Es el año 231. Orígenes, perseguido en su patria, acaba de llegar a Palestina. Su escuela se ha desplazado de Alejandría a Cesarea; ya no es el Egipto, son las provincias del Asia las que se conmueven ante la voz del gran maestro alejandrino. Cristianos y paganos, judíos y herejes, pasan por su cátedra. Unos vienen de tierras lejanas, atraídos por el prestigio de su enseñanza; otros, de paso por Cesarea, no han podido resistir a la curiosidad de oírle una vez, y después se han quedado a su lado largos años.
Esto le ha sucedido al joven Tedoro. Un día llegó acompañando a una hermana suya, que venía a juntarse con su marido, abogado del gobernador de Palestina. Su intención era trasladarse luego a estudiar leyes en Berito, ciudad de Fenicia, que era la Bolonia de aquel tiempo en Oriente. Pero en Cesarea oyó hablar del catequista cristiano; fue a oírle, y salió entusiasmado. No cesaba de ponderar al sabio, y decía: «Este es el primero, el más hermoso día de mi vida; hoy ha salido el sol para mí.» Sin embargo, Teodoro no era cristiano. Nacido en Neocesarea, capital del Ponto, había sido educado en el paganismo por un padre aferrado a sus supersticiones. A los catorce años quedó huérfano, «y sin este suceso—dice él mismo—, no creo que hubiera llegado a conocer al Verbo verdadero y saludable». Terminados los estudios de la escuela primaria, empezó a aprender la retórica, el derecho y la lengua latina, «admirable, magnífica y muy a propósito para la majestad del Imperio», son sus palabras. Empujado por ansias de saber, por los sueños dorados de los triunfos forenses, y por el ímpetu de sus dieciocho años, iba ahora a completar su formación, cuando la magia de la elocuencia de Orígenes cambia la orientación de su vida.
Como sólo tenía un conocimiento ligero del cristianismo, el hábil profesor empezó a descubrirle gradualmente la luz de la verdad. La filosofía, le dijo, tiene para nuestra vida una importancia superior a la jurisprudencia. El hombre, ante todo, debe cultivar la razón para aprender a conocerse a sí mismo, a distinguir los verdaderos bienes que debe buscar, y los verdaderos males que debe evitar; sin este estudio de la sabiduría, la vida carece de dirección y se disipa en las cosas exteriores sin decoro y sin nobleza. Esto es lo que le distingue de los animales, que caminan a ciegas, sin saber de dónde vienen, ni a dónde van. Estas reflexiones hicieron tal impresión en el joven, que varios años más tarde todavía las conservaba frescas en la memoria. «Fuí cogido—dice el joven estudiante—como un pájaro en la red del cazador. Ese hombre me fascinaba con el encanto de su palabra; tenía un acento tan dulce, tan persuasivo, que era imposible resistir. Su bondad, su ternura ingeniosa acababan de ganar las almas que su elocuencia había convencido.» El jurista se convirtió en teólogo; nuevos horizontes se abrieron para él; entregóse por completo a la enseñanza del maestro, y resuelto a tomarle como dechado en su conducta, decidióse a vivir intensamente la moral del Evangelio. Hasta quiso cambiar de nombre: pareciéndole el que antes tenía algo pretencioso—don de Dios—, llamóse en adelante Gregorio—el vigilante.
El programa didáctico de Orígenes era amplio y comprensivo, pero quiso que lo fuese más para este joven, en quien había encontrado un alma privilegiada. «Sería mi gusto—le escribía poco después de aquella transformación— que el cristianismo fuese el término final de todos los esfuerzos de un espíritu tan bien dotado como el tuyo. Pero, a fin de conseguir más fácilmente ese fin, es conveniente que tomes de la filosofía griega el ciclo entero de las ciencias preparatorias al cristianismo, buscando aun en la geometría y en la astronomía una ayuda para la interpretación de los libros santos. Los filósofos consideran a las artes liberales como auxiliares de la filosofía; y esto es para nosotros la filosofía misma: un auxiliar, una preparación al cristianismo.»
Este ciclo lo recorrió Gregorio, entero, al lado de Orígenes, empezando por la dialéctica, siguiendo con la física, «las santas matemáticas y la astronomía», y pasando luego a la moral, «que parecía estar encarnada en el mismo maestro». A la moral siguió la metafísica, con la exposición de todos los sistemas filosóficos y el estudio de todos los escritores, exceptuando únicamente los que negaban la existencia de Dios y la Providencia. «Nos hablaba de todo—dice Gregorio—; nada quedaba oculto e inaccesible para nosotros. Griego o bárbaro, místico o político, divino o humano, cualquier libro estaba permitido para nosotros, pudiendo analizarle con libertad y gozar de todos los bienes del alma.» Sólo las exigencias de la vida pudieron interrumpir aquella exploración apasionada de la verdad. Reclamado por los suyos, después de ocho años de aprendizaje, hubo de volver a su tierra; pero antes quiso despedirse de su maestro y darle gracias públicamente en la asamblea de los cristianos. Tenemos aún este discurso, donde se refleja el entusiasmo juvenil de los veinticinco años. No se distingue, ciertamente, por la sobriedad del estilo; pero el énfasis retórico de la escuela no llega a encubrir la corriente del sentimiento y del amor sincero por la ciencia sagrada. Gregorio ha vivido durante ocho años en un paraíso de delicias, del cual viene a sacarle la vida con su espada inexorable. Da gracias «al Rey y moderador de las cosas y fuente perenne de todos los bienes, al rector y salvador de nuestras almas, su primogénito el Verbo, hacedor y gobernador de todo, y al ángel bueno, amable pedagogo, que le alimenta y le sostiene y le guía desde su adolescencia». Ellos le trajeron hacia su maestro amado, «el hombre divino, que ha puesto una centella en medio de su alma, que le ha dado a conocer la hermosura inefable del Verbo amabilísimo, y le ha infundido el amor de la filosofía con el desprecio de la patria y las egregias leyes... Ahora, a la luz suceden las tinieblas: a las cosas de Dios, los negocios de los hombres, el tumulto de la vida, las muchedumbres, las causas, el foro, la agitación, la servidumbre».
Sin duda, Gregorio pensaba, más por necesidad que por convicción, consagrarse al ejercicio de la abogacía, pero al poco tiempo de volver a su patria era nombrado obispo de Neocesarea, una vez más, su ángel, «su amable pedagogo», desbarataba sus proyectos. Estaba destinado para ser el doctor, el apóstol de la provincia del Ponto. Esta región, una de las más refractarias al cristianismo, se iba a convertir ahora con una rapidez maravillosa. Diecisiete cristianos había cuando Gregorio entró en Neocesarea; cuando él murió no quedaban ya más que diecisiete paganos. Fue el fruto de una bondad entrañable, de un esfuerzo nunca interrumpido y de una gran preparación científica. Dios quiso también añadir el milagro. Las maravillas obradas por Gregorio se hicieron famosas en la antigüedad. Es el primero que mereció el epíteto de taumaturgo, obrador de milagros. Dos hermanos que pleitean por la posesión de una alberca le escogen como árbitro. Ora durante la noche, y, al día siguiente, el estanque aparece seco. El río Lucus causa estragos en toda la comarca con sus desbordamientos. Gregorio se dirige al lugar en que el dique cedía de ordinario a la impetuosidad de la corriente; fija en tierra su bastón, y el bastón echa raíces, convirtiéndose en un gran árbol, que asegura al dique y protege la tierra en adelante. Dos judíos intentan explotar su caridad. Uno de ellos le pide un socorro para dar sepultura a su compañero, que se hace el muerto. El taumaturgo alarga la limosna y sigue su camino, pero cuando el hebreo corre hacia su cómplice, alegre con el éxito de su impostura, el que se fingió muerto continúa inmóvil. Está muerto realmente. En Comana le piden un obispo, y él les indica un pobre, cubierto de andrajos, con la cara y las manos tiznadas de carbón; niéganse a recibirle; pero les convence, asegurándoles que su candidato es un hombre de alta prosapia y gran cultura que ha querido ocultar de aquella suerte sus preeminencias. El pueblo le aclama y la Iglesia le honra con el nombre de San Alejandro el Carbonero.
Sin embargo, la antigüedad cristiana no glorifica menos al teólogo que al taumaturgo. San Gregorio de Nisa le consagró un panegírico entusiasta; San Gregorio de Nazancio le llamó un «teófano», un revelador de Dios, y San Basilio invocaba su autoridad, y no encontraba mejor medio para defender sus doctrinas que hacerlas remontar hasta San Gregorio, «el muy grande» obispo de Neocesarea. En tiempo de tanteos y discusiones trinitarias, cuando Pablo de Samosata se presenta como el precursor de la teología amana, Gregorio entrega a la Iglesia de Oriente su Exposición de la fe, que será un faro de la ortodoxia durante las grandes controversias que se avecinan. Clara, precisa y segura es su creencia «en el Dios único, Padre del Verbo viviente y de la Sabiduría subsistente, Perfecto engendrando al Perfecto; en el solo Señor, Unico del Unico y Dios de Dios, y en el solo Espíritu Santo, revelación del Padre, que es sobre todas las cosas, y del Hijo, por quien son todas las cosas; finalmente, en la Trinidad perfecta, que no es divisible o separable, ni en gloria, ni en realeza, ni en eternidad.» Siempre la riqueza de expresión, la abundancia, la ampulosidad asiática. Aquel hombre era un enamorado de la palabra, aun exponiendo los dogmas inefables. Y, sin embargo, al principio de uno de sus discursos hallamos esta sentencia: «Bella cosa es el silencio.»
Esto le ha sucedido al joven Tedoro. Un día llegó acompañando a una hermana suya, que venía a juntarse con su marido, abogado del gobernador de Palestina. Su intención era trasladarse luego a estudiar leyes en Berito, ciudad de Fenicia, que era la Bolonia de aquel tiempo en Oriente. Pero en Cesarea oyó hablar del catequista cristiano; fue a oírle, y salió entusiasmado. No cesaba de ponderar al sabio, y decía: «Este es el primero, el más hermoso día de mi vida; hoy ha salido el sol para mí.» Sin embargo, Teodoro no era cristiano. Nacido en Neocesarea, capital del Ponto, había sido educado en el paganismo por un padre aferrado a sus supersticiones. A los catorce años quedó huérfano, «y sin este suceso—dice él mismo—, no creo que hubiera llegado a conocer al Verbo verdadero y saludable». Terminados los estudios de la escuela primaria, empezó a aprender la retórica, el derecho y la lengua latina, «admirable, magnífica y muy a propósito para la majestad del Imperio», son sus palabras. Empujado por ansias de saber, por los sueños dorados de los triunfos forenses, y por el ímpetu de sus dieciocho años, iba ahora a completar su formación, cuando la magia de la elocuencia de Orígenes cambia la orientación de su vida.
Como sólo tenía un conocimiento ligero del cristianismo, el hábil profesor empezó a descubrirle gradualmente la luz de la verdad. La filosofía, le dijo, tiene para nuestra vida una importancia superior a la jurisprudencia. El hombre, ante todo, debe cultivar la razón para aprender a conocerse a sí mismo, a distinguir los verdaderos bienes que debe buscar, y los verdaderos males que debe evitar; sin este estudio de la sabiduría, la vida carece de dirección y se disipa en las cosas exteriores sin decoro y sin nobleza. Esto es lo que le distingue de los animales, que caminan a ciegas, sin saber de dónde vienen, ni a dónde van. Estas reflexiones hicieron tal impresión en el joven, que varios años más tarde todavía las conservaba frescas en la memoria. «Fuí cogido—dice el joven estudiante—como un pájaro en la red del cazador. Ese hombre me fascinaba con el encanto de su palabra; tenía un acento tan dulce, tan persuasivo, que era imposible resistir. Su bondad, su ternura ingeniosa acababan de ganar las almas que su elocuencia había convencido.» El jurista se convirtió en teólogo; nuevos horizontes se abrieron para él; entregóse por completo a la enseñanza del maestro, y resuelto a tomarle como dechado en su conducta, decidióse a vivir intensamente la moral del Evangelio. Hasta quiso cambiar de nombre: pareciéndole el que antes tenía algo pretencioso—don de Dios—, llamóse en adelante Gregorio—el vigilante.
El programa didáctico de Orígenes era amplio y comprensivo, pero quiso que lo fuese más para este joven, en quien había encontrado un alma privilegiada. «Sería mi gusto—le escribía poco después de aquella transformación— que el cristianismo fuese el término final de todos los esfuerzos de un espíritu tan bien dotado como el tuyo. Pero, a fin de conseguir más fácilmente ese fin, es conveniente que tomes de la filosofía griega el ciclo entero de las ciencias preparatorias al cristianismo, buscando aun en la geometría y en la astronomía una ayuda para la interpretación de los libros santos. Los filósofos consideran a las artes liberales como auxiliares de la filosofía; y esto es para nosotros la filosofía misma: un auxiliar, una preparación al cristianismo.»
Este ciclo lo recorrió Gregorio, entero, al lado de Orígenes, empezando por la dialéctica, siguiendo con la física, «las santas matemáticas y la astronomía», y pasando luego a la moral, «que parecía estar encarnada en el mismo maestro». A la moral siguió la metafísica, con la exposición de todos los sistemas filosóficos y el estudio de todos los escritores, exceptuando únicamente los que negaban la existencia de Dios y la Providencia. «Nos hablaba de todo—dice Gregorio—; nada quedaba oculto e inaccesible para nosotros. Griego o bárbaro, místico o político, divino o humano, cualquier libro estaba permitido para nosotros, pudiendo analizarle con libertad y gozar de todos los bienes del alma.» Sólo las exigencias de la vida pudieron interrumpir aquella exploración apasionada de la verdad. Reclamado por los suyos, después de ocho años de aprendizaje, hubo de volver a su tierra; pero antes quiso despedirse de su maestro y darle gracias públicamente en la asamblea de los cristianos. Tenemos aún este discurso, donde se refleja el entusiasmo juvenil de los veinticinco años. No se distingue, ciertamente, por la sobriedad del estilo; pero el énfasis retórico de la escuela no llega a encubrir la corriente del sentimiento y del amor sincero por la ciencia sagrada. Gregorio ha vivido durante ocho años en un paraíso de delicias, del cual viene a sacarle la vida con su espada inexorable. Da gracias «al Rey y moderador de las cosas y fuente perenne de todos los bienes, al rector y salvador de nuestras almas, su primogénito el Verbo, hacedor y gobernador de todo, y al ángel bueno, amable pedagogo, que le alimenta y le sostiene y le guía desde su adolescencia». Ellos le trajeron hacia su maestro amado, «el hombre divino, que ha puesto una centella en medio de su alma, que le ha dado a conocer la hermosura inefable del Verbo amabilísimo, y le ha infundido el amor de la filosofía con el desprecio de la patria y las egregias leyes... Ahora, a la luz suceden las tinieblas: a las cosas de Dios, los negocios de los hombres, el tumulto de la vida, las muchedumbres, las causas, el foro, la agitación, la servidumbre».
Sin duda, Gregorio pensaba, más por necesidad que por convicción, consagrarse al ejercicio de la abogacía, pero al poco tiempo de volver a su patria era nombrado obispo de Neocesarea, una vez más, su ángel, «su amable pedagogo», desbarataba sus proyectos. Estaba destinado para ser el doctor, el apóstol de la provincia del Ponto. Esta región, una de las más refractarias al cristianismo, se iba a convertir ahora con una rapidez maravillosa. Diecisiete cristianos había cuando Gregorio entró en Neocesarea; cuando él murió no quedaban ya más que diecisiete paganos. Fue el fruto de una bondad entrañable, de un esfuerzo nunca interrumpido y de una gran preparación científica. Dios quiso también añadir el milagro. Las maravillas obradas por Gregorio se hicieron famosas en la antigüedad. Es el primero que mereció el epíteto de taumaturgo, obrador de milagros. Dos hermanos que pleitean por la posesión de una alberca le escogen como árbitro. Ora durante la noche, y, al día siguiente, el estanque aparece seco. El río Lucus causa estragos en toda la comarca con sus desbordamientos. Gregorio se dirige al lugar en que el dique cedía de ordinario a la impetuosidad de la corriente; fija en tierra su bastón, y el bastón echa raíces, convirtiéndose en un gran árbol, que asegura al dique y protege la tierra en adelante. Dos judíos intentan explotar su caridad. Uno de ellos le pide un socorro para dar sepultura a su compañero, que se hace el muerto. El taumaturgo alarga la limosna y sigue su camino, pero cuando el hebreo corre hacia su cómplice, alegre con el éxito de su impostura, el que se fingió muerto continúa inmóvil. Está muerto realmente. En Comana le piden un obispo, y él les indica un pobre, cubierto de andrajos, con la cara y las manos tiznadas de carbón; niéganse a recibirle; pero les convence, asegurándoles que su candidato es un hombre de alta prosapia y gran cultura que ha querido ocultar de aquella suerte sus preeminencias. El pueblo le aclama y la Iglesia le honra con el nombre de San Alejandro el Carbonero.
Sin embargo, la antigüedad cristiana no glorifica menos al teólogo que al taumaturgo. San Gregorio de Nisa le consagró un panegírico entusiasta; San Gregorio de Nazancio le llamó un «teófano», un revelador de Dios, y San Basilio invocaba su autoridad, y no encontraba mejor medio para defender sus doctrinas que hacerlas remontar hasta San Gregorio, «el muy grande» obispo de Neocesarea. En tiempo de tanteos y discusiones trinitarias, cuando Pablo de Samosata se presenta como el precursor de la teología amana, Gregorio entrega a la Iglesia de Oriente su Exposición de la fe, que será un faro de la ortodoxia durante las grandes controversias que se avecinan. Clara, precisa y segura es su creencia «en el Dios único, Padre del Verbo viviente y de la Sabiduría subsistente, Perfecto engendrando al Perfecto; en el solo Señor, Unico del Unico y Dios de Dios, y en el solo Espíritu Santo, revelación del Padre, que es sobre todas las cosas, y del Hijo, por quien son todas las cosas; finalmente, en la Trinidad perfecta, que no es divisible o separable, ni en gloria, ni en realeza, ni en eternidad.» Siempre la riqueza de expresión, la abundancia, la ampulosidad asiática. Aquel hombre era un enamorado de la palabra, aun exponiendo los dogmas inefables. Y, sin embargo, al principio de uno de sus discursos hallamos esta sentencia: «Bella cosa es el silencio.»
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