El evangelio de hoy nos lleva al sermón de la cena, a la despedida de Jesús de los suyos a quienes acaba de llamar amigos. De una forma cercana y entrañable, Jesús les trasmite sus últimas enseñanzas, precedidas por un gesto sorprendente, propio de un esclavo: el lavatorio de los pies..
Este gesto y el anuncio del mandamiento nuevo (“amaos unos a otros como yo os he amado” (Juan 13,34-35). son el mejor resumen de lo que significa la Eucaristía, sacramento central para la vida del cristiano..
Parece haber una contradicción entre la actitud de Jesús de servir antes de ser servido y pedir, al mismo tiempo, al Padre su glorificación.
San Juan lo explica diciendo, contra toda lógica humana, que la cruz y la muerte son el momento de su triunfo, no de su fracaso. Triunfa así el amor sobre el odio, “porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único para que tenga vida eterna y no perezca ninguno de los que creen en él” (Juan 3,16).
A través de la proclamación en este contexto del mandamiento nuevo, Jesús nos quiere revelar una dimensión del amor, que va mucho más allá del mandamiento antiguo, “amarás al prójimo a ti mismo” y es inseparable del amor a Dios., Por eso San Juan añade en una de sus cartas que “quien “amar a Dios, a quien no ve, y desprecia al hermano a quien ve, es un mentiroso, porque no se puede amar a Dios sin amar antes al prójimo” (I Juan 4,20-21).
Amar como él nos ha amado consiste en reproducir en nuestra vida el amor de donación de Jesús, que se conmueve ante la viuda de Naín, llora por Lázaro y se compadece de las gentes, porque andan como ovejas sin pastor.
El amor fraterno es pues la “señal”, la marca auténtica de los seguidores de Jesús.
Desde este “mandamiento nuevo” los Apóstoles y los primeros discípulos emprenden la inmensa tarea de anunciar al mundo que Dios nos ama, que Jesús ha muerto por nosotros, que ha resucitado y sigue vivo en medio de nosotros.
Los Hechos nos presentan a Pablo y Bernabé, dos misioneros incansables en dar a conocer a Jesús e imitar diariamente su ejemplo.
Deben abrir nuevos caminos con sus limitadas fuerzas y el trabajo supera con creces su capacidad. Se ven obligados a nombrar presbíteros que dirijan y acompañen en la oración, en la proclamación de la Palabra y en la fracción del pan a las nuevas comunidades o “iglesias”, que van surgiendo, y así dedicarse con más libertad a la predicación evangélica.
Pero son plenamente conscientes que los verdaderos protagonistas de la misión no son ellos, sino el Espíritu Santo, sin el cual todo sería un fracaso.
El amor es la base de toda comunidad cristiana. Sin él termina derivando, como dice el Papa Santiago, en una ONG, con fines altruistas, muy dignos de alabanza, pero sin la fe, que es la sustancia de la vida cristiana.
Las asociaciones, los clubes responden también a esta finalidad.
Pero una verdadera comunidad cristiana tiene otras connotaciones. En ella se comparte la vida misma, las ilusiones y esperanzas, la reconciliación, el amor desinteresado, la fe y el impulso llevado a la acción de expandir ese amor y universalizarlo.
La fuerza motriz que anima a la comunidad cristiana es amarse como Jesús nos ama. Es, según San Juan, el auténtico distintivo de la misma y el modelo de referencia que siempre tenemos que tener presente. Un amor desinteresado, entregado al servicio de los más débiles y necesitados, es la mejor señal de reconocimiento de los seguidores de Jesús.
El amor, en abstracto, no existe. Sólo existen las personas que se aman. Y el amor se traduce en la práctica de unos hechos concretos y no en el mero cumplimiento de los ritos.
Exactamente igual que en la antigüedad: en el sentido de la misión.
La persona que se siente llamada trata de abrir al mundo la explosión de un amor que no quiere guardar para sí. La comunidad vive, comunica altruistamente y, a su vez recibe, asistida por la gracia y la alegría de la pertenencia al Señor, mientras se enriquece e irradia fuerza.
El empuje misionero que nos narra los Hechos de los Apóstoles, nos ayuda a descubrir la acción del Espíritu en nuestras vidas cuando le abrimos las puertas y el Señor es capaz de hacer obras grandes en nosotros.
Pablo y Bernabé retornan después de muchas peripecias a la comunidad que los envía a predicar, y relatan todos los acontecimientos. Todos se sienten responsables, solidarios y copartícipes de una misma misión, que no es otra que la fe en Jesucristo Resucitado.
Los ojos de nuestras comunidades eclesiales deben mirarse en este espejo de vida, que nos recuerda hoy el Apocalipsis 21,1: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva”
Los ojos del amor miran siempre hacia un futuro de esperanza, donde la muerte será erradicada para siempre y ya no habrá “ni luto, ni llanto, ni dolor”.
Cualquier persona que ame lleva dentro la semilla de Dios y, con ella, la savia de la eterna felicidad, suprema aspiración del hombre.
Por desgracia, somos de condición pecadora y la perfección aquí no existe, pero si amamos, todas las grandes utopías son posibles. Jesús mismo nos lo demuestra, y nos envía su Espíritu para garantizar esta suprema aspiración si trabajamos por construir poco a poco, aquí en la tierra, la Ciudad de Dios, anticipo de la definitiva Ciudad Celestial.
Durante estos días en que menudean las bodas en nuestras parroquias y se lee con reiteración la apología del amor de San Pablo a los Corintios para recordar a los novios el paso que están dando, interioricemos su mensaje que, por muy sabido, no le damos la importancia que se merece: “Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor (I Juan 4, 8)
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