La sabiduría me iluminó, consumándome con las llamas de caridad. Desde mi formación primera, cuando Dios me despertó en el seno de mi madre, por el soplo de la vida, sentí que la visión se grababa en el fondo de mi alma. Nací cuando se resfriaba y languidecía la doctrina que los Apóstoles habían hecho florecer en los espíritus. A los tres años vi una gran luz que penetró todo mi ser, pero los impedimentos de la infancia hicieron que no pudiese contar con aquellas maravillas. A los ocho años me ofrecí a Dios en un contrato espiritual, y hasta los quince vi muchas cosas extrañas, que llenaban de admiración a cuantos me las oían contar.»
Este relato desconcertante nos refiere el principio de una existencia más desconcertante todavía. Desde el primer momento, esta mujer, en que se realizarán las más raras experiencias de la vida mística, se nos presenta transportada al reino de lo maravilloso. Ya en su casa de Bécklheim, la casa de unos ricos caballeros renanos, Hildegarda, empieza a ver luces interiores y a oír palabras que no se sabe de dónde vienen; colegiala a los ocho años en el monasterio de Disenberg, se atrae la atención curiosa de sus compañeras y la inquieta solicitud de sus maestras; cuando a los quince años toma allí mismo el hábito de San Benito, los prodigios, «las excentricidades» siguen alborotando el monasterio. Tiene una salud frágil, que la impide consagrarse con seriedad a los libros. Por otra parte, en la comnunidad se la trata con la delicadeza que exige la nobleza de su nacimiento. Aprende a leer y a cantar salmos, y esta fue toda su instrucción. Nunca sabrá escribir. Sin embargo, se muestra dotada de una sensibilidad exquisita, de una imaginación ardiente y de un gran sentido poético. Entre tanto, sigue viendo cosas extrañas, que llenan de admiración a sus compañeras. Aquello le parece tan normal, que en su ingenuidad, cree que a todas les pasa lo mismo. «Pregunté a una de mis maestras—dice ella misma—si veía también alguna cosa fuera de estos fenómenos exteriores; pero como ella no me respondiese, pensé que era porque no veía nada.» Desde entonces Hildegarda empieza a desconfiar. Aquellos fenómenos le aterran y ya no quiere decir nada de ellos. Sabía que los santos habían tenido visiones y revelaciones, pero durante sus éxtasis, o bien en las horas del sueño; ella en cambio, las tenía a cualquier hora, sin perder por eso la vista ordinaria de las cosas exteriores. «Con los ojos abiertos—dice—, y perfectamente despierta, veo claramente, noche y día, en lo más profundo de mi alma.»
En 1141, estando la vidente en oración, ve súbitamente que el Cielo se abre para dejar paso a una flecha de fuego que le atraviesa el cerebro y el corazón. «En el mismo instante adquirió la inteligencia del sentido de los libros santos, es decir, del Salterio, del Evangelio y de los otros libros canónicos del Antiguo y del Nuevo Testamento.» Y de lo alto llega una voz que dice: «Ceniza de ceniza, podredumbre de podredumbre, di y escribe lo que ves y lo que oyes.» Ella tiembla y se resiste. Sabe que todo aquello es de Dios, pero piensa en las burlas de las gentes, y tal vez en las persecuciones. La voz insiste, urge, amenaza; se ve obligada a obedecer. Se declara primero a un monje. Intervienen luego los abades de la Orden benedictina; el caso es llevado al capítulo de los canónigos de Maguncia; le examinan los prelados reunidos en concilio y se le discute en el mismo tribunal de los romanos Pontífices. San Bernardo está allí también para guiar, consolar y alentar a la vidente prodigiosa. Pronto, sin embargo, se oyeron voces discordantes. Muchos trataban a Hildegarda de ilusa; otros, dice ella, «me consideraban movida por la vanidad, y el antiguo engañador me envolvió en el ridículo, poniendo en boca de las gentes éstas o parecidas palabras: «¿Para qué se revelan tales misterios a una mujer necia e ignorante, cuando hay tantos hombres sabios y poderosos?» Al oír estas cosas, mi corazón se encogió, mis venas y mi carne se secaron, y yo no cesaba de derramar lágrimas y de gritar: «¡Ay, ay! Dios no confunde a los que confían en Él.»
Tal vez una parte de la comunidad estaba en contra, haciéndole difícil la vida, y entonces fue cuando, movida por una visión y seguida por una veintena de compañeras se dirige a Bingen, en la orilla izquierda del Rhin, y allí funda en 1147 el monasterio de Rupertsberg. Desde entonces nadie dudó de la sinceridad de su alma ni de la pureza de su vida. «La santa virgen—dice su biógrafo—crecía de virtud en virtud, pasmando y regocijando a todos; porque su corazón estaba consumido por esa llama de la caridad que se extiende a todo el mundo, y la fortaleza de su humildad guardaba el alcázar inaccesible de su virginidad. La escasez de su alimento y su bebida y la pobreza de sus hábitos favorecían su alta perfección: la tranquilidad de su corazón, el pudor de su silencio, la rareza de sus palabras, la manifestaban; y la paciencia, que es el centinela, conservaba, para adorno de la esposa de Cristo, todos los joyeles de las santas virtudes, engastados por la mano del divino joyero.»
Aunque consagrada a una vida de contemplación y de retiro por su profesión religiosa, y por sus mismos gustos, desde su llegada a Rupertsberg, Hildegarda se convierte en un apóstol. Dios la había encomendado un ministerio público; la había hecho su mensajera, su enviada a través de las conciencias y los pueblos, la enderezadora de los entuertos cometidos contra Él, la que debía despertar a las almas de los grandes olvidos y de los sueños profundos. Casi siempre enferma, consumida por la fiebre, viaja por uno y otro lado del Rhin, va de monasterio en monasterio, llega a la corte, habla con el emperador, dice su mensaje a los pueblos y pasa por todas partes intimando la voluntad divina, y vuelve luego a su celda de Rupertsberg para dirigir a sus monjas en la vida interior y explicarles las Sagradas Escrituras. Rupertsberg se había convertido en un centro de peregrinación. «Allí llegaban—dice el biógiafo—enjambres de pueblos procedentes de las tres partes de la Galia y la Germania; y por la gracia de Dios, ella tenía para cada uno la exhortación que le convenía, lo mismo para su cuerpo que para su alma. Y como, en virtud del espíritu profético, conocía las intenciones de los hombres, reprendía a los que se acercaban para probarla movidos por un espíritu perverso y frívolo. Entre ellos había muchos judíos, a quienes ella llevaba de las tinieblas de su error a la claridad de la fe de Cristo. Y como toda cosa ha sido hecha para todos a todos, aun a los que eran reprensibles, les hablaba con indulgencia y con suavidad.»
Y a donde no llegaba el poder de su voz y la magia de su figura pálida, ascética y extenuada, llegaba la influencia de sus escritos, y ante todo de sus cartas, aquellas cartas que nos la muestran en relación con los Papas, los cardenales, los arzobispos, los obispos, los abades, los monjes, los reyes, los duques y las gentes de todo sexo, de toda condición y de todo país. La reforma del pueblo cristiano, la edificación de las almas, el provecho de sus hermanos y el amor de la Iglesia de Dios, son los temas constantes de esta voluminosa correspondencia y los motivos que la inspiran: aquí un consejo a un príncipe, allí una amenaza a un monasterio relajado, o una orden del Cielo para un obispo, o una palabra de dirección para un alma santa, que, como Isabel de Schonau, ha abierto su corazón a la vidente. A un sacerdote le escribe: «La luz viviente me ha hablado y me ha dicho: Di a ese hombre: He visto la forma bellísima de una virtud, que era la ciencia pura. Su rostro resplandecía como el sol; sus ojos semejaban al jacinto, y su vestido como manto de seda. Un chal de color de cornalina colgaba de sus hombros. Esta llamó a la amiga hermosísima del Rey, la Caridad, y le dijo: Ven conmigo. Y las dos juntas vinieron a dar aldabonazos en la puerta de tu corazón, diciéndote: Queremos habitar contigo. Cuida de darles hospedaje en tu alma, y ellas te le darán en el palacio del Rey.»
Amiga de las semejanzas, Hildegarda encontraba siempre alguna para hacer más visibles sus ideas. El tropel de sus visiones sobrenaturales se agolpaba en sus labios cuando se disponía a hablar: «Guárdate de las faltas menudas, que son las que minan la observancia—decía a un monje—. Estás lejos del veneno de la serpiente y de las garras del león, pero sería para ti más vergonzoso morir de las picaduras de las moscas. El monasterio es semejante a un vivero donde se crían los peces que han de ser presentados a la mesa del Rey celestial. Si en ese vivero hay un pequeño resquicio por donde pueda marcharse el agua, moriránse los peces sin remedio.» Las gentes amaban esta palabra grave y luminosa, la admiraban y la buscaban. Los mismos doctores no dudaban en enriquecerse con sus tesoros. Escribiendo a «Hildegarda, maestra y madre venerable, esposa a quien Cristo debe de amar con un amor ardiente, hija del soberano Rey», un abad le decía: «La fama ha traído hasta nuestra tierra el conocimiento de las maravillas que el Señor ha realizado en vos. Y el número y la grandeza de los milagros por los cuales la fuente de las luces vivas resplandece en nuestra alma, son conocidos de todo el mundo. Porque en vos se revela, no la obra humana, sino la obra de Dios; la gracia eminente, el fin superior, que no puede dar la razón humana y que procede de una fuente más alta.»
Esta actividad religiosa, comparable, en cierto aspecto, con la de San Bernardo, se alimentaba en una vida interior intensa y continua, cuyo principal apoyo era la oración misma de la Iglesia. La liturgia introdujo a Hildegarda en los caminos de la perfección, y la liturgia la levantó a las más altas realidades. Fue, como Santa Gertrudis, una monja verdadera de la verdadera tradición; vivió del breviario y de la misa cantada conventualmente; y del rezo oficial hizo la expresión viva de sus ardientes anhelos, y la fuerza eficaz de su acción exterior. Allí estaba el deleite supremo de su alma; todo lo demás era en ella como arrancado por las voces misteriosas que sin cesar resonaban en el fondo de su ser. Hablar, escribir, viajar, negociar: tal era la orden de arriba: una orden violenta, apremiante, amenazante. A veces, la naturaleza se encabritaba: miedo de las palabras y las risas de los hombres, cobardía, timidez, humildad mal entendida- apego desordenado a los regalos interiores. Entonces a la voz seguía el castigo: aquella enfermedad que maceró su cuerpo desde su infancia, y que era como el látigo con que la guiaba el Auriga celeste. «Era una cosa muy extraña lo que le sucedía a la enferma—dice el hagiógrafo—; desde el instante en que recibía una orden del Cielo, siempre que se proponía realizarla, sentía el alivio del dolor; siempre que resistía, empeoraba. A veces, levantándose súbitamente del lecho, recorría todo el monasterio sin poder decir una sola palabra; después, debilitada por el esfuerzo, volvía a acostarse y hablaba como antes. Y esta especie de languidez se apoderaba de ella siempre que por temor femenino tardaba en cumplir la voluntad divina.» Aquellas crisis la privaban unas veces de la vista, otras la dejaban sin movimiento, y en más de una ocasión sus monjas la creyeron muerta. Un día, creyendo llegada su última hora, empezaron a rezar junto a ella las preces de los moribundos, la rociaron de ceniza, y entre lágrimas y sollozos le vistieron la mortaja. Pero, mientras el cuerpo yacía inmóvil en el suelo, su espíritu recorría las regiones de los seres imponderables, sorprendiendo las conversaciones de los bienaventurados acerca de ella, y, asistiendo a la lucha que con motivo de su vida se libraba entre los ángeles y los demonios: « ¿Vendrá ella con nosotros?», se preguntaba un coro de santos; y otro grupo respondía: «El presente, el pasado y el porvenir no lo permiten todavía; pero cuando acabe su obra iremos a buscarla.» Y luego lodos ellos continuaron: «Oh alma dichosa, levántate, levántate como el águila; porque, sin tú saberlo, el sol de la luz te ha engendrado.» Y de entre la muchedumbre salió una voz poderosa, que decía: « ¡Valor, oh águila! ¿Por qué no duermes en la ciencia? Sal de la inquietud. Brillarás en tu esplendor, oh margarita; te verán las águilas; llorará el mundo, pero la vida eterna se alegrará. Levántate, aurora, y avanza en dirección al sol. Levántate, come y bebe.» «En un instante—dice la santa— mi cuerpo y mis sentidos fueron restaurados a la vida presente; y mis hijas, que lloraban en torno mío, me levantaron de la tierra y me pusieron en el lecho.»
Los biógrafos de Hildegarda nos cuentan un gran número de prodigios por ella realizados; pero todos ellos palidecen ante el milagro permanente de su existencia de apóstol, que vive y obra según las inspiraciones directas del Cielo. Esta es la forma propia de su santidad. La visión interior brillaba constantemente para ella, con mayor o menor intensidad. «Cuando estaba plenamente penetrada—confiesa ella misma—decía muchas cosas extrañas para los que me oían, y anunciaba el porvenir; pero cuando la fuerza de la visión disminuía, yo me llenaba de vergüenza y hasta me echaba a llorar.» Al fin de su vida, escribiendo a un monje algo incrédulo, le pintaba de este modo lo que pasaba en su interior: «Dios obra donde quiere por la gloria de su nombre, no por la del hombre terrestre. Y transida de terror, porque no hay en mí seguridad ninguna, yo tiendo mis manos hacia Dios para que me sostenga como por alas cuyo vuelo nadie puede impedir, y que cruzan los aires a pesar de los vientos. Lo que yo veo no puedo conocerlo perfectamente mientras estoy sujeta a un cuerpo mortal y a un alma invisible, doble defecto del hombre. Desde mi infancia, antes que mis huesos, mis músculos y mis nervios hubiesen adquirido su vigor, hasta el tiempo presente, en que cuento cerca de ochenta años, veo esta visión en mi alma, según que le place a Dios, y mi alma se lanza hacia esta visión en las alturas del firmamento, o en las diferentes regiones del aire, o en los países más remotos y diversos.» Sumergida en esta luz, que ella llama la sombra de la luz viva, Hildegarda llega a veces a ver otra luz más alta, «que, según se me dijo, era luz viviente, pero no me es posible decir cuándo y cómo la veo; sólo sé que mientras ella está presente, toda tristeza y toda angustia desaparecen de mí; de suerte que soy entonces como una simple muchacha, no como una mujer vieja».
Se trata evidentemente de visiones-imágenes. Sobre la luz que brilla en la vidente, como sobre una pantalla, aparece una imagen de forma material: una montaña, una parte del firmamento, un abismo, un jardín, un edificio, una o varias torres, un querubín, una silueta de bestia, de hombre o de monstruo, o una gran multitud de personas y figuras. La santa ve, pero no siempre llega a comprender desde el primer momento. Entonces del foco luminoso sale una voz que explica el sentido simbólico o místico de la proyección, y el enigma se convierte en un cuadro, del cual resulta una enseñanza doctrinal, histórica, profética o moral, en la cual se utilizan ampliamente los Libros Santos, sin que Hildegarda deje de ser original en el giro de sus expresiones y en la forma de sus alegorías. Describe y explica lo que ha visto, teniendo en cuenta el gusto de sus contemporáneos, amigos de sutilezas y simbolismos. Hildegarda resume todo el espíritu religioso y toda la mística de su tiempo, y al juzgarla, debemos tener en cuenta que Dios utiliza sus instrumentos humanos respetando su temperamento y sus aptitudes, aunque pudiera desnaturalizarlos y deslocalizarlos. Pero, lejos de ser una sombra, estas metáforas, estos símbolos, estas imágenes que se mueven en los escritos de la profelisa de Bingen, aumentan su valor, los iluminan, los llenan de un encanto juvenil, vivo y espléndido, que nos hace olvidar los detalles demasiado infantiles y los conceptos de una ciencia superada por los siglos.
Entre estas obras, figura, en primer lugar, la trilogía de la Scivias, del Libro de las mentes de la vida y del Libro de las obras de Dios. El primero es de orden dogmático; el segundo nos revela al moralista y el tercero tiene, sobre todo, un carácter científico. Científicos son también los Libros de la medicina simple y de la medicina compuesta, que abarcan toda la Historia Natural desde el punto de vista de la medicina práctica. Y aquí se nos presenta otro de los aspectos más desconcertantes de esta gran figura medieval. Es algo que no acertamos a comprender, que una mujer ignorante, que apenas sabe leer, que nunca aprendió a escribir, que llegó con dificultad a chapurrear la lengua latina, después de ser la consejera y la directora de los más ilustres de sus contemporáneos, publique una serie de trabajos que son como la suma de toda la ciencia de la Edad Media. Y es pasmoso ver con qué seguridad resuelve las más difíciles cuestiones de la Sagrada Escritura y con qué precisión enfoca los problemas que discuten los teólogos de su tiempo. Gilberto de la Porree enseña que la divinidad no es Dios. Esta doctrina tiene divididas a las escuelas y perplejos a los sabios. Entonces un maestro famoso de la Universidad de París se dirige a la vidente pidiéndola su parecer. La respuesta se conserva todavía: es perfecta, magistral; su doctrina será sancionada unos años más tarde por la Iglesia. Hildegarda discute siempre con maestría acerca de los más arduos problemas del dogma. Habla de la unidad y de la trinidad de Dios de los ángeles, del hombre, de la caída y la redención, de la inspiración bíblica, de la Eucaristía, de los sacramentos, de la Iglesia y de los fines últimos, y en todas partes estas materias se desenvuelven con la misma exactitud en la doctrina y con la misma originalidad en la expresión. De cuando en cuando, entre el tejido de las ideas saltan chispas fulgurantes y frases misteriosas que nos maravillan y nos sobrecogen. Son las intuiciones proféticas, especie de relámpagos, que iluminan las tinieblas de los tiempos, que descorren ante los ojos de la vidente la cortina de los siglos y la permiten anunciar los odios protervos de la reforma protestante. Son las intuiciones científicas, en las cuales se adelanta a los espíritus más sabios de su tiempo, y aun de toda la Edad Media. En sus disertaciones de física y de medicina hay, ciertamente, muchas puerilidades, muchas recetas ridiculas, muchos razonamientos absurdos. El defecto no es suyo: es de la ciencia de su tiempo. Tiene, en cambio, muchas ideas nuevas, muchos aspectos fecundos y originales y una gran cantidad de hechos y fenómenos observados con gran sagacidad, que le dan un puesto importante en la historia de los conocimientos humanos. Conoció muchas cosas que los doctores Siguieron ignorando durante mucho tiempo, y que los investigadores modernos han presentado como nuevas. En sus escritos se hallan insinuados muchos descubrimientos de ayer, como la teoría heliocéntrica, las leyes de la atracción universal, el hecho de la circulación de la sangre, y la doctrina sobre la acción química y magnética de las diferentes sustancias en los órganos del cuerpo humano. Cuando en la Scivias nos dice que, terminado el mundo, los astros permanecerán inmóviles, parece haber tenido un lejano presentimiento de la conclusión que parece encerrar la ley de la degradación de la energía; es decir, que el mundo no tiende a la nada, sino al reposo.
Hildegarda no es una escritora fácil; tiene su estilo personal, su terminología propia. Escarbando en sus conceptos con paciencia, llegaríamos a valorar la importancia de sus escritos en el desenvolvimiento de la ciencia. Poco a poco lo van realizando los sabios, al par que los músicos nos revelan la artista, la poetisa, la compositora. Todo lo fue Hildegarda apasionadamente. Con ella, la poesía invade la teología, y la música del templo irrumpe en la plaza pública. Su teoría del arte es bella y original. Sería sencillamente la reminiscencia borrosa de una condición primitiva y más noble, un recuerdo lejano de nuestra estancia en el paraíso. Antes de su caída, Adán tomaba parte en los conciertos de los ángeles. El pecado disipó el hechizo, rompió las cuerdas; pero de aquellas armonías angélicas quedó esa cosa vaga, imprecisa, que tenemos al despertar de nuestros sueños más dulces. El alma humana es esencialmente musical, sinfoníal, por un soplo que puso en ella el Espíritu Santo. Por eso, el demonio es hostil al canto; por eso en Babel todo es confusión; por eso en infierno no existe la armonía.
Esta amable y elevada estética se refleja en un conjunto de composiciones bellísimas, que parecen traídas de aquellos mundos a donde la trasladaban sus visiones. San Hildegarda compuso antífonas, responsos y secuencias, cuyas melodías, si no son tan sencillas como la de San Gregorio, son sumamente bellas, y, sobre todo, muy expresivas. Canta los grandes misterios divinos: la Creación, la Encarnación y la Redención; celebra las maravillas del Espíritu santificador y la gloria de María, corredentora del género humano, y ensalza las grandezas de los santos, de los patriarcas, de los apóstoles y de las vírgenes. Como siempre, su letra está llena de majestad, de oscuridad y de imágenes; sugiere siempre un pensamiento fuerte y profundo, en que se pierde nuestra mirada. Su música es hermana de su literatura y de su teología. Como en sus arrebatos místicos como en sus elevaciones dogmáticas, se lanza hasta las nubes en vuelos maravillosos. Los límites del decacordio no pueden contener el ímpetu de su melodía. Los compositores de San Galo hubieran considerado indiscretas y desordenadas estas composiciones, llenas de sentimiento y de pasión. Sin embargo, por muy alto que suba en el vuelo de su inspiración, Hildegadis no se extravía nunca. El ritmo y la melodía conservan su pureza perfecta, y, al mismo tiempo, se revisten de un dramatismo y de una grandiosidad incomparables. Diríamos a veces, asi en un Kyrie famoso, esos amplios y bellos motivos de Bach, que se hacen más impresionantes a medida que el artista los comenta con las ingeniosas ampliaciones de su genio fecundo. Entre esta obra musical hay verdaderos dramas. Hildegarda tiende a formar en su claustro un verdadero teatro religioso y litúrgico. Su Ordo virtutum es un drama lírico en que salen a escena los patriarcas y los profetas, las virtudes y los vicios, el alma inocente y el alma arrepentida. Aparece también el diablo, pero él no canta; su voz es un ruido ronco y desagradable, pues, siendo el canto una perfección, la perfección del Verbo, su enemigo no puede tener nada de común con la armonía.
Este relato desconcertante nos refiere el principio de una existencia más desconcertante todavía. Desde el primer momento, esta mujer, en que se realizarán las más raras experiencias de la vida mística, se nos presenta transportada al reino de lo maravilloso. Ya en su casa de Bécklheim, la casa de unos ricos caballeros renanos, Hildegarda, empieza a ver luces interiores y a oír palabras que no se sabe de dónde vienen; colegiala a los ocho años en el monasterio de Disenberg, se atrae la atención curiosa de sus compañeras y la inquieta solicitud de sus maestras; cuando a los quince años toma allí mismo el hábito de San Benito, los prodigios, «las excentricidades» siguen alborotando el monasterio. Tiene una salud frágil, que la impide consagrarse con seriedad a los libros. Por otra parte, en la comnunidad se la trata con la delicadeza que exige la nobleza de su nacimiento. Aprende a leer y a cantar salmos, y esta fue toda su instrucción. Nunca sabrá escribir. Sin embargo, se muestra dotada de una sensibilidad exquisita, de una imaginación ardiente y de un gran sentido poético. Entre tanto, sigue viendo cosas extrañas, que llenan de admiración a sus compañeras. Aquello le parece tan normal, que en su ingenuidad, cree que a todas les pasa lo mismo. «Pregunté a una de mis maestras—dice ella misma—si veía también alguna cosa fuera de estos fenómenos exteriores; pero como ella no me respondiese, pensé que era porque no veía nada.» Desde entonces Hildegarda empieza a desconfiar. Aquellos fenómenos le aterran y ya no quiere decir nada de ellos. Sabía que los santos habían tenido visiones y revelaciones, pero durante sus éxtasis, o bien en las horas del sueño; ella en cambio, las tenía a cualquier hora, sin perder por eso la vista ordinaria de las cosas exteriores. «Con los ojos abiertos—dice—, y perfectamente despierta, veo claramente, noche y día, en lo más profundo de mi alma.»
En 1141, estando la vidente en oración, ve súbitamente que el Cielo se abre para dejar paso a una flecha de fuego que le atraviesa el cerebro y el corazón. «En el mismo instante adquirió la inteligencia del sentido de los libros santos, es decir, del Salterio, del Evangelio y de los otros libros canónicos del Antiguo y del Nuevo Testamento.» Y de lo alto llega una voz que dice: «Ceniza de ceniza, podredumbre de podredumbre, di y escribe lo que ves y lo que oyes.» Ella tiembla y se resiste. Sabe que todo aquello es de Dios, pero piensa en las burlas de las gentes, y tal vez en las persecuciones. La voz insiste, urge, amenaza; se ve obligada a obedecer. Se declara primero a un monje. Intervienen luego los abades de la Orden benedictina; el caso es llevado al capítulo de los canónigos de Maguncia; le examinan los prelados reunidos en concilio y se le discute en el mismo tribunal de los romanos Pontífices. San Bernardo está allí también para guiar, consolar y alentar a la vidente prodigiosa. Pronto, sin embargo, se oyeron voces discordantes. Muchos trataban a Hildegarda de ilusa; otros, dice ella, «me consideraban movida por la vanidad, y el antiguo engañador me envolvió en el ridículo, poniendo en boca de las gentes éstas o parecidas palabras: «¿Para qué se revelan tales misterios a una mujer necia e ignorante, cuando hay tantos hombres sabios y poderosos?» Al oír estas cosas, mi corazón se encogió, mis venas y mi carne se secaron, y yo no cesaba de derramar lágrimas y de gritar: «¡Ay, ay! Dios no confunde a los que confían en Él.»
Tal vez una parte de la comunidad estaba en contra, haciéndole difícil la vida, y entonces fue cuando, movida por una visión y seguida por una veintena de compañeras se dirige a Bingen, en la orilla izquierda del Rhin, y allí funda en 1147 el monasterio de Rupertsberg. Desde entonces nadie dudó de la sinceridad de su alma ni de la pureza de su vida. «La santa virgen—dice su biógrafo—crecía de virtud en virtud, pasmando y regocijando a todos; porque su corazón estaba consumido por esa llama de la caridad que se extiende a todo el mundo, y la fortaleza de su humildad guardaba el alcázar inaccesible de su virginidad. La escasez de su alimento y su bebida y la pobreza de sus hábitos favorecían su alta perfección: la tranquilidad de su corazón, el pudor de su silencio, la rareza de sus palabras, la manifestaban; y la paciencia, que es el centinela, conservaba, para adorno de la esposa de Cristo, todos los joyeles de las santas virtudes, engastados por la mano del divino joyero.»
Aunque consagrada a una vida de contemplación y de retiro por su profesión religiosa, y por sus mismos gustos, desde su llegada a Rupertsberg, Hildegarda se convierte en un apóstol. Dios la había encomendado un ministerio público; la había hecho su mensajera, su enviada a través de las conciencias y los pueblos, la enderezadora de los entuertos cometidos contra Él, la que debía despertar a las almas de los grandes olvidos y de los sueños profundos. Casi siempre enferma, consumida por la fiebre, viaja por uno y otro lado del Rhin, va de monasterio en monasterio, llega a la corte, habla con el emperador, dice su mensaje a los pueblos y pasa por todas partes intimando la voluntad divina, y vuelve luego a su celda de Rupertsberg para dirigir a sus monjas en la vida interior y explicarles las Sagradas Escrituras. Rupertsberg se había convertido en un centro de peregrinación. «Allí llegaban—dice el biógiafo—enjambres de pueblos procedentes de las tres partes de la Galia y la Germania; y por la gracia de Dios, ella tenía para cada uno la exhortación que le convenía, lo mismo para su cuerpo que para su alma. Y como, en virtud del espíritu profético, conocía las intenciones de los hombres, reprendía a los que se acercaban para probarla movidos por un espíritu perverso y frívolo. Entre ellos había muchos judíos, a quienes ella llevaba de las tinieblas de su error a la claridad de la fe de Cristo. Y como toda cosa ha sido hecha para todos a todos, aun a los que eran reprensibles, les hablaba con indulgencia y con suavidad.»
Y a donde no llegaba el poder de su voz y la magia de su figura pálida, ascética y extenuada, llegaba la influencia de sus escritos, y ante todo de sus cartas, aquellas cartas que nos la muestran en relación con los Papas, los cardenales, los arzobispos, los obispos, los abades, los monjes, los reyes, los duques y las gentes de todo sexo, de toda condición y de todo país. La reforma del pueblo cristiano, la edificación de las almas, el provecho de sus hermanos y el amor de la Iglesia de Dios, son los temas constantes de esta voluminosa correspondencia y los motivos que la inspiran: aquí un consejo a un príncipe, allí una amenaza a un monasterio relajado, o una orden del Cielo para un obispo, o una palabra de dirección para un alma santa, que, como Isabel de Schonau, ha abierto su corazón a la vidente. A un sacerdote le escribe: «La luz viviente me ha hablado y me ha dicho: Di a ese hombre: He visto la forma bellísima de una virtud, que era la ciencia pura. Su rostro resplandecía como el sol; sus ojos semejaban al jacinto, y su vestido como manto de seda. Un chal de color de cornalina colgaba de sus hombros. Esta llamó a la amiga hermosísima del Rey, la Caridad, y le dijo: Ven conmigo. Y las dos juntas vinieron a dar aldabonazos en la puerta de tu corazón, diciéndote: Queremos habitar contigo. Cuida de darles hospedaje en tu alma, y ellas te le darán en el palacio del Rey.»
Amiga de las semejanzas, Hildegarda encontraba siempre alguna para hacer más visibles sus ideas. El tropel de sus visiones sobrenaturales se agolpaba en sus labios cuando se disponía a hablar: «Guárdate de las faltas menudas, que son las que minan la observancia—decía a un monje—. Estás lejos del veneno de la serpiente y de las garras del león, pero sería para ti más vergonzoso morir de las picaduras de las moscas. El monasterio es semejante a un vivero donde se crían los peces que han de ser presentados a la mesa del Rey celestial. Si en ese vivero hay un pequeño resquicio por donde pueda marcharse el agua, moriránse los peces sin remedio.» Las gentes amaban esta palabra grave y luminosa, la admiraban y la buscaban. Los mismos doctores no dudaban en enriquecerse con sus tesoros. Escribiendo a «Hildegarda, maestra y madre venerable, esposa a quien Cristo debe de amar con un amor ardiente, hija del soberano Rey», un abad le decía: «La fama ha traído hasta nuestra tierra el conocimiento de las maravillas que el Señor ha realizado en vos. Y el número y la grandeza de los milagros por los cuales la fuente de las luces vivas resplandece en nuestra alma, son conocidos de todo el mundo. Porque en vos se revela, no la obra humana, sino la obra de Dios; la gracia eminente, el fin superior, que no puede dar la razón humana y que procede de una fuente más alta.»
Esta actividad religiosa, comparable, en cierto aspecto, con la de San Bernardo, se alimentaba en una vida interior intensa y continua, cuyo principal apoyo era la oración misma de la Iglesia. La liturgia introdujo a Hildegarda en los caminos de la perfección, y la liturgia la levantó a las más altas realidades. Fue, como Santa Gertrudis, una monja verdadera de la verdadera tradición; vivió del breviario y de la misa cantada conventualmente; y del rezo oficial hizo la expresión viva de sus ardientes anhelos, y la fuerza eficaz de su acción exterior. Allí estaba el deleite supremo de su alma; todo lo demás era en ella como arrancado por las voces misteriosas que sin cesar resonaban en el fondo de su ser. Hablar, escribir, viajar, negociar: tal era la orden de arriba: una orden violenta, apremiante, amenazante. A veces, la naturaleza se encabritaba: miedo de las palabras y las risas de los hombres, cobardía, timidez, humildad mal entendida- apego desordenado a los regalos interiores. Entonces a la voz seguía el castigo: aquella enfermedad que maceró su cuerpo desde su infancia, y que era como el látigo con que la guiaba el Auriga celeste. «Era una cosa muy extraña lo que le sucedía a la enferma—dice el hagiógrafo—; desde el instante en que recibía una orden del Cielo, siempre que se proponía realizarla, sentía el alivio del dolor; siempre que resistía, empeoraba. A veces, levantándose súbitamente del lecho, recorría todo el monasterio sin poder decir una sola palabra; después, debilitada por el esfuerzo, volvía a acostarse y hablaba como antes. Y esta especie de languidez se apoderaba de ella siempre que por temor femenino tardaba en cumplir la voluntad divina.» Aquellas crisis la privaban unas veces de la vista, otras la dejaban sin movimiento, y en más de una ocasión sus monjas la creyeron muerta. Un día, creyendo llegada su última hora, empezaron a rezar junto a ella las preces de los moribundos, la rociaron de ceniza, y entre lágrimas y sollozos le vistieron la mortaja. Pero, mientras el cuerpo yacía inmóvil en el suelo, su espíritu recorría las regiones de los seres imponderables, sorprendiendo las conversaciones de los bienaventurados acerca de ella, y, asistiendo a la lucha que con motivo de su vida se libraba entre los ángeles y los demonios: « ¿Vendrá ella con nosotros?», se preguntaba un coro de santos; y otro grupo respondía: «El presente, el pasado y el porvenir no lo permiten todavía; pero cuando acabe su obra iremos a buscarla.» Y luego lodos ellos continuaron: «Oh alma dichosa, levántate, levántate como el águila; porque, sin tú saberlo, el sol de la luz te ha engendrado.» Y de entre la muchedumbre salió una voz poderosa, que decía: « ¡Valor, oh águila! ¿Por qué no duermes en la ciencia? Sal de la inquietud. Brillarás en tu esplendor, oh margarita; te verán las águilas; llorará el mundo, pero la vida eterna se alegrará. Levántate, aurora, y avanza en dirección al sol. Levántate, come y bebe.» «En un instante—dice la santa— mi cuerpo y mis sentidos fueron restaurados a la vida presente; y mis hijas, que lloraban en torno mío, me levantaron de la tierra y me pusieron en el lecho.»
Los biógrafos de Hildegarda nos cuentan un gran número de prodigios por ella realizados; pero todos ellos palidecen ante el milagro permanente de su existencia de apóstol, que vive y obra según las inspiraciones directas del Cielo. Esta es la forma propia de su santidad. La visión interior brillaba constantemente para ella, con mayor o menor intensidad. «Cuando estaba plenamente penetrada—confiesa ella misma—decía muchas cosas extrañas para los que me oían, y anunciaba el porvenir; pero cuando la fuerza de la visión disminuía, yo me llenaba de vergüenza y hasta me echaba a llorar.» Al fin de su vida, escribiendo a un monje algo incrédulo, le pintaba de este modo lo que pasaba en su interior: «Dios obra donde quiere por la gloria de su nombre, no por la del hombre terrestre. Y transida de terror, porque no hay en mí seguridad ninguna, yo tiendo mis manos hacia Dios para que me sostenga como por alas cuyo vuelo nadie puede impedir, y que cruzan los aires a pesar de los vientos. Lo que yo veo no puedo conocerlo perfectamente mientras estoy sujeta a un cuerpo mortal y a un alma invisible, doble defecto del hombre. Desde mi infancia, antes que mis huesos, mis músculos y mis nervios hubiesen adquirido su vigor, hasta el tiempo presente, en que cuento cerca de ochenta años, veo esta visión en mi alma, según que le place a Dios, y mi alma se lanza hacia esta visión en las alturas del firmamento, o en las diferentes regiones del aire, o en los países más remotos y diversos.» Sumergida en esta luz, que ella llama la sombra de la luz viva, Hildegarda llega a veces a ver otra luz más alta, «que, según se me dijo, era luz viviente, pero no me es posible decir cuándo y cómo la veo; sólo sé que mientras ella está presente, toda tristeza y toda angustia desaparecen de mí; de suerte que soy entonces como una simple muchacha, no como una mujer vieja».
Se trata evidentemente de visiones-imágenes. Sobre la luz que brilla en la vidente, como sobre una pantalla, aparece una imagen de forma material: una montaña, una parte del firmamento, un abismo, un jardín, un edificio, una o varias torres, un querubín, una silueta de bestia, de hombre o de monstruo, o una gran multitud de personas y figuras. La santa ve, pero no siempre llega a comprender desde el primer momento. Entonces del foco luminoso sale una voz que explica el sentido simbólico o místico de la proyección, y el enigma se convierte en un cuadro, del cual resulta una enseñanza doctrinal, histórica, profética o moral, en la cual se utilizan ampliamente los Libros Santos, sin que Hildegarda deje de ser original en el giro de sus expresiones y en la forma de sus alegorías. Describe y explica lo que ha visto, teniendo en cuenta el gusto de sus contemporáneos, amigos de sutilezas y simbolismos. Hildegarda resume todo el espíritu religioso y toda la mística de su tiempo, y al juzgarla, debemos tener en cuenta que Dios utiliza sus instrumentos humanos respetando su temperamento y sus aptitudes, aunque pudiera desnaturalizarlos y deslocalizarlos. Pero, lejos de ser una sombra, estas metáforas, estos símbolos, estas imágenes que se mueven en los escritos de la profelisa de Bingen, aumentan su valor, los iluminan, los llenan de un encanto juvenil, vivo y espléndido, que nos hace olvidar los detalles demasiado infantiles y los conceptos de una ciencia superada por los siglos.
Entre estas obras, figura, en primer lugar, la trilogía de la Scivias, del Libro de las mentes de la vida y del Libro de las obras de Dios. El primero es de orden dogmático; el segundo nos revela al moralista y el tercero tiene, sobre todo, un carácter científico. Científicos son también los Libros de la medicina simple y de la medicina compuesta, que abarcan toda la Historia Natural desde el punto de vista de la medicina práctica. Y aquí se nos presenta otro de los aspectos más desconcertantes de esta gran figura medieval. Es algo que no acertamos a comprender, que una mujer ignorante, que apenas sabe leer, que nunca aprendió a escribir, que llegó con dificultad a chapurrear la lengua latina, después de ser la consejera y la directora de los más ilustres de sus contemporáneos, publique una serie de trabajos que son como la suma de toda la ciencia de la Edad Media. Y es pasmoso ver con qué seguridad resuelve las más difíciles cuestiones de la Sagrada Escritura y con qué precisión enfoca los problemas que discuten los teólogos de su tiempo. Gilberto de la Porree enseña que la divinidad no es Dios. Esta doctrina tiene divididas a las escuelas y perplejos a los sabios. Entonces un maestro famoso de la Universidad de París se dirige a la vidente pidiéndola su parecer. La respuesta se conserva todavía: es perfecta, magistral; su doctrina será sancionada unos años más tarde por la Iglesia. Hildegarda discute siempre con maestría acerca de los más arduos problemas del dogma. Habla de la unidad y de la trinidad de Dios de los ángeles, del hombre, de la caída y la redención, de la inspiración bíblica, de la Eucaristía, de los sacramentos, de la Iglesia y de los fines últimos, y en todas partes estas materias se desenvuelven con la misma exactitud en la doctrina y con la misma originalidad en la expresión. De cuando en cuando, entre el tejido de las ideas saltan chispas fulgurantes y frases misteriosas que nos maravillan y nos sobrecogen. Son las intuiciones proféticas, especie de relámpagos, que iluminan las tinieblas de los tiempos, que descorren ante los ojos de la vidente la cortina de los siglos y la permiten anunciar los odios protervos de la reforma protestante. Son las intuiciones científicas, en las cuales se adelanta a los espíritus más sabios de su tiempo, y aun de toda la Edad Media. En sus disertaciones de física y de medicina hay, ciertamente, muchas puerilidades, muchas recetas ridiculas, muchos razonamientos absurdos. El defecto no es suyo: es de la ciencia de su tiempo. Tiene, en cambio, muchas ideas nuevas, muchos aspectos fecundos y originales y una gran cantidad de hechos y fenómenos observados con gran sagacidad, que le dan un puesto importante en la historia de los conocimientos humanos. Conoció muchas cosas que los doctores Siguieron ignorando durante mucho tiempo, y que los investigadores modernos han presentado como nuevas. En sus escritos se hallan insinuados muchos descubrimientos de ayer, como la teoría heliocéntrica, las leyes de la atracción universal, el hecho de la circulación de la sangre, y la doctrina sobre la acción química y magnética de las diferentes sustancias en los órganos del cuerpo humano. Cuando en la Scivias nos dice que, terminado el mundo, los astros permanecerán inmóviles, parece haber tenido un lejano presentimiento de la conclusión que parece encerrar la ley de la degradación de la energía; es decir, que el mundo no tiende a la nada, sino al reposo.
Hildegarda no es una escritora fácil; tiene su estilo personal, su terminología propia. Escarbando en sus conceptos con paciencia, llegaríamos a valorar la importancia de sus escritos en el desenvolvimiento de la ciencia. Poco a poco lo van realizando los sabios, al par que los músicos nos revelan la artista, la poetisa, la compositora. Todo lo fue Hildegarda apasionadamente. Con ella, la poesía invade la teología, y la música del templo irrumpe en la plaza pública. Su teoría del arte es bella y original. Sería sencillamente la reminiscencia borrosa de una condición primitiva y más noble, un recuerdo lejano de nuestra estancia en el paraíso. Antes de su caída, Adán tomaba parte en los conciertos de los ángeles. El pecado disipó el hechizo, rompió las cuerdas; pero de aquellas armonías angélicas quedó esa cosa vaga, imprecisa, que tenemos al despertar de nuestros sueños más dulces. El alma humana es esencialmente musical, sinfoníal, por un soplo que puso en ella el Espíritu Santo. Por eso, el demonio es hostil al canto; por eso en Babel todo es confusión; por eso en infierno no existe la armonía.
Esta amable y elevada estética se refleja en un conjunto de composiciones bellísimas, que parecen traídas de aquellos mundos a donde la trasladaban sus visiones. San Hildegarda compuso antífonas, responsos y secuencias, cuyas melodías, si no son tan sencillas como la de San Gregorio, son sumamente bellas, y, sobre todo, muy expresivas. Canta los grandes misterios divinos: la Creación, la Encarnación y la Redención; celebra las maravillas del Espíritu santificador y la gloria de María, corredentora del género humano, y ensalza las grandezas de los santos, de los patriarcas, de los apóstoles y de las vírgenes. Como siempre, su letra está llena de majestad, de oscuridad y de imágenes; sugiere siempre un pensamiento fuerte y profundo, en que se pierde nuestra mirada. Su música es hermana de su literatura y de su teología. Como en sus arrebatos místicos como en sus elevaciones dogmáticas, se lanza hasta las nubes en vuelos maravillosos. Los límites del decacordio no pueden contener el ímpetu de su melodía. Los compositores de San Galo hubieran considerado indiscretas y desordenadas estas composiciones, llenas de sentimiento y de pasión. Sin embargo, por muy alto que suba en el vuelo de su inspiración, Hildegadis no se extravía nunca. El ritmo y la melodía conservan su pureza perfecta, y, al mismo tiempo, se revisten de un dramatismo y de una grandiosidad incomparables. Diríamos a veces, asi en un Kyrie famoso, esos amplios y bellos motivos de Bach, que se hacen más impresionantes a medida que el artista los comenta con las ingeniosas ampliaciones de su genio fecundo. Entre esta obra musical hay verdaderos dramas. Hildegarda tiende a formar en su claustro un verdadero teatro religioso y litúrgico. Su Ordo virtutum es un drama lírico en que salen a escena los patriarcas y los profetas, las virtudes y los vicios, el alma inocente y el alma arrepentida. Aparece también el diablo, pero él no canta; su voz es un ruido ronco y desagradable, pues, siendo el canto una perfección, la perfección del Verbo, su enemigo no puede tener nada de común con la armonía.
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