Hoy recordamos, por un lado (1ª lectura), la epopeya fundamental en la historia de Israel: la salida de Egipto y el largo paso por el desierto, en el que el pueblo sufre, torturado por la sed, la decepción, el desamparo y la soledad, la dureza de la travesía; alberga además dudas del liderazgo de Moisés y del mismo Dios, que les ha sacado de la esclavitud: “¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?” (Éxodo 17, 7).
Nos centramos, por otro lado, (evangelio) en el encuentro de Jesús con la mujer samaritana.
Ambos, el pueblo y la samaritana, son símbolos de toda la humanidad, que anhela ansiosamente lo que no tiene: cubrir las necesidades básicas y disfrutar de una vida duradera.
Queremos atrapar la felicidad, que se escapa y esconde entre decepciones y contratiempos dolorosos, para terminar preguntándonos:
¿Merece la pena luchar?
Buscamos el éxito, y nos topamos con el fracaso.
Buscamos una vida sana y duradera, y no encontramos con la enfermedad.
Buscamos la paz, la justicia y la libertad, y nos encontramos siempre con un muro infranqueable, que impide ayudar a los débiles y explotados.
¿Por qué Dios no interviene a favor de las víctimas, de los perseguidos injustamente?
¿Por qué calla ante tanto sufrimiento?
Estas preguntas, nacidas de nuestra impotencia, pueden llevar, a unos, a reafirmar su confianza en Dios y, a otros a “endurecer su corazón como en Meribá” (Salmo 94, 8).
Dios no se desentiende de su pueblo: le da el maná para comer y agua de la roca para beber y satisfacer sus necesidades físicas, pero quiere ser reconocido y adorado.
El rito se sucede cada día, hasta que se corta el grifo de la ayuda una vez entrado el pueblo en la Tierra Prometida.
Hecho este inciso, nos adentramos en la escena del encuentro de Jesús con la samaritana. No tiene desperdicio.
Nos centramos, por otro lado, (evangelio) en el encuentro de Jesús con la mujer samaritana.
Ambos, el pueblo y la samaritana, son símbolos de toda la humanidad, que anhela ansiosamente lo que no tiene: cubrir las necesidades básicas y disfrutar de una vida duradera.
Queremos atrapar la felicidad, que se escapa y esconde entre decepciones y contratiempos dolorosos, para terminar preguntándonos:
¿Merece la pena luchar?
Buscamos el éxito, y nos topamos con el fracaso.
Buscamos una vida sana y duradera, y no encontramos con la enfermedad.
Buscamos la paz, la justicia y la libertad, y nos encontramos siempre con un muro infranqueable, que impide ayudar a los débiles y explotados.
¿Por qué Dios no interviene a favor de las víctimas, de los perseguidos injustamente?
¿Por qué calla ante tanto sufrimiento?
Estas preguntas, nacidas de nuestra impotencia, pueden llevar, a unos, a reafirmar su confianza en Dios y, a otros a “endurecer su corazón como en Meribá” (Salmo 94, 8).
Dios no se desentiende de su pueblo: le da el maná para comer y agua de la roca para beber y satisfacer sus necesidades físicas, pero quiere ser reconocido y adorado.
El rito se sucede cada día, hasta que se corta el grifo de la ayuda una vez entrado el pueblo en la Tierra Prometida.
Hecho este inciso, nos adentramos en la escena del encuentro de Jesús con la samaritana. No tiene desperdicio.
Jesús, retoma la experiencia del desierto y la sed del pueblo, para borrar los prejuicios atávicos que invaden a la samaritana e iniciar los tiempos nuevos con un talante dialogante y conciliador.
Es mediodía: Jesús, tras una jornada de intenso calor y fatiga, se sienta a descansar en el brocal del pozo de Siquén, al que acude a sacar agua una joven mujer samaritana. Jesús tiene sed; ella, recela ante un judío que le pide de beber.
Ambos saben que sus pueblos están enfrentados entre sí. Algo que no le importa al Maestro. Su encuentro no es casual, ni el sitio desconocido.
¡Cuántas veces Él, con sus padres María y José, bebieron del agua cristalina del pozo en sus viajes anuales de Nazaret a Jerusalén para celebrar la Pascua!
Siquén era cruce de caminos y un lugar sagrado desde la más remota antigüedad, cuando Abraham, con su familia, puso su tienda, acampó con sus rebaños junto al encinar de Moré y erigió un altar a Dios, que se le había aparecido. Aquí, su nieto Jacob, padre de las Doce Tribus, compró un terreno para instalarse, cavó un pozo profundo y construyó otro altar al Dios de Israel.
Esta tierra, que guarda los restos de José y conserva también recuerdos del paso de Josué y demás patriarcas y profetas, pone frente a frente a la idolatría, la liviandad, el materialismo y la sensualidad (encarnados en la mujer samaritana) y al amor salvador de Jesús.
La samaritana necesita llenar el pozo sinsentido de su estéril búsqueda y descubrir la felicidad que no ha encontrado con sus cinco maridos.
Jesús aguarda la vuelta del pecador, y aprovecha cualquier resquicio para llenar con otra agua, el agua viva, distinta a la del pozo, el cántaro vacío de sus fracasos.
Las mujer siente, al escuchar a Jesús, cómo se transforma su alma hasta convertirse de evangelizada en evangelizadora, que actúa sin miedo y sin prejuicios, anunciando a los habitantes de su pueblo la experiencia vivida al lado de Jesús. Para ella, limpia ya por dentro por la fuerza de la gracia y de la comunión íntima con el Señor, no tienen ya sentido los ídolos de oro o plata, de soberbia o ambición, de avaricia o de lujuria, porque puede “adorar a Dios en espíritu y en verdad”. (Juan 4, 24).
Es ahora una mujer nueva, transformada por la fe, de la que “fluye un manantial, que lleva a la vida eterna”.
Es mediodía: Jesús, tras una jornada de intenso calor y fatiga, se sienta a descansar en el brocal del pozo de Siquén, al que acude a sacar agua una joven mujer samaritana. Jesús tiene sed; ella, recela ante un judío que le pide de beber.
Ambos saben que sus pueblos están enfrentados entre sí. Algo que no le importa al Maestro. Su encuentro no es casual, ni el sitio desconocido.
¡Cuántas veces Él, con sus padres María y José, bebieron del agua cristalina del pozo en sus viajes anuales de Nazaret a Jerusalén para celebrar la Pascua!
Siquén era cruce de caminos y un lugar sagrado desde la más remota antigüedad, cuando Abraham, con su familia, puso su tienda, acampó con sus rebaños junto al encinar de Moré y erigió un altar a Dios, que se le había aparecido. Aquí, su nieto Jacob, padre de las Doce Tribus, compró un terreno para instalarse, cavó un pozo profundo y construyó otro altar al Dios de Israel.
Esta tierra, que guarda los restos de José y conserva también recuerdos del paso de Josué y demás patriarcas y profetas, pone frente a frente a la idolatría, la liviandad, el materialismo y la sensualidad (encarnados en la mujer samaritana) y al amor salvador de Jesús.
La samaritana necesita llenar el pozo sinsentido de su estéril búsqueda y descubrir la felicidad que no ha encontrado con sus cinco maridos.
Jesús aguarda la vuelta del pecador, y aprovecha cualquier resquicio para llenar con otra agua, el agua viva, distinta a la del pozo, el cántaro vacío de sus fracasos.
Las mujer siente, al escuchar a Jesús, cómo se transforma su alma hasta convertirse de evangelizada en evangelizadora, que actúa sin miedo y sin prejuicios, anunciando a los habitantes de su pueblo la experiencia vivida al lado de Jesús. Para ella, limpia ya por dentro por la fuerza de la gracia y de la comunión íntima con el Señor, no tienen ya sentido los ídolos de oro o plata, de soberbia o ambición, de avaricia o de lujuria, porque puede “adorar a Dios en espíritu y en verdad”. (Juan 4, 24).
Es ahora una mujer nueva, transformada por la fe, de la que “fluye un manantial, que lleva a la vida eterna”.
El bautismo nos introdujo en una dinámica de amor, de la que no fuimos conscientes en ese momento (la mayoría lo recibimos en la más tierna infancia), ni tampoco probablemente después, por falta de una formación adecuada, por apatía, por desidia, o por la búsqueda alocada en pos de otras fuentes de agua, ajenas al evangelio.
Seguimos teniendo sed y bebiendo en pozos contaminados las aguas del egoísmo que mata las relaciones humanas, el placer que tuerce la conciencia, el alcohol que embrutece la mente o la droga que paraliza la voluntad.
Convertirse significa volver a la primitiva fuente, asumir nuestros pecados y abandonarnos de nuevo al amor de Dios, que no se cansa de perdonar; somos nosotros, más bien, los que nos cansamos de acudir a su misericordia.
Es tiempo de examinar nuestra vida a los ojos de Dios, de buscar la verdad, la justicia, y la rectitud de nuestros actos. Es tiempo de purificar el culto que damos a Dios con los labios, pero no con el corazón, y de “adorarle en espíritu y en verdad” (Juan 4, 24).
Es tiempo de desterrar los prejuicios culturales, étnicos, políticos o religiosos, que condicionan nuestra libertad de acción y nos conducen por callejones estrechos, cada vez más oscuros.
Es tiempo de dejarnos interpelar por la llamada a “la esperanza que no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu que se nos ha dado” (Romanos 5, 5).
Es tiempo de decirle al Señor, como la samaritana: “Dame esa agua, así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla” (Juan 4, 15).
Es tiempo de comunicarnos y de abandonarnos a Él, para que llene nuestro cántaro vacío y ahuyente nuestro pánico al compromiso.
Esta es mi oración:
Tengo miedo, Señor, a decirte sí. Tengo miedo a beber en tu fuente.
¿Dónde me llevarás?
Tengo miedo a firmarte una hoja en blanco.
Tengo miedo a decirte un SÍ que reclama otros SÍES.
Y, no obstante, no hallo la paz.
Tengo sed... mucha sed, y tú me ofreces el agua que brota hasta la vida eterna.
¡Dame tu mano, Señor, para que alcance tu fuente...!
¡Dame tu mano... aunque sea de noche!
Porque en mi sed ardiente, sólo ella, alumbrará mis oscuridades.
¡Porque Tú, Jesús, sólo Tú eres la Luz!
Seguimos teniendo sed y bebiendo en pozos contaminados las aguas del egoísmo que mata las relaciones humanas, el placer que tuerce la conciencia, el alcohol que embrutece la mente o la droga que paraliza la voluntad.
Convertirse significa volver a la primitiva fuente, asumir nuestros pecados y abandonarnos de nuevo al amor de Dios, que no se cansa de perdonar; somos nosotros, más bien, los que nos cansamos de acudir a su misericordia.
Es tiempo de examinar nuestra vida a los ojos de Dios, de buscar la verdad, la justicia, y la rectitud de nuestros actos. Es tiempo de purificar el culto que damos a Dios con los labios, pero no con el corazón, y de “adorarle en espíritu y en verdad” (Juan 4, 24).
Es tiempo de desterrar los prejuicios culturales, étnicos, políticos o religiosos, que condicionan nuestra libertad de acción y nos conducen por callejones estrechos, cada vez más oscuros.
Es tiempo de dejarnos interpelar por la llamada a “la esperanza que no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu que se nos ha dado” (Romanos 5, 5).
Es tiempo de decirle al Señor, como la samaritana: “Dame esa agua, así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla” (Juan 4, 15).
Es tiempo de comunicarnos y de abandonarnos a Él, para que llene nuestro cántaro vacío y ahuyente nuestro pánico al compromiso.
Esta es mi oración:
Tengo miedo, Señor, a decirte sí. Tengo miedo a beber en tu fuente.
¿Dónde me llevarás?
Tengo miedo a firmarte una hoja en blanco.
Tengo miedo a decirte un SÍ que reclama otros SÍES.
Y, no obstante, no hallo la paz.
Tengo sed... mucha sed, y tú me ofreces el agua que brota hasta la vida eterna.
¡Dame tu mano, Señor, para que alcance tu fuente...!
¡Dame tu mano... aunque sea de noche!
Porque en mi sed ardiente, sólo ella, alumbrará mis oscuridades.
¡Porque Tú, Jesús, sólo Tú eres la Luz!
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