Los mismos testigos del proceso de la beatificación del hombre de Dios se acordaban bien de aquel 29 de septiembre de 1841. Las calles del pueblo estaban llenas de música y el cortejo se acrecía en cada esquina con una tropa ingenua de chiquillos.
El alcalde Y los concejales acompañaron a los nuevos maestros, precedidos todos de los alegres tambores de la fiesta.
Los corros en las puertas de las casas seguían con el comentario y los ojos a los tres religiosos. Se cubrían con un amplio sombrero de alas levantadas a modo de tricornio, y se envolvían en un manteo de extrañas mangas perdidas que abrochaban bajo una golilla lisa y blanca caída en dos tablas iguales sobre el pecho. El más pequeño de los tres, apenas metro y medio de talla, es el director. La primera impresión superficial no es muy optimista en las bocas de los campesinos recelosos: "Nos envían lo que les sobra".
Y, sin embargo, veinte años más tarde, de nuevo, todo el pueblo se echaría a la calle; pero esta vez para acompañar el entierro de aquel hombre pequeño, a quien ya todos llaman santo.
El escenario es Saugues, una pequeña ciudad del macizo central francés; tierras pobres, pastizales, ralas arboledas, en una meseta alta y fría. Capital de aldeas, centra la vida de una comarca, en la que el relativo aislamiento amasa el carácter de los hombres para hacerlos meditativos, serios, apegados a su fe como a su tierra, buenos cristianos o pecadores que saben que lo son. Las veladas de los largos inviernos, que duran de seis a ocho meses, son fácilmente ocasión de atender, sin discurso, a la verdad de la propia vida, los ojos fijos en el fuego del hogar, que las manos inconscientes atizan.
Aquí nació el renombre de santidad del sencillo maestro del pueblo; desde aquí se extendió hasta recibir de la Iglesia el reconocimiento de valor de ejemplaridad, modelo de cristianos y camino hacia la bienaventuranza.
Y, sin embargo, cincuenta y siete años oscuros, gastados en paz en un medio ambiente reducido y monótono —el hogar paterno, el noviciado, la escuela— pudieran parecer caudal harto menguado para alimentar en una vida la aureola pública de la santidad. Pero, una vez más, en la Iglesia los humildes son exaltados en la palabra de Cristo, y a todos se ofrece camino a propósito.
El Beato Benildo recibió en el bautismo el nombre de Pedro; hijo de Juan Romançon, vivió sus quince primeros años en el hogar campesino de sus padres en Thuret, pueblo laborioso, pacífico, siempre renovado a la sombra de la robusta torre hexagonal de la parroquia, que antes fue abadía benedictina y presidió el nacimiento de la villa.
...Y Dios señala a quien quiere. A los diez años, Pedro Romançon juntaba a sus compañeros y repetía con ellos el catecismo que el domingo habían aprendido en la parroquia. Algunos años después, en 1818, de la mano de su madre recorre las calles de la capital de la provincia, Clermont Ferrant, y entre las tantas cosas recién estrenadas que se atropellan en sus ojos, la silueta de dos religiosos se abre paso hasta su boca. La piadosa madre satisface su curiosidad. Son los Hermanos de las Escuelas Cristianas; son unos hombres que dedican toda su vida a enseñar a los niños, sobre todo a los pobres, y, sobre todo, las cosas necesarias para servir a Dios y poseerle. Todo un presentimiento oscuro se hace luz en el alma del adolescente.
Sus padres no se oponen a sus deseos, pero tratan de asentar su elección en bases sólidas. Cerca de Thuret hay una escuela de los Hermanos. Pedro es enviado allí algún tiempo, como interno.
Su decisión se afirma, pero las puertas del noviciado de Clermont no se abren. Su talla exigua puede comprometer mañana la autoridad del profesor en el mundillo atolondrado de la escuela. Pero la negativa no es rotunda, los superiores saben que la extraña tenacidad persuasiva que brilla en sus pupilas y la firme dulzura de los rasgos de la boca y de las palabras del muchacho puede suplir otras deficiencias. Y así fue: de esa luz persuasiva de los ojos y de la cálida expresión de sus palabras sus alumnos se acordarán siempre.
Un año, pues, de espera, y Pedro Romançon se convierte en el hermano Benildo, y se incorpora al joven Instituto de San Juan Bautista de La Salle.
Y desde ahora el apostolado de la escuela va a llenar su vida y sus aspiraciones. Lo que tantos teóricos han proclamado, él lo va a realizar en los modestos límites a que le constriñen las limitaciones humanas. Pero con una plenitud, con una densidad perfecta. Y en esto consistió su santidad según el testimonio del Sumo Pontífice Pío XI: "Hizo las cosas comunes de manera no común".
Aurillac, Riom, Limoges, Billon, Saugues: otros tantos establecimientos docentes primarios que son jalones de la carrera laboriosa y fecunda del siervo de Dios. Maestro de las clases pequeñas, responsable más tarde de una sección de barriada de Limoges, director, finalmente, de un modesto grupo escolar en Billom y Saugues.
Pero fue en Saugues donde a través de veinte años tuvo tiempo de hacerse patente a los hombres el heroísmo de su vida.
Los cuatro hermanos de su pequeña comunidad, la escuela, y las relaciones sociales oportunas inherentes a su cargo y exigidas por su caridad van a ser sus preocupaciones para el resto de su vida. Pero este círculo reducido que rodea sus horas, está ceñido a su vez por una presencia ineludible y amada, que da sentido a todo, que avalora todo, que engendra en él la conciencia de la majestad de la misión que se ofrece a su pequeñez. Aparentemente sencilla, esta visión trascendente de la vida, vivida en Dios, es suficiente, porque es inagotable, para alimentar la tensión necesaria, que mantiene al hombre en vela de cara al advenimiento de la eternidad... El hermano Benildo tenía conciencia de esto cuando refería su vocación a la gloria de un emperador, entonces, cuando en Francia se soñaba de nuevo en hacer eternas las efímeras gestas de principio de siglo.
Y fue fiel a su vocación de vivir íntegramente la voluntad de Dios hasta en el remendar sus ropas o acechar el momento, el momento oportuno de insinuar, con la corrección, el amor al deber en la almilla turbulenta de cualquier diablejo pelirrojo, que, como aquel Senas de Saugues, se divierte en parar el reloj para que dure más el recreo.
Y apenas hay nada más en esta hermosa vida; nada más y nada menos. Y la amable sencillez y la cordialidad hecha caridad cristiana, la severidad mantenida en los límites precisos frente a un temperamento vivo y pronto, la abnegación saboreada, esculpida en el propio ser frente al modelo le la divina parábola del grano de trigo, todo se amasa con el polvo menudo de la monotonía. Y éste es el milagro de su vida: no se embotan los filos de esta alma, no se amortece su brillo ni se aflojan sus nervios. El pueblo sencillo, buen catador de esencias, dio su testimonio.
Es notorio que las madres se inclinaban al oído de sus hijos cuando pasaba el hermano Benildo y decían: "Mira, mira, los hermanos; el más pequeño —y lo señalaban con el dedo— es el santo". La sorpresa frívola y desilusionada de la primera vez se había trocado en otra sorpresa sobrecogida y respetuosa.
Parece que no hizo milagros en su vida: empero una madre contaba en los procesos de beatificación que él la había mandado lavar a su hijo enfermo, simplemente con agua del río y que las costras caían apenas este agua de obediencia bendecía la piel del enfermito. El locutorio de la escuela era testigo de toda una filigrana de prudencia con la que el buen director mantenía a raya el fervor rudo y untuoso de sus visitantes. Las oraciones de comunidad, recuerdan los hermanos que con él vivieron, iban casi siempre aguijoneadas por intenciones encomendadas al siervo de Dios. "No somos nadie, pero no podemos desilusionar a esta buena gente. Recemos por ellos". Este era el comentario que precedía a sus plegarias y al júbilo de los que por su intercesión veían desvanecerse sus inquietudes y sus dolores.
Los hermanos de las Escuelas Cristianas que vivieron con él van sembrando de admiración creciente su camino. En el noviciado nadie hubiera predicho para el pequeño novicio la gloria de los altares. Era ejemplar, como tantos otros novicios, pero nada más exteriormente. El registro del noviciado de Clermont no añade nada a los escuetos datos biográficos de inscripción y salida. Sigue un período oscuro de veinte años en los que, siempre religioso ejemplar, cumple su deber como muchos y sigue su habla interior con la Trinidad, a la que consagró su vida. Su vida interior se trasluce apenas. No habla de sí el que siempre estaba ocupado en hablar con Dios. No escribió sus experiencias sobrenaturales. Su bella caligrafía se nos conserva sólo en algunas cartas administrativas o familiares. Vivió el espíritu de fe de su Instituto y cumplió sus reglas amorosamente. Esto atestiguan los que con él vivieron y su testimonio va ungido de la admiración de quien conoce en su propio pulso la asfixia con que la monotonía de una misión fecunda, sólo a condición de su continuidad, pretende ahogar los mejores arranques que florecen siempre en la vida de los hombres.
En los procesos de su beatificación atestiguaron muchos de sus antiguos alumnos, hombres maduros a la sazón, en la plenitud del vigor y con los recuerdos cernidos y aquilatados.
En realidad, en el plano humano ellos fueron los que ciñeron a su maestro la corona más limpia de las famas humanas.
Mozos campesinos desde el primer momento acudieron a sus clases nocturnas; rapazuelos que durante tres o cuatro años pusieron a prueba su paciencia y gozaron de su cariño. Luego, unos afincados en la misma tierra, otros aventados por los años, sacerdotes, hermanos como él, militares, médicos... volvieron a dar testimonio de admiración y gratitud. Tuvieron otros maestros, casi todos hombres rectos y buenos, pero sólo él alcanzó la fama de santo.
Le llamaban el hombre del Rosario; se acordaban de que algunos de ellos iban por las tardes, salidos ya de clase, a la iglesia para ver a su maestro; aún les bailaban en los labios los aires sencillos que el hermano les enseñaba para que los cantasen en las eras cuando la escuela cerraba las puertas y las faenas agrícolas les llamaban al campo.
La escuela fue en sus manos un instrumento insuperable para mantener la fe de Saugues. El joven coadjutor de la parroquia, que vivió junto a él durante algunos años, lo sabía bien. Y más de doscientas vocaciones para los seminarios y noviciados hablan más elocuentemente que todos los panegíricos.
Su escuela fue su apostolado y conscientemente supo realizar la difícil transposición de unas cosas tan chicas y tan sencillas al plano sobrenatural, él que se adelantaba al saludo quitándose el amplio sombrero cuando se cruzaba en las callejas con los chicos, más ocupados en jugar que en acordarse de las composturas corteses. Algún hermano que le acompañaba protestó débilmente de esta deferencia excesiva... "Hermano —era la respuesta—, ¿es que sus ángeles de guarda no nos merecen este respeto?"
Algunos se acuerdan también del inevitable ferulazo —la férula específica de los maestros de siglos y siglos de generaciones—, pero el recuerdo agrio va indefectiblemente unido a otros recuerdos: el sosegado signo de la cruz que el santo hombre trazaba sobre sí antes de crucificar levemente la carne de sus discípulos. Al niño le impresionaba el gesto, pero se le escapaba ciertamente el significado. No le es fácil al maestro ponerse siempre en guardia contra su propia afectividad también alborotada. Lo entenderá quien tuviere experiencia de chicos. El Beato Benildo se ingeniaba en este arte difícil. Su llavero era su mejor cilicio; cuando algún rapazuelo se propasaba —y ocurría, y ocurrió también la excepción del zueco agresivo disparado por una manecilla irascible— se encontraba con el llavero del director entre sus manos, con la orden de devolvérselo a la salida. Tiempo ganado contra posibles traiciones de su genio vivo. Cuando el alumno alargaba la mano, baja la cabeza, con el famoso llavero, era ya tiempo para los dos, maestro y discípulo, de satisfacer sin pasión a las irreemplazables oportunidades de la educación y a las exigencias de la disciplina.
La atención a la marcha general de la escuela nunca fue excusa para que el hermano Benildo se apartase del contacto directo con las clases. Las intrigas pueblerinas, inevitables en una organización dependiente del mismo municipio, acreditaron su serenidad de juicio, y su equilibrio sabía contrarrestar las injerencias a veces opuestas de ediles y párrocos.
Pero su gestión administrativa no pudo anular el instinto sobrenatural de catequista y maestro, que era en él el motor de su vida,
Todos los días pasaba por las clases. Ayudaba a los maestros novicios, corregía con su propia letra los renglones titubeantes de los más pequeños, estimulaba el esfuerzo con cuidadosos y constantes sistemas de emulación, poniendo íntegra, a disposición de sus aldeanos, la acreditada tradición de su Instituto. De sus explicaciones de religión, nos han quedado testimonios fervorosos. El mismo se ocupaba cada año de preparar los niños que habían de hacer la primera comunión, haciéndose niño con los niños para presentarlos a Cristo.
Y esto hasta el fin, hasta su última visita a las clases, ya enfermo, días antes de morir: "Hijitos, sé que rezáis por mí; pero ya no me curaré; el Señor me llama. En el cielo rogaré por vosotros". Algunos de aquellos muchachos se acordaban de los sollozos que estallaron en las clases. Y no son frecuentes estas expresiones de emoción en las escuelas.
En estas llamas mansas y continuas se gastó su vida. En el alba del 13 de agosto de 1862 las campanas de Saugues avisaban a la parroquia: se iba a administrar la extremaunción a un enfermo. Todos sabían de quién se trataba; las calles se animaron en aquella hora fría y desusada y los aldeanos acompañaron al sacerdote a la humilde escuela, y al humilde lecho del enfermo, los que pudieron entrar. El sacerdote accede a la súplica de los que le acompañan y pide la bendición del hermano Benildo para todos los presentes y para el pueblo entero. La leve resistencia se esfumó en la última sonrisa, y la misma mano que tantas veces se había levantado sobre ellos para enseñar, para corregir, para estimular, ahora se levanta para bendecir, con la misma sencillez de toda la vida. Aquella misma mañana el hermano Benildo descansaba en la paz.
No fue a Dios con gestos magníficos, ni con rudas penitencias. Hizo su camino por el camino de todos. Osciló como todos los hombres entre el dolor y la tristeza, entre la paz y el riesgo, entre el temor y la esperanza. En los últimos días nos dejó un documento a nuestra medida de la bíblica milicia que fue su existencia. Un viejo sacerdote le visita: "Habéis llevado una vida de santo, es cierto, pero los juicios de Dios son inescrutables". Cuando sale el inoportuno visitante, el enfermo llama a sus hermanos con la angustia en los ojos: "Leedme unas páginas sobre la misericordia de Dios".
Aceptó suavemente, sencillamente esta condición de la vida temporal hasta que la última campanada del tiempo fijó en Dios el péndulo de su conciencia.
El alcalde Y los concejales acompañaron a los nuevos maestros, precedidos todos de los alegres tambores de la fiesta.
Los corros en las puertas de las casas seguían con el comentario y los ojos a los tres religiosos. Se cubrían con un amplio sombrero de alas levantadas a modo de tricornio, y se envolvían en un manteo de extrañas mangas perdidas que abrochaban bajo una golilla lisa y blanca caída en dos tablas iguales sobre el pecho. El más pequeño de los tres, apenas metro y medio de talla, es el director. La primera impresión superficial no es muy optimista en las bocas de los campesinos recelosos: "Nos envían lo que les sobra".
Y, sin embargo, veinte años más tarde, de nuevo, todo el pueblo se echaría a la calle; pero esta vez para acompañar el entierro de aquel hombre pequeño, a quien ya todos llaman santo.
El escenario es Saugues, una pequeña ciudad del macizo central francés; tierras pobres, pastizales, ralas arboledas, en una meseta alta y fría. Capital de aldeas, centra la vida de una comarca, en la que el relativo aislamiento amasa el carácter de los hombres para hacerlos meditativos, serios, apegados a su fe como a su tierra, buenos cristianos o pecadores que saben que lo son. Las veladas de los largos inviernos, que duran de seis a ocho meses, son fácilmente ocasión de atender, sin discurso, a la verdad de la propia vida, los ojos fijos en el fuego del hogar, que las manos inconscientes atizan.
Aquí nació el renombre de santidad del sencillo maestro del pueblo; desde aquí se extendió hasta recibir de la Iglesia el reconocimiento de valor de ejemplaridad, modelo de cristianos y camino hacia la bienaventuranza.
Y, sin embargo, cincuenta y siete años oscuros, gastados en paz en un medio ambiente reducido y monótono —el hogar paterno, el noviciado, la escuela— pudieran parecer caudal harto menguado para alimentar en una vida la aureola pública de la santidad. Pero, una vez más, en la Iglesia los humildes son exaltados en la palabra de Cristo, y a todos se ofrece camino a propósito.
El Beato Benildo recibió en el bautismo el nombre de Pedro; hijo de Juan Romançon, vivió sus quince primeros años en el hogar campesino de sus padres en Thuret, pueblo laborioso, pacífico, siempre renovado a la sombra de la robusta torre hexagonal de la parroquia, que antes fue abadía benedictina y presidió el nacimiento de la villa.
...Y Dios señala a quien quiere. A los diez años, Pedro Romançon juntaba a sus compañeros y repetía con ellos el catecismo que el domingo habían aprendido en la parroquia. Algunos años después, en 1818, de la mano de su madre recorre las calles de la capital de la provincia, Clermont Ferrant, y entre las tantas cosas recién estrenadas que se atropellan en sus ojos, la silueta de dos religiosos se abre paso hasta su boca. La piadosa madre satisface su curiosidad. Son los Hermanos de las Escuelas Cristianas; son unos hombres que dedican toda su vida a enseñar a los niños, sobre todo a los pobres, y, sobre todo, las cosas necesarias para servir a Dios y poseerle. Todo un presentimiento oscuro se hace luz en el alma del adolescente.
Sus padres no se oponen a sus deseos, pero tratan de asentar su elección en bases sólidas. Cerca de Thuret hay una escuela de los Hermanos. Pedro es enviado allí algún tiempo, como interno.
Su decisión se afirma, pero las puertas del noviciado de Clermont no se abren. Su talla exigua puede comprometer mañana la autoridad del profesor en el mundillo atolondrado de la escuela. Pero la negativa no es rotunda, los superiores saben que la extraña tenacidad persuasiva que brilla en sus pupilas y la firme dulzura de los rasgos de la boca y de las palabras del muchacho puede suplir otras deficiencias. Y así fue: de esa luz persuasiva de los ojos y de la cálida expresión de sus palabras sus alumnos se acordarán siempre.
Un año, pues, de espera, y Pedro Romançon se convierte en el hermano Benildo, y se incorpora al joven Instituto de San Juan Bautista de La Salle.
Y desde ahora el apostolado de la escuela va a llenar su vida y sus aspiraciones. Lo que tantos teóricos han proclamado, él lo va a realizar en los modestos límites a que le constriñen las limitaciones humanas. Pero con una plenitud, con una densidad perfecta. Y en esto consistió su santidad según el testimonio del Sumo Pontífice Pío XI: "Hizo las cosas comunes de manera no común".
Aurillac, Riom, Limoges, Billon, Saugues: otros tantos establecimientos docentes primarios que son jalones de la carrera laboriosa y fecunda del siervo de Dios. Maestro de las clases pequeñas, responsable más tarde de una sección de barriada de Limoges, director, finalmente, de un modesto grupo escolar en Billom y Saugues.
Pero fue en Saugues donde a través de veinte años tuvo tiempo de hacerse patente a los hombres el heroísmo de su vida.
Los cuatro hermanos de su pequeña comunidad, la escuela, y las relaciones sociales oportunas inherentes a su cargo y exigidas por su caridad van a ser sus preocupaciones para el resto de su vida. Pero este círculo reducido que rodea sus horas, está ceñido a su vez por una presencia ineludible y amada, que da sentido a todo, que avalora todo, que engendra en él la conciencia de la majestad de la misión que se ofrece a su pequeñez. Aparentemente sencilla, esta visión trascendente de la vida, vivida en Dios, es suficiente, porque es inagotable, para alimentar la tensión necesaria, que mantiene al hombre en vela de cara al advenimiento de la eternidad... El hermano Benildo tenía conciencia de esto cuando refería su vocación a la gloria de un emperador, entonces, cuando en Francia se soñaba de nuevo en hacer eternas las efímeras gestas de principio de siglo.
Y fue fiel a su vocación de vivir íntegramente la voluntad de Dios hasta en el remendar sus ropas o acechar el momento, el momento oportuno de insinuar, con la corrección, el amor al deber en la almilla turbulenta de cualquier diablejo pelirrojo, que, como aquel Senas de Saugues, se divierte en parar el reloj para que dure más el recreo.
Y apenas hay nada más en esta hermosa vida; nada más y nada menos. Y la amable sencillez y la cordialidad hecha caridad cristiana, la severidad mantenida en los límites precisos frente a un temperamento vivo y pronto, la abnegación saboreada, esculpida en el propio ser frente al modelo le la divina parábola del grano de trigo, todo se amasa con el polvo menudo de la monotonía. Y éste es el milagro de su vida: no se embotan los filos de esta alma, no se amortece su brillo ni se aflojan sus nervios. El pueblo sencillo, buen catador de esencias, dio su testimonio.
Es notorio que las madres se inclinaban al oído de sus hijos cuando pasaba el hermano Benildo y decían: "Mira, mira, los hermanos; el más pequeño —y lo señalaban con el dedo— es el santo". La sorpresa frívola y desilusionada de la primera vez se había trocado en otra sorpresa sobrecogida y respetuosa.
Parece que no hizo milagros en su vida: empero una madre contaba en los procesos de beatificación que él la había mandado lavar a su hijo enfermo, simplemente con agua del río y que las costras caían apenas este agua de obediencia bendecía la piel del enfermito. El locutorio de la escuela era testigo de toda una filigrana de prudencia con la que el buen director mantenía a raya el fervor rudo y untuoso de sus visitantes. Las oraciones de comunidad, recuerdan los hermanos que con él vivieron, iban casi siempre aguijoneadas por intenciones encomendadas al siervo de Dios. "No somos nadie, pero no podemos desilusionar a esta buena gente. Recemos por ellos". Este era el comentario que precedía a sus plegarias y al júbilo de los que por su intercesión veían desvanecerse sus inquietudes y sus dolores.
Los hermanos de las Escuelas Cristianas que vivieron con él van sembrando de admiración creciente su camino. En el noviciado nadie hubiera predicho para el pequeño novicio la gloria de los altares. Era ejemplar, como tantos otros novicios, pero nada más exteriormente. El registro del noviciado de Clermont no añade nada a los escuetos datos biográficos de inscripción y salida. Sigue un período oscuro de veinte años en los que, siempre religioso ejemplar, cumple su deber como muchos y sigue su habla interior con la Trinidad, a la que consagró su vida. Su vida interior se trasluce apenas. No habla de sí el que siempre estaba ocupado en hablar con Dios. No escribió sus experiencias sobrenaturales. Su bella caligrafía se nos conserva sólo en algunas cartas administrativas o familiares. Vivió el espíritu de fe de su Instituto y cumplió sus reglas amorosamente. Esto atestiguan los que con él vivieron y su testimonio va ungido de la admiración de quien conoce en su propio pulso la asfixia con que la monotonía de una misión fecunda, sólo a condición de su continuidad, pretende ahogar los mejores arranques que florecen siempre en la vida de los hombres.
En los procesos de su beatificación atestiguaron muchos de sus antiguos alumnos, hombres maduros a la sazón, en la plenitud del vigor y con los recuerdos cernidos y aquilatados.
En realidad, en el plano humano ellos fueron los que ciñeron a su maestro la corona más limpia de las famas humanas.
Mozos campesinos desde el primer momento acudieron a sus clases nocturnas; rapazuelos que durante tres o cuatro años pusieron a prueba su paciencia y gozaron de su cariño. Luego, unos afincados en la misma tierra, otros aventados por los años, sacerdotes, hermanos como él, militares, médicos... volvieron a dar testimonio de admiración y gratitud. Tuvieron otros maestros, casi todos hombres rectos y buenos, pero sólo él alcanzó la fama de santo.
Le llamaban el hombre del Rosario; se acordaban de que algunos de ellos iban por las tardes, salidos ya de clase, a la iglesia para ver a su maestro; aún les bailaban en los labios los aires sencillos que el hermano les enseñaba para que los cantasen en las eras cuando la escuela cerraba las puertas y las faenas agrícolas les llamaban al campo.
La escuela fue en sus manos un instrumento insuperable para mantener la fe de Saugues. El joven coadjutor de la parroquia, que vivió junto a él durante algunos años, lo sabía bien. Y más de doscientas vocaciones para los seminarios y noviciados hablan más elocuentemente que todos los panegíricos.
Su escuela fue su apostolado y conscientemente supo realizar la difícil transposición de unas cosas tan chicas y tan sencillas al plano sobrenatural, él que se adelantaba al saludo quitándose el amplio sombrero cuando se cruzaba en las callejas con los chicos, más ocupados en jugar que en acordarse de las composturas corteses. Algún hermano que le acompañaba protestó débilmente de esta deferencia excesiva... "Hermano —era la respuesta—, ¿es que sus ángeles de guarda no nos merecen este respeto?"
Algunos se acuerdan también del inevitable ferulazo —la férula específica de los maestros de siglos y siglos de generaciones—, pero el recuerdo agrio va indefectiblemente unido a otros recuerdos: el sosegado signo de la cruz que el santo hombre trazaba sobre sí antes de crucificar levemente la carne de sus discípulos. Al niño le impresionaba el gesto, pero se le escapaba ciertamente el significado. No le es fácil al maestro ponerse siempre en guardia contra su propia afectividad también alborotada. Lo entenderá quien tuviere experiencia de chicos. El Beato Benildo se ingeniaba en este arte difícil. Su llavero era su mejor cilicio; cuando algún rapazuelo se propasaba —y ocurría, y ocurrió también la excepción del zueco agresivo disparado por una manecilla irascible— se encontraba con el llavero del director entre sus manos, con la orden de devolvérselo a la salida. Tiempo ganado contra posibles traiciones de su genio vivo. Cuando el alumno alargaba la mano, baja la cabeza, con el famoso llavero, era ya tiempo para los dos, maestro y discípulo, de satisfacer sin pasión a las irreemplazables oportunidades de la educación y a las exigencias de la disciplina.
La atención a la marcha general de la escuela nunca fue excusa para que el hermano Benildo se apartase del contacto directo con las clases. Las intrigas pueblerinas, inevitables en una organización dependiente del mismo municipio, acreditaron su serenidad de juicio, y su equilibrio sabía contrarrestar las injerencias a veces opuestas de ediles y párrocos.
Pero su gestión administrativa no pudo anular el instinto sobrenatural de catequista y maestro, que era en él el motor de su vida,
Todos los días pasaba por las clases. Ayudaba a los maestros novicios, corregía con su propia letra los renglones titubeantes de los más pequeños, estimulaba el esfuerzo con cuidadosos y constantes sistemas de emulación, poniendo íntegra, a disposición de sus aldeanos, la acreditada tradición de su Instituto. De sus explicaciones de religión, nos han quedado testimonios fervorosos. El mismo se ocupaba cada año de preparar los niños que habían de hacer la primera comunión, haciéndose niño con los niños para presentarlos a Cristo.
Y esto hasta el fin, hasta su última visita a las clases, ya enfermo, días antes de morir: "Hijitos, sé que rezáis por mí; pero ya no me curaré; el Señor me llama. En el cielo rogaré por vosotros". Algunos de aquellos muchachos se acordaban de los sollozos que estallaron en las clases. Y no son frecuentes estas expresiones de emoción en las escuelas.
En estas llamas mansas y continuas se gastó su vida. En el alba del 13 de agosto de 1862 las campanas de Saugues avisaban a la parroquia: se iba a administrar la extremaunción a un enfermo. Todos sabían de quién se trataba; las calles se animaron en aquella hora fría y desusada y los aldeanos acompañaron al sacerdote a la humilde escuela, y al humilde lecho del enfermo, los que pudieron entrar. El sacerdote accede a la súplica de los que le acompañan y pide la bendición del hermano Benildo para todos los presentes y para el pueblo entero. La leve resistencia se esfumó en la última sonrisa, y la misma mano que tantas veces se había levantado sobre ellos para enseñar, para corregir, para estimular, ahora se levanta para bendecir, con la misma sencillez de toda la vida. Aquella misma mañana el hermano Benildo descansaba en la paz.
No fue a Dios con gestos magníficos, ni con rudas penitencias. Hizo su camino por el camino de todos. Osciló como todos los hombres entre el dolor y la tristeza, entre la paz y el riesgo, entre el temor y la esperanza. En los últimos días nos dejó un documento a nuestra medida de la bíblica milicia que fue su existencia. Un viejo sacerdote le visita: "Habéis llevado una vida de santo, es cierto, pero los juicios de Dios son inescrutables". Cuando sale el inoportuno visitante, el enfermo llama a sus hermanos con la angustia en los ojos: "Leedme unas páginas sobre la misericordia de Dios".
Aceptó suavemente, sencillamente esta condición de la vida temporal hasta que la última campanada del tiempo fijó en Dios el péndulo de su conciencia.
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