De San Severo, obispo de Barcelona conforme a la tradición, y mártir durante la persecución de Diocleciano, apenas existe ninguna noticia segura. El eminente publicista Lorenzo Riber afirma que "no hay modo de determinar la fecha de su gobierno en aquella diócesis". Más aún: algunos historiadores han llegado a dudar de la misma existencia del Santo. En realidad, no poseemos documentos convincentes ni sobre su vida y su gobierno de la diócesis de Barcelona ni sobre su martirio. Las actas que de éste se conservan pertenecen a un período muy posterior, seguramente el siglo VI, en que tantas leyendas se consignaron en este género de literatura.
Indicaremos, pues, brevemente lo que nos transmite la tradición como más verosímil, a lo que añadiremos los hechos fundamentales que contienen estas actas posteriores.
Según se refiere, Severo nació en Barcelona de familia distinguida y recibió una esmerada educación, como a su rango correspondía. En el himno de su oficio se expresa claramente su condición de ciudadano de Barcelona. La tradición no nos comunica datos especiales sobre su vida anterior a su episcopado; pero da por supuesto que recibió una educación cristiana y que se dedicó al estado eclesiástico. En cambio, claramente consigna la noticia de que fue elevado al obispado de Barcelona, donde se distinguió por su celo por las almas, que Dios le había confiado.
Así, pues, Severo sería obispo de Barcelona en torno al año 300. La Iglesia de España había llegado, ya entonces, a un estado de relativa prosperidad, como lo demostró el concilio de Elvira, celebrado entre los años 300 y 305, al que asistieron representantes de toda la Península, y el gran número de mártires que en todas las regiones de España hubo durante la persecución de Diocleciano de 303 a 305. Particularmente la región Tarraconense, a la que pertenecía Barcelona, había dado ya muestras del arraigo del cristianismo en la persecución de Valeriano del año 256 con sus célebres mártires, el obispo San Fructuoso de Tarragona y sus dos diáconos Eulogio y Augurio. Así, pues. podemos fácilmente imaginarnos la nutrida y fervorosa cristiandad de Barcelona, y particularmente a su digno obispo Severo, que trataba de prepararla para las luchas que se avecinaban.
De hecho, aunque desde hacía largo tiempo disfrutaban los cristianos de relativa paz, que tanto les había servido para su reorganización y crecimiento, y el mismo Diocieciano (284-305) durante los doce primeros años de su gobierno usó con ellos una amplia tolerancia, ya a fines del siglo III, hacia el año 297, el césar Galerio había inducido al emperador a realizar una especie de depuración del ejército, por lo cual hubo por este tiempo algunos martirios. En España precisamente se inició con particular virulencia esta persecución, de la que fueron víctimas San Emeterio y Celedonio en Calahorra, San Marcelo en León, las Santas Justa y Rufina en Sevilla, y otros semejantes. Así, pues, ante el peligro que se cernía sobre los cristianos y que bien pronto estallaría en la más sangrienta de las persecuciones, el obispo Severo desarrollaría una intensa actividad apostólica, preparando a los fieles para los más difíciles combates por la fe e incluso para derramar la sangre por Cristo, si era necesario.
Bien pronto llegó la ocasión para muchos de probar con las obras lo que tal vez en su interior habían deseado y ofrecido a Dios. En efecto, la persecución de Diocleciano, debida en gran parte a la malevolencia de Galerio, del filósofo Hierocles y algunos cortesanos, estalló durante el invierno del año 202 al 203, y, en una serie de cinco edictos, fue agravando hasta lo sumo la situación de los cristianos. Por lo que a España se refiere, la tradición presenta al presidente Daciano, sobre el cual recientemente se han planteado diversos problemas, como enviado especial del emperador, que con inusitada crueldad aplicó en las diversas regiones de la Península las disposiciones imperiales, dando ocasión al heroísmo de insignes mártires.
Las actas posteriores, mezclando, como es costumbre de este género de literatura, los datos históricos con multitud de adiciones inciertas y legendarias, nos presenta a Daciano entrando en la provincia romana de Hispania por Gerona y Barcelona. Efectivamente, ya en su primer choque con la población cristiana, ocasionó los ilustres martirios de San Félix, en Gerona, y San Cucufate, en el Castro Octaviano, próximo a Barcelona, lugar ocupado hoy día por San Cugat del Vallés. Pero, apenas llegado a Barcelona, siguiendo Daciano la consigna de las últimas persecuciones, de procurar eliminar cuanto antes a los dirigentes cristianos, ordenó prender al obispo Severo, de cuya rectitud y ardiente celo estaba bien informado. Pues, si conseguía, a fuerza de tormentos, obligarlo a renegar públicamente de su fe, esto sería sumamente eficaz para obtener la apostasía de gran parte de las masas cristianas.
Al tener, pues, noticias el santo obispo Severo sobre las intenciones y órdenes del presidente, según refieren las actas y lo juzgamos sumamente verosímil, juzgó que era conveniente ocultarse, como habían hecho en otro tiempo San Cipriano y otros mártires, pues de este modo podía continuar alentando y sosteniendo a los fieles. Así, pues, retiróse al otro lado de la montaña, a cuyas faldas se recuesta la ciudad, y llegó al Castro Octaviano, que, según lo anteriormente indicado, era el actual San Cugat. Y por cierto la leyenda ha tejido aquí uno de aquellos inventos tan frecuentes y característicos en las persecuciones de les cristianos, cuya finalidad no es otra que hacer ver la providencia de Dios sobre los suyos. En efecto, nos refiere que, al llegar San Severo a la entrada del lugar, vio a un hortelano que estaba sembrando habas en su campo, y, reconociéndolo como cristiano, después de haberlo alentado a la constancia en la fe en medio de la persecución, le advirtió que, si venían los esbirros del presidente en busca del obispo, les dijera claramente que había pasado por allí.
Entretanto, sabiendo Daciano que el obispo Severo se había escapado y trataba de esconderse, envió un pelotón de soldados en su busca, con la orden expresa y terminante de terminar con él o traérselo preso ante su tribunal. Llegaron, pues, a la entrada del Castro Octaviano, y se encontraron con el hortelano Emeterio poco después de la conversación que con él había tenido Severo. Pero en ese breve intervalo, Dios había obrado un gran prodigio, pues las habas sembradas por el hortelano habían crecido rápidamente y estaban ya en flor. Al preguntarle, pues, los emisarios de Daciano si había visto al obispo Severo, respondióles que, en efecto, había pasado por allí. Pero, al insistir ellos sobre el tiempo en que esto había sucedido, repuso que cuando estaba sembrando las habas. Esta respuesta excitó la furia de los soldados, pues viendo las habas ya en flor, juzgaron que aquel hombre se burlaba de ellos. Así, pues, lo prendieron y se lo llevaron consigo al Castro Octaviano.
Pero, entretanto, Severo había tomado su decisión. Sabiendo que habían llegado los emisarios del presidente, se presentó espontáneamente ante ellos, e inmediatamente fue apresado juntamente con otros cuatro sacerdotes de Barcelona que con él se hallaban. Y allí mismo, en el Castro Octaviano, se desarrolló rápidamente el sacrificio de aquellas víctimas. Los cuatro sacerdotes compañeros del obispo Severo fueron azotados bárbaramente, según la costumbre romana, y finalmente pasados por la espada. Lo mismo hicieron a continuación con el hortelano Emeterio, que se mantenía firme en su profesión de cristiano. Con todo esto pensaron que el obispo se atemorizaría y al fin ofrecería sacrificio a los dioses; pero, lejos de eso, persistía con más entusiasmo que nunca en su confesión. Azotáronlo entonces con cuerdas armadas de pedazos de plomo. Mas, como vieran que todo era inútil, tomó uno de ellos un clavo de hierro y se lo fijó sobre la cabeza, mientras otro le daba con una maza hasta clavárselo por completo.
En esta forma, el santo obispo Severo cayó al suelo exánime. Evidentemente bastaba este tormento para darle la muerte, y algunos suponen que murió inmediatamente. Pero las actas añaden que, de hecho, no había muerto, si bien los soldados lo dejaron abandonado en Castro Octaviano o San Cugat y volvieron a Barcelona; pero, acudiendo entonces los cristianos y viendo que su amado obispo estaba todavía vivo, intentaron socorrerlo; pero, de hecho, murió poco después en sus brazos mientras les daba su paternal bendición.
Otras noticias posteriores, más o menos fidedignas., nos aseguran que los restos del glorioso mártir San Severo fueron sepultados allí mismo en San Cugat, donde no mucho después se levantó una iglesia con el título de San Severo. A su lado se construyó más tarde el célebre monasterio benedictino, bien conocido todavía en nuestros días, y al derruirse aquella iglesia, las reliquias de San Severo fueron trasladadas a la del nuevo monasterio. Más tarde, a principios del siglo xv, fueron llevadas algunas de ellas a Barcelona, y con esta ocasión se refieren algunos milagros, sobre todo el que obró con el rey don Martín de Aragón, a quien curó repentinamente una pierna que iban a cortarle. Su culto es antiquísimo en España, particularmente en Barcelona. San Severo es el modelo del obispo cristiano, con su entrañable amor hacia sus ovejas y los desvelos que por su bien material y espiritual se toma, y con el espíritu de magnanimidad y fortaleza en sobrellevar toda clase de sacrificios, tormentos y aun la misma muerte en defensa de su fe.
Indicaremos, pues, brevemente lo que nos transmite la tradición como más verosímil, a lo que añadiremos los hechos fundamentales que contienen estas actas posteriores.
Según se refiere, Severo nació en Barcelona de familia distinguida y recibió una esmerada educación, como a su rango correspondía. En el himno de su oficio se expresa claramente su condición de ciudadano de Barcelona. La tradición no nos comunica datos especiales sobre su vida anterior a su episcopado; pero da por supuesto que recibió una educación cristiana y que se dedicó al estado eclesiástico. En cambio, claramente consigna la noticia de que fue elevado al obispado de Barcelona, donde se distinguió por su celo por las almas, que Dios le había confiado.
Así, pues, Severo sería obispo de Barcelona en torno al año 300. La Iglesia de España había llegado, ya entonces, a un estado de relativa prosperidad, como lo demostró el concilio de Elvira, celebrado entre los años 300 y 305, al que asistieron representantes de toda la Península, y el gran número de mártires que en todas las regiones de España hubo durante la persecución de Diocleciano de 303 a 305. Particularmente la región Tarraconense, a la que pertenecía Barcelona, había dado ya muestras del arraigo del cristianismo en la persecución de Valeriano del año 256 con sus célebres mártires, el obispo San Fructuoso de Tarragona y sus dos diáconos Eulogio y Augurio. Así, pues. podemos fácilmente imaginarnos la nutrida y fervorosa cristiandad de Barcelona, y particularmente a su digno obispo Severo, que trataba de prepararla para las luchas que se avecinaban.
De hecho, aunque desde hacía largo tiempo disfrutaban los cristianos de relativa paz, que tanto les había servido para su reorganización y crecimiento, y el mismo Diocieciano (284-305) durante los doce primeros años de su gobierno usó con ellos una amplia tolerancia, ya a fines del siglo III, hacia el año 297, el césar Galerio había inducido al emperador a realizar una especie de depuración del ejército, por lo cual hubo por este tiempo algunos martirios. En España precisamente se inició con particular virulencia esta persecución, de la que fueron víctimas San Emeterio y Celedonio en Calahorra, San Marcelo en León, las Santas Justa y Rufina en Sevilla, y otros semejantes. Así, pues, ante el peligro que se cernía sobre los cristianos y que bien pronto estallaría en la más sangrienta de las persecuciones, el obispo Severo desarrollaría una intensa actividad apostólica, preparando a los fieles para los más difíciles combates por la fe e incluso para derramar la sangre por Cristo, si era necesario.
Bien pronto llegó la ocasión para muchos de probar con las obras lo que tal vez en su interior habían deseado y ofrecido a Dios. En efecto, la persecución de Diocleciano, debida en gran parte a la malevolencia de Galerio, del filósofo Hierocles y algunos cortesanos, estalló durante el invierno del año 202 al 203, y, en una serie de cinco edictos, fue agravando hasta lo sumo la situación de los cristianos. Por lo que a España se refiere, la tradición presenta al presidente Daciano, sobre el cual recientemente se han planteado diversos problemas, como enviado especial del emperador, que con inusitada crueldad aplicó en las diversas regiones de la Península las disposiciones imperiales, dando ocasión al heroísmo de insignes mártires.
Las actas posteriores, mezclando, como es costumbre de este género de literatura, los datos históricos con multitud de adiciones inciertas y legendarias, nos presenta a Daciano entrando en la provincia romana de Hispania por Gerona y Barcelona. Efectivamente, ya en su primer choque con la población cristiana, ocasionó los ilustres martirios de San Félix, en Gerona, y San Cucufate, en el Castro Octaviano, próximo a Barcelona, lugar ocupado hoy día por San Cugat del Vallés. Pero, apenas llegado a Barcelona, siguiendo Daciano la consigna de las últimas persecuciones, de procurar eliminar cuanto antes a los dirigentes cristianos, ordenó prender al obispo Severo, de cuya rectitud y ardiente celo estaba bien informado. Pues, si conseguía, a fuerza de tormentos, obligarlo a renegar públicamente de su fe, esto sería sumamente eficaz para obtener la apostasía de gran parte de las masas cristianas.
Al tener, pues, noticias el santo obispo Severo sobre las intenciones y órdenes del presidente, según refieren las actas y lo juzgamos sumamente verosímil, juzgó que era conveniente ocultarse, como habían hecho en otro tiempo San Cipriano y otros mártires, pues de este modo podía continuar alentando y sosteniendo a los fieles. Así, pues, retiróse al otro lado de la montaña, a cuyas faldas se recuesta la ciudad, y llegó al Castro Octaviano, que, según lo anteriormente indicado, era el actual San Cugat. Y por cierto la leyenda ha tejido aquí uno de aquellos inventos tan frecuentes y característicos en las persecuciones de les cristianos, cuya finalidad no es otra que hacer ver la providencia de Dios sobre los suyos. En efecto, nos refiere que, al llegar San Severo a la entrada del lugar, vio a un hortelano que estaba sembrando habas en su campo, y, reconociéndolo como cristiano, después de haberlo alentado a la constancia en la fe en medio de la persecución, le advirtió que, si venían los esbirros del presidente en busca del obispo, les dijera claramente que había pasado por allí.
Entretanto, sabiendo Daciano que el obispo Severo se había escapado y trataba de esconderse, envió un pelotón de soldados en su busca, con la orden expresa y terminante de terminar con él o traérselo preso ante su tribunal. Llegaron, pues, a la entrada del Castro Octaviano, y se encontraron con el hortelano Emeterio poco después de la conversación que con él había tenido Severo. Pero en ese breve intervalo, Dios había obrado un gran prodigio, pues las habas sembradas por el hortelano habían crecido rápidamente y estaban ya en flor. Al preguntarle, pues, los emisarios de Daciano si había visto al obispo Severo, respondióles que, en efecto, había pasado por allí. Pero, al insistir ellos sobre el tiempo en que esto había sucedido, repuso que cuando estaba sembrando las habas. Esta respuesta excitó la furia de los soldados, pues viendo las habas ya en flor, juzgaron que aquel hombre se burlaba de ellos. Así, pues, lo prendieron y se lo llevaron consigo al Castro Octaviano.
Pero, entretanto, Severo había tomado su decisión. Sabiendo que habían llegado los emisarios del presidente, se presentó espontáneamente ante ellos, e inmediatamente fue apresado juntamente con otros cuatro sacerdotes de Barcelona que con él se hallaban. Y allí mismo, en el Castro Octaviano, se desarrolló rápidamente el sacrificio de aquellas víctimas. Los cuatro sacerdotes compañeros del obispo Severo fueron azotados bárbaramente, según la costumbre romana, y finalmente pasados por la espada. Lo mismo hicieron a continuación con el hortelano Emeterio, que se mantenía firme en su profesión de cristiano. Con todo esto pensaron que el obispo se atemorizaría y al fin ofrecería sacrificio a los dioses; pero, lejos de eso, persistía con más entusiasmo que nunca en su confesión. Azotáronlo entonces con cuerdas armadas de pedazos de plomo. Mas, como vieran que todo era inútil, tomó uno de ellos un clavo de hierro y se lo fijó sobre la cabeza, mientras otro le daba con una maza hasta clavárselo por completo.
En esta forma, el santo obispo Severo cayó al suelo exánime. Evidentemente bastaba este tormento para darle la muerte, y algunos suponen que murió inmediatamente. Pero las actas añaden que, de hecho, no había muerto, si bien los soldados lo dejaron abandonado en Castro Octaviano o San Cugat y volvieron a Barcelona; pero, acudiendo entonces los cristianos y viendo que su amado obispo estaba todavía vivo, intentaron socorrerlo; pero, de hecho, murió poco después en sus brazos mientras les daba su paternal bendición.
Otras noticias posteriores, más o menos fidedignas., nos aseguran que los restos del glorioso mártir San Severo fueron sepultados allí mismo en San Cugat, donde no mucho después se levantó una iglesia con el título de San Severo. A su lado se construyó más tarde el célebre monasterio benedictino, bien conocido todavía en nuestros días, y al derruirse aquella iglesia, las reliquias de San Severo fueron trasladadas a la del nuevo monasterio. Más tarde, a principios del siglo xv, fueron llevadas algunas de ellas a Barcelona, y con esta ocasión se refieren algunos milagros, sobre todo el que obró con el rey don Martín de Aragón, a quien curó repentinamente una pierna que iban a cortarle. Su culto es antiquísimo en España, particularmente en Barcelona. San Severo es el modelo del obispo cristiano, con su entrañable amor hacia sus ovejas y los desvelos que por su bien material y espiritual se toma, y con el espíritu de magnanimidad y fortaleza en sobrellevar toda clase de sacrificios, tormentos y aun la misma muerte en defensa de su fe.
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