Es un valle austero de la provincia de Burgos. Un riachuelo lo cruza saltando entre riscos. Por todos lados, montañas oscuras y rocosas, eslabonadas como anillos de una serpiente gigantesca que defendiese la paz del llano. A un lado, el alto cabezo que Berceo llamaba famado castellar, campo de heroísmos, nido de bélicas leyendas; y en la loma y en la hondonada, junto a las aguas y en las alturas, bosques de robles, de enebros y de pinos, entre los cuales tenían su madriguera lobos, ciervos y jabalíes. Quedaban las huellas de la guerra: lanzas rotas, casas destruidas, restos de antiguas construcciones, y en la última extremidad del valle, unas ruinas imponentes, que delataban pasadas magnificencias. Era Silos, el monasterio famoso de Recaredo y Fernán-González. Unos lustros antes, Almanzor había pasado por allí sembrando sangre y apagando la vida. Silos había perdido su esplendor y su riqueza, y de sus monjes quedaban unos pocos,
«que facien buena vida et eran ornes santos, pero estaban bien pobres de sayas e de mantos.»
Mas he aquí que aparece el restaurador, Domingo, el patrón de los Silos, el escapulado leal. Tal vez un ojo vulgar no hubiera adivinado lo que era capaz de hacer aquel hombre que venía expulsado de su tierra de Rioja. Cuerpo menudo, aunque bien formado; ancha calva, con una corona de cabellos que están volviéndose de plata; rostro apacible, con dos ojos de suavísima luz. Nacido al comenzar el segundo milenio cristiano, está ahora en plena madurez. Acaba de cumplir cuarenta años. Blando y risueño, parece vivir en una atmósfera de serenidad; su dulzura exterior era un reflejo de la calma de su espíritu. Berceo hace de él este retrato:
«Manso e auenido, sabroso compannero, humilloso en fechos, en dichos verdadero; los oíos oprimidos, el capiello tirado, a él cataban todos como a un buen espeio, ca yacíe buen tesoro so el su buen pelleio.»
Este tesoro de bondad había ido acrecentándose día tras día, y, sin embargo, Domingo iba derramando sin regateos por dondequiera que pasaba. Primero en Cañas, su pueblo natal, repartiendo, de niño, entre los muchachos de su edad, el pan que le daban en casa. Su padre—del linaje de Mans, un ome sennalado—le hizo pastorcillo, y el candoroso adolescente distribuía la leche de sus ovejas entre los pobres que veía por los páramos. Buscó otro medio de hacer el bien a sus hermanos y tomó las órdenes.
«Tal era como plata mozo casto Gradero; la plata tornó oro cuando fue Epistolero; el oro margarita, cuando Evangelistero; cuando subió a Preste semeió al lucero.»
Aquella dignidad le aterró. Un año vivió en el desierto para hacerse menos indigno de ella; pero su corazón necesitaba hombres para amarlos, y este anhelo fue el que le movió a dejar su cueva y a vestir el hábito benedictino en el monasterio famoso de San Millán de la Cogolla. «Los porteros le abrieron gozosos la puerta; los monjes le amaron, porque era bueno; y porque era fiel, el abad le hizo prior de la casa.»
La verdadera bondad no va sin la energía; no sería bondad, sino flaqueza. El furor de la gallina que defiende sus polluelos es honda ternura; y si la bondad no estuviese armada, dejaría cometer muchos males. Ya no sería bondad. Esa ciencia perfecta, que no sabe doblegarse al mal, era la de Santo Domingo. Un día, el rey de Navarra, don García, llegó al monasterio exigiendo sus tesoros. Nadie osaba impedir el inicuo despojo. El abad y los monjes callaban, resignados. El rey iba ya a echar mano de los vasos de oro, de las alhajas, de las telas preciosas, de las arquetas de marfil, cuando aparece la pequeña figura del prior, que le dice; severo:
—Rey, Dios te defienda que no fagas tal fecho, y por cosa que muere, la tu alma no vendas.
Hubo un espanto general ante la audacia del prior. Todos conocían la naturaleza iracunda y arrebatada, el carácter arrojado y ardiente de don García, un verdadero manojo de pasiones contra las cuales se estrellaron con frecuencia toda su buena voluntad y la nobleza de su alma. El se conocía también cuando confesaba «que las delicias de la vida y los azares de las cosas le apartaban con frecuencia del camino verdadero». Así había sucedido ahora. Su cuerpo se estremecía de cólera, sus manos se encrispaban, sus ojos lanzaban rayos de indignación contra el pobre monje que se atrevía a resistirle. Rugía, aullaba, amenazaba, presa del instinto brutal incontenible. Respetuoso, sereno, representando la ley superior de la razón y del derecho, el prior le dijo estas maravillosas palabras:
«Puedes matar el cuerpo, la carne mal traer, mas en el alma, rey, non has ningún poder.»
De allí a pocos días, Domingo marchaba desterrado camino de Castilla, «y a pie, bebiendo aguas frías e hincando su bastón en el suelo, arribó a la corte del buen rey don Fernando.» En Burgos fue recibido con respeto y con cariño. Fernando I el Grande, sabiendo «que por un monasterio un reino es captenido», hizo a su huésped abad de Silos, encomendándole la restauración de aquella casa, qué era una de las más ilustres de su reino. Había que hacerlo todo. Si la obra material exigía grandes esfuerzos, la espiritual hubiera encogido al hombre más animoso. El trabajo era mucho y los medios escasos; pero el dinero llegaba misteriosamente y la obra avanzaba.
«Sennor Santo Domingo, el natural de Cannas, que nació en bon ponto, pleno de bonas mannas, de noche era pobre e rico a las manannas.»
Era un talento organizador, y además un trabajador infatigable. Empezó por levantar las habitaciones derruidas; después las llenó de monjes, a quienes acostumbró a la concordia, al amor y a la observancia. Hombre de espíritu levantado, quiso hacer de Silos el ideal del monasterio benedictino, dándole una iglesia espaciosa que convidase a la oración; un claustro bello, que hiciese agradable el trabajo; una buena sala de copistas, y una sacristía bien pertrechada con todos los objetos que pudiesen realzar la magnificencia del culto litúrgico.
La iglesia surgió con todos los encantos de un arte nuevo, el románico, que tuvo en Silos uno de sus momentos más inspirados; la sacristía se llenó de tapices, de relicarios de plata y de marfil, y de joyas preciosas, algunas de las cuales nos causan todavía delectación y asombro; la librería se aumentaba sin cesar con nuevos manuscritos, y en el escritorio empezaron a trabajar aquellos escribas que hicieron de la biblioteca silense una de las más ricas de España durante la Edad Medía. Unos, con delicada atención, trazaban los finos rasgos de la letra visigótica; otros adornaban los folios de pergamino con miniaturas sutiles, o los decoraban con esas iniciales rojas, azules, verdes, doradas, que embelesan aún a los visitantes del archivo silense o de los museos de París y Londres; otros recogían aquellos códices rutilantes y los estudiaban en la cercana escuela, alegre con las voces argentinas de los niños. Entre ellos se destacaban ya dos figuras: el ingenuo Grimaldo, que más tarde escribirá en verso y en prosa la vida de su maestro, y el historiador Silense, lector asiduo de Tito Livio y Suetonio, que representa en nuestra literatura el primer alborear del Renacimiento.
Al soplo de un solo hombre, la tarea hervía. En todo ponía Domingo su hálito de artista exquisito y el calor de su alma de santo. Aún queda, pregonando a través de los siglos la grandeza del restaurador, el claustro maravilloso. Fue una bella idea. Para realizarlo, se sirvió de sus monjes formados a su imagen y semejanza y cada vez más compenetrados con su alto sentir. Por vez primera veía el Occidente esas esbeltas arcadas, transidas de un profundo pensamiento religioso. Sobre las columnas surgieron aquellos capiteles, verdaderos nidos de gracia, de belleza y de doctrina; donde, dócil a la inspiración superior del Santo, el cincel representó, por modo semidivino, las virtudes, los vicios, toda la psicología humana, las escenas de la Historia, los dramas de la conciencia, las leyendas guerreras, la tierra y el cielo, los personajes evangélicos, las flores, las palmas, los animales; todo en medio de una ornamentación exuberante, transportada de las llanuras mesopotámicas a las rudas montañas de Castilla.
Cada objeto de arte que le llevaban era un goce profundo para aquel corazón tan abrasado en el amor divino, y al mismo tiempo tan hondamente humano. Un día un códice, otro un frontal esmaltado, otro una corona de plata con colgaduras de cristal para suspenderla sobre el ara, o un cáliz, o una paloma eucarística, o un bajorrelieve de formas asirías. El abad estaba en todas partes: en la iglesia, en el claustro, en el escritorio, en la escuela, animando a todos y alegrándolos con su ademán, con su sonrisa, con su palabra, sin olvidarse de los Hermanos que fuera del monasterio desmontaban las tierras laborables, plantaban viñas, sudaban en las canteras, segaban bajo el fuego del sol, limpiaban, labraban y sembraban la vida en el valle bravío.
«Las noches e los días lazraba el buen varón, los días porcaszando, la noche en oración; conformaba sus frailes, tenieles bien lección, a grande e a chicos daba egual ración.»
La mirada de Domingo se extendía mucho más allá del monasterio. En una visión le habían dicho los bienaventurados: «Muchas gentes avrán por ti repaire; vernan sin conseio, pero irán aconsejadas.» Fue, sobre todo, en la villa de Silos donde esparció las riquezas de su alma bondadosa. Había llegado a ser como una fruta madura que deja escapar chorros de mieles. Las gentes acudían confiadas, y el confesor caboso, pleno de caridad, las acogía misericordioso y las enviaba contentas y libres de los males del cuerpo y de los males del alma:
«Nunca vino a él nin enfermo nin sano, a qui non alegrase su boca o su mano.»
En su corazón hallaban eco todas las miserias, y Dios había hecho su mano tan grande como su corazón. Los enfermos eran curados, los cautivos de los musulmanes libertados, los pobres abastecidos. Ante el dolor de sus semejantes, «el padre piadoso metíase a plorar», luego decía misa o hacía sobre el paciente la señal de la cruz, y le enviaba sano a su casa, después de darle este consejo:
—Curíate que non peques, e non fagas folia.
Tenía una caridad llena de gracia y donaire. Bien lo experimentaron unos pobres que, intentando abusar de ella, escondieron sus vestidos y fueron a pedirle otros para cubrir sus carnes desnudas. El Santo los recibió con benignidad, los agasajó con una buena comida, y a la postre les dio los mismos trajes que habían ocultado. Otro día, unos hombres codiciaron los frutos de su huerto. Saltaron la tapia de noche, pero olvidando la intención que llevaban, se pusieron a cavar afanosamente. En cuanto terminaron los maitines, el abad dijo al cocinero: «Hoy tenemos obreros; prepara buena comida.» Poco después estaba delante de los cavadores y les decía: «Basta por hoy, amigos míos; ya habéis hecho buena labor; mas tales trasnochadas mucho non las usedes.» Y el confesor donoso, como le llama Berceo, les sirvió con sus propias manos un almuerzo suculento.
En la corte castellana, en Burgos, en León, en Ávila; en Arlanza, los reyes y los vasallos admiraron muchas veces aquella caridad siempre en acción. La víspera del día de Atapuerca allí estaba el abad de Silos exhortando a la concordia. La paz era uno de sus mayores anhelos. Por eso en sus largas oraciones pedía a Dios constantemente
«que diese entre los pueblos pan e paz e verdat, temporales temprados, amor e caridat».
Los pueblos de la sierra de Burgos fueron especialmente felices. Muchas veces vieron a Domingo en sus plazas y en sus iglesias hablando de paz y amor, curando a los enfermos y consolando a los afligidos. «Sus dichos semiaban melados, como los que manaban de la boca de Gregorio.» Su palabra era elocuente, con una elocuencia íntima, familiar y muy persuasiva. ¡Qué deliciosa intimidad descubrimos en aquellas palabras que dirigía a sus monjes:
«Pensemos en las almas, fraires e companneros, a Dios e a los omes seamos verdaderos; si fuéremos a Dios leales, derecheros, ganaremos coronas, que val más que dineros.»
Así fue llegando a la vejez el buen abad de los fechos cabdales. Aún recorría los claustros con el cuerpo encorvado por las fatigas, apoyándose en su bastoncito de avellano. Un día dijo a sus monjes que hiciesen grandes preparativos, porgue no tardarían en llegar el rey, la reina y el obispo. «Nuestro abad ya chochea», dijeron los monjes con tristeza; pero a la noche siguiente la Santísima Virgen y su divino Hijo bajaron a su celda para invitarle a subir al Cielo. Cayó postrado en el lecho. Todos lloraban; sólo él estaba tranquilo, y sonreía diciendo: «Non ploredes, amigos; semeiades mugieres en eso que facedes.» Uno de los que le acompañaban se atrevió a preguntarle:
—Padre, pero ¿es que ha llegado ya la hora de tu tránsito?
—Sí, hermano querido—respondió el moribundo—; pero he pedido treguas hasta que venga el obispo.
Ya no dijo más palabras, aunque le hicieron varias preguntas; pero aún tuvo fuerzas para dar la bendición y el beso de despedida a todos los presentes. Al fin llegó el obispo de Burgos, que era gran amigo suyo, y los dos prelados se abrazaron. Entonces, Domingo levantó los ojos y las manos al Cielo, dejó caer las manos, cruzándolas suavemente sobre el pecho, y sus ojos se cerraron en el sueño de la felicidad.
Su cuerpo descansó varios años en el claustro que él había construido. Su discípulo Grimaldo adornó de versos el sepulcro. Una estatua yacente señala todavía el lugar de su primer descanso. Hoy sus huesos están encerrados en una urna de plata y depositados en una suntuosa capilla que lleva su nombre.
«Metieron grand tesoro en muy grand angostura, lucerna de grand lumme en lenterna oscura.»
En el monasterio que él restauró, y que a los diez años de su muerte ya llevaba su nombre, no se puede dar un paso sin tropezar con recuerdos suyos: el claustro, ese claustro que tanto dice y tanto recrea y hace meditar en tantas cosas; la capilla, donde le veneran los peregrinos y los turistas; los hierros de cautivos rescatados, que cubren sus muros; la Cámara Sania, consagrada por su vida y henchida en su muerte por la majestad de los Reyes del Cielo; el cáliz ministerial, único por su arte y su rareza, que él «hizo en honor de San Sebastián», como reza la inscripción; el báculo, que fue símbolo de su autoridad paternal, ese báculo que, multiplicado en cintas milagrosas, lleva dulces alegrías a tantos hogares; la paloma encáustica, las arquetas, los retablos esmaltados; los códices, aquel en que al rezar se clavaban sus ojos, mientras su alma estaba clavada en Dios, o aquel que le sirvió para explicar a sus discípulos la Regla del Patriarca Benito, o aquel otro en cuya margen escribió con mano temblorosa las impresiones de su noble inteligencia; códices preciosos, santificados por sus manos, ungidos por su aliento, regados por sus lágrimas de amor. En todo se ve al Padre, al Santo, al artista, que vive aún invisible, según el bello pensamiento del poeta de Castilla:
«¡Beneita la claustra que guía tal Cabdiello! ¡Beneita la grey que ha tal Pastorciello! ¡Do ha tal Castellano, feliz es el castiello! ¡Con tan buen Portillero seguro en el portiello!»
«que facien buena vida et eran ornes santos, pero estaban bien pobres de sayas e de mantos.»
Mas he aquí que aparece el restaurador, Domingo, el patrón de los Silos, el escapulado leal. Tal vez un ojo vulgar no hubiera adivinado lo que era capaz de hacer aquel hombre que venía expulsado de su tierra de Rioja. Cuerpo menudo, aunque bien formado; ancha calva, con una corona de cabellos que están volviéndose de plata; rostro apacible, con dos ojos de suavísima luz. Nacido al comenzar el segundo milenio cristiano, está ahora en plena madurez. Acaba de cumplir cuarenta años. Blando y risueño, parece vivir en una atmósfera de serenidad; su dulzura exterior era un reflejo de la calma de su espíritu. Berceo hace de él este retrato:
«Manso e auenido, sabroso compannero, humilloso en fechos, en dichos verdadero; los oíos oprimidos, el capiello tirado, a él cataban todos como a un buen espeio, ca yacíe buen tesoro so el su buen pelleio.»
Este tesoro de bondad había ido acrecentándose día tras día, y, sin embargo, Domingo iba derramando sin regateos por dondequiera que pasaba. Primero en Cañas, su pueblo natal, repartiendo, de niño, entre los muchachos de su edad, el pan que le daban en casa. Su padre—del linaje de Mans, un ome sennalado—le hizo pastorcillo, y el candoroso adolescente distribuía la leche de sus ovejas entre los pobres que veía por los páramos. Buscó otro medio de hacer el bien a sus hermanos y tomó las órdenes.
«Tal era como plata mozo casto Gradero; la plata tornó oro cuando fue Epistolero; el oro margarita, cuando Evangelistero; cuando subió a Preste semeió al lucero.»
Aquella dignidad le aterró. Un año vivió en el desierto para hacerse menos indigno de ella; pero su corazón necesitaba hombres para amarlos, y este anhelo fue el que le movió a dejar su cueva y a vestir el hábito benedictino en el monasterio famoso de San Millán de la Cogolla. «Los porteros le abrieron gozosos la puerta; los monjes le amaron, porque era bueno; y porque era fiel, el abad le hizo prior de la casa.»
La verdadera bondad no va sin la energía; no sería bondad, sino flaqueza. El furor de la gallina que defiende sus polluelos es honda ternura; y si la bondad no estuviese armada, dejaría cometer muchos males. Ya no sería bondad. Esa ciencia perfecta, que no sabe doblegarse al mal, era la de Santo Domingo. Un día, el rey de Navarra, don García, llegó al monasterio exigiendo sus tesoros. Nadie osaba impedir el inicuo despojo. El abad y los monjes callaban, resignados. El rey iba ya a echar mano de los vasos de oro, de las alhajas, de las telas preciosas, de las arquetas de marfil, cuando aparece la pequeña figura del prior, que le dice; severo:
—Rey, Dios te defienda que no fagas tal fecho, y por cosa que muere, la tu alma no vendas.
Hubo un espanto general ante la audacia del prior. Todos conocían la naturaleza iracunda y arrebatada, el carácter arrojado y ardiente de don García, un verdadero manojo de pasiones contra las cuales se estrellaron con frecuencia toda su buena voluntad y la nobleza de su alma. El se conocía también cuando confesaba «que las delicias de la vida y los azares de las cosas le apartaban con frecuencia del camino verdadero». Así había sucedido ahora. Su cuerpo se estremecía de cólera, sus manos se encrispaban, sus ojos lanzaban rayos de indignación contra el pobre monje que se atrevía a resistirle. Rugía, aullaba, amenazaba, presa del instinto brutal incontenible. Respetuoso, sereno, representando la ley superior de la razón y del derecho, el prior le dijo estas maravillosas palabras:
«Puedes matar el cuerpo, la carne mal traer, mas en el alma, rey, non has ningún poder.»
De allí a pocos días, Domingo marchaba desterrado camino de Castilla, «y a pie, bebiendo aguas frías e hincando su bastón en el suelo, arribó a la corte del buen rey don Fernando.» En Burgos fue recibido con respeto y con cariño. Fernando I el Grande, sabiendo «que por un monasterio un reino es captenido», hizo a su huésped abad de Silos, encomendándole la restauración de aquella casa, qué era una de las más ilustres de su reino. Había que hacerlo todo. Si la obra material exigía grandes esfuerzos, la espiritual hubiera encogido al hombre más animoso. El trabajo era mucho y los medios escasos; pero el dinero llegaba misteriosamente y la obra avanzaba.
«Sennor Santo Domingo, el natural de Cannas, que nació en bon ponto, pleno de bonas mannas, de noche era pobre e rico a las manannas.»
Era un talento organizador, y además un trabajador infatigable. Empezó por levantar las habitaciones derruidas; después las llenó de monjes, a quienes acostumbró a la concordia, al amor y a la observancia. Hombre de espíritu levantado, quiso hacer de Silos el ideal del monasterio benedictino, dándole una iglesia espaciosa que convidase a la oración; un claustro bello, que hiciese agradable el trabajo; una buena sala de copistas, y una sacristía bien pertrechada con todos los objetos que pudiesen realzar la magnificencia del culto litúrgico.
La iglesia surgió con todos los encantos de un arte nuevo, el románico, que tuvo en Silos uno de sus momentos más inspirados; la sacristía se llenó de tapices, de relicarios de plata y de marfil, y de joyas preciosas, algunas de las cuales nos causan todavía delectación y asombro; la librería se aumentaba sin cesar con nuevos manuscritos, y en el escritorio empezaron a trabajar aquellos escribas que hicieron de la biblioteca silense una de las más ricas de España durante la Edad Medía. Unos, con delicada atención, trazaban los finos rasgos de la letra visigótica; otros adornaban los folios de pergamino con miniaturas sutiles, o los decoraban con esas iniciales rojas, azules, verdes, doradas, que embelesan aún a los visitantes del archivo silense o de los museos de París y Londres; otros recogían aquellos códices rutilantes y los estudiaban en la cercana escuela, alegre con las voces argentinas de los niños. Entre ellos se destacaban ya dos figuras: el ingenuo Grimaldo, que más tarde escribirá en verso y en prosa la vida de su maestro, y el historiador Silense, lector asiduo de Tito Livio y Suetonio, que representa en nuestra literatura el primer alborear del Renacimiento.
Al soplo de un solo hombre, la tarea hervía. En todo ponía Domingo su hálito de artista exquisito y el calor de su alma de santo. Aún queda, pregonando a través de los siglos la grandeza del restaurador, el claustro maravilloso. Fue una bella idea. Para realizarlo, se sirvió de sus monjes formados a su imagen y semejanza y cada vez más compenetrados con su alto sentir. Por vez primera veía el Occidente esas esbeltas arcadas, transidas de un profundo pensamiento religioso. Sobre las columnas surgieron aquellos capiteles, verdaderos nidos de gracia, de belleza y de doctrina; donde, dócil a la inspiración superior del Santo, el cincel representó, por modo semidivino, las virtudes, los vicios, toda la psicología humana, las escenas de la Historia, los dramas de la conciencia, las leyendas guerreras, la tierra y el cielo, los personajes evangélicos, las flores, las palmas, los animales; todo en medio de una ornamentación exuberante, transportada de las llanuras mesopotámicas a las rudas montañas de Castilla.
Cada objeto de arte que le llevaban era un goce profundo para aquel corazón tan abrasado en el amor divino, y al mismo tiempo tan hondamente humano. Un día un códice, otro un frontal esmaltado, otro una corona de plata con colgaduras de cristal para suspenderla sobre el ara, o un cáliz, o una paloma eucarística, o un bajorrelieve de formas asirías. El abad estaba en todas partes: en la iglesia, en el claustro, en el escritorio, en la escuela, animando a todos y alegrándolos con su ademán, con su sonrisa, con su palabra, sin olvidarse de los Hermanos que fuera del monasterio desmontaban las tierras laborables, plantaban viñas, sudaban en las canteras, segaban bajo el fuego del sol, limpiaban, labraban y sembraban la vida en el valle bravío.
«Las noches e los días lazraba el buen varón, los días porcaszando, la noche en oración; conformaba sus frailes, tenieles bien lección, a grande e a chicos daba egual ración.»
La mirada de Domingo se extendía mucho más allá del monasterio. En una visión le habían dicho los bienaventurados: «Muchas gentes avrán por ti repaire; vernan sin conseio, pero irán aconsejadas.» Fue, sobre todo, en la villa de Silos donde esparció las riquezas de su alma bondadosa. Había llegado a ser como una fruta madura que deja escapar chorros de mieles. Las gentes acudían confiadas, y el confesor caboso, pleno de caridad, las acogía misericordioso y las enviaba contentas y libres de los males del cuerpo y de los males del alma:
«Nunca vino a él nin enfermo nin sano, a qui non alegrase su boca o su mano.»
En su corazón hallaban eco todas las miserias, y Dios había hecho su mano tan grande como su corazón. Los enfermos eran curados, los cautivos de los musulmanes libertados, los pobres abastecidos. Ante el dolor de sus semejantes, «el padre piadoso metíase a plorar», luego decía misa o hacía sobre el paciente la señal de la cruz, y le enviaba sano a su casa, después de darle este consejo:
—Curíate que non peques, e non fagas folia.
Tenía una caridad llena de gracia y donaire. Bien lo experimentaron unos pobres que, intentando abusar de ella, escondieron sus vestidos y fueron a pedirle otros para cubrir sus carnes desnudas. El Santo los recibió con benignidad, los agasajó con una buena comida, y a la postre les dio los mismos trajes que habían ocultado. Otro día, unos hombres codiciaron los frutos de su huerto. Saltaron la tapia de noche, pero olvidando la intención que llevaban, se pusieron a cavar afanosamente. En cuanto terminaron los maitines, el abad dijo al cocinero: «Hoy tenemos obreros; prepara buena comida.» Poco después estaba delante de los cavadores y les decía: «Basta por hoy, amigos míos; ya habéis hecho buena labor; mas tales trasnochadas mucho non las usedes.» Y el confesor donoso, como le llama Berceo, les sirvió con sus propias manos un almuerzo suculento.
En la corte castellana, en Burgos, en León, en Ávila; en Arlanza, los reyes y los vasallos admiraron muchas veces aquella caridad siempre en acción. La víspera del día de Atapuerca allí estaba el abad de Silos exhortando a la concordia. La paz era uno de sus mayores anhelos. Por eso en sus largas oraciones pedía a Dios constantemente
«que diese entre los pueblos pan e paz e verdat, temporales temprados, amor e caridat».
Los pueblos de la sierra de Burgos fueron especialmente felices. Muchas veces vieron a Domingo en sus plazas y en sus iglesias hablando de paz y amor, curando a los enfermos y consolando a los afligidos. «Sus dichos semiaban melados, como los que manaban de la boca de Gregorio.» Su palabra era elocuente, con una elocuencia íntima, familiar y muy persuasiva. ¡Qué deliciosa intimidad descubrimos en aquellas palabras que dirigía a sus monjes:
«Pensemos en las almas, fraires e companneros, a Dios e a los omes seamos verdaderos; si fuéremos a Dios leales, derecheros, ganaremos coronas, que val más que dineros.»
Así fue llegando a la vejez el buen abad de los fechos cabdales. Aún recorría los claustros con el cuerpo encorvado por las fatigas, apoyándose en su bastoncito de avellano. Un día dijo a sus monjes que hiciesen grandes preparativos, porgue no tardarían en llegar el rey, la reina y el obispo. «Nuestro abad ya chochea», dijeron los monjes con tristeza; pero a la noche siguiente la Santísima Virgen y su divino Hijo bajaron a su celda para invitarle a subir al Cielo. Cayó postrado en el lecho. Todos lloraban; sólo él estaba tranquilo, y sonreía diciendo: «Non ploredes, amigos; semeiades mugieres en eso que facedes.» Uno de los que le acompañaban se atrevió a preguntarle:
—Padre, pero ¿es que ha llegado ya la hora de tu tránsito?
—Sí, hermano querido—respondió el moribundo—; pero he pedido treguas hasta que venga el obispo.
Ya no dijo más palabras, aunque le hicieron varias preguntas; pero aún tuvo fuerzas para dar la bendición y el beso de despedida a todos los presentes. Al fin llegó el obispo de Burgos, que era gran amigo suyo, y los dos prelados se abrazaron. Entonces, Domingo levantó los ojos y las manos al Cielo, dejó caer las manos, cruzándolas suavemente sobre el pecho, y sus ojos se cerraron en el sueño de la felicidad.
Su cuerpo descansó varios años en el claustro que él había construido. Su discípulo Grimaldo adornó de versos el sepulcro. Una estatua yacente señala todavía el lugar de su primer descanso. Hoy sus huesos están encerrados en una urna de plata y depositados en una suntuosa capilla que lleva su nombre.
«Metieron grand tesoro en muy grand angostura, lucerna de grand lumme en lenterna oscura.»
En el monasterio que él restauró, y que a los diez años de su muerte ya llevaba su nombre, no se puede dar un paso sin tropezar con recuerdos suyos: el claustro, ese claustro que tanto dice y tanto recrea y hace meditar en tantas cosas; la capilla, donde le veneran los peregrinos y los turistas; los hierros de cautivos rescatados, que cubren sus muros; la Cámara Sania, consagrada por su vida y henchida en su muerte por la majestad de los Reyes del Cielo; el cáliz ministerial, único por su arte y su rareza, que él «hizo en honor de San Sebastián», como reza la inscripción; el báculo, que fue símbolo de su autoridad paternal, ese báculo que, multiplicado en cintas milagrosas, lleva dulces alegrías a tantos hogares; la paloma encáustica, las arquetas, los retablos esmaltados; los códices, aquel en que al rezar se clavaban sus ojos, mientras su alma estaba clavada en Dios, o aquel que le sirvió para explicar a sus discípulos la Regla del Patriarca Benito, o aquel otro en cuya margen escribió con mano temblorosa las impresiones de su noble inteligencia; códices preciosos, santificados por sus manos, ungidos por su aliento, regados por sus lágrimas de amor. En todo se ve al Padre, al Santo, al artista, que vive aún invisible, según el bello pensamiento del poeta de Castilla:
«¡Beneita la claustra que guía tal Cabdiello! ¡Beneita la grey que ha tal Pastorciello! ¡Do ha tal Castellano, feliz es el castiello! ¡Con tan buen Portillero seguro en el portiello!»
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