La fe es la palabra central de la liturgia de hoy.
¿Qué es la fe?
La respuesta nos la proporciona la Carta a los Hebreos con una singular definición: “La fe es seguridad de lo que se espera y prueba de lo que no se ve” (Hebreos 1,1).
Y nos presenta como ejemplos y testigos de la misma a Sara y Abraham.
Por la fe Abraham deja su tierra y se adentra en lo desconocido.
Por la fe vive como extranjero en tierra extraña.
Por la fe espera contra toda esperanza en que Dios cumpla sus promesas.
Por la fe es capaz de sacrificar a su propio hijo.
Aunque el evangelio que hemos escuchado no incluye la palabra “fe”, nos da a entender que es necesaria para aceptar las palabras de Jesús.
Sin fe no tiene sentido vender los bienes y darlos a los pobres, ni hacer talegos que no se echen a perder, ni tener ceñida la cintura y las lámparas encendidas, ni aguardar pacientemente a que el Señor llegue de la boda, ni mantener viva la vigilancia hasta altas horas de la madrugada.
Sin fe no es posible aceptar el camino exigente del evangelio, ni los sacrificios que conlleva la entrega a los demás.
La fe cristiana significa que creemos en Jesucristo como la definitiva revelación de Dios, a quien nadie ha visto jamás; que aceptamos su mensaje liberador como camino para reconocer lo que comporta ser hombre., como la vida que puede dar sentido a nuestra existencia
Algo dentro de nosotros nos dice que, si vaciamos al hombre de sus soportes morales, no queda nada.
Según los analistas, cada año aumenta el número de los ateos y agnósticos, y crecen los fundamentalismos políticos y religiosos al compás de la intolerancia y el terrorismo.
La Historia de la Iglesia nos dice que ésta ha salido fortalecida de las innumerables pruebas sufridas, porque su fuerza y su poder no emanan de ella misma, sino de Cristo, su fundador y protector.
Han desaparecido a lo largo de los siglos muchos imperios que prometían eternizarse en el mundo. Más recientemente, el Comunismo, a quien muchos creían invulnerable bajo su “telón de acero” se derrumbó en pocos años. Pero la Iglesia sigue, santa y pecadora, débil en su caminar, pero fuerte por la acción del Espíritu que la sostiene.
Desde hace casi dos década, Europa recibe con expectante preocupación las migraciones provenientes de América del Sur y Africa; un fenómeno frecuente desde los tiempos más remotos. Todos nosotros somos fruto del cruce de distintos pueblos y razas.
Como en la época de Abraham, los inmigrantes buscan mejores condiciones de vida para sí y sus familias. Suponen actualmente el 12% e la población española. Han sido bien recibidos mientras la economía ha sido favorable y han contribuido a nuestro desarrollo. Ahora, con la crisis hasta el cuello, estorban
Estos conflictos de intereses ponen al descubierto lo frágil que es la tolerancia cuando falta la fe.
¿Qué nos deparará el porvenir con tanto acosamiento a los creyentes, a las instituciones que defienden los derechos humanos, a la vida engendrada y por nacer, a los criterios justos que denuncian los atropellos?
Es bien actual el interrogante del evangelio según San Lucas: “Cuando venga el Hijo del Hombre ¿encontrará fe en la tierra?” (Lc. 18,8).
Si hacemos caso a los agoreros de desgracias y a los enemigos de la Iglesia que airean cualquier escándalo para desacreditar al Papa y a todos los cristianos, los creyentes tenemos fecha de caducidad.
Ignoran estos propagadores de ideologías destructivas que la religión, como afirmaba Malraux, es totalmente necesaria para este siglo convulso.
Vivimos tiempos difíciles, muy lejanos a los del Nacionalcatolicismo, donde todo era favorable para la Iglesia. Ahora nos vemos obligados a navegar contra corriente, lo cual es positivo, porque es en estas circunstancias donde se aclara quiénes son los verdaderos seguidores de Jesús.
Sin olvidar los razonamientos y la dialéctica con otras culturas, convenimos con el P. Rahner que: “el s. XXI será místico, o no será”.
Los cristianos estamos llamados a construir un mundo mejor y más justo, al tiempo que esperamos “un cielo nuevo y un tierra nueva” (Apocalipsis 21,1)
Este es el gran reto que debemos afrontar, con independencia de cuál sea nuestra edad.
Abraham y Sara eran mayores cuando recibieron la llamada de Dios, y no dudaron en ponerse en camino y, contra toda esperanza fueron “padres de un gran Pueblo” (Génesis 12,2).
La Carta a los Hebreos menciona hoy “la ciudad de sólidos cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios” (Hebreos 11,10), pues “quien a Dios tiene, nada le falta; sólo Dios basta” (Sta Teresa).
Bajar los brazos ante la adversidad no es propio de un buen cristiano; sí lo es “vigilar y velar aguardando la venida del Señor”.
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