Beato Álvaro de Córdoba —como le llama vulgarmente el pueblo andaluz— o fr. Alvarus Zamorensis —como escriben los bularios y registros pontificios de súplicas— no debe ser confundido con Álvaro Paulo, alias Álvaro Cordobés, nacido de noble familia a principios del siglo IX en la Córdoba de los Omeyas, amigo entrañable de San Eulogio y Juan Hispalense, defensor de la fe católica y escritor de muchos quilates. El Beato Álvaro de Córdoba, dominico, vivió en tiempos quizá más difíciles que los de su homónimo: los tiempos de la Claustra del Cisma de Occidente.
La semblanza de este hombre excepcional hay que trazarla a través de su obra, porque en ella cristalizó lo más puro de su alma grande y, en cierto modo, también buena parte de lo que su tiempo encierra de afán de trascender y superar una situación cristiana y religiosa que motivó una de las más graves crisis del catolicismo. Esa obra se llama Escalaceli. ¿Un nombre poético? ¿Un símbolo? Eso y mucho más. Encarnación de un sueño de reforma auténtica, Escalaceli, a siete kilómetros de Córdoba, en las estribaciones de Sierra Morena, no muy lejos de las ermitas, es la obra del Beato Álvaro. Una obra que hay que valorar en sus tres características: primero, como cuna de la reforma de la vida dominicana a raíz de aquel funesto bache de la Claustra, provocado por la tristemente famosa peste negra y acentuado por el Cisma de Occidente; segundo, porque en Escalaceli se levantó, según parece, el primer Vía crucis de Europa, y tercero, porque ese rincón de la Sierra Morena ha sido la fuente inexhausta donde Andalucía bebió su entrañable devoción a la pasión de Cristo.
El Beato Álvaro de Córdoba es una figura señera, vibrante de inquietud y de dinamismo paulino. Maestro por la universidad de Salamanca, pasó sus mejores años en la paz de los claustros y de las aulas, pero, al nacer el siglo XV, abandonó la cátedra aguijoneado por la urgencia del apostolado y recorrió las ciudades y los asendereados caminos de España, de Provenza, de Saboya, de Italia... atareado en la siembra de la palabra divina; buena falta hacía entonces esta labor, pues el campo de la fe era barbecho en el que germinaba la cizaña del desconcierto, de la corrupción de costumbres, de la holganza infecunda, mientras los pastores y los sembradores disputaban por la solución de un drama terrible: en la Iglesia llegó a haber tres tiaras al mismo tiempo, todas tres con ínfulas de legitimidad. El Beato Álvaro de Córdoba predica, pero también observa; reza, pero sin cerrar los ojos a la cristiandad lancinada; paladín de la unidad, anhela la solución del largo conflicto; hay mar revuelto incluso en las Ordenes religiosas; la peste negra, que devastó a media Europa dejó los conventos casi vacíos, y después se fueron poblando de hombres sin tensión espiritual. La crisis se agravó con el cisma, cuyo resultado más calamitoso fue la escisión de la unidad católica. Mientras unos reinos reconocían como legítimo Papa al que residía en Avignon, otros se mostraban adictos al que estaba en Roma; para empeorar las cosas, algunos cardenales se reunieron en Pisa y eligieron un tercer Papa. La algidez del problema se puso así al rojo vivo. De todas partes apremiaban a los tres Papas a renunciar a sus supuestos o legítimos derechos en bien de la Iglesia; un concilio acabaría con ese estado de confusión eligiendo un Papa único, previa la renuncia de los otros tres.
Por otra parte, los religiosos se esforzaban también en reducir a los cauces tradicionales sus propios institutos. Gracias a Dios, en medio de la desolación, abundaban los hombres de buena voluntad y de gran sabiduría. Sólo la Orden de Predicadores ofrece en esa época un magnífico santoral, casi todos ellos trabajadores incansables de la restauración de la Iglesia bajo un solo Pastor, dechados del espíritu genuino que debía animar la vida monástica de su Instituto, luchadores por la paz y la unidad en el recinto de los conventos: San Vicente Ferrer († 1419), San Antonino de Florencia († 1459), Beato Juan Dominici († 1419), Beato Álvaro de Córdoba († 1430), Beato Andrés Abelloni († 1450), etc. La relajación sesteaba a la sombra de la división. Si en la Iglesia había tres tiaras, la orden de Santo Domingo tenía tres jerarcas, uno para cada sector de obediencia a un Pontífice. La reforma se fue llevando a cabo poco a poco, con un temple admirable de prudencia, pese a los altibajos inevitables; por eso no se resquebrajó la unidad de la Orden como iba a acontecer en otros institutos religiosos. El Beato Raimundo de Capua, confesor y biógrafo de Santa Catalina de Siena, es la figura más representativa de esa reforma. La idea clave que preside su empeño es sustraer a los observantes de la jurisdicción del provincial; un vicario general se encargará de regir los conventos reformados; a la muerte de Raimundo de Capua —5 octubre 1399— le sucede en el generalato de la Orden Tomás de Fermo, que emprendió un camino distinto. El sucesor del espíritu del capuano es fray Juan Dominici, fundador del convento de Fiésole, que dio el hábito a Antonio Pierozzi, más tarde San Antonino de Florencia. El convento de Fiésole, en un paisaje vencido por la ternura, vio cómo dos años después de su fundación, en 1407, llamaban a la puerta los jóvenes Benedetto y Guidolino, hermanos y artistas. Son de Vicchio, cerca de Mugello, donde vio la luz el Giotto. Guidolino tomó, con el hábito, el nombre de Fra Giovanni de Fiésole, pero la posteridad se lo cambiará por otro aún más bello: Fra Angélico.
Después de la coronación de Alejandro V en Pisa, 7 de junio de 1409, la situación de la Iglesia y, en consecuencia, la situación de la Orden de Predicadores se hizo más dramática; los dominicos quedaron divididos, como la cristiandad entera, en tres secciones: parte —los adictos a Benedicto XIII— bajo el régimen de Juan de Puinoix; parte —los entusiastas del concilio de Pisa y de su papa Alejandro V— a las órdenes de Tomás de Fermo; parte, en fin, fieles a Gregorio XII congregándose en torno a Juan Dominici. El drama se agravó enormemente. Los conventuales de Fiésole, por citar un ejemplo, reciben el imperativo de Fermo para que se adhieran a Alejandro V y nieguen la obediencia a Gregorio XII. La disyuntiva era agobiante. Pero aquel puñado de auténticos religiosos optó por la huida, porque la voz de la conciencia era más fuerte que la autoridad de Fermo. Y una noche, a la luz de la luna, cruzaron la verde campiña toscana rumbo a Foligno, orando y llorando. Entre los fugitivos van artistas y santos. Algunos nos son ya conocidos. San Antonino, Fra Angélico...
En 1414 Dati sucede a Fermo; el drama se orientó, bajo su mandato, hacia la solución anhelada. Asistió al concilio de Constanza, en el que fue elegido único Papa Martín V el 11 de noviembre de 1417, y reinstauró el método de reforma esbozado por Capua, cuyo representante era Juan Dominici, cardenal y luego legado de Martín V.
El Beato Álvaro de Córdoba ha vivido intensamente esos días del plural cisma, le ha dolido el alma como a buen religioso, ha mirado con simpatía los esfuerzos de los reformistas italianos durante los días que estuvo predicando en Lombardía, a su ida y a su regreso del viaje a Tierra Santa —del que hablaremos pronto—. Fray Álvaro de Córdoba va a ser el maestro y el peón de la reforma en España. Esta empresa suya puede analizarse desde un doble ángulo de vista: primero, en lo que tiene de común con la reforma de los dominicos italianos; segundo, en lo que presenta de fisonomía propia. En el primer plano, se advierte que conoce bien el patrón de la reforma patrocinada por Raimundo de Capua y llevada adelante por Juan Dominici; en el segundo aspecto, es peculiar el tacto con que la realiza, huyendo de la lucha imprudente. En una ocasión se había acudido en Palermo a plantar un convento reformado frente por frente de otro no reformado. Casi como un reto. Fray Álvaro de Córdoba limó todo posible encono de las relaciones fraternas.
A su regreso a España es elegido confesor de la reina Catalina de Lancáster y de su hijo Juan II. Iluminado ya de unidad y esperanza el panorama de la Iglesia, fray Alvaro dice adiós a la corte. Su ideal es la reforma. El rey don Juan —el padre de Isabel la Católica— y su esposa doña María, hija del rey de Aragón don Fernando de Antequera, lo quieren como se quiere a los varones de Dios. Es un hombre virtuoso, maduro, emprendedor. No hay que cortarle la marcha. Expone sus planes y los apoyan con una crecida limosna. Fray Álvaro va a Córdoba y, en mitad de la Sierra Morena, funda a Escalaceli como una lanza erguida de reconquista espiritual. Es la conclusión de todas sus experiencias y la puesta en marcha de un sueño fecundo. Ha trabajado incansablemente en la Corte de Castilla por la unidad de la Iglesia; en la Corte de Aragón otro dominico batalla por la misma causa: fray Vicente Ferrer.
El prestigio de fray Álvaro en la corte es extraordinario. A sus ruegos, el rey don Juan escribe a Martín V solicitando la fundación en sus reinos de media docena de conventos observantes. El 5 de febrero de 1418 Martín V expide dos breves: en uno decreta la división de la provincia de Castilla en tres —las otras dos serán la de Galicia y la de Aragón— para que puedan ser reformadas con más facilidad; en el otro accede complacido a la súplica de que se funden seis conventos reformados, autorización necesaria, pues Bonifacio VIII había prohibido a las Ordenes mendicantes hacer nuevas fundaciones sin licencia de la Santa Sede; por otra parte, el capítulo general que la Orden celebra en Metz, 1421, exige que en cada provincia haya al menos un convento de observancia. Fray Álvaro, a quien acompaña fray Rodrigo de Valencia, compra la Torre Berlanga, en la sierra cordobesa, el 13 de Junio de 1423 y allí funda el primer convento reformado de su Orden en España; el breve de Martín V no ha sido letra muerta; pero, además, el paraje elegido, con sus olivares y sus torrenteras, tiene un encanto cautivador para fray Álvaro: recuerda la topografía de Jerusalén, tan pegada al alma del dominico desde los días de su peregrinación a los Santos Lugares. La vieja torre moruna fue rebautizada con un nombre bello: Santo Domingo de Escalaceli. Religiosos de espíritu austero, reclutados en diversos conventos, forman la nueva comunidad. Son ocho en total, amén del fundador: fray Juan de Valenzuela, fray Rodrigo de Valencia, fray Pedro Morales, fray Juan de Mesta, fray Juan de Aguilar, fray Bernabé de la Parra, fray Miguel de Paredes y fray Juan de San Pedro. Un mes más tarde el convento otorga públicos poderes a Pedro Sánchez de Sevilla y a Alfonso García para que reciban lismosnas para la construcción de un convento amplio y digno. Los gastos consumieron el donativo del rey, las limosnas de los cordobeses; los obreros se negaron a seguir trabajando. Fray Álvaro pasa la noche en oración y disciplinas. Dios oye su oración. Según refieren los testigos del proceso de su culto inmemorial, vinieron los ángeles y descargaron de sus carros aéreos el material que era menester. Por la mañana los obreros reanudaron, gozosos y asombrados, la obra, mientras el alba sonreía por los picos de Sierra Morena. Así se construyó, sobre roca viva, sobre penitentes oraciones, Santo Domingo de Escalaceli, primer convento reformado de la Orden en España.
Pero fray Álvaro, medidor de dificultades, solucionador a lo divino de problemas humanos, hombre prevenido —que siempre vale por dos, y aun por cien—, buscó apoyo en la corte y, por medio de ésta, en Roma. Había que ahuyentar el peligro de que el primer convento reformado naufragase por oposición o por otras causas. Necesitaba, en una palabra, cierta autonomía o independencia con relación a los no reformados. Con este fin, la reina María escribió a Martín V pidiéndole la institución de un vicario general de todos los conventos que abracen la reforma. Martín V expide el suplicado breve el día 4 de enero de 1427. Fray Álvaro, "profesor de teología, quien con licencia de la Santa Sede ha construido recientemente" un convento en Escalaceli, donde reina la más estricta observancia, es nombrado de por vida —quoad vixerit—prior mayor de todos los conventos reformados.
La semblanza de este hombre excepcional hay que trazarla a través de su obra, porque en ella cristalizó lo más puro de su alma grande y, en cierto modo, también buena parte de lo que su tiempo encierra de afán de trascender y superar una situación cristiana y religiosa que motivó una de las más graves crisis del catolicismo. Esa obra se llama Escalaceli. ¿Un nombre poético? ¿Un símbolo? Eso y mucho más. Encarnación de un sueño de reforma auténtica, Escalaceli, a siete kilómetros de Córdoba, en las estribaciones de Sierra Morena, no muy lejos de las ermitas, es la obra del Beato Álvaro. Una obra que hay que valorar en sus tres características: primero, como cuna de la reforma de la vida dominicana a raíz de aquel funesto bache de la Claustra, provocado por la tristemente famosa peste negra y acentuado por el Cisma de Occidente; segundo, porque en Escalaceli se levantó, según parece, el primer Vía crucis de Europa, y tercero, porque ese rincón de la Sierra Morena ha sido la fuente inexhausta donde Andalucía bebió su entrañable devoción a la pasión de Cristo.
El Beato Álvaro de Córdoba es una figura señera, vibrante de inquietud y de dinamismo paulino. Maestro por la universidad de Salamanca, pasó sus mejores años en la paz de los claustros y de las aulas, pero, al nacer el siglo XV, abandonó la cátedra aguijoneado por la urgencia del apostolado y recorrió las ciudades y los asendereados caminos de España, de Provenza, de Saboya, de Italia... atareado en la siembra de la palabra divina; buena falta hacía entonces esta labor, pues el campo de la fe era barbecho en el que germinaba la cizaña del desconcierto, de la corrupción de costumbres, de la holganza infecunda, mientras los pastores y los sembradores disputaban por la solución de un drama terrible: en la Iglesia llegó a haber tres tiaras al mismo tiempo, todas tres con ínfulas de legitimidad. El Beato Álvaro de Córdoba predica, pero también observa; reza, pero sin cerrar los ojos a la cristiandad lancinada; paladín de la unidad, anhela la solución del largo conflicto; hay mar revuelto incluso en las Ordenes religiosas; la peste negra, que devastó a media Europa dejó los conventos casi vacíos, y después se fueron poblando de hombres sin tensión espiritual. La crisis se agravó con el cisma, cuyo resultado más calamitoso fue la escisión de la unidad católica. Mientras unos reinos reconocían como legítimo Papa al que residía en Avignon, otros se mostraban adictos al que estaba en Roma; para empeorar las cosas, algunos cardenales se reunieron en Pisa y eligieron un tercer Papa. La algidez del problema se puso así al rojo vivo. De todas partes apremiaban a los tres Papas a renunciar a sus supuestos o legítimos derechos en bien de la Iglesia; un concilio acabaría con ese estado de confusión eligiendo un Papa único, previa la renuncia de los otros tres.
Por otra parte, los religiosos se esforzaban también en reducir a los cauces tradicionales sus propios institutos. Gracias a Dios, en medio de la desolación, abundaban los hombres de buena voluntad y de gran sabiduría. Sólo la Orden de Predicadores ofrece en esa época un magnífico santoral, casi todos ellos trabajadores incansables de la restauración de la Iglesia bajo un solo Pastor, dechados del espíritu genuino que debía animar la vida monástica de su Instituto, luchadores por la paz y la unidad en el recinto de los conventos: San Vicente Ferrer († 1419), San Antonino de Florencia († 1459), Beato Juan Dominici († 1419), Beato Álvaro de Córdoba († 1430), Beato Andrés Abelloni († 1450), etc. La relajación sesteaba a la sombra de la división. Si en la Iglesia había tres tiaras, la orden de Santo Domingo tenía tres jerarcas, uno para cada sector de obediencia a un Pontífice. La reforma se fue llevando a cabo poco a poco, con un temple admirable de prudencia, pese a los altibajos inevitables; por eso no se resquebrajó la unidad de la Orden como iba a acontecer en otros institutos religiosos. El Beato Raimundo de Capua, confesor y biógrafo de Santa Catalina de Siena, es la figura más representativa de esa reforma. La idea clave que preside su empeño es sustraer a los observantes de la jurisdicción del provincial; un vicario general se encargará de regir los conventos reformados; a la muerte de Raimundo de Capua —5 octubre 1399— le sucede en el generalato de la Orden Tomás de Fermo, que emprendió un camino distinto. El sucesor del espíritu del capuano es fray Juan Dominici, fundador del convento de Fiésole, que dio el hábito a Antonio Pierozzi, más tarde San Antonino de Florencia. El convento de Fiésole, en un paisaje vencido por la ternura, vio cómo dos años después de su fundación, en 1407, llamaban a la puerta los jóvenes Benedetto y Guidolino, hermanos y artistas. Son de Vicchio, cerca de Mugello, donde vio la luz el Giotto. Guidolino tomó, con el hábito, el nombre de Fra Giovanni de Fiésole, pero la posteridad se lo cambiará por otro aún más bello: Fra Angélico.
Después de la coronación de Alejandro V en Pisa, 7 de junio de 1409, la situación de la Iglesia y, en consecuencia, la situación de la Orden de Predicadores se hizo más dramática; los dominicos quedaron divididos, como la cristiandad entera, en tres secciones: parte —los adictos a Benedicto XIII— bajo el régimen de Juan de Puinoix; parte —los entusiastas del concilio de Pisa y de su papa Alejandro V— a las órdenes de Tomás de Fermo; parte, en fin, fieles a Gregorio XII congregándose en torno a Juan Dominici. El drama se agravó enormemente. Los conventuales de Fiésole, por citar un ejemplo, reciben el imperativo de Fermo para que se adhieran a Alejandro V y nieguen la obediencia a Gregorio XII. La disyuntiva era agobiante. Pero aquel puñado de auténticos religiosos optó por la huida, porque la voz de la conciencia era más fuerte que la autoridad de Fermo. Y una noche, a la luz de la luna, cruzaron la verde campiña toscana rumbo a Foligno, orando y llorando. Entre los fugitivos van artistas y santos. Algunos nos son ya conocidos. San Antonino, Fra Angélico...
En 1414 Dati sucede a Fermo; el drama se orientó, bajo su mandato, hacia la solución anhelada. Asistió al concilio de Constanza, en el que fue elegido único Papa Martín V el 11 de noviembre de 1417, y reinstauró el método de reforma esbozado por Capua, cuyo representante era Juan Dominici, cardenal y luego legado de Martín V.
El Beato Álvaro de Córdoba ha vivido intensamente esos días del plural cisma, le ha dolido el alma como a buen religioso, ha mirado con simpatía los esfuerzos de los reformistas italianos durante los días que estuvo predicando en Lombardía, a su ida y a su regreso del viaje a Tierra Santa —del que hablaremos pronto—. Fray Álvaro de Córdoba va a ser el maestro y el peón de la reforma en España. Esta empresa suya puede analizarse desde un doble ángulo de vista: primero, en lo que tiene de común con la reforma de los dominicos italianos; segundo, en lo que presenta de fisonomía propia. En el primer plano, se advierte que conoce bien el patrón de la reforma patrocinada por Raimundo de Capua y llevada adelante por Juan Dominici; en el segundo aspecto, es peculiar el tacto con que la realiza, huyendo de la lucha imprudente. En una ocasión se había acudido en Palermo a plantar un convento reformado frente por frente de otro no reformado. Casi como un reto. Fray Álvaro de Córdoba limó todo posible encono de las relaciones fraternas.
A su regreso a España es elegido confesor de la reina Catalina de Lancáster y de su hijo Juan II. Iluminado ya de unidad y esperanza el panorama de la Iglesia, fray Alvaro dice adiós a la corte. Su ideal es la reforma. El rey don Juan —el padre de Isabel la Católica— y su esposa doña María, hija del rey de Aragón don Fernando de Antequera, lo quieren como se quiere a los varones de Dios. Es un hombre virtuoso, maduro, emprendedor. No hay que cortarle la marcha. Expone sus planes y los apoyan con una crecida limosna. Fray Álvaro va a Córdoba y, en mitad de la Sierra Morena, funda a Escalaceli como una lanza erguida de reconquista espiritual. Es la conclusión de todas sus experiencias y la puesta en marcha de un sueño fecundo. Ha trabajado incansablemente en la Corte de Castilla por la unidad de la Iglesia; en la Corte de Aragón otro dominico batalla por la misma causa: fray Vicente Ferrer.
El prestigio de fray Álvaro en la corte es extraordinario. A sus ruegos, el rey don Juan escribe a Martín V solicitando la fundación en sus reinos de media docena de conventos observantes. El 5 de febrero de 1418 Martín V expide dos breves: en uno decreta la división de la provincia de Castilla en tres —las otras dos serán la de Galicia y la de Aragón— para que puedan ser reformadas con más facilidad; en el otro accede complacido a la súplica de que se funden seis conventos reformados, autorización necesaria, pues Bonifacio VIII había prohibido a las Ordenes mendicantes hacer nuevas fundaciones sin licencia de la Santa Sede; por otra parte, el capítulo general que la Orden celebra en Metz, 1421, exige que en cada provincia haya al menos un convento de observancia. Fray Álvaro, a quien acompaña fray Rodrigo de Valencia, compra la Torre Berlanga, en la sierra cordobesa, el 13 de Junio de 1423 y allí funda el primer convento reformado de su Orden en España; el breve de Martín V no ha sido letra muerta; pero, además, el paraje elegido, con sus olivares y sus torrenteras, tiene un encanto cautivador para fray Álvaro: recuerda la topografía de Jerusalén, tan pegada al alma del dominico desde los días de su peregrinación a los Santos Lugares. La vieja torre moruna fue rebautizada con un nombre bello: Santo Domingo de Escalaceli. Religiosos de espíritu austero, reclutados en diversos conventos, forman la nueva comunidad. Son ocho en total, amén del fundador: fray Juan de Valenzuela, fray Rodrigo de Valencia, fray Pedro Morales, fray Juan de Mesta, fray Juan de Aguilar, fray Bernabé de la Parra, fray Miguel de Paredes y fray Juan de San Pedro. Un mes más tarde el convento otorga públicos poderes a Pedro Sánchez de Sevilla y a Alfonso García para que reciban lismosnas para la construcción de un convento amplio y digno. Los gastos consumieron el donativo del rey, las limosnas de los cordobeses; los obreros se negaron a seguir trabajando. Fray Álvaro pasa la noche en oración y disciplinas. Dios oye su oración. Según refieren los testigos del proceso de su culto inmemorial, vinieron los ángeles y descargaron de sus carros aéreos el material que era menester. Por la mañana los obreros reanudaron, gozosos y asombrados, la obra, mientras el alba sonreía por los picos de Sierra Morena. Así se construyó, sobre roca viva, sobre penitentes oraciones, Santo Domingo de Escalaceli, primer convento reformado de la Orden en España.
Pero fray Álvaro, medidor de dificultades, solucionador a lo divino de problemas humanos, hombre prevenido —que siempre vale por dos, y aun por cien—, buscó apoyo en la corte y, por medio de ésta, en Roma. Había que ahuyentar el peligro de que el primer convento reformado naufragase por oposición o por otras causas. Necesitaba, en una palabra, cierta autonomía o independencia con relación a los no reformados. Con este fin, la reina María escribió a Martín V pidiéndole la institución de un vicario general de todos los conventos que abracen la reforma. Martín V expide el suplicado breve el día 4 de enero de 1427. Fray Álvaro, "profesor de teología, quien con licencia de la Santa Sede ha construido recientemente" un convento en Escalaceli, donde reina la más estricta observancia, es nombrado de por vida —quoad vixerit—prior mayor de todos los conventos reformados.
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