Haría falta un grueso volumen para dibujar la figura prócer del español que más ha influido en el mundo por el brillo de su ciencia y el calor de su santidad; pero bastarán unas líneas para recoger lo más saliente de su personalidad como español, como hombre de ciencia y, sobre todo, como santo.
Nació Isidoro muy probablemente en Sevilla, hacia el año 556, poco después de haber llegado allí sus padres, que habían huido de Cartagena para no pactar con los intrusos bizantinos de Justiniano. Fue Isidoro el menor de un matrimonio de cuatro hijos, Leandro, Fulgencio, Florentina, aureolados todos con la corona de la santidad.
Bajo el mecenazgo de San Leandro —electo obispo de Sevilla en 578—, fue educado el joven Isidoro en la piedad y en las ciencias, dedicándose especialmente al estudio de las tres lenguas consideradas en aquel entonces como sagradas: el hebreo, el griego y el latín. Era natural que su hermano mayor pusiera todo su interés en cultivar la personalidad de Isidoro en todos los órdenes, moviéndole a ello, según su propio testimonio, el gran afecto que le profesaba y cuyo amor, decía, "prefiero a todas las cosas acá abajo, y en quien descanso con el más profundo cariño". Había Leandro fundado un monasterio en Sevilla y retenía en sus manos la dirección espiritual del mismo. Al cenobio acudían jóvenes de toda la Península atraídos por la fama de su fundador, pero mientras algunos gozaban de un régimen de internado bastante suave, por no aspirar ellos a la vida claustral, otros eran sometidos a una disciplina más rigorista. Ya desde el principio determinó San Leandro que su hermano siguiera en todo la vida regular, y que se le sometiera a la educación severa y rígida reservada a aquellos que aspiraban a abrazar la vida monástica.
Aquella vida de mortificaciones y de renuncias había inclinado el corazón de Isidoro a vestir el hábito monacal. Un día, joven todavía, recibió de San Leandro el santo hábito y rodaba por el suelo su hermosa cabellera, que el santo obispo cortaba mientras pronunciaba las siguientes palabras deprecatorias: "Sea de vida laudable. Sea sabio y humilde. Sea veraz en la ciencia. Sea ortodoxo en la doctrina. Sea solícito en el trabajo, asiduo en la oración, eficaz en la misericordia, fijo en la paz, pronto para la limosna y piadoso con los súbditos". La súplica del obispo en favor del joven novicio fue escuchada en el cielo, que en adelante dirigió los pasos del nuevo monje hacia el sublime ideal religioso tan hermosamente sintetizado en las mencionadas palabras de la antigua liturgia española.
Vivía en aquel entonces España unos años decisivos para su porvenir político y religioso. El rey Leovigildo apoyaba la herejía arriana, en tanto que Leandro era el máximo campeón de la ortodoxia. La lucha por la fe decidióse en el momento en que Recaredo, hijo de Leovigildo, se declaró católico, a los diez meses de haber subido al trono, abjurando públicamente de la herejía. Pero el campo hispano no estaba libre del arrianismo, que brotaba aquí y allá, incluso en los palacios episcopales. Para combatirlo y arrancarlo de raíz emprendió Leandro una campana intensa que le obligó a cruzar la Península en todas direcciones. Sus continuos viajes y sus prolongadas ausencias de Sevilla aconsejaron que le reemplazara Isidoro en la dirección del monasterio. Contaba entonces treinta años de edad.
Como abad del monasterio, distinguióse Isidoro por lo escrupulosa observancia regular, por su bondad, sentido de la justicia y por el entrañable amor hacia sus súbditos, que él apreciaba y tenía como a hijos. Al poco de tomar el timón del monasterio percatóse de que, para llevar una vida monástica irreprensible, hacía falta dotar al monasterio de un código de leyes que regulara la vida de comunidad, señalara los derechos y deberes de superiores y súbditos y acabara con la pluralidad de reglas y observancias que destruían la vida común y anulaban la acción del abad. En contra de las deformaciones del espíritu claustral, camufladas las más de las veces con pretextos de mayor perfección y renuncia, señaló Isidoro certeramente los elementos esenciales de la vida monástica, que son: "La renuncia completa de sí mismo, la estabilidad en el monasterio, la pobreza, la oración litúrgica, la lección y el trabajo".
Los monjes giróvagos disipan el espíritu y su conducta no siempre sirve de edificación a los fieles; de ahí el voto de estabilidad. Los peculios particulares crean la relajación del monje y dan pie a muchos abusos. En contra de los mismos formuló él el célebre aforismo: "Todo cuanto adquiere el monje, para el monasterio lo adquiere".
Otro enemigo de la vida monástica era la ociosidad, que Isidoro combatió imponiendo a sus monjes la obligación del trabajo, tanto manual como intelectual. Con el trabajo manual se procuraban los monjes lo indispensable para su sostenimiento, contribuían con su ejemplo a que el pueblo se interesara por el empleo de los métodos de producción más efectivos y con su esfuerzo físico procuraban a su cuerpo la agilidad, el vigor y robustez que son el soporte obligado de una vida espiritual sana.
Gran importancia concedió San Isidoro al trabajo intelectual de los monjes. Después de la iglesia debía ser la biblioteca la pieza más importante del monasterio. Los códices y libros allí almacenados tenían para Isidoro carácter de cosas sagradas. Si algún monje deterioraba algún manuscrito, recibía por ello la penitencia correspondiente. Por la mañana se prestaban los libros, que se devolvían después de vísperas al bibliotecario, quien comprobaba el estado del códice que se había prestado. Al estudio diario se añadían las lecturas durante la misa y el oficio divino, la lectura en el comedor, mientras duraba la refección, y las conferencias en determinados días de la semana. Entre las actividades del monje figuraba la de copiar códices, tarea ésta considerada como cosa santa. En el escritorio isidoriano de Sevilla ocupaba el primer plano la Biblia, sobre cuyo texto se hacían concienzudos estudios y mejoras que debían extenderse por toda España y Europa.
Isidoro fue en este punto un dechado y ejemplo para sus monjes. Conocía todos los libros de su tiempo; podía dar razón de todos los autores griegos y latinos, Padres de la Iglesia y otros escritores de menos talla. Su biblioteca era la mejor de su tiempo, tanto por su calidad como por el número de ejemplares. A todos los autores de la antigüedad se les concedía un sitio en sus estantes; a todas las ciencias, eclesiásticas y profanas, franqueaba Isidoro las puertas de su biblioteca. Pero entre sus libros había uno por el cual sentía enorme pasión, la Biblia, porque, según él, "encierra la suma de los misterios y sacramentos divinos; es el arca sagrada que guarda las cosas antiguas y las nuevas del tesoro del Señor". Conocidos son sus esfuerzos para unificar el texto latino de las Sagradas Escrituras. Entre sus libros es muy conocido el Libro de los Proemios, que contiene una corta introducción a cada uno de los libros sagrados.
Entre las obras más famosas que escribió cabe señalar su libro de las Etimologías, verdadera enciclopedia de las ciencias antiguas, que revela la inmensa erudición de Isidoro. Como historiador le han hecho célebre su Historia de los godos, vándalos y suevos, la llamada Crónica Mayor y el Libro de los varones ilustres. Con esta producción bibliográfica influyó San Isidoro en la literatura medieval, a la cual retransmitió la inmensa literatura de la antigüedad. "Como puente entre dos edades, como firme pilar en una época de transición, como depositario del saber antiguo al tiempo que heraldo de la ciencia medieval, San Isidoro ocupa un lugar singularísimo en la historia de la cultura europea. El puesto honroso de quien, consciente de una misión, la cumple con humilde y heroica voluntad de entrega" (Montero Díaz).
Pero, además de padre de los monjes, fue Isidoro obispo de Sevilla. El gobierno de su dilatada diócesis debía alejarle un tanto de sus actividades literarias para dedicarse al cuidado pastoral de las almas confiadas a sus desvelos. Según confesión propia, el verdadero obispo debía dedicarse a la lectura de la Biblia y exponerla a sus fieles, imitar el ejemplo de los santos, vivir una vida intensa de oración, mortificar su cuerpo con vigilias y abstinencias, y, sobre todo, practicar la caridad y la misericordia para con sus hermanos y súbditos. Con la dignidad episcopal ensanchóse el horizonte del magisterio de Isidoro, que transformó el púlpito de la catedral de Sevilla en cátedra de la verdad. El pueblo acudía en tropel a escucharle, porque, según testimonio de San Ildefonso, "había adquirido tanta facilidad de palabra y ponía tal hechizo en cuanto decía, que nadie le escuchaba sin sentirse maravillado". Pero, más que por sus dotes oratorias, le escuchaba el pueblo por la solidez de su doctrina teológica y por la unción que ponía el Santo en sus palabras.
Entre los puntos capitales del programa episcopal de San Isidoro figuraba su solicitud por el clero, la porción escogida de la heredad del Señor, según palabras suyas. Y era tanto más necesario este cuidado en cuanto que la herejía arriana había penetrado hondamente en las filas clericales y había creado un sector que llevaba una vida sacerdotal nada conforme con su excelsa vocación. De ahí que empezara por una depuración a fondo en las filas de los ministros del altar, prefiriendo pocos y buenos a gran número de ellos carentes de espíritu sacerdotal. Para su formación contaba con la escuela catedralicia, en donde los futuros ministros de la Iglesia eran educados religiosa e intelectualmente, y no sentía reparo alguno en tomar parte activa en este magisterio. Los candidatos al sacerdocio vivían en comunidad, y dispuso que este mismo régimen de vida observaran los clérigos e incluso los mismos obispos, empezando él por dar ejemplo de una vida santa en común. Con el fin de facilitar la santificación propia y desarmar a los murmuradores dictó a los obispos de España la siguiente ley: "Para que no se dé motivo a la murmuración, en adelante los obispos tendrán en su casa el testimonio de personas en quienes no puede haber sospecha ninguna". Entre las obligaciones episcopales señala la visita anual de las iglesias, que debe hacerse personalmente, o por medio de delegados, De esta manera el obispo velará por la buena marcha espiritual y material de las iglesias parroquiales.
El obispo era en aquel entonces el funcionario más poderoso. Por su doble personalidad, política y religiosa, debía influir necesariamente en los destinos de España. Pero, aunque ligado con la monarquía por el vínculo de vasallaje, no olvidó nunca, sin embargo, que antes se debía a la Iglesia y a la grey que se le había confiado. Supo Isidoro armonizar sus obligaciones episcopales con sus deberes hacia la Patria. Sentía él un amor intenso por España, que ha expresado con un lirismo impresionante en sus Laudes Hispaniae. En su vida mostróse enemigo de los bizantinos, habla de las "insolencias romanas", elogia la actitud política de Leovigildo, a pesar de su arrianismo, y canta la grandeza del reino visigodo. "No puede rigurosamente hablarse de sentimiento nacional. Pero es evidente su adscripción a la unidad peninsular, una conciencia clara de Hispania como ámbito estatal, una decidida nostalgia de fusión étnica y convivencia religiosa" (Montero Díaz).
Uno de los actos de más resonancia de su vida episcopal fue la celebración del Concilio IV de Toledo, a finales del año 633, que Isidoro convocó con el fin de dotar a la nación de una legislación que asegurara su porvenir y la estabilidad de sus instituciones, y reorganizar al mismo tiempo la vida religiosa.
El que había sido moderador de monjes, metropolitano de la Bética, fecundo escritor, mentor de reyes y moderador de concilios, Padre de la Iglesia y de la Patria, encorvábase bajo el peso de los años. Al echar una mirada retrospectiva, dolíase en su corazón de las debilidades, defectos e imperfecciones de su larga vida, pero le confortaba la perspectiva del perdón. Rebasados los ochenta años, Isidoro todavía predicaba al pueblo y leía las páginas de la Biblia. En los últimos años distribuyó cuantiosas limosnas a los pobres.
La muerte se acercaba a grandes pasos. Su estómago se negaba a retener el alimento; la fiebre devoraba su cuerpo y su rostro aparecía demacrado. Presintiendo un próximo desenlace, se hizo trasladar a la basílica de San Vicente para pedir penitencia en una ceremonia emocionante. Un sacerdote rasuró la cabeza del moribundo, vistióle de cilicio y derramó sobre él un puñado de ceniza en forma de cruz, Hizo después Isidoro su confesión con palabras que arrancaron las lágrimas de todos los presentes. Tres días después, el 4 de abril de 636, su alma voló al cielo para recibir la recompensa de una vida santa, dedicada al servicio de la Iglesia. Dante, en su Divina comedia, vio en el paraíso llamear el espíritu ardiente de Isidoro" (Paraíso, canto X, 130).
Nació Isidoro muy probablemente en Sevilla, hacia el año 556, poco después de haber llegado allí sus padres, que habían huido de Cartagena para no pactar con los intrusos bizantinos de Justiniano. Fue Isidoro el menor de un matrimonio de cuatro hijos, Leandro, Fulgencio, Florentina, aureolados todos con la corona de la santidad.
Bajo el mecenazgo de San Leandro —electo obispo de Sevilla en 578—, fue educado el joven Isidoro en la piedad y en las ciencias, dedicándose especialmente al estudio de las tres lenguas consideradas en aquel entonces como sagradas: el hebreo, el griego y el latín. Era natural que su hermano mayor pusiera todo su interés en cultivar la personalidad de Isidoro en todos los órdenes, moviéndole a ello, según su propio testimonio, el gran afecto que le profesaba y cuyo amor, decía, "prefiero a todas las cosas acá abajo, y en quien descanso con el más profundo cariño". Había Leandro fundado un monasterio en Sevilla y retenía en sus manos la dirección espiritual del mismo. Al cenobio acudían jóvenes de toda la Península atraídos por la fama de su fundador, pero mientras algunos gozaban de un régimen de internado bastante suave, por no aspirar ellos a la vida claustral, otros eran sometidos a una disciplina más rigorista. Ya desde el principio determinó San Leandro que su hermano siguiera en todo la vida regular, y que se le sometiera a la educación severa y rígida reservada a aquellos que aspiraban a abrazar la vida monástica.
Aquella vida de mortificaciones y de renuncias había inclinado el corazón de Isidoro a vestir el hábito monacal. Un día, joven todavía, recibió de San Leandro el santo hábito y rodaba por el suelo su hermosa cabellera, que el santo obispo cortaba mientras pronunciaba las siguientes palabras deprecatorias: "Sea de vida laudable. Sea sabio y humilde. Sea veraz en la ciencia. Sea ortodoxo en la doctrina. Sea solícito en el trabajo, asiduo en la oración, eficaz en la misericordia, fijo en la paz, pronto para la limosna y piadoso con los súbditos". La súplica del obispo en favor del joven novicio fue escuchada en el cielo, que en adelante dirigió los pasos del nuevo monje hacia el sublime ideal religioso tan hermosamente sintetizado en las mencionadas palabras de la antigua liturgia española.
Vivía en aquel entonces España unos años decisivos para su porvenir político y religioso. El rey Leovigildo apoyaba la herejía arriana, en tanto que Leandro era el máximo campeón de la ortodoxia. La lucha por la fe decidióse en el momento en que Recaredo, hijo de Leovigildo, se declaró católico, a los diez meses de haber subido al trono, abjurando públicamente de la herejía. Pero el campo hispano no estaba libre del arrianismo, que brotaba aquí y allá, incluso en los palacios episcopales. Para combatirlo y arrancarlo de raíz emprendió Leandro una campana intensa que le obligó a cruzar la Península en todas direcciones. Sus continuos viajes y sus prolongadas ausencias de Sevilla aconsejaron que le reemplazara Isidoro en la dirección del monasterio. Contaba entonces treinta años de edad.
Como abad del monasterio, distinguióse Isidoro por lo escrupulosa observancia regular, por su bondad, sentido de la justicia y por el entrañable amor hacia sus súbditos, que él apreciaba y tenía como a hijos. Al poco de tomar el timón del monasterio percatóse de que, para llevar una vida monástica irreprensible, hacía falta dotar al monasterio de un código de leyes que regulara la vida de comunidad, señalara los derechos y deberes de superiores y súbditos y acabara con la pluralidad de reglas y observancias que destruían la vida común y anulaban la acción del abad. En contra de las deformaciones del espíritu claustral, camufladas las más de las veces con pretextos de mayor perfección y renuncia, señaló Isidoro certeramente los elementos esenciales de la vida monástica, que son: "La renuncia completa de sí mismo, la estabilidad en el monasterio, la pobreza, la oración litúrgica, la lección y el trabajo".
Los monjes giróvagos disipan el espíritu y su conducta no siempre sirve de edificación a los fieles; de ahí el voto de estabilidad. Los peculios particulares crean la relajación del monje y dan pie a muchos abusos. En contra de los mismos formuló él el célebre aforismo: "Todo cuanto adquiere el monje, para el monasterio lo adquiere".
Otro enemigo de la vida monástica era la ociosidad, que Isidoro combatió imponiendo a sus monjes la obligación del trabajo, tanto manual como intelectual. Con el trabajo manual se procuraban los monjes lo indispensable para su sostenimiento, contribuían con su ejemplo a que el pueblo se interesara por el empleo de los métodos de producción más efectivos y con su esfuerzo físico procuraban a su cuerpo la agilidad, el vigor y robustez que son el soporte obligado de una vida espiritual sana.
Gran importancia concedió San Isidoro al trabajo intelectual de los monjes. Después de la iglesia debía ser la biblioteca la pieza más importante del monasterio. Los códices y libros allí almacenados tenían para Isidoro carácter de cosas sagradas. Si algún monje deterioraba algún manuscrito, recibía por ello la penitencia correspondiente. Por la mañana se prestaban los libros, que se devolvían después de vísperas al bibliotecario, quien comprobaba el estado del códice que se había prestado. Al estudio diario se añadían las lecturas durante la misa y el oficio divino, la lectura en el comedor, mientras duraba la refección, y las conferencias en determinados días de la semana. Entre las actividades del monje figuraba la de copiar códices, tarea ésta considerada como cosa santa. En el escritorio isidoriano de Sevilla ocupaba el primer plano la Biblia, sobre cuyo texto se hacían concienzudos estudios y mejoras que debían extenderse por toda España y Europa.
Isidoro fue en este punto un dechado y ejemplo para sus monjes. Conocía todos los libros de su tiempo; podía dar razón de todos los autores griegos y latinos, Padres de la Iglesia y otros escritores de menos talla. Su biblioteca era la mejor de su tiempo, tanto por su calidad como por el número de ejemplares. A todos los autores de la antigüedad se les concedía un sitio en sus estantes; a todas las ciencias, eclesiásticas y profanas, franqueaba Isidoro las puertas de su biblioteca. Pero entre sus libros había uno por el cual sentía enorme pasión, la Biblia, porque, según él, "encierra la suma de los misterios y sacramentos divinos; es el arca sagrada que guarda las cosas antiguas y las nuevas del tesoro del Señor". Conocidos son sus esfuerzos para unificar el texto latino de las Sagradas Escrituras. Entre sus libros es muy conocido el Libro de los Proemios, que contiene una corta introducción a cada uno de los libros sagrados.
Entre las obras más famosas que escribió cabe señalar su libro de las Etimologías, verdadera enciclopedia de las ciencias antiguas, que revela la inmensa erudición de Isidoro. Como historiador le han hecho célebre su Historia de los godos, vándalos y suevos, la llamada Crónica Mayor y el Libro de los varones ilustres. Con esta producción bibliográfica influyó San Isidoro en la literatura medieval, a la cual retransmitió la inmensa literatura de la antigüedad. "Como puente entre dos edades, como firme pilar en una época de transición, como depositario del saber antiguo al tiempo que heraldo de la ciencia medieval, San Isidoro ocupa un lugar singularísimo en la historia de la cultura europea. El puesto honroso de quien, consciente de una misión, la cumple con humilde y heroica voluntad de entrega" (Montero Díaz).
Pero, además de padre de los monjes, fue Isidoro obispo de Sevilla. El gobierno de su dilatada diócesis debía alejarle un tanto de sus actividades literarias para dedicarse al cuidado pastoral de las almas confiadas a sus desvelos. Según confesión propia, el verdadero obispo debía dedicarse a la lectura de la Biblia y exponerla a sus fieles, imitar el ejemplo de los santos, vivir una vida intensa de oración, mortificar su cuerpo con vigilias y abstinencias, y, sobre todo, practicar la caridad y la misericordia para con sus hermanos y súbditos. Con la dignidad episcopal ensanchóse el horizonte del magisterio de Isidoro, que transformó el púlpito de la catedral de Sevilla en cátedra de la verdad. El pueblo acudía en tropel a escucharle, porque, según testimonio de San Ildefonso, "había adquirido tanta facilidad de palabra y ponía tal hechizo en cuanto decía, que nadie le escuchaba sin sentirse maravillado". Pero, más que por sus dotes oratorias, le escuchaba el pueblo por la solidez de su doctrina teológica y por la unción que ponía el Santo en sus palabras.
Entre los puntos capitales del programa episcopal de San Isidoro figuraba su solicitud por el clero, la porción escogida de la heredad del Señor, según palabras suyas. Y era tanto más necesario este cuidado en cuanto que la herejía arriana había penetrado hondamente en las filas clericales y había creado un sector que llevaba una vida sacerdotal nada conforme con su excelsa vocación. De ahí que empezara por una depuración a fondo en las filas de los ministros del altar, prefiriendo pocos y buenos a gran número de ellos carentes de espíritu sacerdotal. Para su formación contaba con la escuela catedralicia, en donde los futuros ministros de la Iglesia eran educados religiosa e intelectualmente, y no sentía reparo alguno en tomar parte activa en este magisterio. Los candidatos al sacerdocio vivían en comunidad, y dispuso que este mismo régimen de vida observaran los clérigos e incluso los mismos obispos, empezando él por dar ejemplo de una vida santa en común. Con el fin de facilitar la santificación propia y desarmar a los murmuradores dictó a los obispos de España la siguiente ley: "Para que no se dé motivo a la murmuración, en adelante los obispos tendrán en su casa el testimonio de personas en quienes no puede haber sospecha ninguna". Entre las obligaciones episcopales señala la visita anual de las iglesias, que debe hacerse personalmente, o por medio de delegados, De esta manera el obispo velará por la buena marcha espiritual y material de las iglesias parroquiales.
El obispo era en aquel entonces el funcionario más poderoso. Por su doble personalidad, política y religiosa, debía influir necesariamente en los destinos de España. Pero, aunque ligado con la monarquía por el vínculo de vasallaje, no olvidó nunca, sin embargo, que antes se debía a la Iglesia y a la grey que se le había confiado. Supo Isidoro armonizar sus obligaciones episcopales con sus deberes hacia la Patria. Sentía él un amor intenso por España, que ha expresado con un lirismo impresionante en sus Laudes Hispaniae. En su vida mostróse enemigo de los bizantinos, habla de las "insolencias romanas", elogia la actitud política de Leovigildo, a pesar de su arrianismo, y canta la grandeza del reino visigodo. "No puede rigurosamente hablarse de sentimiento nacional. Pero es evidente su adscripción a la unidad peninsular, una conciencia clara de Hispania como ámbito estatal, una decidida nostalgia de fusión étnica y convivencia religiosa" (Montero Díaz).
Uno de los actos de más resonancia de su vida episcopal fue la celebración del Concilio IV de Toledo, a finales del año 633, que Isidoro convocó con el fin de dotar a la nación de una legislación que asegurara su porvenir y la estabilidad de sus instituciones, y reorganizar al mismo tiempo la vida religiosa.
El que había sido moderador de monjes, metropolitano de la Bética, fecundo escritor, mentor de reyes y moderador de concilios, Padre de la Iglesia y de la Patria, encorvábase bajo el peso de los años. Al echar una mirada retrospectiva, dolíase en su corazón de las debilidades, defectos e imperfecciones de su larga vida, pero le confortaba la perspectiva del perdón. Rebasados los ochenta años, Isidoro todavía predicaba al pueblo y leía las páginas de la Biblia. En los últimos años distribuyó cuantiosas limosnas a los pobres.
La muerte se acercaba a grandes pasos. Su estómago se negaba a retener el alimento; la fiebre devoraba su cuerpo y su rostro aparecía demacrado. Presintiendo un próximo desenlace, se hizo trasladar a la basílica de San Vicente para pedir penitencia en una ceremonia emocionante. Un sacerdote rasuró la cabeza del moribundo, vistióle de cilicio y derramó sobre él un puñado de ceniza en forma de cruz, Hizo después Isidoro su confesión con palabras que arrancaron las lágrimas de todos los presentes. Tres días después, el 4 de abril de 636, su alma voló al cielo para recibir la recompensa de una vida santa, dedicada al servicio de la Iglesia. Dante, en su Divina comedia, vio en el paraíso llamear el espíritu ardiente de Isidoro" (Paraíso, canto X, 130).
No hay comentarios:
Publicar un comentario