Abogado de la ciudad de Antioquia, triunfó tal vez desde la misma tribuna que había presenciado antaño los éxitos de San Juan Crisóstomo. De esta primera época de su vida le quedó el sobrenombre de Escolástico, que en el Imperio bizantino significaba rétor o abogado. Un día se dio cuenta de que hay en el mundo una fuerza más poderosa que la palabra, y se marchó a la soledad a luchar con el arma del silencio. «En los confines de la Arabia—dice un historiador griego—hay una región donde no hay agua ni frutos, donde ni se alza un árbol ni se ve una tierra cultivada. En un ángulo, cerca del mar Rojo, se yergue el monte abrupto del Sinaí, donde viven grupos de anacoretas meditando día y noche en la muerte.» Tal es el lugar donde encontró un refugio el retórico antioqueno. En esta montaña bíblica pasó el resto de su vida, «tan perfectamente muerto al mundo—dice su biógrafo—, que su alma parecía como despojada de la inteligencia, lo mismo que de la voluntad».
En su celda anacorética Juan rezaba, ayunaba, leía las vidas de los antiguos solitarios, y los imitaba en sus ayunos y en sus penitencias. «Subió, como Moisés, a las cumbres—dice el hagiógrafo—, entró en la nube inaccesible en alas de la contemplación, recibió la ley grabada por la mano divina, abrió la boca para recibir la palabra de vida y de verdad, aspiró el Espíritu Santo, y habiéndose llenado con las luces de la gracia, pudo derramar sobre las almas las riquezas inestimables de su doctrina.» No le faltaron momentos de tristeza y de desaliento; y él mismo confiesa que estuvo a punto de abandonar el retiro y volver otra vez al mundo. «Estaba—dice—sentado un día en mi celda, con tal congoja y turbación, que me faltaba poco para echarlo todo a rodar. En este instante llegaron a mi puerta unos desconocidos, y empezaron a alabar con tanto calor la felicidad de mi vida solitaria, que inmediatamente desapareció aquella tentación de aburrimiento, arrojada por la de la vanagloria. Y admiré cómo el demonio de la vanidad, semejante a un hierro de tres puntas, que tiene siempre en alto una de ellas, hace la guerra a los demás demonios.»
Este pequeño detalle nos descubre al sutil observador de las intimidades del alma. En la soledad de la celda, ese poder se había ido agudizando de tal manera, que nada de lo que pasaba en su interior quedaba inadvertido. En la más alta almena de su ser vigilaba constantemente el ojo de su espíritu, siguiendo alerta los movimientos de los sentidos, las llamaradas de la imaginación, las acometidas y emboscadas de los demonios, y las llamadas, unas veces silenciosas y casi imperceptibles, otras impacientes y ruidosas, de la gracia. De esta suerte llegó a ser el gran estratega de la vida espiritual, a conocer todos los peligros que el alma encuentra en su peregrinación hacia Dios y a llevar a la suya hasta aquel grado perfecto que, como dice él, «consiste en un transporte y en un arrobamiento del hombre en Dios, y en una iluminación singular, que, por el arrebato del éxtasis, nos pone en presencia de Jesucristo, de una manera secreta e inefable, llenándonos de una luz espiritual y celeste».
La celda del anacoreta empezaba a verse rodeada de discípulos y admiradores que venían a contarle sus visiones y a pedirle un consejo. Él los recibía con amor, los escuchaba con paciencia y les aconsejaba con sabiduría, según aquel principio que sentará más tarde: «El que con su enseñanza puede contribuir al progreso de su prójimo y a la salvación de sus hermanos, y no les reparte con plenitud de caridad las palabras de vida que ha recibido para comunicárselas a los demás, tendrá el castigo del que oculta el talento debajo del celemín.»
Pero como los hombres son con frecuencia malintencionados, hubo monjes que miraron mal aquella facilidad con que el antiguo abogado abría a los visitantes la puerta de su choza, llamándole disipado, vanidoso, y charlatán. Estaban, sin duda, tristes porque nadie se acordaba de ellos, que tal vez habían pasado más lustros en los ejercicios austeros de la vida solitaria. Juan quiso probarles que era capaz de callar tanto como ellos, y estuvo un año sin recibir una visita, sin hablar una palabra, sin ver un solo hombre. Después pensó que podría armonizar la enseñanza con el silencio, y «tendiendo las velas al viento favorable y abandonando la dirección del navío a Cristo, excelente piloto», tomó la pluma y escribió un libro, un libro único, que le ha dado un puesto entre los grandes maestros de la vida espiritual que ha tenido el cristianismo. Es su famosa Escala mística, resumen de su profunda experiencia de las almas, obra de psicólogo y de pensador, de erudición y de empirismo, en que vemos al alma subir los treinta peldaños por los cuales se llega a la cima de la unión con Dios; en que aparece el soldado de Cristo asaltando y rindiendo las treinta torres que circundan la morada sublime del castillo interior. Por gratitud al constructor de este artefacto espiritual, los monjes antiguos le llamaron Clímaco, que quiere decir el hombre de la escala
En su celda anacorética Juan rezaba, ayunaba, leía las vidas de los antiguos solitarios, y los imitaba en sus ayunos y en sus penitencias. «Subió, como Moisés, a las cumbres—dice el hagiógrafo—, entró en la nube inaccesible en alas de la contemplación, recibió la ley grabada por la mano divina, abrió la boca para recibir la palabra de vida y de verdad, aspiró el Espíritu Santo, y habiéndose llenado con las luces de la gracia, pudo derramar sobre las almas las riquezas inestimables de su doctrina.» No le faltaron momentos de tristeza y de desaliento; y él mismo confiesa que estuvo a punto de abandonar el retiro y volver otra vez al mundo. «Estaba—dice—sentado un día en mi celda, con tal congoja y turbación, que me faltaba poco para echarlo todo a rodar. En este instante llegaron a mi puerta unos desconocidos, y empezaron a alabar con tanto calor la felicidad de mi vida solitaria, que inmediatamente desapareció aquella tentación de aburrimiento, arrojada por la de la vanagloria. Y admiré cómo el demonio de la vanidad, semejante a un hierro de tres puntas, que tiene siempre en alto una de ellas, hace la guerra a los demás demonios.»
Este pequeño detalle nos descubre al sutil observador de las intimidades del alma. En la soledad de la celda, ese poder se había ido agudizando de tal manera, que nada de lo que pasaba en su interior quedaba inadvertido. En la más alta almena de su ser vigilaba constantemente el ojo de su espíritu, siguiendo alerta los movimientos de los sentidos, las llamaradas de la imaginación, las acometidas y emboscadas de los demonios, y las llamadas, unas veces silenciosas y casi imperceptibles, otras impacientes y ruidosas, de la gracia. De esta suerte llegó a ser el gran estratega de la vida espiritual, a conocer todos los peligros que el alma encuentra en su peregrinación hacia Dios y a llevar a la suya hasta aquel grado perfecto que, como dice él, «consiste en un transporte y en un arrobamiento del hombre en Dios, y en una iluminación singular, que, por el arrebato del éxtasis, nos pone en presencia de Jesucristo, de una manera secreta e inefable, llenándonos de una luz espiritual y celeste».
La celda del anacoreta empezaba a verse rodeada de discípulos y admiradores que venían a contarle sus visiones y a pedirle un consejo. Él los recibía con amor, los escuchaba con paciencia y les aconsejaba con sabiduría, según aquel principio que sentará más tarde: «El que con su enseñanza puede contribuir al progreso de su prójimo y a la salvación de sus hermanos, y no les reparte con plenitud de caridad las palabras de vida que ha recibido para comunicárselas a los demás, tendrá el castigo del que oculta el talento debajo del celemín.»
Pero como los hombres son con frecuencia malintencionados, hubo monjes que miraron mal aquella facilidad con que el antiguo abogado abría a los visitantes la puerta de su choza, llamándole disipado, vanidoso, y charlatán. Estaban, sin duda, tristes porque nadie se acordaba de ellos, que tal vez habían pasado más lustros en los ejercicios austeros de la vida solitaria. Juan quiso probarles que era capaz de callar tanto como ellos, y estuvo un año sin recibir una visita, sin hablar una palabra, sin ver un solo hombre. Después pensó que podría armonizar la enseñanza con el silencio, y «tendiendo las velas al viento favorable y abandonando la dirección del navío a Cristo, excelente piloto», tomó la pluma y escribió un libro, un libro único, que le ha dado un puesto entre los grandes maestros de la vida espiritual que ha tenido el cristianismo. Es su famosa Escala mística, resumen de su profunda experiencia de las almas, obra de psicólogo y de pensador, de erudición y de empirismo, en que vemos al alma subir los treinta peldaños por los cuales se llega a la cima de la unión con Dios; en que aparece el soldado de Cristo asaltando y rindiendo las treinta torres que circundan la morada sublime del castillo interior. Por gratitud al constructor de este artefacto espiritual, los monjes antiguos le llamaron Clímaco, que quiere decir el hombre de la escala
No hay comentarios:
Publicar un comentario