La más antigua mención de Santa Bibiana y de su iglesia la encontramos en el Líber Pontificalis, por donde averiguamos que el papa Simplicio (468-473) dedicó "dentro del recinto de la ciudad, cerca del palacio Liciniano, una basílica a la bienaventurada mártir Bibiana, donde su cuerpo reposa".
Expresiones análogas se hallan a cada paso en los textos hagiográficos: "basílica de tal mártir..., donde reposa su cuerpo". Pudiera, pues, creerse que se trata de una frase hecha sobre la que no merece la pena insistir.
Sin embargo, nuestro caso es diferente, porque la mención se remonta al siglo v, cuando todavía estaba en pleno vigor la antiquísima ley de las doce tablas, que ordenaba tajantemente: "Dentro de la ciudad ni se quemen ni se entierren cadáveres". Los historiadores mencionan algún caso rarísimo, como la excepción concedida por el Senado al emperador Trajano, cuyas cenizas fueron depositadas en lo alto de la colosal columna que se levantara en el foro de su nombre.
Si, pues, Santa Bibiana estaba enterrada dentro de los muros de Roma es un hecho que con razón lo destaca el Líber Pontificalis, y al que deberá buscarse alguna justificación.
La iglesia que el papa Simplicio dedicó a esta Santa existe aún en Roma, cerca de la vía férrea, y ha dado precisamente nombre al túnel por donde aquella se cruza, "Arcos de Santa Bibiana". Está situada en el monte Esquilino, en el lugar que ocupaban los jardines del emperador Licinio Galieno, junto a la Puerta Tiburtina y no lejos de un sitio lleno de recuerdos y evocaciones para los habitantes de la Ciudad Eterna, el cementerio del "Campo Verano", detrás de la basílica de San Lorenzo Extramuros.
La iglesia de Santa Bibiana fue restaurada a comienzos del siglo XVII por Urbano VIII, el papa Barberini, que en las tres abejas de su escudo encontró un buen símbolo a su prodigiosa laboriosidad.
Al hacer en 1624 las excavaciones dirigidas por Bernini se descubrieron debajo del altar mayor las reliquias de la Santa, conservadas en dos vasos de vidrio con su correspondiente inscripción. La carencia de documentación impidió saber si habían sido colocadas allí por traslación o elevación.
Ahondando en las excavaciones se hallaron en un plano más profundo dos sarcófagos superpuestos, cada uno de los cuales contenía un esqueleto cubierto de cal. Aunque no contenían nombre ni símbolo cristiano, se atribuyeron a Dafrosa y Demetria, la madre y hermana, respectivamente, de la Santa. El hallazgo de estos dos cadáveres in situ y rociados de cal, procedimiento que usaban los antiguos por razones de salubridad, demuestra que no fueron tocados desde su inhumación, pues en un traslado resultaba inútil adoptar tales medidas higiénicas. De donde se colige que la basílica de Santa Bibiana está levantada sobre tres sepulturas, dos de ellas intactas, y los restos de la otra colocados en recipientes en época desconocida.
Urbano VIII, con esa pasión renacentista que le caracteriza, salvó un monumento antiguo, pero además quiso dejar un testimonio litúrgico del hallazgo, pues incluyó en el calendario de la Iglesia universal la fiesta de Santa Bibiana, fijándola con rito semidoble para el día 2 de diciembre. Para las lecturas históricas del segundo nocturno de maitines no fue tan afortunado, pues aprovechó las actas apócrifas del siglo Vl, que tan escaso crédito merecen. La basílica, de tres naves, dividida por ocho columnas antiguas, fue decorada con frescos de Pietro da Cortona y Agostino Ciampelli; pero, sobre todo, con una escultura graciosa de la Santa, obra juvenil de Bernini.
Hoy, sin embargo, con la reciente simplificación de rúbricas del misal y el breviario, Santa Bibiana, al caer dentro del Adviento, queda reducida litúrgicamente nada más que a memoria" o conmemoración . Sus lecciones no vol verán a leerse en el oficio divino. De esta manera un simple decreto de la Congregación de Ritos destinado a aligerar el rezo eclesiástico ha resuelto con habilidad un peliagudo problema crítico.
Pero nosotros no podemos proceder tan fácilmente. Se impone un rápido examen de las actas para saber hasta dónde son ciertos sus relatos. Es siempre el problema de los santos antiguos rodeado del halo de la popularidad. Porque si el culto de Santa Bibiana se remonta históricamente hasta el papa Simplicio, ya desde antes existen indicios del mismo, y durante la Edad Media gozó también de gran veneración, pues sabemos que el papa León II trasladó a su iglesia, desde el cementerio ad sextum Philippi, los cuerpos de los mártires Simplicio, Faustino y Beatriz para que aumentasen la devoción hacia aquel santuario, al cual estaba anejo un monasterio de monjas que se conservó hasta el siglo xv.
La pasión de Santa Bibiana es llamada también del mártir Pimenio por el papel tan importante que en ella juega. Los textos que han llegado hasta nosotros presentan notables divergencias.
Según el relato de la pasión, Juliano el Apóstata (361-363) llegó a hacer durante su reinado hasta siete mil mártires, entre otros Pimenio, presbítero del titulo del Pastor, en Roma. Este Pimenio fue quien enseñó a Juliano la gramática, retórica y demás ciencias, instruyéndole asimismo en la ley cristiana. Gracias a tan esmerada educación, Juliano supo mostrarse amable y prudente, mereciendo que las tropas le eligieran emperador.
Mas vuelto a la religión pagana empezó a perseguir sañudamente al cristianismo. Entre otros a Flaviano, prefecto de la ciudad, que con su mujer Dafrosa y sus hijas Demetria y Balbina enterraban por la noche los cuerpos de los mártires. Por esta causa y por haber revelado el enterramiento clandestino en su propia casa de dos mártires, San Juan y San Pablo, a los que la leyenda hace también de este periodo, fueron así inhumados para evitar un tumulto del pueblo, Juliano confiscó a Flaviano todos sus bienes y le desterró, muriendo fuera de Roma.
Dafrosa muere también después de varios incidentes, siendo enterrada por el presbítero Juan en su propia ,casa, que se encontraba cerca de la de San Juan y San Pablo.
Sus dos hijas fueron llevadas a la presencia de Juliano. Demetria muere de miedo, y es enterrada junto a su madre por Bibiana, a la cual el emperador confia a una mujer perversa, llamada Rufina, para que la corrompa. Con halagos o con malos tratos pretende hacerla apostatar y que contraiga matrimonio; pero viendo lo inútil de sus esfuerzos, da cuenta de ello a Juliano, quien la condena al suplicio de los azotes, hasta que exhala el último suspiro. Su cuerpo quedó abandonado en el forum Tauri o mercado del Toro, sin que permitiera Dios que sufriera agravio en los dos días que pasaron hasta que el presbítero Juan consiguió enterrarla de noche junto a su madre y hermana.
Juan y Pimenio acudían allí a orar. Juliano comunica a Pimenio que abandone Roma, y, entre tanto, manda decapitar a Juan. Pimenio abandona su título o iglesia del Pastor y marcha a Persia, donde queda ciego. A los cara, hace en nombre de Cristo, por lo que lleno de rabia, Juliano, quien le saluda en nombre de los dioses. Pimenio lo hace en nombre de Cristo, por lo que lleno de rabia Juliano le hace precipitar desde un puente. Una matrona llamada Cándida le entierra en el cementerio de Ponciano, ad ursum pileatum, "en el oso encapuchado".
Muerto el emperador, una mujer llamada Olimpina edifica una iglesia para honrar la memoria de las tres mártires. Olimpina, que da nombre a la basílica, vive allí hasta los tiempos del papa Siricio (384-399).
El autor de la pasión dice llamarse Donato, "subdiácono regionario de la santa Sede Apostólica". Su relato se contradice a cada paso con lo que conocemos de la historia profana, puesto que Juliano el Apóstata no moró jamás en Roma durante su reinado, que por lo demás sólo duró dos años. Ni su persecución fue sangrienta en Occidente, sino más bien buscó exaltar el paganismo en decadencia. De esta forma cae por su base toda la autoridad de las actas, que aprovechan datos y referencias de escritos anteriores en muchos casos. Por ejemplo, la respuesta valiente de Pimenio a Juliano es la que los historiadores Sócrates y Sozomeno ponen en boca de Maris, obispo de Calcedonia.
El hecho extraordinario de que Dafrosa y sus hijas fueran enterradas en su propia casa, dentro del recinto de la Urbe, no tiene importancia para el autor de la pasión, porque ya entonces la ley civil que prohibía tales inhumaciones había caído en desuso. En cambio, el autor de las actas de San Juan y San Pablo recurre al peligro de un motín popular para justificar el enterramiento de dichos santos en su propio domicilio.
Habida cuenta del hecho de encontrarse la sepultura de las tres Santas en su basílica, cabe admitir la existencia de Olimpiana, y cabe aventurar la hipótesis de que, si efectivamente fueron enterradas en su casa, se trate de mártires anteriores al año 274, en que Aureliano extendió los muros de Roma más allá del Esquilino, límite hasta entonces religioso y legal de la Urbe, donde no regían las prohibiciones sobre enterramientos. De esta forma la antigüedad de Santa Bibiana sería mucho mayor que la consignada por el propio autor de su pasión.
Además, el presbítero Pimenio podría ser San Pastor, a cuyo título se le adscribe, pues sería transcripción latina de Poimen, nombre griego de pastor. Desde luego, San Pimenio era venerado por los peregrinos medievales en las catacumbas de Ponciano, en la vía de Porto, y allí es donde la sitúa la pasión.
En cuanto al presbítero Juan, es un personaje que aparece en todas las actas apócrifas dedicado a enterrar cuerpos abandonados de mártires. Su piadosa actividad alcanza desde el reinado de Nerón hasta el de Juliano el Apóstata. ¿Existió realmente un presbítero Juan? ¡Por qué no! Bien pudo morir en alguna de las persecuciones por practicar la obra de misericordia que la Escritura tanto alaba en Tobías. Después se convirtió en un personaje representativo, del que se echaba mano a cada paso.
No deben producir desencanto estas disquisiciones. Los gustos del siglo Vl, en que florecieron las actas apócrifas, que tienen el prurito de relacionar entre sí a santos más o menos cercanos, no son los nuestros. Aquellas leyendas servían a la edificación de los fieles, como en época no muy lejana Fabiola hizo emocionarse a muchísimos lectores. Casi lo único verdadero de tales actas son los nombres y los lugares. Para nosotros nos basta con datos tan interesantes, que sin ellas se hubieran perdido. No pudiendo dudarse de la existencia de Santa Bibiana ni de la autenticidad de sus reliquias, ¿qué más podemos pedir? Esto nos basta para encomendarnos a su valiosa intercesión.
Expresiones análogas se hallan a cada paso en los textos hagiográficos: "basílica de tal mártir..., donde reposa su cuerpo". Pudiera, pues, creerse que se trata de una frase hecha sobre la que no merece la pena insistir.
Sin embargo, nuestro caso es diferente, porque la mención se remonta al siglo v, cuando todavía estaba en pleno vigor la antiquísima ley de las doce tablas, que ordenaba tajantemente: "Dentro de la ciudad ni se quemen ni se entierren cadáveres". Los historiadores mencionan algún caso rarísimo, como la excepción concedida por el Senado al emperador Trajano, cuyas cenizas fueron depositadas en lo alto de la colosal columna que se levantara en el foro de su nombre.
Si, pues, Santa Bibiana estaba enterrada dentro de los muros de Roma es un hecho que con razón lo destaca el Líber Pontificalis, y al que deberá buscarse alguna justificación.
La iglesia que el papa Simplicio dedicó a esta Santa existe aún en Roma, cerca de la vía férrea, y ha dado precisamente nombre al túnel por donde aquella se cruza, "Arcos de Santa Bibiana". Está situada en el monte Esquilino, en el lugar que ocupaban los jardines del emperador Licinio Galieno, junto a la Puerta Tiburtina y no lejos de un sitio lleno de recuerdos y evocaciones para los habitantes de la Ciudad Eterna, el cementerio del "Campo Verano", detrás de la basílica de San Lorenzo Extramuros.
La iglesia de Santa Bibiana fue restaurada a comienzos del siglo XVII por Urbano VIII, el papa Barberini, que en las tres abejas de su escudo encontró un buen símbolo a su prodigiosa laboriosidad.
Al hacer en 1624 las excavaciones dirigidas por Bernini se descubrieron debajo del altar mayor las reliquias de la Santa, conservadas en dos vasos de vidrio con su correspondiente inscripción. La carencia de documentación impidió saber si habían sido colocadas allí por traslación o elevación.
Ahondando en las excavaciones se hallaron en un plano más profundo dos sarcófagos superpuestos, cada uno de los cuales contenía un esqueleto cubierto de cal. Aunque no contenían nombre ni símbolo cristiano, se atribuyeron a Dafrosa y Demetria, la madre y hermana, respectivamente, de la Santa. El hallazgo de estos dos cadáveres in situ y rociados de cal, procedimiento que usaban los antiguos por razones de salubridad, demuestra que no fueron tocados desde su inhumación, pues en un traslado resultaba inútil adoptar tales medidas higiénicas. De donde se colige que la basílica de Santa Bibiana está levantada sobre tres sepulturas, dos de ellas intactas, y los restos de la otra colocados en recipientes en época desconocida.
Urbano VIII, con esa pasión renacentista que le caracteriza, salvó un monumento antiguo, pero además quiso dejar un testimonio litúrgico del hallazgo, pues incluyó en el calendario de la Iglesia universal la fiesta de Santa Bibiana, fijándola con rito semidoble para el día 2 de diciembre. Para las lecturas históricas del segundo nocturno de maitines no fue tan afortunado, pues aprovechó las actas apócrifas del siglo Vl, que tan escaso crédito merecen. La basílica, de tres naves, dividida por ocho columnas antiguas, fue decorada con frescos de Pietro da Cortona y Agostino Ciampelli; pero, sobre todo, con una escultura graciosa de la Santa, obra juvenil de Bernini.
Hoy, sin embargo, con la reciente simplificación de rúbricas del misal y el breviario, Santa Bibiana, al caer dentro del Adviento, queda reducida litúrgicamente nada más que a memoria" o conmemoración . Sus lecciones no vol verán a leerse en el oficio divino. De esta manera un simple decreto de la Congregación de Ritos destinado a aligerar el rezo eclesiástico ha resuelto con habilidad un peliagudo problema crítico.
Pero nosotros no podemos proceder tan fácilmente. Se impone un rápido examen de las actas para saber hasta dónde son ciertos sus relatos. Es siempre el problema de los santos antiguos rodeado del halo de la popularidad. Porque si el culto de Santa Bibiana se remonta históricamente hasta el papa Simplicio, ya desde antes existen indicios del mismo, y durante la Edad Media gozó también de gran veneración, pues sabemos que el papa León II trasladó a su iglesia, desde el cementerio ad sextum Philippi, los cuerpos de los mártires Simplicio, Faustino y Beatriz para que aumentasen la devoción hacia aquel santuario, al cual estaba anejo un monasterio de monjas que se conservó hasta el siglo xv.
La pasión de Santa Bibiana es llamada también del mártir Pimenio por el papel tan importante que en ella juega. Los textos que han llegado hasta nosotros presentan notables divergencias.
Según el relato de la pasión, Juliano el Apóstata (361-363) llegó a hacer durante su reinado hasta siete mil mártires, entre otros Pimenio, presbítero del titulo del Pastor, en Roma. Este Pimenio fue quien enseñó a Juliano la gramática, retórica y demás ciencias, instruyéndole asimismo en la ley cristiana. Gracias a tan esmerada educación, Juliano supo mostrarse amable y prudente, mereciendo que las tropas le eligieran emperador.
Mas vuelto a la religión pagana empezó a perseguir sañudamente al cristianismo. Entre otros a Flaviano, prefecto de la ciudad, que con su mujer Dafrosa y sus hijas Demetria y Balbina enterraban por la noche los cuerpos de los mártires. Por esta causa y por haber revelado el enterramiento clandestino en su propia casa de dos mártires, San Juan y San Pablo, a los que la leyenda hace también de este periodo, fueron así inhumados para evitar un tumulto del pueblo, Juliano confiscó a Flaviano todos sus bienes y le desterró, muriendo fuera de Roma.
Dafrosa muere también después de varios incidentes, siendo enterrada por el presbítero Juan en su propia ,casa, que se encontraba cerca de la de San Juan y San Pablo.
Sus dos hijas fueron llevadas a la presencia de Juliano. Demetria muere de miedo, y es enterrada junto a su madre por Bibiana, a la cual el emperador confia a una mujer perversa, llamada Rufina, para que la corrompa. Con halagos o con malos tratos pretende hacerla apostatar y que contraiga matrimonio; pero viendo lo inútil de sus esfuerzos, da cuenta de ello a Juliano, quien la condena al suplicio de los azotes, hasta que exhala el último suspiro. Su cuerpo quedó abandonado en el forum Tauri o mercado del Toro, sin que permitiera Dios que sufriera agravio en los dos días que pasaron hasta que el presbítero Juan consiguió enterrarla de noche junto a su madre y hermana.
Juan y Pimenio acudían allí a orar. Juliano comunica a Pimenio que abandone Roma, y, entre tanto, manda decapitar a Juan. Pimenio abandona su título o iglesia del Pastor y marcha a Persia, donde queda ciego. A los cara, hace en nombre de Cristo, por lo que lleno de rabia, Juliano, quien le saluda en nombre de los dioses. Pimenio lo hace en nombre de Cristo, por lo que lleno de rabia Juliano le hace precipitar desde un puente. Una matrona llamada Cándida le entierra en el cementerio de Ponciano, ad ursum pileatum, "en el oso encapuchado".
Muerto el emperador, una mujer llamada Olimpina edifica una iglesia para honrar la memoria de las tres mártires. Olimpina, que da nombre a la basílica, vive allí hasta los tiempos del papa Siricio (384-399).
El autor de la pasión dice llamarse Donato, "subdiácono regionario de la santa Sede Apostólica". Su relato se contradice a cada paso con lo que conocemos de la historia profana, puesto que Juliano el Apóstata no moró jamás en Roma durante su reinado, que por lo demás sólo duró dos años. Ni su persecución fue sangrienta en Occidente, sino más bien buscó exaltar el paganismo en decadencia. De esta forma cae por su base toda la autoridad de las actas, que aprovechan datos y referencias de escritos anteriores en muchos casos. Por ejemplo, la respuesta valiente de Pimenio a Juliano es la que los historiadores Sócrates y Sozomeno ponen en boca de Maris, obispo de Calcedonia.
El hecho extraordinario de que Dafrosa y sus hijas fueran enterradas en su propia casa, dentro del recinto de la Urbe, no tiene importancia para el autor de la pasión, porque ya entonces la ley civil que prohibía tales inhumaciones había caído en desuso. En cambio, el autor de las actas de San Juan y San Pablo recurre al peligro de un motín popular para justificar el enterramiento de dichos santos en su propio domicilio.
Habida cuenta del hecho de encontrarse la sepultura de las tres Santas en su basílica, cabe admitir la existencia de Olimpiana, y cabe aventurar la hipótesis de que, si efectivamente fueron enterradas en su casa, se trate de mártires anteriores al año 274, en que Aureliano extendió los muros de Roma más allá del Esquilino, límite hasta entonces religioso y legal de la Urbe, donde no regían las prohibiciones sobre enterramientos. De esta forma la antigüedad de Santa Bibiana sería mucho mayor que la consignada por el propio autor de su pasión.
Además, el presbítero Pimenio podría ser San Pastor, a cuyo título se le adscribe, pues sería transcripción latina de Poimen, nombre griego de pastor. Desde luego, San Pimenio era venerado por los peregrinos medievales en las catacumbas de Ponciano, en la vía de Porto, y allí es donde la sitúa la pasión.
En cuanto al presbítero Juan, es un personaje que aparece en todas las actas apócrifas dedicado a enterrar cuerpos abandonados de mártires. Su piadosa actividad alcanza desde el reinado de Nerón hasta el de Juliano el Apóstata. ¿Existió realmente un presbítero Juan? ¡Por qué no! Bien pudo morir en alguna de las persecuciones por practicar la obra de misericordia que la Escritura tanto alaba en Tobías. Después se convirtió en un personaje representativo, del que se echaba mano a cada paso.
No deben producir desencanto estas disquisiciones. Los gustos del siglo Vl, en que florecieron las actas apócrifas, que tienen el prurito de relacionar entre sí a santos más o menos cercanos, no son los nuestros. Aquellas leyendas servían a la edificación de los fieles, como en época no muy lejana Fabiola hizo emocionarse a muchísimos lectores. Casi lo único verdadero de tales actas son los nombres y los lugares. Para nosotros nos basta con datos tan interesantes, que sin ellas se hubieran perdido. No pudiendo dudarse de la existencia de Santa Bibiana ni de la autenticidad de sus reliquias, ¿qué más podemos pedir? Esto nos basta para encomendarnos a su valiosa intercesión.
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