Los primeros capítulos del Génesis son los más antiguos de la Biblia y de los más actuales, porque nos hablan del Amor primero, que precede a cualquier otro amor y es previo a nuestra existencia.
La Creación sólo se entiende desde este Amor primero, que debemos empezar a descubrir y a valorar en su más amplia dimensión.
¿En qué consiste el Amor?
- “En que Dios nos amó primero”
¿Cómo es ese amor?
- Es un amor interpersonal.
El “te amo a ti, a mí y a todos” marca toda la fe cristiana y el amor humano, que es donación y entrega, se adentra en el mismo misterio de Dios, que es Amor trinitario; un amor que es unidad en la diferencia (hombre masculino y hombre femenino). Es el amor más íntimo, que empapa toda la conciencia humana.
Es también el Amor más grande que podamos desear e imaginar.
Tiene la forma de Dios. No lo inventamos nosotros va más allá de nuestros deseos y ambiciones, de lo que podamos soñar o pensar:
“Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni hombre alguno ha imaginado, lo que Dios ha preparado para los que lo aman” (I Corintios 2,9).
La medida del amor no está en nosotros, que utilizamos comparaciones para calibrar su grandeza:
“te amo como cuando…”
La medida está en Dios que se da sin límites:
“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que tenga vida eterna y no perezca ninguno de los que creen en Él” (Juan 3,16).
No es, por tanto, una herejía pensar que el amor que yo doy lo he recibido primero gratuitamente, sin mérito alguno.
Es importante volver al Génesis, a la frescura del Amor primero, que es el más auténtico y más válido.
Oseas nos habla de este primer amor al equiparar la Alianza de Dios con su pueblo con el amor matrimonial del esposo (Dios) con el Amor de su juventud (pueblo-esposa).
Dios quiere que la esposa adúltera, que se ha entregado y prostituido con ídolos, dioses extraños, retorne al Amor primero, el único Amor inmutable:
“La llevaré al desierto y le hablaré al corazón” (Oseas 2,16).
Es necesario replantearnos esto en la vida cristiana para nos reconozcamos a nosotros mismos y encontremos la verdad del hombre, al que Dios sitúa en el centro de la Creación como la culminación de su obra.
La semana creacional, que nos relata el Génesis, se encamina hacia la perfección del hombre (varón y hembra). Si Dios dejara de querer a este mundo, volveríamos a la nada.
Esta perfección tiene su punto central en la creación del hombre a imagen de Dios, no de la materia, de los astros. El soplo de Dios (ruah) cae sobre el barro del hombre.
Este soplo, el alma, no está hecho de materia, del polvo, es parte de la esencia misma de Dios y está destinado, por tanto, a la inmortalidad.
El árbol del bien y el árbol del mal se ubican en el Paraíso, en el Jardín de Edén, en la misma tierra de la que está sacado el hombre, en comunión con la naturaleza y todos los animales.
El Shabbat, el día de descanso después de haber terminado la Creación, lo pone Dios para que el hombre contemple y disfrute de todo lo creado, le dé gracias (día cultual) y hable con él.
Hay un antropomorfismo precioso en el relato al colocar el autor sagrado a Dios paseando con el hombre al atardecer.
La creación de la mujer de la costilla de Adán es reflejo del Amor verdadero, el Amor de comunión, y manifestación reveladora de la igual dignidad del hombre y la mujer.
La sexualidad es símbolo en la carne del amor creador de Dios.
Existimos porque Dios quiere. Podemos elegir ser padre o madre- para muchos hombres es poner la semilla- pero la categoría de hijos no es de nuestra elección, sino de Alguien por encima de nosotros, que nos ha manifestado amor eterno.
Somos queridos por Dios de una forma personal y para siempre:
“¿Puede una madre olvidarse de su criatura, dejar de querer al hijo de sus entrañas?-Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré” (Isaías 49,15).
La Creación sólo se entiende desde este Amor primero, que debemos empezar a descubrir y a valorar en su más amplia dimensión.
¿En qué consiste el Amor?
- “En que Dios nos amó primero”
¿Cómo es ese amor?
- Es un amor interpersonal.
El “te amo a ti, a mí y a todos” marca toda la fe cristiana y el amor humano, que es donación y entrega, se adentra en el mismo misterio de Dios, que es Amor trinitario; un amor que es unidad en la diferencia (hombre masculino y hombre femenino). Es el amor más íntimo, que empapa toda la conciencia humana.
Es también el Amor más grande que podamos desear e imaginar.
Tiene la forma de Dios. No lo inventamos nosotros va más allá de nuestros deseos y ambiciones, de lo que podamos soñar o pensar:
“Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni hombre alguno ha imaginado, lo que Dios ha preparado para los que lo aman” (I Corintios 2,9).
La medida del amor no está en nosotros, que utilizamos comparaciones para calibrar su grandeza:
“te amo como cuando…”
La medida está en Dios que se da sin límites:
“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que tenga vida eterna y no perezca ninguno de los que creen en Él” (Juan 3,16).
No es, por tanto, una herejía pensar que el amor que yo doy lo he recibido primero gratuitamente, sin mérito alguno.
Es importante volver al Génesis, a la frescura del Amor primero, que es el más auténtico y más válido.
Oseas nos habla de este primer amor al equiparar la Alianza de Dios con su pueblo con el amor matrimonial del esposo (Dios) con el Amor de su juventud (pueblo-esposa).
Dios quiere que la esposa adúltera, que se ha entregado y prostituido con ídolos, dioses extraños, retorne al Amor primero, el único Amor inmutable:
“La llevaré al desierto y le hablaré al corazón” (Oseas 2,16).
Es necesario replantearnos esto en la vida cristiana para nos reconozcamos a nosotros mismos y encontremos la verdad del hombre, al que Dios sitúa en el centro de la Creación como la culminación de su obra.
La semana creacional, que nos relata el Génesis, se encamina hacia la perfección del hombre (varón y hembra). Si Dios dejara de querer a este mundo, volveríamos a la nada.
Esta perfección tiene su punto central en la creación del hombre a imagen de Dios, no de la materia, de los astros. El soplo de Dios (ruah) cae sobre el barro del hombre.
Este soplo, el alma, no está hecho de materia, del polvo, es parte de la esencia misma de Dios y está destinado, por tanto, a la inmortalidad.
El árbol del bien y el árbol del mal se ubican en el Paraíso, en el Jardín de Edén, en la misma tierra de la que está sacado el hombre, en comunión con la naturaleza y todos los animales.
El Shabbat, el día de descanso después de haber terminado la Creación, lo pone Dios para que el hombre contemple y disfrute de todo lo creado, le dé gracias (día cultual) y hable con él.
Hay un antropomorfismo precioso en el relato al colocar el autor sagrado a Dios paseando con el hombre al atardecer.
La creación de la mujer de la costilla de Adán es reflejo del Amor verdadero, el Amor de comunión, y manifestación reveladora de la igual dignidad del hombre y la mujer.
La sexualidad es símbolo en la carne del amor creador de Dios.
Existimos porque Dios quiere. Podemos elegir ser padre o madre- para muchos hombres es poner la semilla- pero la categoría de hijos no es de nuestra elección, sino de Alguien por encima de nosotros, que nos ha manifestado amor eterno.
Somos queridos por Dios de una forma personal y para siempre:
“¿Puede una madre olvidarse de su criatura, dejar de querer al hijo de sus entrañas?-Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré” (Isaías 49,15).
El pecado supone la quiebra de la Creación a causa de la búsqueda desesperada de la felicidad lejos de nosotros mismos y de Dios: borracheras, lujuria, escándalos.
Es una ruptura con Dios, que conlleva miedo, vergüenza y desnudez.
El pecado nos hace mirar al otro, no como hijo de Dios, sino como un enemigo, al que echamos la culpa de todos los lastres negativos de nuestra vida.
Esta pérdida de la filiación, ese “seréis como dioses” es como una carta de identidad para el hombre moderno, que se siente libre de prejuicios y orgulloso de sus logros científicos y avances tecnológicos, pero de escasos valores y un vacío interior preocupante. Es fácil, en esta coyuntura actual, suplir el amor de Dios por una pura filantropía, que tiene como protagonista al hombre que se deja llevar por las apetencias del momento.
Sin embargo, podemos decir que, en el reloj del Amor, sólo figuran las manecillas de Amar y ser Amado, la primera de las necesidades humanas, que tienen su origen en el Amor Primero de Dios.
“Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (San Agustín).
Somos más humanos cuanto más amamos y somos amados.
Es una ruptura con Dios, que conlleva miedo, vergüenza y desnudez.
El pecado nos hace mirar al otro, no como hijo de Dios, sino como un enemigo, al que echamos la culpa de todos los lastres negativos de nuestra vida.
Esta pérdida de la filiación, ese “seréis como dioses” es como una carta de identidad para el hombre moderno, que se siente libre de prejuicios y orgulloso de sus logros científicos y avances tecnológicos, pero de escasos valores y un vacío interior preocupante. Es fácil, en esta coyuntura actual, suplir el amor de Dios por una pura filantropía, que tiene como protagonista al hombre que se deja llevar por las apetencias del momento.
Sin embargo, podemos decir que, en el reloj del Amor, sólo figuran las manecillas de Amar y ser Amado, la primera de las necesidades humanas, que tienen su origen en el Amor Primero de Dios.
“Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (San Agustín).
Somos más humanos cuanto más amamos y somos amados.
Jesús retoma en el desierto la tentación de nuestros Primeros Padres. Es, bíblicamente hablando, el nuevo Adán, que vence al pecado y establece la comunión íntima con Dios, perdida en el Paraíso.
Nos da ejemplo de cómo combatir el mal mediante la oración, la penitencia y el ayuno, durante 40 días, en recuerdo de los 40 años de purificación del Pueblo de Israel en el desierto, paso previo para entrar en la Tierra Prometida.
Soporta, en solitario, las tres grandes tentaciones, a las que todos los hombres estamos sujetos:
La primera tentación nos lleva a creer que con el dinero, el gran ídolo de nuestro tiempo, y marginando a Dios de nuestra vida vamos a tener cubiertas todas nuestras necesidades y una estabilidad duradera:
“Di que estas piedras se conviertan en panes” (Mateo 4, 3)
La segunda tentación, presente en el Paraíso, nos invita a ser como Dios en el conocimiento del bien y del mal y a suplantarle en su misión divina:
“Tírate de abajo” (Mateo 4, 6).
Ambas tentaciones van precedidas por la expresión, en boca de Satanás, de “si eres Hijo de Dios”. Es un desafío a que demuestre su poder, haga un milagro y obtenga el aplauso del pueblo.
La tercera tentación ofrece la gloria y el dominio sobre el mundo con tal de vender el alma a Satanás.
En las tres tentaciones figuran como protagonistas el dinero, el poder y la gloria, que nos envuelven en un laberinto sin salida.
Quien tiene dinero obtiene poder; el que tiene poder busca la gloria; el que llega a la cima de la gloria intenta perpetuarse, que le erijan un monumento a fin de ser recordado.
El verdadero objetivo de toda tentación es apartar al hombre de su vinculación a Dios, para hacerle árbitro de su destino. Algo imposible, porque toda criatura, apartada de su Creador, anda a la deriva
Las respuestas contundentes de Jesús al Tentador:
“No sólo de pan vive el hombre” (Mateo 4, 4),
“no tentarás al Señor tu Dios” (Mateo 4, 7) y
“apártate de mí, Satanás” (Mateo 4, 10),
reafirman la primacía de Dios y la convicción de que, con su apoyo, el bien vence al mal cuando nosotros queremos
Nacemos de Dios con la dignidad de hijos, vivimos gracias a Él, le pertenecemos. Estamos enteramente en sus manos.
La Cuaresma que acabamos de empezar nos invita a ejercer la humildad, a dejar que Dios ocupe un lugar de privilegio en nuestro corazón, en nuestra familia y en nuestro hogar.
Nos da ejemplo de cómo combatir el mal mediante la oración, la penitencia y el ayuno, durante 40 días, en recuerdo de los 40 años de purificación del Pueblo de Israel en el desierto, paso previo para entrar en la Tierra Prometida.
Soporta, en solitario, las tres grandes tentaciones, a las que todos los hombres estamos sujetos:
La primera tentación nos lleva a creer que con el dinero, el gran ídolo de nuestro tiempo, y marginando a Dios de nuestra vida vamos a tener cubiertas todas nuestras necesidades y una estabilidad duradera:
“Di que estas piedras se conviertan en panes” (Mateo 4, 3)
La segunda tentación, presente en el Paraíso, nos invita a ser como Dios en el conocimiento del bien y del mal y a suplantarle en su misión divina:
“Tírate de abajo” (Mateo 4, 6).
Ambas tentaciones van precedidas por la expresión, en boca de Satanás, de “si eres Hijo de Dios”. Es un desafío a que demuestre su poder, haga un milagro y obtenga el aplauso del pueblo.
La tercera tentación ofrece la gloria y el dominio sobre el mundo con tal de vender el alma a Satanás.
En las tres tentaciones figuran como protagonistas el dinero, el poder y la gloria, que nos envuelven en un laberinto sin salida.
Quien tiene dinero obtiene poder; el que tiene poder busca la gloria; el que llega a la cima de la gloria intenta perpetuarse, que le erijan un monumento a fin de ser recordado.
El verdadero objetivo de toda tentación es apartar al hombre de su vinculación a Dios, para hacerle árbitro de su destino. Algo imposible, porque toda criatura, apartada de su Creador, anda a la deriva
Las respuestas contundentes de Jesús al Tentador:
“No sólo de pan vive el hombre” (Mateo 4, 4),
“no tentarás al Señor tu Dios” (Mateo 4, 7) y
“apártate de mí, Satanás” (Mateo 4, 10),
reafirman la primacía de Dios y la convicción de que, con su apoyo, el bien vence al mal cuando nosotros queremos
Nacemos de Dios con la dignidad de hijos, vivimos gracias a Él, le pertenecemos. Estamos enteramente en sus manos.
La Cuaresma que acabamos de empezar nos invita a ejercer la humildad, a dejar que Dios ocupe un lugar de privilegio en nuestro corazón, en nuestra familia y en nuestro hogar.
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