En el camino de Santiago no brillaba sólo un lucero, el — sol del Apóstol, allá en el extremo de la tierra; ni era solamente una constelación, sino un conglomerado de estrellas, una Vía Láctea de santuarios, mártires, reliquias, recuerdos históricos y leyendas. Por todo el camino los devotos iban buscando historias maravillosas y monumentos insignes, que deleitaban sus ojos y alimentaban su fe. En la ruta del Languedoc, al acercarse a Toulouse, de sus labios brotaba el nombre de San Saturnino, de San Sernín, como el pueblo decía, y sus corazones se estremecían de gozo. Toulouse había conservado un vivo recuerdo de su primer apóstol y levantado a su memoria una de las iglesias más bellas y más grandes del arte románico. Desde el pórtico. los peregrinos saludaban al héroe en una estatua bellísima que le presentaba de pie, apoyando su planta en el lomo de un toro; después, las piedras les contaban todos los detalles de una leyenda oriental, en la que figuraban bellas princesas, tiranos de entrañas de acero, imperios lejanos y torres fuertes como las rocas y altas como las nubes. Para aquellos hombres del siglo XII, Saturnino tenía todos los encantos que puede apetecer el más exaltado fervor religioso: linaje real, belleza irresistible, valor intrépido, palabra ardiente y, sobre todo, una generosidad profunda, una lealtad natural, que le hace el caballero andante de la verdad. y le impulsa a dejar las púrpuras y los cetros y a caminar en busca de los Profetas, siguiendo primero a San Juan en el desierto, después a Cristo junto al lago, y finalmente a San Pedro, que le trae a Occidente y le encarga la evangelización de las regiones del Pirineo.
La leyenda es bella, pero no deja de serlo también la historia. Si no fue uno de los setenta y dos obreros evangélicos, fue el creador de una Iglesia ilustre, donde echó la semilla de la santa palabra, semilla que regó con su sudor y fecundó con su sangre. Vive en una época de paz, en aquella primera mitad del siglo III, que es una de las épocas más activas de la propaganda cristiana. Por vez primera, un emperador toleraba la existencia de la Iglesia. Christianos esse passus est, se dice de Alejandro Severo. Es imposible ser cesar y ser cristiano, acababa de decir Tertuliano en Cartago; y al poco tiempo las legiones proclaman augusto a un discípulo de Cristo, Felipe el Árabe (243-250). En su vida privada, en el interior de su palacio, Felipe adora a Cristo, pero oficialmente es preciso disimular todavía, aunque la farsa llene de tristeza al hijo del emperador. Cuentan los historiadores que el joven príncipe no reía nunca.
Sin embargo, la persecución había cesado; y Saturnino podía reunir tranquilamente sus neófitos en la populosa ciudad tolosana, enfrente del oráculo más venerado del paganismo. Su grey, pequeña al principio, aumentaba por la virtud de su palabra y por el prestigio de su virtud. La antigua Iglesia española decía de él en la misa del día: «Era probo en su oficio, ímprobo para el triunfo; predicó la fe con su boca, selló la predicación con su sangre; doctor en el altar, vencedor para el reino, levantó a la gloria a los que dirigió por el camino de la salud.»
Aquellos éxitos eran la exasperación de los sacerdotes paganos. Los ídolos no se atrevían ya a dar sus oráculos: Venus se ruborizaba ante la barba pontifical de Saturnino; el músico Apolo se olvidaba de su lira, y la corona de laurel bailaba sobre su cabeza; Pallas Athenea callaba y Hermes había perdido su celébrala elocuencia. Los adoradores disminuían, y las ofrendas—consecuencia inevitable y funesta—se hacían cada vez más escasas. El oficio de los flámines apenas daba ya para comer. Pero he aquí que se anuncia una buena noticia: un nuevo emperador acaba de ser aclamado por las legiones del Danubio. Es un príncipe excelente, comparable a los más ilustres de los antiguos, hombre íntegro, suave de carácter, de costumbres intachables, un verdadero héroe de Plutarco en medio de una sociedad que había perdido el entusiasmo por los gestos heroicos. Así pintan a Decio los historiadores paganos. Pero este héroe, un poco anacrónico, era, como Trajano, un convencido de la unidad romana. Espíritu recto, se preocupaba poco de los dioses del Olimpo, pero la antigua religión de Roma se confundía a sus ojos con la divinidad del Estado, y separarse de la una era rebelarse contra el otro. Consecuencia natural fue la declaración de una guerra feroz contra los cristianos, una guerra en que ponía la furia de un devoto y el frío fanatismo de un teorizante.
Tal es la noticia que se comentaba con fruición en los centros paganos de Toulouse. Al fin podían deshacerse de aquel hombre, cuya osadía llegaba hasta reunir a sus discípulos enfrente del capitolio municipal. Espiaron sus pasos, fanatizaron a las turbas, y un día, cuando Saturnino salía de confortar y preparar a los suyos a recibir la tempestad que se echaba encima, un tropel de paganos se arrojó sobre él, y, sin saber cómo, se encontró delante de la estatua de Júpiter. Invitado a quemar incienso, rehusó con indignación, dispuesto a sufrir cualquier suplicio. Los paganos imaginaron uno, con que sin duda había de divertirse el populacho: le ataron a la cola de un toro que tenían preparado para el sacrificio, y, acosado por los gritos y los golpes, el pobre animal echó a correr, enrojeciendo la escalinata del templo con la sangre del obispo. Así murió el fundador de la Iglesia de Toulouse.
La leyenda es bella, pero no deja de serlo también la historia. Si no fue uno de los setenta y dos obreros evangélicos, fue el creador de una Iglesia ilustre, donde echó la semilla de la santa palabra, semilla que regó con su sudor y fecundó con su sangre. Vive en una época de paz, en aquella primera mitad del siglo III, que es una de las épocas más activas de la propaganda cristiana. Por vez primera, un emperador toleraba la existencia de la Iglesia. Christianos esse passus est, se dice de Alejandro Severo. Es imposible ser cesar y ser cristiano, acababa de decir Tertuliano en Cartago; y al poco tiempo las legiones proclaman augusto a un discípulo de Cristo, Felipe el Árabe (243-250). En su vida privada, en el interior de su palacio, Felipe adora a Cristo, pero oficialmente es preciso disimular todavía, aunque la farsa llene de tristeza al hijo del emperador. Cuentan los historiadores que el joven príncipe no reía nunca.
Sin embargo, la persecución había cesado; y Saturnino podía reunir tranquilamente sus neófitos en la populosa ciudad tolosana, enfrente del oráculo más venerado del paganismo. Su grey, pequeña al principio, aumentaba por la virtud de su palabra y por el prestigio de su virtud. La antigua Iglesia española decía de él en la misa del día: «Era probo en su oficio, ímprobo para el triunfo; predicó la fe con su boca, selló la predicación con su sangre; doctor en el altar, vencedor para el reino, levantó a la gloria a los que dirigió por el camino de la salud.»
Aquellos éxitos eran la exasperación de los sacerdotes paganos. Los ídolos no se atrevían ya a dar sus oráculos: Venus se ruborizaba ante la barba pontifical de Saturnino; el músico Apolo se olvidaba de su lira, y la corona de laurel bailaba sobre su cabeza; Pallas Athenea callaba y Hermes había perdido su celébrala elocuencia. Los adoradores disminuían, y las ofrendas—consecuencia inevitable y funesta—se hacían cada vez más escasas. El oficio de los flámines apenas daba ya para comer. Pero he aquí que se anuncia una buena noticia: un nuevo emperador acaba de ser aclamado por las legiones del Danubio. Es un príncipe excelente, comparable a los más ilustres de los antiguos, hombre íntegro, suave de carácter, de costumbres intachables, un verdadero héroe de Plutarco en medio de una sociedad que había perdido el entusiasmo por los gestos heroicos. Así pintan a Decio los historiadores paganos. Pero este héroe, un poco anacrónico, era, como Trajano, un convencido de la unidad romana. Espíritu recto, se preocupaba poco de los dioses del Olimpo, pero la antigua religión de Roma se confundía a sus ojos con la divinidad del Estado, y separarse de la una era rebelarse contra el otro. Consecuencia natural fue la declaración de una guerra feroz contra los cristianos, una guerra en que ponía la furia de un devoto y el frío fanatismo de un teorizante.
Tal es la noticia que se comentaba con fruición en los centros paganos de Toulouse. Al fin podían deshacerse de aquel hombre, cuya osadía llegaba hasta reunir a sus discípulos enfrente del capitolio municipal. Espiaron sus pasos, fanatizaron a las turbas, y un día, cuando Saturnino salía de confortar y preparar a los suyos a recibir la tempestad que se echaba encima, un tropel de paganos se arrojó sobre él, y, sin saber cómo, se encontró delante de la estatua de Júpiter. Invitado a quemar incienso, rehusó con indignación, dispuesto a sufrir cualquier suplicio. Los paganos imaginaron uno, con que sin duda había de divertirse el populacho: le ataron a la cola de un toro que tenían preparado para el sacrificio, y, acosado por los gritos y los golpes, el pobre animal echó a correr, enrojeciendo la escalinata del templo con la sangre del obispo. Así murió el fundador de la Iglesia de Toulouse.
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