Una de las cualidades que más ennoblecen a España, y que ensalzan su mérito entre las más grandes naciones del mundo, es, además de su catolicismo, la tierna devoción que siempre ha manifestado a la Reina de los Ángeles. La feliz situación de que goza esta península, la fecundidad de su terreno, la amenidad de sus valles, la frescura de sus montes y la riqueza de sus minas, que en tantas ocasiones han sido el objeto de la avaricia de las naciones guerreras, todo es menos que el tener en su seno unas criaturas racionales que, reconocidas a su Criador, adoran sus sabias disposiciones, profesan el Evangelio que predicaron los Apóstoles, y ponen sus mayores esmeros en celebrar las grandezas de aquella Virgen dichosa que tuvo en su vientre al Unigénito de Dios. España como las demás naciones ha celebrado siempre los misterios de la santa Virgen, adelantándose a muchas de ellas a proporción que ha sido mayor la santidad de los prelados que la han gobernado, y mayores las causas que la Reina de los Ángeles les ha dado para manifestarse agradecidos.
Cuando no tuviese multiplicados testimonios de esta verdad en todas las iglesias, bastaría un San Ildefonso, arzobispo de Toledo, para autorizarla: sus obras manifiestan el grado de devoción y de ternura que tenía este santo Prelado para con la santa Virgen; y asimismo manifiesta la historia de su vida cuán bien se lo pagó la Señora, dignándose de bajar del cielo a ponerle con sus manos una sagrada vestidura.
Sin embargo de la multiplicidad de fiestas que la Iglesia de España tiene dedicadas a la Madre de Dios, con la circunstancia de haber tenido su principio en esta región muchas de ellas; sin embargo de la solemnidad y pompa con que se celebran infinitos octavarios a todos sus ministerios; sin embargo, en fin, de que no hay ciudad, pueblo ni aldea en que no haya alguna imagen dolorosa de la Reina de los Ángeles que sea venerada con especial devoción; con todo eso parece que el espíritu de esta nación piadosa, reunido en el corazón de sus católicos monarcas, no encontraba todavía todo el desahogo que requería su amor y su devoción fervorosa. Consideraban los españoles los dolores de la Virgen en el tiempo en que toda la Iglesia estaba anegada en lágrimas por la representación de los de su santísimo Hijo. Deseaba por tanto, queriéndose entregar únicamente a la contemplación de las acerbísimas penas que traspasaron el corazón de María al tiempo que los pérfidos judíos consumaron el más atroz de los delitos en el Calvario, que los dolores de María tuviesen una festividad particular en tiempo más desocupado. El animoso rey Felipe V, que juntaba a un mismo tiempo todas las cualidades de un valeroso soldado con las de un cristiano piadoso, se encargó de solicitar de la Silla apostólica la consecución de esta gracia. Se propuso por modelo el fervor de la Religión de los Siervos de María, cuya devoción en celebrar los dolores de esta soberana Reina es bien notoria por todo el mundo cristiano.
Sus preces tuvieron todo el efecto deseado; pues habiendo precedido el parecer favorable de la sagrada Congregación de Ritos, dado a 17 de septiembre de 1735, nuestro santísimo padre Clemente XII concedió el día 20 del mismo mes y año este consuelo a toda la Iglesia de España. En consecuencia deben ocuparse los fieles este día en la devota consideración de los dolores de la Reina de los Ángeles, teniendo presentes los testimonios de la santa Escritura que los comprueban, los dichos de los santos Padres que los testifican, y las consideraciones de los varones piadosos que los ponderan.
En dos distintos lugares de las sagradas Escrituras se hace mención de las acerbas penas que afligieron al inocente corazón de la Santa Virgen. El primero en el capítulo II de San Lucas, y el segundo en el XIX de San Juan. El primero contiene una profecía del santo anciano Simeón, en que la certificaba que su alma había de ser traspasada con un cuchillo; y en este instante la Santa Virgen, que sabía muy bien las Escrituras, vio a un golpe de vista los terribles tormentos que su Hijo había de padecer, y las acerbas penas que habían de resonar en su corazón. En aquel punto se la representaron las pinturas horrorosas que Isaías hace de Jesucristo paciente. Ya le veía humillado, escupido y abofeteado sin figura de hombre; otras veces se le representaba como un manso cordero que sin abrir su boca iba a ser sacrificado por los pecados del mundo. En aquel instante pudo exclamar con Jeremías: Ved, Señor, la tribulación que padezco: mi corazón se ha trastornado dentro del pecho, porque estoy llena de amargura. Pero todo esto era inferior al dolor que padeció después en la pasión sangrienta de su Hijo, cuánto va de la imaginación a la verdad. Así los dolores de María asistiendo a la cruz de su Hijo paciente tienen el aspecto más terrible que pueden tener, y así nos la representó San Juan. Este sagrado evangelista, exactísimo en referir las menudencias de la pasión de su Maestro, llega a hablar del tormento que al mismo tiempo padecía su Madre, y se contenta con decir solamente, que al tiempo de morir su Hijo estaba junto a la cruz. Pero en esto mismo se contiene tanta materia para considerar la intensión de los dolores de María, que apenas ha habido escritor piadoso que haya podido apurar en sus escritos todo el amargo cáliz que bebió entonces la Señora. Sin duda sus dolores en esta ocasión exceden la comprensión del entendimiento humano, y solamente se pueden llegar a percibir con algunas consideraciones piadosas.
Aunque no fijemos, pues, la consideración en aquel encuentro doloroso, que consideran los contemplativos, y afirma algún otro Padre; aunque no pensemos sobre el terrible dolor que penetró el corazón virginal cuando vio entre inmensas tropas de gentes al bendito Jesús llevar sobre sus hombros, hecho un Isaac verdadero, el leño donde había de ser sacrificado; aunque apartemos los ojos del quebranto que padeció cuando, cumpliéndose una profecía, vio al sol de justicia cubierto de negras sombras, y convertida en sangre la luna llena de gracia y de amargura; solamente con mirarla en la cima del monte sagrado y verdadero collado de María basta para conocer el mar de penas, la tempestad furiosa que combate su espíritu, y casi la sumerge en el profundo. Discúrrase una por una por cuantas penas sufrieron los mártires; considérense la espada de un Pablo, los leones de un Ignacio, las parrillas de un Lorenzo, las ruedas, los potros, las cruces, la escarificación y muerte de un Vicente, de una Eulalia, de un Justo y Pastor, y se hallará que todos sus tormentos son en comparación de los de María lo que una hoja en un monte, una gota de agua en el mar, una arena en la tierra, y un átomo pequeño comparado con el inmenso espacio del globo celeste. Aquella magnanimidad y fortaleza con que quiere ver morir a su Ismael, no debajo del árbol, sino pendiente de él ante los ojos del universo, despedazan sus entrañas con instrumentos más crueles que el fuego, el potro y el cuchillo. Su misma fortaleza la hace penetrar a todo riesgo la guardia de los soldados hasta llegar al funesto teatro donde se representó la más horrible tragedia que imaginaron jamás la crueldad, la envidia, la ingratitud y el despecho. En esta situación pudiera reconvenírsela a la Señora con aquellas palabras del real Profeta que dicen: Acordaos de que el hombre enemigo ha desafiado con osadía a su Señor, y ha determinado a fuerza de improperios irritar su santo nombre; pero el amor de María es magnánimo y más poderoso que la misma muerte. Ninguna reconvención será capaz de hacer que perdone dolor alguno a su inocente corazón. Puesta en el monte de mirra, prueba y apura todo el cáliz y amargura que la está preparado. No rehúsa los dolores, antes bien padece con su Hijo para beneficio del género humano.
Ya ve con sus mismos ojos a unas manos atrevidas que, haciendo de las ropas teñidas en sangre, despojan al inocente Jesús; ya ve que con una rabiosa furia le quitan la túnica inconsútil, obra de sus manos virginales, y que renovando las llagas de su sagrado cuerpo y cabeza, comienzan a correr de nuevo arroyos de sangre por su divino rostro; ya, en fin, aparece Jesucristo desnudo, sin más auxilio para la decencia que la que tiene el hombre por sí mismo cuando acaba de salir de las manos de la naturaleza, como dice San Ambrosio. Y la madre de honestidad y de pureza, cuyos ojos castísimos infundían decencia, penetrando sus miradas los secretos senos de las almas; aquella que entre todas las mujeres fue la primera que dio a la virginidad un precio inestimable y casi infinito, ¡cómo tendría su corazón, viendo a su Hijo, virgen de los vírgenes, en una desnudez tan afrentosa, y a la vista de tan innumerable multitud de gentes! Si el temor de la desnudez pudo tanto en unos pechos virginales, aunque gentiles, que él solo bastó para contener los horrendos suicidios que maquinaba la furia de un frenesí en las doncellas de Samos, ¿cuánto sentimiento causaría en el espíritu de la Virgen purísima ver a su Hijo desnudo, y que este oprobio era celebrado con risas desmesuradas, y baldonado con improperios y blasfemias? Clavados sus hermosos ojos en el endurecido cielo, estaría suspenso su espíritu, admirando los inescrutables consejos y adorables fines de la justicia del eterno Padre. ¡Suspensión dichosa, si la furia de los hombres permitiera continuarla! Pero ya oye el ruido de los martillos, y percibe como están clavando a su Hijo en el madero de la cruz. Suenan en sus oídos los chasquidos con que crujen los huesos del pecho sacratísimo al tiempo que entre inefables dolores se descoyuntan. Ya ve que conmoviéndose el pueblo, alzándose una extraña gritería, levantaban en alto la cruz para dejarla fija en el suelo. ¡Qué dolor tan agudo el de la benditísima Virgen en este punto! ¡Qué tormento el suyo cuando vio que clavado Jesús al madero, y moviéndose del uno al otro lado, se desgarraban más y más las sangrientas heridas! ¡Qué sentimiento al ver caer hilo a hilo la sangre divina sobre las piedras del Calvario, y aun sobre los mismos que le crucificaban, cuyos pecados estaban lavando con ella! ¡Qué angustia, en fin, la de aquel inocentísimo corazón cuando vio ya a Jesús cubierto de oprobios, y hecho el varón de dolores, como tenía profetizado Isaías! Su corazón quedó trastornado de dolor: la espada de su Hijo la atravesaba el alma en lo exterior, y dentro de su espíritu estaba la imagen de la misma muerte. Subversum est cor meum in memetipsa, quoniam amaritudine plena sum, foris interficit gladius, et domi mors similis est.
Nada hay ya en toda la naturaleza que pueda dar consolación a la afligida Señora. Si fija los ojos en la tierra, ve los copiosos arroyos de sangre que manan de las heridas del Crucificado: si quiere levantarlos al cielo, se estrellan inmediatamente con su lastimado Hijo: si mira a la multitud de chusma que puebla el Calvario, sus risas y sus blasfemias atormentan los ojos y los oídos; y si se para a contemplar se le ofrecen uno por uno los miembros dilacerados de Jesús, en que no ve más que salivas asquerosas, palidez, cardenales, heridas, sangre, horror y muerte. Su alma misma la sirve de tirano, porque la memoria la acuerda los inmensos beneficios que pagan ahora los ingratos hombres con una afrentosa muerte: su entendimiento la representa la suma inocencia de Jesucristo, y la infinita injusticia con que los hombres le han condenado la hace conocer que es verdadero Dios, que descendió del eterno Padre, con quien es una sustancia y la misma santidad por esencia. Y ve que este inocente, este bienhechor, este Rey de reyes, este Señor de todo lo visible e invisible, este Dios omnipotente, eterno e inmortal es tratado como loco, embaucador, revoltoso, tirano, y más facineroso que los más depravados hijos de las tinieblas. Ve el resplandor de la luz eterna trocado en negras sombras de oprobios. Ve la sabiduría infinita tratada de necedad e ignorancia; la comida de los Ángeles convertida en hieles y mirra; el poderoso que se ciñe la espada de su virtud sobre su muslo, abatido y derrocado a los pies de la hez del pueblo; el Esposo todo hermosísimo sobre los hijos de los hombres, amabilísimo sobre el amor encendido y abrasado, y dulcísimo más que el panal de miel formado en el monte de los Líbanos, afeado, despreciado, escupido, y hecho el oprobio y la fábula de la malignidad y el desprecio, ¡y esto con qué inhumanidad!, ¡con que afrenta!, ¡con qué escándalo de los cielos y la tierra! Hasta dejar el cuerpo de Jesucristo sin sanidad y sin figura de hombre; hasta hartar una hambre infinita de padecer, y hacer rebosar los oprobios, según la frase de un oráculo divino: Saturabitur opprobriis.
Todos estos tormentos, todos estos dolores los padecía María en calidad de madre, y madre la más tierna y sensible que puede imaginarse. Esta cualidad hace sus dolores de una esfera tan superior, que apenas cabe en el humano entendimiento, porque constituye al amor por uno de los principales agentes de su pena y amargura. El mismo Dios caracteriza en las santas Escrituras el amor maternal por superior a todos los amores, según la expresión del Espíritu Santo: es la hipérbole del dolor el que padece una madre por la muerte de su hijo unigénito; y de esta verdad hay testimonios repetidos en las sagradas y profanas historias. Jacob llora sin consuelo a su desgraciado José: Resfa no puede ver perecer delante de sus ojos el fruto de sus entrañas: David puebla los aires de voces lastimeras y gemidos por su hijo Absalon: Pompeya Tiburnia ve las ropas de su hijo teñidas de sangre, y le acompaña en el eterno sueño de la muerte: Emilia, hija de Valerio Torcuato, oye que su hijo andaba entre las espadas enemigas, y le cuesta la vida este peligro. Estos ejemplos de amor maternal pueden dar alguna idea de la sensación que causaría en la Madre de Dios ver la muerte de su Hijo; pero siempre es necesario advertir la gran diferencia que hay de hijos y de madres. El Hijo de María es amable sobre todos los bienes: es digno con dignidad infinita sobre todo lo visible e invisible: es la misma inocencia, todo amoroso, todo dulce, todo bueno, toco apacible. María es semejante en todo a su Hijo: su corazón es el centro de la compasión y misericordia; su genio es la misma apacibilidad y dulzura; su alma, la más amable, la más blanda, la más tierna y sensible, es la materia mejor dispuesta para padecer. La consideración de que su Hijo es Dios, abre las puertas al sentimiento; el sumo amor que como a tal le profesa, forma un raudal inmenso; las gracias casi infinitas que por la dignidad de Madre de Dios ha derramado el Espíritu divino sobre su alma, se emplean sin intermisión en ensanchar las orillas a este torrente; y la afrenta e inhumanidad con que ve padecer a su Hijo forman un profundo abismo de aguas amargas de tribulación y de desconsuelo: ve que pierde un Hijo infinitamente más amable que todos los hijos de los hombres; un Hijo a quien ama, no solamente con el amor natural de la madre, sino con el que le debía tener por haberle concebido sin más intervención que la del Espíritu Santo. Pierde un Hijo que es todo suyo, que así como fue eternamente engendrado sin madre, lo había sido también en tiempo sin padre, de solas sus virginales entrañas; y a este Hijo tan amado le oye en aquel triste sitio, tengo sed, y no le puede dar una sola gota de agua: ve que no tiene donde apoyar su cabeza, y no le puede servir de reclinatorio: le ve morir, finalmente, y no le puede dar amparo.
Parece que los dolores de María no podían ya llegar a mayor extremo; sin embargo, veía a su santísimo Hijo todavía vivo, y una vida tan preciosa, aunque llena de tanta humillación, no podía menos de dar algún consuelo a su alma. Iba ya Jesús a espirar cuando advirtió que le fijaba la vista como para decirle alguna cosa; y cuando pudiera esperar que con algún tierno y dulcísimo coloquio fortaleciese su angustiado corazón, vio que señalando a San Juan Evangelista le dijo con desmayada voz estas palabras: Mujer, ve ahí, ese es tu hijo . Los Santos no acaban de ponderar lo acerbo del dolor que fueron estas palabras para María, que quedó toda absorta y sorprendida al oírse llamar mujer en lugar de madre, y que le daba por hijo a un puro hombre, en lugar del Unigénito de Dios. Pero por grandes que fuesen sus amarguras en este punto, se doblaron todas cuando advirtió que el rostro sacratísimo de Jesús, más hermoso que los de todos los hombres, se cubría de la palidez y sombra de la muerte, que se le cerraban los ojos que eran el resplandor de la luz eterna, y que desmayando poco a poco el aliento, iba a dar el último suspiro; cuando, finalmente, vio que demudado todo, y clamando con una gran voz a su eterno Padre exhaló su santísima alma, consumando la grande obra de la redención del mundo, aquí fue el último desconsuelo de María: aquí se acabó de enlutar su corazón, y aquí se verificó lo que dice el abad Ruperto, esto es, que fue más que mártir. Y San Bernardino de Sena llegó a decir: Que fue tan extremado su dolor, que si llegase a dividir entre todas las criaturas sensibles, todas perecerían al momento. ¡Oh desconsolada Señora!, ¿a dónde volveréis ya vuestros ojos que no encuentren motivos de sentimiento? Vuestros amigos os han desamparado, y se han convertido en vuestros más crueles enemigos. La tierra os asusta con temblores espantosos; el aire os atormenta con los ecos de las blasfemias; el cielo se os oculta con negras y espesas tinieblas; el sol oscurecido niega sus alegres luces, y hasta el eterno Padre se hace sordo a los suspiros de vuestro corazón, y os deja con vuestro Hijo sumergida en las olas furiosas del más triste desamparo. Tanta multitud de dolores mueve a exclamar con San Buenaventura: ¡Oh corazón suavísimo, centro de amor, por qué te has convertido en corazón de dolor! Miro tu corazón, o Madre amabilísima y ya no es corazón, sino amarga hiel, y corazón de ajenjos.
Cuando no tuviese multiplicados testimonios de esta verdad en todas las iglesias, bastaría un San Ildefonso, arzobispo de Toledo, para autorizarla: sus obras manifiestan el grado de devoción y de ternura que tenía este santo Prelado para con la santa Virgen; y asimismo manifiesta la historia de su vida cuán bien se lo pagó la Señora, dignándose de bajar del cielo a ponerle con sus manos una sagrada vestidura.
Sin embargo de la multiplicidad de fiestas que la Iglesia de España tiene dedicadas a la Madre de Dios, con la circunstancia de haber tenido su principio en esta región muchas de ellas; sin embargo de la solemnidad y pompa con que se celebran infinitos octavarios a todos sus ministerios; sin embargo, en fin, de que no hay ciudad, pueblo ni aldea en que no haya alguna imagen dolorosa de la Reina de los Ángeles que sea venerada con especial devoción; con todo eso parece que el espíritu de esta nación piadosa, reunido en el corazón de sus católicos monarcas, no encontraba todavía todo el desahogo que requería su amor y su devoción fervorosa. Consideraban los españoles los dolores de la Virgen en el tiempo en que toda la Iglesia estaba anegada en lágrimas por la representación de los de su santísimo Hijo. Deseaba por tanto, queriéndose entregar únicamente a la contemplación de las acerbísimas penas que traspasaron el corazón de María al tiempo que los pérfidos judíos consumaron el más atroz de los delitos en el Calvario, que los dolores de María tuviesen una festividad particular en tiempo más desocupado. El animoso rey Felipe V, que juntaba a un mismo tiempo todas las cualidades de un valeroso soldado con las de un cristiano piadoso, se encargó de solicitar de la Silla apostólica la consecución de esta gracia. Se propuso por modelo el fervor de la Religión de los Siervos de María, cuya devoción en celebrar los dolores de esta soberana Reina es bien notoria por todo el mundo cristiano.
Sus preces tuvieron todo el efecto deseado; pues habiendo precedido el parecer favorable de la sagrada Congregación de Ritos, dado a 17 de septiembre de 1735, nuestro santísimo padre Clemente XII concedió el día 20 del mismo mes y año este consuelo a toda la Iglesia de España. En consecuencia deben ocuparse los fieles este día en la devota consideración de los dolores de la Reina de los Ángeles, teniendo presentes los testimonios de la santa Escritura que los comprueban, los dichos de los santos Padres que los testifican, y las consideraciones de los varones piadosos que los ponderan.
En dos distintos lugares de las sagradas Escrituras se hace mención de las acerbas penas que afligieron al inocente corazón de la Santa Virgen. El primero en el capítulo II de San Lucas, y el segundo en el XIX de San Juan. El primero contiene una profecía del santo anciano Simeón, en que la certificaba que su alma había de ser traspasada con un cuchillo; y en este instante la Santa Virgen, que sabía muy bien las Escrituras, vio a un golpe de vista los terribles tormentos que su Hijo había de padecer, y las acerbas penas que habían de resonar en su corazón. En aquel punto se la representaron las pinturas horrorosas que Isaías hace de Jesucristo paciente. Ya le veía humillado, escupido y abofeteado sin figura de hombre; otras veces se le representaba como un manso cordero que sin abrir su boca iba a ser sacrificado por los pecados del mundo. En aquel instante pudo exclamar con Jeremías: Ved, Señor, la tribulación que padezco: mi corazón se ha trastornado dentro del pecho, porque estoy llena de amargura. Pero todo esto era inferior al dolor que padeció después en la pasión sangrienta de su Hijo, cuánto va de la imaginación a la verdad. Así los dolores de María asistiendo a la cruz de su Hijo paciente tienen el aspecto más terrible que pueden tener, y así nos la representó San Juan. Este sagrado evangelista, exactísimo en referir las menudencias de la pasión de su Maestro, llega a hablar del tormento que al mismo tiempo padecía su Madre, y se contenta con decir solamente, que al tiempo de morir su Hijo estaba junto a la cruz. Pero en esto mismo se contiene tanta materia para considerar la intensión de los dolores de María, que apenas ha habido escritor piadoso que haya podido apurar en sus escritos todo el amargo cáliz que bebió entonces la Señora. Sin duda sus dolores en esta ocasión exceden la comprensión del entendimiento humano, y solamente se pueden llegar a percibir con algunas consideraciones piadosas.
Aunque no fijemos, pues, la consideración en aquel encuentro doloroso, que consideran los contemplativos, y afirma algún otro Padre; aunque no pensemos sobre el terrible dolor que penetró el corazón virginal cuando vio entre inmensas tropas de gentes al bendito Jesús llevar sobre sus hombros, hecho un Isaac verdadero, el leño donde había de ser sacrificado; aunque apartemos los ojos del quebranto que padeció cuando, cumpliéndose una profecía, vio al sol de justicia cubierto de negras sombras, y convertida en sangre la luna llena de gracia y de amargura; solamente con mirarla en la cima del monte sagrado y verdadero collado de María basta para conocer el mar de penas, la tempestad furiosa que combate su espíritu, y casi la sumerge en el profundo. Discúrrase una por una por cuantas penas sufrieron los mártires; considérense la espada de un Pablo, los leones de un Ignacio, las parrillas de un Lorenzo, las ruedas, los potros, las cruces, la escarificación y muerte de un Vicente, de una Eulalia, de un Justo y Pastor, y se hallará que todos sus tormentos son en comparación de los de María lo que una hoja en un monte, una gota de agua en el mar, una arena en la tierra, y un átomo pequeño comparado con el inmenso espacio del globo celeste. Aquella magnanimidad y fortaleza con que quiere ver morir a su Ismael, no debajo del árbol, sino pendiente de él ante los ojos del universo, despedazan sus entrañas con instrumentos más crueles que el fuego, el potro y el cuchillo. Su misma fortaleza la hace penetrar a todo riesgo la guardia de los soldados hasta llegar al funesto teatro donde se representó la más horrible tragedia que imaginaron jamás la crueldad, la envidia, la ingratitud y el despecho. En esta situación pudiera reconvenírsela a la Señora con aquellas palabras del real Profeta que dicen: Acordaos de que el hombre enemigo ha desafiado con osadía a su Señor, y ha determinado a fuerza de improperios irritar su santo nombre; pero el amor de María es magnánimo y más poderoso que la misma muerte. Ninguna reconvención será capaz de hacer que perdone dolor alguno a su inocente corazón. Puesta en el monte de mirra, prueba y apura todo el cáliz y amargura que la está preparado. No rehúsa los dolores, antes bien padece con su Hijo para beneficio del género humano.
Ya ve con sus mismos ojos a unas manos atrevidas que, haciendo de las ropas teñidas en sangre, despojan al inocente Jesús; ya ve que con una rabiosa furia le quitan la túnica inconsútil, obra de sus manos virginales, y que renovando las llagas de su sagrado cuerpo y cabeza, comienzan a correr de nuevo arroyos de sangre por su divino rostro; ya, en fin, aparece Jesucristo desnudo, sin más auxilio para la decencia que la que tiene el hombre por sí mismo cuando acaba de salir de las manos de la naturaleza, como dice San Ambrosio. Y la madre de honestidad y de pureza, cuyos ojos castísimos infundían decencia, penetrando sus miradas los secretos senos de las almas; aquella que entre todas las mujeres fue la primera que dio a la virginidad un precio inestimable y casi infinito, ¡cómo tendría su corazón, viendo a su Hijo, virgen de los vírgenes, en una desnudez tan afrentosa, y a la vista de tan innumerable multitud de gentes! Si el temor de la desnudez pudo tanto en unos pechos virginales, aunque gentiles, que él solo bastó para contener los horrendos suicidios que maquinaba la furia de un frenesí en las doncellas de Samos, ¿cuánto sentimiento causaría en el espíritu de la Virgen purísima ver a su Hijo desnudo, y que este oprobio era celebrado con risas desmesuradas, y baldonado con improperios y blasfemias? Clavados sus hermosos ojos en el endurecido cielo, estaría suspenso su espíritu, admirando los inescrutables consejos y adorables fines de la justicia del eterno Padre. ¡Suspensión dichosa, si la furia de los hombres permitiera continuarla! Pero ya oye el ruido de los martillos, y percibe como están clavando a su Hijo en el madero de la cruz. Suenan en sus oídos los chasquidos con que crujen los huesos del pecho sacratísimo al tiempo que entre inefables dolores se descoyuntan. Ya ve que conmoviéndose el pueblo, alzándose una extraña gritería, levantaban en alto la cruz para dejarla fija en el suelo. ¡Qué dolor tan agudo el de la benditísima Virgen en este punto! ¡Qué tormento el suyo cuando vio que clavado Jesús al madero, y moviéndose del uno al otro lado, se desgarraban más y más las sangrientas heridas! ¡Qué sentimiento al ver caer hilo a hilo la sangre divina sobre las piedras del Calvario, y aun sobre los mismos que le crucificaban, cuyos pecados estaban lavando con ella! ¡Qué angustia, en fin, la de aquel inocentísimo corazón cuando vio ya a Jesús cubierto de oprobios, y hecho el varón de dolores, como tenía profetizado Isaías! Su corazón quedó trastornado de dolor: la espada de su Hijo la atravesaba el alma en lo exterior, y dentro de su espíritu estaba la imagen de la misma muerte. Subversum est cor meum in memetipsa, quoniam amaritudine plena sum, foris interficit gladius, et domi mors similis est.
Nada hay ya en toda la naturaleza que pueda dar consolación a la afligida Señora. Si fija los ojos en la tierra, ve los copiosos arroyos de sangre que manan de las heridas del Crucificado: si quiere levantarlos al cielo, se estrellan inmediatamente con su lastimado Hijo: si mira a la multitud de chusma que puebla el Calvario, sus risas y sus blasfemias atormentan los ojos y los oídos; y si se para a contemplar se le ofrecen uno por uno los miembros dilacerados de Jesús, en que no ve más que salivas asquerosas, palidez, cardenales, heridas, sangre, horror y muerte. Su alma misma la sirve de tirano, porque la memoria la acuerda los inmensos beneficios que pagan ahora los ingratos hombres con una afrentosa muerte: su entendimiento la representa la suma inocencia de Jesucristo, y la infinita injusticia con que los hombres le han condenado la hace conocer que es verdadero Dios, que descendió del eterno Padre, con quien es una sustancia y la misma santidad por esencia. Y ve que este inocente, este bienhechor, este Rey de reyes, este Señor de todo lo visible e invisible, este Dios omnipotente, eterno e inmortal es tratado como loco, embaucador, revoltoso, tirano, y más facineroso que los más depravados hijos de las tinieblas. Ve el resplandor de la luz eterna trocado en negras sombras de oprobios. Ve la sabiduría infinita tratada de necedad e ignorancia; la comida de los Ángeles convertida en hieles y mirra; el poderoso que se ciñe la espada de su virtud sobre su muslo, abatido y derrocado a los pies de la hez del pueblo; el Esposo todo hermosísimo sobre los hijos de los hombres, amabilísimo sobre el amor encendido y abrasado, y dulcísimo más que el panal de miel formado en el monte de los Líbanos, afeado, despreciado, escupido, y hecho el oprobio y la fábula de la malignidad y el desprecio, ¡y esto con qué inhumanidad!, ¡con que afrenta!, ¡con qué escándalo de los cielos y la tierra! Hasta dejar el cuerpo de Jesucristo sin sanidad y sin figura de hombre; hasta hartar una hambre infinita de padecer, y hacer rebosar los oprobios, según la frase de un oráculo divino: Saturabitur opprobriis.
Todos estos tormentos, todos estos dolores los padecía María en calidad de madre, y madre la más tierna y sensible que puede imaginarse. Esta cualidad hace sus dolores de una esfera tan superior, que apenas cabe en el humano entendimiento, porque constituye al amor por uno de los principales agentes de su pena y amargura. El mismo Dios caracteriza en las santas Escrituras el amor maternal por superior a todos los amores, según la expresión del Espíritu Santo: es la hipérbole del dolor el que padece una madre por la muerte de su hijo unigénito; y de esta verdad hay testimonios repetidos en las sagradas y profanas historias. Jacob llora sin consuelo a su desgraciado José: Resfa no puede ver perecer delante de sus ojos el fruto de sus entrañas: David puebla los aires de voces lastimeras y gemidos por su hijo Absalon: Pompeya Tiburnia ve las ropas de su hijo teñidas de sangre, y le acompaña en el eterno sueño de la muerte: Emilia, hija de Valerio Torcuato, oye que su hijo andaba entre las espadas enemigas, y le cuesta la vida este peligro. Estos ejemplos de amor maternal pueden dar alguna idea de la sensación que causaría en la Madre de Dios ver la muerte de su Hijo; pero siempre es necesario advertir la gran diferencia que hay de hijos y de madres. El Hijo de María es amable sobre todos los bienes: es digno con dignidad infinita sobre todo lo visible e invisible: es la misma inocencia, todo amoroso, todo dulce, todo bueno, toco apacible. María es semejante en todo a su Hijo: su corazón es el centro de la compasión y misericordia; su genio es la misma apacibilidad y dulzura; su alma, la más amable, la más blanda, la más tierna y sensible, es la materia mejor dispuesta para padecer. La consideración de que su Hijo es Dios, abre las puertas al sentimiento; el sumo amor que como a tal le profesa, forma un raudal inmenso; las gracias casi infinitas que por la dignidad de Madre de Dios ha derramado el Espíritu divino sobre su alma, se emplean sin intermisión en ensanchar las orillas a este torrente; y la afrenta e inhumanidad con que ve padecer a su Hijo forman un profundo abismo de aguas amargas de tribulación y de desconsuelo: ve que pierde un Hijo infinitamente más amable que todos los hijos de los hombres; un Hijo a quien ama, no solamente con el amor natural de la madre, sino con el que le debía tener por haberle concebido sin más intervención que la del Espíritu Santo. Pierde un Hijo que es todo suyo, que así como fue eternamente engendrado sin madre, lo había sido también en tiempo sin padre, de solas sus virginales entrañas; y a este Hijo tan amado le oye en aquel triste sitio, tengo sed, y no le puede dar una sola gota de agua: ve que no tiene donde apoyar su cabeza, y no le puede servir de reclinatorio: le ve morir, finalmente, y no le puede dar amparo.
Parece que los dolores de María no podían ya llegar a mayor extremo; sin embargo, veía a su santísimo Hijo todavía vivo, y una vida tan preciosa, aunque llena de tanta humillación, no podía menos de dar algún consuelo a su alma. Iba ya Jesús a espirar cuando advirtió que le fijaba la vista como para decirle alguna cosa; y cuando pudiera esperar que con algún tierno y dulcísimo coloquio fortaleciese su angustiado corazón, vio que señalando a San Juan Evangelista le dijo con desmayada voz estas palabras: Mujer, ve ahí, ese es tu hijo . Los Santos no acaban de ponderar lo acerbo del dolor que fueron estas palabras para María, que quedó toda absorta y sorprendida al oírse llamar mujer en lugar de madre, y que le daba por hijo a un puro hombre, en lugar del Unigénito de Dios. Pero por grandes que fuesen sus amarguras en este punto, se doblaron todas cuando advirtió que el rostro sacratísimo de Jesús, más hermoso que los de todos los hombres, se cubría de la palidez y sombra de la muerte, que se le cerraban los ojos que eran el resplandor de la luz eterna, y que desmayando poco a poco el aliento, iba a dar el último suspiro; cuando, finalmente, vio que demudado todo, y clamando con una gran voz a su eterno Padre exhaló su santísima alma, consumando la grande obra de la redención del mundo, aquí fue el último desconsuelo de María: aquí se acabó de enlutar su corazón, y aquí se verificó lo que dice el abad Ruperto, esto es, que fue más que mártir. Y San Bernardino de Sena llegó a decir: Que fue tan extremado su dolor, que si llegase a dividir entre todas las criaturas sensibles, todas perecerían al momento. ¡Oh desconsolada Señora!, ¿a dónde volveréis ya vuestros ojos que no encuentren motivos de sentimiento? Vuestros amigos os han desamparado, y se han convertido en vuestros más crueles enemigos. La tierra os asusta con temblores espantosos; el aire os atormenta con los ecos de las blasfemias; el cielo se os oculta con negras y espesas tinieblas; el sol oscurecido niega sus alegres luces, y hasta el eterno Padre se hace sordo a los suspiros de vuestro corazón, y os deja con vuestro Hijo sumergida en las olas furiosas del más triste desamparo. Tanta multitud de dolores mueve a exclamar con San Buenaventura: ¡Oh corazón suavísimo, centro de amor, por qué te has convertido en corazón de dolor! Miro tu corazón, o Madre amabilísima y ya no es corazón, sino amarga hiel, y corazón de ajenjos.
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