano, llegado para cortar a sangre y fuego todo brote cristiano que pudiera haber nacido en un territorio saturado de paganismo.
Como lobo hambriento de sangre y cadáveres inició un recorrido que habia de extenderse desde Gerona hasta Mérida. Letanía de mártires para el cielo y de simiente cristiana en la tierra fue su itinerario por Gerona, Barcelona, Zaragoza, Alcalá, Toledo, Avila y Mérida. El autor del relato escribe: "La tierra, empapada en sangre, gritaría, si la lengua callase, la magnitud de los escarnios, azotes, tormentos y derramamiento de sangre por él perpetrados. Testimonio cruento de su paso feroz fueron los mártires Félix, Cucufate, Eulalia, los Innumerables de Zaragoza, los santos hermanos Justo y Pastor, los también hermanos Vicente, Sabina y Cristeta y la emeritense virgen Eulalia."
Desde Alcalá Daciano se trasladó a Toledo. La noticia de su llegada hubo de poner estremecimientos de pánico en la reducida comunidad cristiana existente en la ciudad. Muy poco tardó en citar a su tribunal a la cándida joven Leocadia sometiéndola a un interrogatorio, sostenido de la siguiente forma:
—Pero cómo ha sido posible que tú, nacida de tan noble familia, te hayas dejado obsesionar por un engaño tan burdo y sin sentido, y que, abandonando las prácticas del culto de nuestros dioses, te hayas adherido a ese Cristo desconocido?
Con inesperada entereza contestóle Leocadia:
—Tus recriminaciones no me apartarán de mi fe en Cristo, como tampoco la melosidad de tus palabras ni el apego a las comodidades de mi familia, con que intentas persuadirme, me van a arrancar de la servidumbre y promesa hecha a mi Señor Jesucristo, que, al redimirnos con su preciosa sangre, nos concedió la máxima libertad.
Enrojecido por la ira, mandó Daciano a sus sayones que con fuertes amarras atasen a la intrépida doncella y la encerrasen en una obscura cárcel, mientras él se tomaba tiempo para excogitar las penas y tormentos a que había de someterla para quebrantar su férrea voluntad.
En la parte baja del lado oriental del famoso Alcázar toledano, que, asomado al Tajo, hubo de ser desde los tiempos celtibéricos hasta nuestros días fortaleza casi inexpugnable, existe hoy un recinto ruinoso, desmantelado y cerrado con una verja de hierro. Desde el siglo XIII, renovado por Alfonso X, se sitúa en este lugar el emplazamiento de la mazmorra de Santa Leocadia. Un autor del siglo pasado atestigua: 'Todavía existía, y nosotros hemos tocado, una señal de cruz cavada en la piedra por la costumbre continua que la mártir tenía de imprimir con sus dedos este signo de nuestra redención". Sobre la cruz incisa en el muro, una inscripción recordaba que allí, cargada de cadenas, había sido encarcelada la Santa y que con sus manos había excavado la santa cruz.
Aherrojada en lóbrega mazmorra quedaba la cristiana doncella, mientras Daciano reemprende su viaje persecutorio, fijando sus sangrientas estancias en Evora, Avila y Mérida. Las vidas de los mártires Vicente, Sabina, Cristeta y Eulalia enjoyan como rubies la corona del Rey de la gloria.
Los tormentos y la crueldad desplegada con ellos, sobre todo con la virgen emeritense Eulalia, pronto fueron conocidos con espanto, y la noticia de ellos llegó hasta Toledo y penetró a través de los barrotes de la cárcel donde Leocadia se encontraba.
Fuera de santa envidia o fruto de sus oraciones, o a causa del acabamiento por el inhumano trato a que estaba sometida, en la misma cárcel, arrodillada, entregó su alma a Dios esta incruenta mártir toledana, a quien los textos litúrgicos hispanos califican de confesora y mártir. Su fallecimiento tuvo lugar el 9 de diciembre del 303 o del 304.
Enterrada en el cementerio local, en el pomerio occidental de la ciudad, junto al Tajo, en la vega, muy pronto surgió en torno a su tumba un culto martirial, incrementado años después al ser reconocida por Constantino la religión cristiana. Posiblemente en el mismo siglo IV se erigió sobre el sepulcro una basílica romana, que fue notablemente mejorada en el 618 por el rey Sisebuto, siendo consagrada el 29 de octubre. Durante el siglo Vll el culto a la Santa vive su época de esplendor. Los grandes arzobispos de Toledo buscan la cercanía intercesora de los restos de Leocadia para fijar en la basílica su sepultura. Eladio, Eugenio, Ildefonso y Julián fueron en ella enterrados y allí también se celebraron tres de los renombrados concilios toledanos.
El recuerdo de Santa Leocadia está íntimamente relacionado con San Ildefonso, pues ambos bienaventurados fueron los protagonistas de un singular portento ocurrido en el interior del famoso templo.
Con inusitado esplendor se preparaba aquel año la festividad de la Santa, día 9 de diciembre. Clero, nobleza y pueblo se agolpan en el recinto de la basílica.
El poeta Valdivielso reconstruye la escena con abundancia de anacronismos:
El Cabildo con capas de oro y plata, perlas sembradas por la plata y oro, de cuya majestad decir no puedo más de que es Cabildo de Toledo.
Los sufragáneos del Arzobispado con pontificio ornato acompañaban al varón justo, al singular prelado, a quien con todo corazón amaban...
Sale ostentando toda su potencia el rey de la española monarquía, mayor haciendo con su real presencia el alborozo del solemne día...
Hace Toledo ostentación gallarda de consulares ropas adornados los padres de la Patria, en que se veían que la sangre y las letras competían...
Ha tomado el rey asiento en su trono. Ildefonso se arrodilla a los pies del sepulcro de la Santa, totalmente recubierto por una losa enteriza. Entonaban los cantores estrofas e himnos de composición Ildefonsiana. Súbitamente, por obra de manos invisibles, remuévese la piedra y aparece Leocadia, recortándose su casta silueta sobre el fondo prestado por su manto extendido. Obispos, clero, nobles y pueblo claman glorificando a Dios. A las voces de todos une la suya la virgen mártir para alabar a Ildefonso por los servicios prestados a la Madre de Dios.
Entretanto, el arzobispo, ajeno al panegirico que tan portentosamente se tejía en su honor, asióse del manto de Leocadia y echando mano al estilete que colgaba de la cintura de Recesvinto, cortó un trozo de aquella vestidura, que pasa en seguida a enriquecer, como una reliquia más, el sagrado tesoro de Toledo.
Hasta mediados del siglo VIIl descansaron los huesos de la Santa en la basílica toledana. Mas por estas fechas, al producirse la persecución de Abderramán I contra los cristianos y sus reliquias, los atemorizados mozárabes huyeron de la ciudad, llevando consigo como sagrado depósito las reliquias de Santa Leocadia y de los otros santos toledanos.
Trasladados a Oviedo los de la Santa, Alfonso el Casto erigió una basílica en su honor para que allí recibiera el culto de que se había visto privada en Toledo.
En Oviedo permanecieron los restos de Santa Leocadia probablemente hasta finales del siglo Xl, en que, según tradición, un conde de Hainaut, llegado a España como romero de Santiago, colaboró con Alfonso VI en la obra de la Reconquista, y de él obtuvo como inapreciable regalo los cuerpos de Santa Leocadia y San Sulpicio, que guardaba la iglesia ovetense.
Ciertamente se sabe que en el siglo Xll se encontraba el cuerpo de la Santa toledana en la abadía benedictina de Saint-Ghislain, sita al oeste de la actual Bélgica.
Con culto creciente cada día en toda la comarca, allí fue visitada por los archiduques Felipe el Hermoso y Juana la Loca, quienes obtuvieron para la catedral de Toledo una tibia de la Santa, venerada hoy en el mástil de un precicso relicario gótico que simula una nave y que posee la citada catedral.
Las guerras de religión e independencia de los Países Bajos tuvieron también sus tristes consecuencias en la abadia de Saint-Ghislain, invadida en alguna ocasión por los herejes, quienes, deslumbrados por el fulgor de las chapas de bronce que cubrían la arqueta de las reliquias de la Santa, y pensando que serían de oro, las arracaron de ella, dejando al descubierto la caja de madera en que se guardaban.
Conocida es la preocupación de Felipe II por reunir en España el mayor número posible de reliquias santas. Las de Santa Leocadia eran muy notables y su recuerdo perduraba en la iglesia de Toledo con la esperanza de que a ella pudieran regresar aquellos restos, que eran la mejor gloria cristiana de la ciudad. El duque de Alba, toledano y gobernador de los Paises Bajos, hizo algunos intentos para conseguirlo, mas sus poderosas instancias resultaron fallidas ante la negativa de la comunidad, que de forma alguna quería desprenderse de tan rico tesoro.
Más hábil y afortunado fue el jesuita padre Miguel Hernández, también nacido en la provincia toledana, quien, ejerciendo sus ministerios apostólicos en los Países Bajos, comenzó en 1583 a madurar la audaz empresa de conseguir para su restitución a Toledo el cuerpo de Santa Leocadia.
La tarea no fue fácil. Hubo que convencer a los monjes de la justicia de la petición y demostrarles que el amor y reverencia que sentían por aquellos restos se patentizaria más permitiendo que se trasladaran a lugar seguro que no dejándolos en aquel monasterio, rodeado de herejes en lucha, quienes, como ya había ocurrido, podrían adueñarse de él y reducir a cenizas los huesos que por permisión divina se habían visto protegidos contra tantos perseguidores.
Inesperadamente los monjes accedieron a la solicitud, no sin antes exigir documentos de Felipe II y del Romano Pontífice Gregorio XIII. En presencia de los prelados de Cambray y Tournay el abad hizo entrega de los preciosos restos al padre Hernández y dió comienzo una larga peregrinación, que había de prolongarse durante cuatro años.
Dos dificultades se oponían al feliz éxito de la empresa. Era la primera la temida oposición de los flamencos, que no veían con agrado el verse privados de aquel santo cuerpo, que durante tantos años había sido objeto de su piadosa veneración. La otra, sin duda más grave, se debía al estado belicoso en que los Países Bajos se encontraban contra el dominio español y el catolicismo.
El itinerario más corto para llevar los restos a Toledo era el que atravesaba Francia, pero era el menos seguro y a la sazón debía de desecharse por ser sumamente expuesto a toda clase de riesgos. Eligióse, por tanto, el que a través de Alemania e Italia conduciría hasta un puerto seguro del Mediterráneo, donde con plenas garantías las reliquias pudieran ser embarcadas para su traslado a España.
Extremando cautelas, orillando los peligros, desorientando a los posibles raptores, el padre Hernández llegaba a Roma con su inestimable depósito el 13 de febrero de 1586. El 1 de agosto partía de Génova por mar, llegando a Barcelona el 12. Sin embargo, el desembarco del cuerpo de Santa Leocadia tuvo lugar en Valencia.
Desde Cuenca el traslado hasta Toledo fue apoteósico. El monarca, el cardenal don Gaspar de Quiroga y el Cabildo toledano no regatearon ni previsiones ni gastos. Como Felipe II quería asistir con su real familia a la entrega oficial del glorioso cuerpo, tan difícilmente logrado, a la catedral de Toledo, hubo de demorarse la fecha de tan solemne acto hasta finales de abril de 1587.
En la relación de actos que en la ciudad se tuvieron en tan memorable día los cronistas se hacen lenguas. El Cabildo y el Ayuntamiento competían en la erección de arcos y tribunas. El recibimiento tributado a la santa mártir por sus paisanos y por la muchedumbre de personas llegadas de todas partes, rebasaba todo cuanto pudiera decirse.
Luego de haberse depositado la arqueta con las santas reliquias en un templete erigido junto a la basílica de Santa Leocadia, en la Vega, el domingo 26 de abril se verificó la solemne traslación. Al llegar ante la fachada principal del templo primado, Felipe II puso sobre sus hombros uno de los brazos de la litera en que el santo cuerpo era transportado, mientras el heredero, don Felipe, sostenía un cordón a ella cogido. Detras iba, ennobleciendo el lucido cortejo, Ia hermana del monarca, doña María de Austría, y la hija, Isabel Clara Eugenia, que con sus veinte años demostraba cómo había sido eficaz para su nacimiento otro traslado glorioso, el de San Eugenio, verificado con la misma suntuosidad el año 1565.
En la catedral el monarca hizo la entrega oficial del cuerpo al arzobispo, y con él se incrementó notablemente el relicario de la Iglesia toledana.
Desde 1593 las veneradas reliquias reposan en una riquisima arca de plata, blanca y dorada, diseñada por Nicolás Vergara y confeccionada por el platero Merino. Custodiada durante el año en la grandiosa lipsacoteca denominada El Ochavo, juntamente con las demás reliquias que la catedral atesora, el 9 de diciembre es puesta sobre una carroza, revestida de terciopelo carmesí y adornada con ramos de laurel, y es procesionalmente paseada por todo el ámbito de la catedral, mientras la schola catedralicia, acompañada por los capitulares y prebendados, canta el himno procesional de la Santa.
En los ocho días siguientes el arca de las reliquias permanece expuesta en el altar de la capilla del Sagrario para que ante ella desfilen los toledanos y soliciten su valiosa intercesión, pues no sin motivo Santa Leocadia es la Patrona principal de la ciudad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario