En el centro de una modesta plazuela de Valladolid, muy cerca del templo parroquial dedicado a la Patrona de la ciudad, la Santísima Virgen de San Lorenzo, se levanta un monasterio de religiosas cistercienses del siglo XVIII, donde existe un museo, declarado hoy día nacional por las joyas pictóricas que encierra, principalmente debidas al pincel del famoso Goya. Entre ellas se encuentra una que representa a San Bernardo acogiendo a un pobre con una dulzura y bondad tal que sin querer hay que decir: Realmente éste es el Doctor Melifluo de la Iglesia.
Sin embargo, ¡qué equivocado estaría quien conociera a San Bernardo sólo bajo ese aspecto de dulzura casi femenina y empalagosa como la miel que destila su título "Melifluo"! Difícil cosa es hacer un retrato de cuerpo entero o una semblanza psicológica de este Santo, llamado con razón el Santo de los contrastes. No parece sino que Dios, que sabe armonizar tan perfectamente elementos tan dispares como el cuerpo y el alma del hombre, se goza en lo mismo al formar a los santos, obra maestra de sus manos, y así brotará una Teresa de Jesús, en la que lo humano y lo divino se dan un abrazo ciertamente prodigioso; un Ignacio de Loyola, en quien la humana prudencia le hace trabajar como si todo dependiera de él y la confianza divina por la que todo lo espera de Dios; un Tomás de Aquino, que será la armonía entre la fe y la razón, o un San Luis Gonzaga, que, según dice la Iglesia, supo unir admirablemente la más angelical inocencia con la penitencia más austera.
Así es San Bernardo, el Santo donde se aúnan Marta y María, la vida activa más agitada con la contemplación más encumbrada de la mística. Es un soldado, un guerrero, un político y a la vez un asceta rígido, un director espiritual de conciencias y un formador y fundador de monasterios con las vocaciones que sus "capturas", como llamaban a sus excursiones apostólicas todos sus biógrafos, suscitaban. Es el árbitro de su siglo, buscado y solicitado por papas, reyes y prelados de todas las clases, para intervenir y dirimir las frecuentes contiendas que en aquella tan agitada época sin cesar existían, y el monje tan recogido y silencioso que después de muchos años no sabrá cómo es la techumbre de la iglesia del Cister. Asiste a concilios, aconseja a los Pontífices, disputa con los herejes, predica una Cruzada, y aún tiene tiempo y tranquilidad suficiente para escribir un libro De Consideratione, verdadero tratado de psicología, o el de profunda teología sobre La gracia y el libre albedrío, o el de ascética elevada Los doce grados de la humildad y del orgullo, o de mística sublime en sus Comentarios al "Cantar de los Cantares". En fin, de modo asombroso y sorprendente admiramos en él la dulcísima miel de su bondad y caridad sin límites, que se paladea sin llegar nunca a cansar, de sus sermones, y sobre todo cuando habla o escribe sobre Jesús y su Madre Santísima, y la severidad del asceta que se toma rigurosa cuenta a sí mismo y se pregunta incesantemente: "Bernardo, ¿a qué has venido a la Religión? ¿Por qué has abandonado el siglo?"
Veamos algunos ejemplos de su vida que confirman estos contrastes tan fuertes y que sirven para agigantar su figura. Nace en el ambiente tan dulce de Dijon, capital de la feraz Borgoña, muy cerca de la Suiza francesa, con los tranquilos y azules lagos de Lausana, como tercero de los siete hijos que tuvieron Tescelin, oficial del duque de Borgoña, y Aleta, emparentada con el mismo duque. De ella aprendió el niño aquel amor a Jesús y a María, de cuyas dulzuras había después de empapar sus admirables escritos. Pero le faltó su madre cuando más necesitaba de ella. Su hermosura juvenil, su esbelta y varonil estatura, su rostro perfectamente perfilado, con ojos azules en los que, al decir de sus biógrafos, "resplandecía una pureza angelical" por donde asomaba la belleza y el encanto de su alma, fueron todos estos atractivos un constante peligro para su virtud, que si un día le obligó, para vencer la tentación, a arrojarse en un estanque helado, otro juzgó necesario dar un adiós al mundo y encerrarse en el nuevo monasterio del Cister, recién fundado por San Roberto. Y aquí aparece otro ejemplo de la energía indomable y el fuego irresistible de su palabra venciendo la dura oposición de hermanos, parientes y amigos, a los que de tal manera les convence y transforma que en número de treinta les hace postrarse juntamente con él a los pies del santo abad Esteban para pedirle el hábito cisterciense después de haberles preparado y ensayado en la vida religiosa en una finca de su propiedad. Llevaba catorce años aquel monasterio, fundado por San Roberto con veintiún compañeros en 1098, sin que ingresara en el mismo ni un solo monje, cuando San Bernardo se presenta al frente de aquellos fervorosos novicios a acrecentar la nueva familia cisterciense, y si esto sucedió al principio no es extraño que cuando, a los veinticinco años de edad, y tan sólo dos de monje, fuera nombrado abad fundador del Claraval, consiguiera que durante los treinta y ocho años que duró su prelacía llegara la Orden a contar hasta 343 monasterios, de los cuales 63 fueron derivaciones del mismo Claraval, y que llegaran a más de 900 los monjes que hicieron en sus manos la perpetua profesión.
No falta quien opine que San Bernardo no fue orador, y ciertamente que así se puede decir en el sentido de que desdeñaba los preceptos y consejos de la retórica antigua, pero no en el sentido de convencer, persuadir y arrastrar, que, en fin de cuentas, es la verdadera oratoria, pues pocos podrán en esto aventajarle. Abría su corazón y dejaba que sus labios transmitieran todos sus latidos, y así se explica aquella fuerza avasalladora de su lenguaje, que conseguía todo lo que se proponía de manera tan irresistible que todos sus adversarios acababan por entregarse a él para hacer lo que él les mandase.
Es el siglo XII el siglo turbulento de herejías y cismas, que llegan a producir tal confusión que aun las almas de buena voluntad no aciertan a saber dónde está la verdad. No puede ante esto permanecer encerrado en su claustro manejando la pala y el azadón, cuando lo que se necesitaba era el manejo de la pluma y de la palabra, y por eso salta San Bernardo a la arena, decidido a atajar aquel incendio que amenazaba destruir la casa del Señor. Y será primero la querella y agria disputa entre cluniacenses y cistercienses, o entre los "monjes negros" y los "monjes blancos", que triunfalmente dirime con su célebre Apología, en la que sabe unir admirablemente una profundísima humildad con una energía impresionante y una caridad verdaderamente fraterna con una asperísima y severísima admonición que puso perpetuo silencio a todos los disidentes. Asistirá en seguida al concilio de Troyes, donde se ventila la regla y organización de los templarios, y con tal acierto habla que todos acatan sus decisiones. Más esto no será sino un ensayo de su intervención en el cisma del antipapa Anacleto II en contra del papa legítimo Inocencio II, a quien de tal modo defiende en el concilio de Etampes, que toda la asamblea y toda la cristiandad se declaran a su favor. Y si el duque de Aquitania primero y Roger de Sicilia después pretenden sostener el cisma, de tal manera desbaratará todos sus planes, que al fin logrará que el antipapa se postrase a sus pies y pidiera perdón al Papa verdadero. Pero, amante de la verdad, cuando llegue el caso hablará con una libertad apostólica a los mismos Pontífices y dirá a Honorio, a quien habían engañado los diplomáticos franceses: "Sabemos que habéis sido engañado miserablemente y nos extraña que os hayáis permitido juzgar a una parte sin haber oído a la otra". "El honor de la Iglesia está siendo comprometido gravemente en vuestro pontificado". Y a su hijo y discípulo, el abad del monasterio de San Pablo de las Tres Fontanas, elevado en 1115 a la Silla de San Pedro con el nombre de Eugenio III, después de decirle con gran humildad: "No me atrevo a llamaros ya hijo, puesto que el hijo se ha trocado en padre", le anima a que acometa cuanto antes la reforma del clero y de las costumbres todas, recordándole que, así como él sucedió en el trono pontificio a otros que murieron, él también tendrá que morir y dar cuenta a Dios.
Pero donde mejor aparece el carácter de San Bernardo es en su lucha con las herejías y errores de su tiempo. Será el célebre Abelardo a quien confunde públicamente exponiendo ante el concilio de Sens 17 proposiciones heréticas sobre la Trinidad, la Encarnación, la Redención, la gracia y el pecado, y de tal suerte que Abelardo, avergonzado, se sometió y se retiró a un monasterio. Acorrala y no deja vivir a Arnaldo de Brescia, discípulo de Abelardo, y consigue que en el concilio de Reims se someta, reconociendo sus errores, Gilberto de la Porrée. Su dialéctica es terrible, fundada, más que en las reglas de la escuela, en su amor apasionado de la verdad, que pone en su lengua o en su pluma palabras de fuego y expresiones tan violentas a veces, que hacen temblar, pero sin perder el equilibrio propio de la caridad, que le hace exclamar: "A los herejes no se les vence con la fuerza, sino con la persuasión de la razón". Así lo reconocen los mismos adversarios, que se rinden a sus pies y no se consideran humillados porque saben que en el corazón de San Bernardo tienen un amigo verdadero.
Bien ganado tenía el descanso por el que tanto suspiraba en su monasterio del Claraval, de donde nunca hubiera salido a no ser forzado por la obediencia y por su ardiente amor a Cristo y a su Iglesia, como se lo escribió al papa Honorio II, pero la voluntad divina dispuso que fuera precisamente entonces cuando emprendiera una muy larga peregrinación, acompañada de una actividad prodigiosa y totalmente inexplicable dado el estado tan precario de su salud, que, minada hacía años por la austeridad y penitencia con que trataba a su cuerpo, estaba a la sazón tan quebrantada que muchos de sus hijos creían que su vida tocaba a su fin. Más si la carne flaqueaba el espíritu estaba tan firme y animoso, que no dudó en aceptar el encargo que le confiara el papa Eugenio III de predicar la segunda Cruzada para libertar a los Santos Lugares del poder musulmán. Cincuenta y seis años de edad tenía entonces San Bernardo, y por sus triunfos contra la herejía y el cisma, y por su palabra siempre eficaz por la fuerza de su santidad, que Dios se gozaba en hacer patente muchas veces por los grandes milagros que obraba, fue por toda Europa considerado como el hombre providencial para aquella empresa. Efectivamente, en el mes de marzo de 1146 fue cuando, en la magna e histórica asamblea de Vézclay, en presencia de los reyes de Francia, de gran número de prelados y caballeros venidos de todas partes y una ingente masa de pueblo, después de leer la bula del Papa habló con tal fervor y fuego, que antes de terminar su alocución no quedaba ni una sola de las cruces preparadas al efecto, siendo los primeros en cruzarse los reyes, el conde Roberto, hermano del rey, e infinidad de nobles y guerreros. Y con la tea encendida de su palabra recorre toda Francia, pasa a Alemania y Flandes, y donde no puede resonar su voz serán sus cartas y emisarios los que levantarán ejércitos de cruzados en Inglaterra, España, Italia, Hungría, Polonia y, en fin, en la Europa entera. Las ciudades en masa salen a su paso para escuchar su palabra, presenciar y admirar los milagros que sin cesar hacía, sanando un sinnúmero de enfermos y alistándose en la cruzada en tal cantidad, que pudo escribir al Papa: "Las ciudades y castillos quedan vacíos, y difícilmente se encontrará un hombre por cada siete mujeres".
Mas no era de rosas, sino de muy punzantes espinas la corona que el Señor le preparaba en la tierra como premio a sus grandes trabajos. El éxito, de su predicación había sido grandioso, pero el resultado final fue un desastre completo. Las intrigas, las envidias, la falta de un caudillo que se impusiera a todos, las traiciones y cobardías de los griegos, llevaron a aquel ejército de valientes al más rotundo fracaso y el Señor permitió que el pueblo, siempre voluble, al ver este resultado se volviera contra el Santo culpándole del desastre. La humildad de San Bernardo se gozó mucho más en estos improperios tan injustos que antes en las alabanzas universales con que todos bendecían su nombre, pero, al ver que no era su honor tan sólo, sino que el mismo Dios era menospreciado y vilipendiado, con gran energía levanta su voz y exclama: "Consiento de muy buena gana en ser yo el deshonrado, mas de ningún modo puedo oír que se toque a la honra de Dios. ¡Ojala que el Señor quiera que yo le sirva de escudo para que todos los dardos de la maldición se ceben en mí sin llegar jamás a Él".
Bien podemos decir que San Bernardo era lo que hoy día se dice "un carácter"; sin embargo, con lo dicho hasta ahora no aparece aún la característica que daba personalidad específica a ese carácter hasta convertirle en el "Doctor Melifluo". Que siempre lo fuera no se puede dudar, ya que hasta en sus terribles invectivas contra los heresiarcas, o contra todos los que de alguna manera atentaban al bienestar de la Iglesia, siempre sabía distinguir el pecado del pecador, como lo había aprendido de su gran maestro San Agustín, al que nunca dejó de la mano, y por eso su vehemencia contra el primero se trocaba en bondad y dulzura con el segundo, hasta el punto de llegar a escribir aquellas tan conocidas palabras: "Si la misericordia fuera un pecado, creo que me sería imposible dejar de cometerlo".
Muy sugestivo por lo dulce, y muy fácil por lo abundantísimo, sería el trabajo de libar en las flores de sus escritos para hacer destilar la riquísima miel que encierran, sobre todo cuando habla de Jesús y de su Madre. La devoción de San Bernardo hacia la Humanidad Santísima de Cristo como expresión y síntesis del amor de Dios a los hombres, y de la Maternidad de Dios y de los hombres de la Santísima Virgen, le enloquecen, de tal modo que ya no acierta a decir lo que siente y son pocas todas las palabras del vocabulario para expresar su cariño, ternura y amor. "Escuchadle —nos dirá Balines— en sus coloquios con Jesús o con María, con dulzura tan embelesante que parece agotar todo cuanto sugerir pueden de más hermoso y delicado la esperanza y el amor."
En el día 24 de mayo de 1953, al cumplirse el VIII centenario de su muerte, el papa Pío XII publicó la encíclica Doctor Mellifluus, y en ella, exponiendo este mismo pensamiento, nos hace paladear una vez más aquellas expresiones: "Si disputas o hablas no encuentro gusto si no oigo el nombre de Jesús..." "Jesús es miel en los labios, melodía en los oídos, júbilo en el corazón..." "Todo alimento del alma es árido si no está bañado con este óleo, insípido si no está condimentado con esta sal. Y sigue diciendo el Papa: "A esta encendida caridad para con Jesucristo se unía una muy tierna y suave devoción para con su Madre, a la que como a Madre amantísima amaba y honraba intensamente. De tal manera confiaba en su poderoso patrocinio que no dudó en escribir: "Nada quiso darnos el Señor que no viniera por manos de María" y también, "Esta es su voluntad, que lo tengamos todo por María".
Se le llama a San Bernardo el último de los Padres de la Iglesia, mas no por ser el último en el orden cronológico lo es en el teológico y doctrinal, y menos aún en lo que toca a la mariología. Sin entrar en enojosas e inútiles comparaciones, bien se puede afirmar que no es fácil encontrar quien en esto le aventaje. Hasta tal punto que ni siquiera en el día de hoy, que tanto se ha avanzado y tanta importancia se da al estudio de la mariología, no se puede dar un solo paso sin contar con San Bernardo o citar sus escritos. Sirva como ejemplo la fórmula de estos tiempos en la que escritores piadosos y directores de almas coinciden con perfecta unanimidad: "A Jesús por María", en la que se quiere condensar la Mediación universal de la Santísima Virgen como Madre de Jesús y nuestra, y como Corredentora de los hombres. Pues bien; esta fórmula precisamente parece estar inspirada en San Bernardo, ya que viene a ser la doctrina fundamental tantas veces repetida en sus escritos. El hablar de la Virgen le sale a San Bernardo a propósito de cualquier punto doctrinal que expone, pues de los sermones sobre el "Missus est", especialmente el cuarto, donde explica el trascendental consentimiento de la Virgen a las palabras del ángel en la Anunciación, o del sermón de la Natividad de María, llamado del "Acueducto" por presentar a María como verdadero acueducto de la vida de Dios para los hombres, o de los sermones de la Presentación y Purificación, de la Anunciación y de la Asunción, o, en fin, de los de las "doce prerrogativas de la Bienaventurada Virgen María", no es posible extraer o seleccionar párrafo alguno, sino que es necesario leerlos y saborearlos en toda su integridad.
Terminemos asentando esta proposición: No es fácil tener una devoción sólida e ilustrada a la Santísima Virgen sin conocer, de alguna manera al menos, los escritos de San Bernardo, y parece que la Iglesia asiente a ello cuando en su misma liturgia, cada vez con más frecuencia, escoge trozos de sus escritos para formar con ellos sus preces públicas y oficiales. Y es que, como dijo Benedicto XIV, San Bernardo no sólo enseñó en la Iglesia, sino que enseñó, a la misma Iglesia. Y ciertamente no es de extrañar, ya que sus fuentes siempre fueron las Escrituras Santas, los Santos Padres y Doctores que le precedieron, entre los que destaca San Agustín, y sobre todo la inspiración directa de aquella Madre que volcó sobre él la ternura de su corazón y que en un derroche de mimo maternal llegó, según cuenta la tradición, recogida en el conocido cuadro del inmortal Murillo, a amamantar con su leche virginal a aquel hijo que con amor inigualable hasta el fin de su vida siempre la correspondió. ¿Qué extraño que todos sus escritos destilen la dulzura de esta miel?
Sin embargo, ¡qué equivocado estaría quien conociera a San Bernardo sólo bajo ese aspecto de dulzura casi femenina y empalagosa como la miel que destila su título "Melifluo"! Difícil cosa es hacer un retrato de cuerpo entero o una semblanza psicológica de este Santo, llamado con razón el Santo de los contrastes. No parece sino que Dios, que sabe armonizar tan perfectamente elementos tan dispares como el cuerpo y el alma del hombre, se goza en lo mismo al formar a los santos, obra maestra de sus manos, y así brotará una Teresa de Jesús, en la que lo humano y lo divino se dan un abrazo ciertamente prodigioso; un Ignacio de Loyola, en quien la humana prudencia le hace trabajar como si todo dependiera de él y la confianza divina por la que todo lo espera de Dios; un Tomás de Aquino, que será la armonía entre la fe y la razón, o un San Luis Gonzaga, que, según dice la Iglesia, supo unir admirablemente la más angelical inocencia con la penitencia más austera.
Así es San Bernardo, el Santo donde se aúnan Marta y María, la vida activa más agitada con la contemplación más encumbrada de la mística. Es un soldado, un guerrero, un político y a la vez un asceta rígido, un director espiritual de conciencias y un formador y fundador de monasterios con las vocaciones que sus "capturas", como llamaban a sus excursiones apostólicas todos sus biógrafos, suscitaban. Es el árbitro de su siglo, buscado y solicitado por papas, reyes y prelados de todas las clases, para intervenir y dirimir las frecuentes contiendas que en aquella tan agitada época sin cesar existían, y el monje tan recogido y silencioso que después de muchos años no sabrá cómo es la techumbre de la iglesia del Cister. Asiste a concilios, aconseja a los Pontífices, disputa con los herejes, predica una Cruzada, y aún tiene tiempo y tranquilidad suficiente para escribir un libro De Consideratione, verdadero tratado de psicología, o el de profunda teología sobre La gracia y el libre albedrío, o el de ascética elevada Los doce grados de la humildad y del orgullo, o de mística sublime en sus Comentarios al "Cantar de los Cantares". En fin, de modo asombroso y sorprendente admiramos en él la dulcísima miel de su bondad y caridad sin límites, que se paladea sin llegar nunca a cansar, de sus sermones, y sobre todo cuando habla o escribe sobre Jesús y su Madre Santísima, y la severidad del asceta que se toma rigurosa cuenta a sí mismo y se pregunta incesantemente: "Bernardo, ¿a qué has venido a la Religión? ¿Por qué has abandonado el siglo?"
Veamos algunos ejemplos de su vida que confirman estos contrastes tan fuertes y que sirven para agigantar su figura. Nace en el ambiente tan dulce de Dijon, capital de la feraz Borgoña, muy cerca de la Suiza francesa, con los tranquilos y azules lagos de Lausana, como tercero de los siete hijos que tuvieron Tescelin, oficial del duque de Borgoña, y Aleta, emparentada con el mismo duque. De ella aprendió el niño aquel amor a Jesús y a María, de cuyas dulzuras había después de empapar sus admirables escritos. Pero le faltó su madre cuando más necesitaba de ella. Su hermosura juvenil, su esbelta y varonil estatura, su rostro perfectamente perfilado, con ojos azules en los que, al decir de sus biógrafos, "resplandecía una pureza angelical" por donde asomaba la belleza y el encanto de su alma, fueron todos estos atractivos un constante peligro para su virtud, que si un día le obligó, para vencer la tentación, a arrojarse en un estanque helado, otro juzgó necesario dar un adiós al mundo y encerrarse en el nuevo monasterio del Cister, recién fundado por San Roberto. Y aquí aparece otro ejemplo de la energía indomable y el fuego irresistible de su palabra venciendo la dura oposición de hermanos, parientes y amigos, a los que de tal manera les convence y transforma que en número de treinta les hace postrarse juntamente con él a los pies del santo abad Esteban para pedirle el hábito cisterciense después de haberles preparado y ensayado en la vida religiosa en una finca de su propiedad. Llevaba catorce años aquel monasterio, fundado por San Roberto con veintiún compañeros en 1098, sin que ingresara en el mismo ni un solo monje, cuando San Bernardo se presenta al frente de aquellos fervorosos novicios a acrecentar la nueva familia cisterciense, y si esto sucedió al principio no es extraño que cuando, a los veinticinco años de edad, y tan sólo dos de monje, fuera nombrado abad fundador del Claraval, consiguiera que durante los treinta y ocho años que duró su prelacía llegara la Orden a contar hasta 343 monasterios, de los cuales 63 fueron derivaciones del mismo Claraval, y que llegaran a más de 900 los monjes que hicieron en sus manos la perpetua profesión.
No falta quien opine que San Bernardo no fue orador, y ciertamente que así se puede decir en el sentido de que desdeñaba los preceptos y consejos de la retórica antigua, pero no en el sentido de convencer, persuadir y arrastrar, que, en fin de cuentas, es la verdadera oratoria, pues pocos podrán en esto aventajarle. Abría su corazón y dejaba que sus labios transmitieran todos sus latidos, y así se explica aquella fuerza avasalladora de su lenguaje, que conseguía todo lo que se proponía de manera tan irresistible que todos sus adversarios acababan por entregarse a él para hacer lo que él les mandase.
Es el siglo XII el siglo turbulento de herejías y cismas, que llegan a producir tal confusión que aun las almas de buena voluntad no aciertan a saber dónde está la verdad. No puede ante esto permanecer encerrado en su claustro manejando la pala y el azadón, cuando lo que se necesitaba era el manejo de la pluma y de la palabra, y por eso salta San Bernardo a la arena, decidido a atajar aquel incendio que amenazaba destruir la casa del Señor. Y será primero la querella y agria disputa entre cluniacenses y cistercienses, o entre los "monjes negros" y los "monjes blancos", que triunfalmente dirime con su célebre Apología, en la que sabe unir admirablemente una profundísima humildad con una energía impresionante y una caridad verdaderamente fraterna con una asperísima y severísima admonición que puso perpetuo silencio a todos los disidentes. Asistirá en seguida al concilio de Troyes, donde se ventila la regla y organización de los templarios, y con tal acierto habla que todos acatan sus decisiones. Más esto no será sino un ensayo de su intervención en el cisma del antipapa Anacleto II en contra del papa legítimo Inocencio II, a quien de tal modo defiende en el concilio de Etampes, que toda la asamblea y toda la cristiandad se declaran a su favor. Y si el duque de Aquitania primero y Roger de Sicilia después pretenden sostener el cisma, de tal manera desbaratará todos sus planes, que al fin logrará que el antipapa se postrase a sus pies y pidiera perdón al Papa verdadero. Pero, amante de la verdad, cuando llegue el caso hablará con una libertad apostólica a los mismos Pontífices y dirá a Honorio, a quien habían engañado los diplomáticos franceses: "Sabemos que habéis sido engañado miserablemente y nos extraña que os hayáis permitido juzgar a una parte sin haber oído a la otra". "El honor de la Iglesia está siendo comprometido gravemente en vuestro pontificado". Y a su hijo y discípulo, el abad del monasterio de San Pablo de las Tres Fontanas, elevado en 1115 a la Silla de San Pedro con el nombre de Eugenio III, después de decirle con gran humildad: "No me atrevo a llamaros ya hijo, puesto que el hijo se ha trocado en padre", le anima a que acometa cuanto antes la reforma del clero y de las costumbres todas, recordándole que, así como él sucedió en el trono pontificio a otros que murieron, él también tendrá que morir y dar cuenta a Dios.
Pero donde mejor aparece el carácter de San Bernardo es en su lucha con las herejías y errores de su tiempo. Será el célebre Abelardo a quien confunde públicamente exponiendo ante el concilio de Sens 17 proposiciones heréticas sobre la Trinidad, la Encarnación, la Redención, la gracia y el pecado, y de tal suerte que Abelardo, avergonzado, se sometió y se retiró a un monasterio. Acorrala y no deja vivir a Arnaldo de Brescia, discípulo de Abelardo, y consigue que en el concilio de Reims se someta, reconociendo sus errores, Gilberto de la Porrée. Su dialéctica es terrible, fundada, más que en las reglas de la escuela, en su amor apasionado de la verdad, que pone en su lengua o en su pluma palabras de fuego y expresiones tan violentas a veces, que hacen temblar, pero sin perder el equilibrio propio de la caridad, que le hace exclamar: "A los herejes no se les vence con la fuerza, sino con la persuasión de la razón". Así lo reconocen los mismos adversarios, que se rinden a sus pies y no se consideran humillados porque saben que en el corazón de San Bernardo tienen un amigo verdadero.
Bien ganado tenía el descanso por el que tanto suspiraba en su monasterio del Claraval, de donde nunca hubiera salido a no ser forzado por la obediencia y por su ardiente amor a Cristo y a su Iglesia, como se lo escribió al papa Honorio II, pero la voluntad divina dispuso que fuera precisamente entonces cuando emprendiera una muy larga peregrinación, acompañada de una actividad prodigiosa y totalmente inexplicable dado el estado tan precario de su salud, que, minada hacía años por la austeridad y penitencia con que trataba a su cuerpo, estaba a la sazón tan quebrantada que muchos de sus hijos creían que su vida tocaba a su fin. Más si la carne flaqueaba el espíritu estaba tan firme y animoso, que no dudó en aceptar el encargo que le confiara el papa Eugenio III de predicar la segunda Cruzada para libertar a los Santos Lugares del poder musulmán. Cincuenta y seis años de edad tenía entonces San Bernardo, y por sus triunfos contra la herejía y el cisma, y por su palabra siempre eficaz por la fuerza de su santidad, que Dios se gozaba en hacer patente muchas veces por los grandes milagros que obraba, fue por toda Europa considerado como el hombre providencial para aquella empresa. Efectivamente, en el mes de marzo de 1146 fue cuando, en la magna e histórica asamblea de Vézclay, en presencia de los reyes de Francia, de gran número de prelados y caballeros venidos de todas partes y una ingente masa de pueblo, después de leer la bula del Papa habló con tal fervor y fuego, que antes de terminar su alocución no quedaba ni una sola de las cruces preparadas al efecto, siendo los primeros en cruzarse los reyes, el conde Roberto, hermano del rey, e infinidad de nobles y guerreros. Y con la tea encendida de su palabra recorre toda Francia, pasa a Alemania y Flandes, y donde no puede resonar su voz serán sus cartas y emisarios los que levantarán ejércitos de cruzados en Inglaterra, España, Italia, Hungría, Polonia y, en fin, en la Europa entera. Las ciudades en masa salen a su paso para escuchar su palabra, presenciar y admirar los milagros que sin cesar hacía, sanando un sinnúmero de enfermos y alistándose en la cruzada en tal cantidad, que pudo escribir al Papa: "Las ciudades y castillos quedan vacíos, y difícilmente se encontrará un hombre por cada siete mujeres".
Mas no era de rosas, sino de muy punzantes espinas la corona que el Señor le preparaba en la tierra como premio a sus grandes trabajos. El éxito, de su predicación había sido grandioso, pero el resultado final fue un desastre completo. Las intrigas, las envidias, la falta de un caudillo que se impusiera a todos, las traiciones y cobardías de los griegos, llevaron a aquel ejército de valientes al más rotundo fracaso y el Señor permitió que el pueblo, siempre voluble, al ver este resultado se volviera contra el Santo culpándole del desastre. La humildad de San Bernardo se gozó mucho más en estos improperios tan injustos que antes en las alabanzas universales con que todos bendecían su nombre, pero, al ver que no era su honor tan sólo, sino que el mismo Dios era menospreciado y vilipendiado, con gran energía levanta su voz y exclama: "Consiento de muy buena gana en ser yo el deshonrado, mas de ningún modo puedo oír que se toque a la honra de Dios. ¡Ojala que el Señor quiera que yo le sirva de escudo para que todos los dardos de la maldición se ceben en mí sin llegar jamás a Él".
Bien podemos decir que San Bernardo era lo que hoy día se dice "un carácter"; sin embargo, con lo dicho hasta ahora no aparece aún la característica que daba personalidad específica a ese carácter hasta convertirle en el "Doctor Melifluo". Que siempre lo fuera no se puede dudar, ya que hasta en sus terribles invectivas contra los heresiarcas, o contra todos los que de alguna manera atentaban al bienestar de la Iglesia, siempre sabía distinguir el pecado del pecador, como lo había aprendido de su gran maestro San Agustín, al que nunca dejó de la mano, y por eso su vehemencia contra el primero se trocaba en bondad y dulzura con el segundo, hasta el punto de llegar a escribir aquellas tan conocidas palabras: "Si la misericordia fuera un pecado, creo que me sería imposible dejar de cometerlo".
Muy sugestivo por lo dulce, y muy fácil por lo abundantísimo, sería el trabajo de libar en las flores de sus escritos para hacer destilar la riquísima miel que encierran, sobre todo cuando habla de Jesús y de su Madre. La devoción de San Bernardo hacia la Humanidad Santísima de Cristo como expresión y síntesis del amor de Dios a los hombres, y de la Maternidad de Dios y de los hombres de la Santísima Virgen, le enloquecen, de tal modo que ya no acierta a decir lo que siente y son pocas todas las palabras del vocabulario para expresar su cariño, ternura y amor. "Escuchadle —nos dirá Balines— en sus coloquios con Jesús o con María, con dulzura tan embelesante que parece agotar todo cuanto sugerir pueden de más hermoso y delicado la esperanza y el amor."
En el día 24 de mayo de 1953, al cumplirse el VIII centenario de su muerte, el papa Pío XII publicó la encíclica Doctor Mellifluus, y en ella, exponiendo este mismo pensamiento, nos hace paladear una vez más aquellas expresiones: "Si disputas o hablas no encuentro gusto si no oigo el nombre de Jesús..." "Jesús es miel en los labios, melodía en los oídos, júbilo en el corazón..." "Todo alimento del alma es árido si no está bañado con este óleo, insípido si no está condimentado con esta sal. Y sigue diciendo el Papa: "A esta encendida caridad para con Jesucristo se unía una muy tierna y suave devoción para con su Madre, a la que como a Madre amantísima amaba y honraba intensamente. De tal manera confiaba en su poderoso patrocinio que no dudó en escribir: "Nada quiso darnos el Señor que no viniera por manos de María" y también, "Esta es su voluntad, que lo tengamos todo por María".
Se le llama a San Bernardo el último de los Padres de la Iglesia, mas no por ser el último en el orden cronológico lo es en el teológico y doctrinal, y menos aún en lo que toca a la mariología. Sin entrar en enojosas e inútiles comparaciones, bien se puede afirmar que no es fácil encontrar quien en esto le aventaje. Hasta tal punto que ni siquiera en el día de hoy, que tanto se ha avanzado y tanta importancia se da al estudio de la mariología, no se puede dar un solo paso sin contar con San Bernardo o citar sus escritos. Sirva como ejemplo la fórmula de estos tiempos en la que escritores piadosos y directores de almas coinciden con perfecta unanimidad: "A Jesús por María", en la que se quiere condensar la Mediación universal de la Santísima Virgen como Madre de Jesús y nuestra, y como Corredentora de los hombres. Pues bien; esta fórmula precisamente parece estar inspirada en San Bernardo, ya que viene a ser la doctrina fundamental tantas veces repetida en sus escritos. El hablar de la Virgen le sale a San Bernardo a propósito de cualquier punto doctrinal que expone, pues de los sermones sobre el "Missus est", especialmente el cuarto, donde explica el trascendental consentimiento de la Virgen a las palabras del ángel en la Anunciación, o del sermón de la Natividad de María, llamado del "Acueducto" por presentar a María como verdadero acueducto de la vida de Dios para los hombres, o de los sermones de la Presentación y Purificación, de la Anunciación y de la Asunción, o, en fin, de los de las "doce prerrogativas de la Bienaventurada Virgen María", no es posible extraer o seleccionar párrafo alguno, sino que es necesario leerlos y saborearlos en toda su integridad.
Terminemos asentando esta proposición: No es fácil tener una devoción sólida e ilustrada a la Santísima Virgen sin conocer, de alguna manera al menos, los escritos de San Bernardo, y parece que la Iglesia asiente a ello cuando en su misma liturgia, cada vez con más frecuencia, escoge trozos de sus escritos para formar con ellos sus preces públicas y oficiales. Y es que, como dijo Benedicto XIV, San Bernardo no sólo enseñó en la Iglesia, sino que enseñó, a la misma Iglesia. Y ciertamente no es de extrañar, ya que sus fuentes siempre fueron las Escrituras Santas, los Santos Padres y Doctores que le precedieron, entre los que destaca San Agustín, y sobre todo la inspiración directa de aquella Madre que volcó sobre él la ternura de su corazón y que en un derroche de mimo maternal llegó, según cuenta la tradición, recogida en el conocido cuadro del inmortal Murillo, a amamantar con su leche virginal a aquel hijo que con amor inigualable hasta el fin de su vida siempre la correspondió. ¿Qué extraño que todos sus escritos destilen la dulzura de esta miel?
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