San Luis, rey de Francia, es, ante todo, un Santo cuya figura angélica impresionaba a todos con sólo su presencia. Vive en una época de grandes heroísmos cristianos, que él supo aprovechar en medio de los esplendores de la corte para ser un dechado perfecto de todas las virtudes. Nace en Poissy el 25 de abril de 1214, y a los doce, años, a la muerte de su padre, Luis VIII, es coronado rey de los franceses bajo la regencia de su madre, la española Doña Blanca de Castilla. Ejemplo raro de dos hermanas, Doña Blanca y Doña Berenguela, que supieron dar sus hijos más que para reyes de la tierra, para santos y fieles discípulos del Señor. Las madres, las dos princesas hijas del rey Alfonso VIII de Castilla, y los hijos, los santos reyes San Luis y San Fernando.
En medio de las dificultades de la regencia supo Doña Blanca infundir en el tierno infante los ideales de una vida pura e inmaculada. No olvida el inculcarle los deberes propios del oficio que había de desempeñar más tarde, pero ante todo va haciendo crecer en su alma un anhelo constante de servicio, divino, de una sensible piedad cristiana y de un profundo desprecio a todo aquello que pudiera suponer en él el menor atisbo de pecado. "Hijo —le venía diciendo constantemente—, prefiero verte muerto antes que en desgracia de Dios por el pecado mortal.
Es fácil entender la vida que llevaría aquel santo joven ante los ejemplos de una tan buena y tan delicada madre. Tanto más si consideramos la época difícil en que a ambos les tocaba vivir, en medio de una nobleza y de unas cortes que venían a convertirse no pocas veces en hervideros de los más desenfrenados, rebosantes de turbulencias y de tropelías. Contra éstas tuvo que luchar denodadamente Doña Blanca, y, cuando el reino había alcanzado ya un poco de tranquilidad, hace que declaren mayor de edad a su hijo, el futuro Luis IX, el 5 de abril de 1234. Ya rey, no se separa San Luis de la sabia mirada de su madre, a la que tiene siempre a su lado para tomar las decisiones más importantes. En este mismo año, y por su consejo, se une en matrimonio con la virtuosa Margarita, hija de Ramón Berenguer, conde de Provenza. Ella sería la compañera de su reinado y le ayudaría también a ir subiendo poco a poco los peldaños de la santidad.
En lo humano, el reinado de San Luis se tiene como uno de los más ejemplares y completos de la historia. Su obra favorita, las Cruzadas, son una muestra de su ideal de caballero cristiano, llevado hasta las últimas consecuencias del sacrificio y de la abnegación. Por otra parte, tanto en su política interior como en la exterior San Luis ajustó su conducta a las normas más estrictas de la moral cristiana. Tenía la noción de que el gobierno es más un deber que un derecho; de aquí que todas sus actividades obedecieran solamente a esta idea: el hacer el bien buscando en todo la felicidad de sus súbditos.
Desde el principio de su reinado San Luis lucha para que haya paz entre todos, pueblos y nobleza. Todos los días administra justicia personalmente, atendiendo las quejas de los oprimidos y desamparados. Desde 1247 comisiones especiales fueron encargadas de recorrer el país con objeto de enterarse de las más pequeñas diferencias. Como resultado de tales informaciones fueron las grandes ordenanzas de 1254, que establecieron un compendio de obligaciones para todos los súbditos del reino.
El reflejo de estas ideas, tanto en Francia como en los países vecinos, dio a San Luis fama de bueno y justiciero, y a él recurrían a veces en demanda de ayuda y de consejo. Con sus nobles se muestra decidido para arrancar de una vez la perturbación que sembraban por los pueblos y ciudades. En 1240 estalló la última rebelión feudal a cuenta de Hugo de Lusignan y de Raimundo de Tolosa, a los que se sumó el rey Enrique III de Inglaterra. San Luis combate contra ellos y derrota a los ingleses en Saintes (22 de julio de 1242). Cuando llegó la hora de dictar condiciones de paz el vencedor desplegó su caridad y misericordia. Hugo de Lusignan y Raimundo de Tolosa fueron perdonados, dejándoles en sus privilegios y posesiones. Si esto hizo con los suyos, aún extremó más su generosidad con los ingleses: el tratado de París de 1259 entregó a Enrique III nuevos feudos de Cahors y Périguetix, a fin de que en adelante el agradecimiento garantizara mejor la paz entre los dos Estados.
Padre de su pueblo y sembrador de paz y de justicia, serán los títulos que más han de brillar en la corona humana de San Luis, rey. Exquisito en su trato, éste lo extiende, sobre todo, en sus relaciones con el Papa y con la Iglesia. Cuando por Europa arreciaba la lucha entre el emperador Federico II y el Papa por causa de las investiduras y regalías, San Luis asume el papel de mediador, defendiendo en las situaciones más difíciles a la Iglesia. En su reino apoya siempre sus intereses, aunque a veces ha de intervenir contra los abusos a que se entregaban algunos clérigos, coordinando de este modo los derechos que como rey tenía sobre su pueblo con los deberes de fiel cristiano, devoto de la Silla de San Pedro y de la jerarquía. Para hacer más eficaz el progreso de la religión en sus Estados se dedica a proteger las iglesias y los sacerdotes. Lucha denodadamente contra los blasfemos y perjuros, y hace por que desaparezca la herejía entre los fieles, para lo que implanta la Inquisición romana, favoreciéndola con sus leyes y decisiones.
Personalmente da un gran ejemplo de piedad y devoción ante su pueblo en las fiestas y ceremonias religiosas. En este sentido fueron muy celebradas las grandes solemnidades que llevó a cabo, en ocasión de recibir en su palacio la corona de espinas, que con su propio dinero había desempeñado del poder de los venecianos, que de este modo la habían conseguido del empobrecido emperador del Imperio griego, Balduino II. En 1238 la hace llevar con toda pompa a París y construye para ella, en su propio palacio, una esplendorosa capilla, que de entonces tomó el nombre de Capilla Santa, a la que fue adornando después con una serie de valiosas reliquias entre las que sobresalen una buena porción del santo madero de la cruz y el hierro de la lanza con que fue atravesado el costado del Señor.
A todo ello añadía nuestro Santo una vida admirable de penitencia y de sacrificios. Tenía una predilección especial para los pobres y desamparados, a quienes sentaba muchas veces a su mesa, les daba él mismo la comida y les lavaba con frecuencia los pies, a semejanza del Maestro. Por su cuenta recorre los hospitales y reparte limosnas, se viste de cilicio y castiga su cuerpo con duros cilicios y disciplinas. Se pasa grandes ratos en la oración, y en este espíritu, como antes hiciera con él su madre, Doña Blanca, va educando también a sus hijos, cumpliendo de modo admirable sus deberes de padre, de rey y de cristiano.
Sólo le quedaba a San Luis testimoniar de un modo público y solemne el grande amor que tenía para con nuestro Señor, y esto le impulsa a alistarse en una de aquellas Cruzadas, llenas de fe y de heroísmo, donde los cristianos de entonces iban a luchar por su Dios contra sus enemigos, con ocasión de rescatar los Santos Lugares de Jerusalén. A San Luis le cabe la gloria de haber dirigido las dos últimas Cruzadas en unos años en que ya había decaído mucho el sentido noble de estas empresas, y que él vigoriza de nuevo dándoles el sello primitivo de la cruz y del sacrificio.
En un tiempo en que estaban muy apurados los cristianos del Oriente el papa Inocencio IV tuvo la suerte de ver en Francia al mejor de los reyes, en quien podía confiar para organizar en su socorro una nueva empresa. San Luis, que tenía pena de no amar bastante a Cristo crucificado y de no sufrir bastante por El, se muestra cuando le llega la hora, como un magnífico soldado de su causa. Desde este momento va a vivir siempre con la vista clavada en el Santo Sepulcro, y morirá murmurando: "Jerusalén".
En cuanto a los anteriores esfuerzos para rescatar los Santos Lugares, había fracasado, o poco menos, la Cruzada de Teobaldo IV, conde de Champagne y rey de Navarra, emprendida en 1239-1240. Tampoco la de Ricardo de Cornuailles, en 1240-1241, había obtenido otra cosa que la liberación de algunos centenares de prisioneros.
Ante la invasión de los mogoles, unos 10.000 kharezmitas vinieron a ponerse al servicio del sultán de Egipto y en septiembre de 1244 arrebataron. La ciudad de Jerusalén a los cristianos. Conmovido el papa Inocencio IV, exhortó a los reyes y pueblos en el concilio de Lyón a tomar la cruz, pero sólo el monarca francés escuchó la voz del Vicario de Cristo.
Luis IX, lleno de fe, se entrevista con el Papa en Cluny (noviembre de 1245) y, mientras Inocencio IV envía embajadas de paz a los tártaros mogoles, el rey apresta una buena flota contra los turcos. El 12 de junio de 1248 sale de París para embarcarse en Marsella. Le siguen sus tres hermanos, Carlos de Anjou, Alfonso de Poitiers y Roberto de Artois, con el duque de Bretaña, el conde de Flandes y otros caballeros, obispos, etc. Su ejército lo componen 40.000 hombres y 2.800 caballos.
El 17 de septiembre los hallamos en Chipre, sitio de concentración de los cruzados. Allí pasan el invierno, pero pronto les atacan la peste y demás enfermedades. El 15 de mayo de 1249, con refuerzos traídos por el duque de Borgoña y por el conde de Salisbury, se dirigen hacia Egipto. "Con, el escudo al cuello —dice un cronista— y el yelmo a la cabeza, la lanza en el puño y el agua hasta el sobaco", San Luis, saltando de la nave, arremetió contra los sarracenos. Pronto era dueño de Damieta (7 de junio de 1249). El sultán propone la paz, pero el santo rey no se la concede, aconsejado de sus hermanos. En Damieta espera el ejército durante seis meses, mientras se les van uniendo nuevos refuerzos, y al fin, en vez de atacar a Alejandría, se decide a internarse más al interior para avanzar contra El Cairo. La vanguardia, mandada por el conde Roberto de Artois, se adelanta temerariamente por las calles de un pueblecillo llamado Mansurah, siendo aniquilada casi totalmente, muriendo allí mismo el hermano de San Luis (8 de febrero de 1250). El rey tuvo que reaccionar fuertemente y al fin logra vencer en duros encuentros a los infieles. Pero éstos se habían apoderado de los caminos y de los canales en el delta del Nilo, y cuando el ejército, atacado del escorbuto, del hambre y de las continuas incursiones del enemigo, decidió, por fin, retirarse otra vez a Damieta, se vio sorprendido por los sarracenos, que degollaron a muchísimos cristianos, cogiendo preso al mismo rey, a su hermano Carlos de Anjou, a Alfonso de Poitiers y a los principales caballeros (6 de abril).
Era la ocasión para mostrar el gran temple de alma de San Luis. En medio de su desgracia aparece ante todos con una serenidad admirable y una suprema resignación. Hasta sus mismos enemigos le admiran y no pueden menos de tratarle con deferencia. Obtenida poco después la libertad, que con harta pena para el Santo llevaba consigo la renuncia de Damieta, San Luis desembarca en San Juan de Acre con el resto de su ejército. Cuatro años se quedó en Palestina fortificando las últimas plazas cristianas y peregrinando con profunda piedad y devoción a los Santos Lugares de Nazaret, Monte Tabor y Caná, Sólo en 1254, cuando supo la muerte de su madre, Doña Blanca, se decidió a volver a Francia.
A su vuelta es recibido con amor y devoción por su pueblo. Sigue administrando justicia por si mismo, hace desaparecer los combates judiciarios, persigue el duelo y favorece cada vez más a la Iglesia. Sigue teniendo un interés especial por los religiosos, especialmente por los franciscanos y dominicos. Conversa con San Buenaventura y Santo Tomás de Aquino, visita los monasterios y no pocas veces hace en ellos oración, como un monje más de la casa.
Sin embargo, la idea de Jerusalén seguía permaneciendo viva en el corazón y en el ideal del Santo. Si no llegaba un nuevo refuerzo de Europa, pocas esperanzas les iban quedando ya a los cristianos del Oriente. Los mamelucos les molestaban amenazando con arrojarles de sus últimos reductos. Por si fuera poco, en 1261 había caído a su vez el Imperio Latino, que años antes fundaran los occidentales en Constantinopla. En Palestina dominaba entonces el feroz Bibars (la Pantera), mahometano fanático, que se propuso, acabar del todo con los cristianos. El papa Clemente IV instaba por una nueva Cruzada. Y de nuevo San Luis, ayudado esta vez por su hermano, el rey de Sicilia, Carlos de Anjou, el rey Teobaldo II de Navarra, por su otro hermano Roberto de Artois, sus tres hijos y gran compañía de nobles y prelados, se decide a luchar contra los infieles.
En esta ocasión, en vez de dirigirse directamente al Oriente, las naves hacen proa hacia Túnez, enfrente de las costas francesas. Tal vez obedeciera esto a ciertas noticias que habían llegado a oídos del Santo de parte de algunos misioneros de aquellas tierras. En un convento de dominicos de Túnez parece que éstos mantenían buenas relaciones con el sultán, el cual hizo saber a San Luis que estaba dispuesto a recibir la fe cristiana. El Santo llegó a confiarse de estas promesas, esperando encontrar con ello una ayuda valiosa para el avance que proyectaba hacer hacia Egipto y Palestina.
Pero todo iba a quedar en un lamentable engaño que iba a ser fatal para el ejército del rey. El 4 de julio de 1270 zarpó la flota de Aguas Muertas y el 17 se apoderaba San Luis de la antigua Cartago y de su castillo. Sólo entonces empezaron los ataques violentos de los sarracenos.
El mayor enemigo fue la peste, ocasionada por el calor, la putrefacción del agua y de los alimentos. Pronto empiezan a sucumbir los soldados y los nobles. El 3 de agosto muere el segundo hijo del rey, Juan Tristán, cuatro días más tarde el legado pontificio y el 25 del mismo mes la muerte arrebataba al mismo San Luis, que, como siempre, se había empeñado en cuidar por sí mismo a los apestados y moribundos. Tenía entonces cincuenta y seis años de edad y cuarenta de reinado.
Pocas horas más tarde arribaban las naves de Carlos de Anjou, que asumió la dirección de la empresa. El cuerpo del santo rey fue trasladado primeramente a Sicilia y después a Francia, para ser enterrado en el panteón de San Dionisio, de París. Desde este momento iba a servir de grande veneración y piedad para todo su pueblo. Unos años más tarde, el 11 de agosto de 1927, era solemnemente canonizado por Su Santidad el papa Bonifacio VIII.
La villa aragonesa de Peralta de la Sal fue la patria del Santo de los niños. La fecha natalicia que armoniza la más antigua versión con todos los datos del Epistolario Calasancio es la de 31 de julio de 1558, en los albores del reinado de Felipe II.
Cinco hermanas y dos hermanos eran los vástagos del matrimonio Calasanz-Gastón, formado en la herrería peralteña por don Pedro, baile de la villa, segundón de familia infanzona venida a menos, y doña María, madre ejemplar que educó cristianamente a todos sus hijos, muy en especial a José, su benjamín, al que inculcó una tierna devoción a la Virgen y un agresivo odio al pecado. El maestro de la escuela rural, para descansar de la monotonía del deletreo, tomaba al pequeño, subíale sobre su cátedra y hacíale recitar ante sus condiscípulos los milagros de Nuestra Señora, tal como se los enseñaba en casa su madre. De mayor interés psicológico había sido aún antes, cuando apenas frisaba en los cinco años, el rasgo de su primera escapada por los olivares del contorno, cuchillo, en mano, para matar al demonio, que las pláticas maternales le pintaban cómo a su más encarnizado enemigo.
A los diez años pasa a Estadilla a cursar latines, y jamás empieza las clases sin haber hecho antes su oración en la iglesia, a despecho de las burlas de sus compañeros, que acaban por admirarle, llamándole "el Santet" en su ribagorzano-catalán.
Los estudios superiores de filosofía y teología, preparación inmediata para el sacerdocio a que aspiraba, los comenzó en la universidad de Lérida, donde los estudiantes aragoneses le eligieron su prior o representante para la votación de rector, cargo que había de desempeñar un estudiante legista, en régimen harto democrático. Condiscípulo hubo, un tal Mateo García, que llamaba a José su verdadero espíritu santo, pues él le inspiraba la manera de salir con bien de las frecuentes reyertas en que le metía su carácter pendenciero. Recibióse allí nuestro pacífico Calasanz de bachiller en artes, se tonsuró de clérigo, cursó dos años de teología y se volvió a Peralta en 1577, dispuesto a cambiar de universidad, en busca de menos disturbios escolares y más disciplina académica,
Marchó, efectivamente, a la de Valencia, dentro siempre de la corona de Aragón, y regentada entonces con mano enérgica por el patriarca Juan de Ribera; pero aquí le acechaba el Tentador, dispuesto a truncar aquella carrera sacerdotal tan decidida. Para ayuda de costas de sus estudios el joven teólogo, que estaba en la florida edad de sus veintiuno, entró de memorialista y tenedor de libros al servicio de una dama que le remuneraba con buen sueldo, pero en cuyo pecho el enemigo de toda castidad acertó a encender tan secreta cuanto viva llama de pasión. Contenida al principio, estalla al fin, tumultuosa y vehemente, aturdiendo al sorprendido e inocente joven, que reacciona inmediato eludiendo el lance con la fuga, no ya de la casa, sino de la ciudad y de la universidad misma, sin atención a sueldo y matrícula, que pierde, ni a carrera, que arriesga, pero con logro de una inocencia que mantiene inmaculada por gracia de Dios y su Santísima Madre.
El súbito retorno a Peralta le enfrenta con nuevo peligro para su vocación. La Ribagorza arde en inquietudes de carácter político-social que ocasionan la muerte violenta de Pedro Calasanz, el hermano mayor de nuestro joven teólogo. El padre quiere ahora que José contraiga matrimonio y herede el mayorazgo. En tan difícil situación Dios acude con el remedio de una grave enfermedad que pone al propio José al borde del sepulcro. No hay opción ante el dilema de muerte o altar, que el enfermo propone al atribulado padre. Y, obtenido el paterno consentimiento, emite voto formal de recepción oportuna del sacerdocio, cede inmediatamente la enfermedad, y se retira a Barbastro el restablecido estudiante a proseguir su carrera tres años más, hasta cumplir los veinticinco y recibir las sagradas órdenes.
El novel sacerdote continúa junto al obispo de Barbastro, el dominico Urríes; pero se le muere al año y medio, dejándole sin patrono. Retírase a su beneficio de San Esteban y coincide allí la celebración de las Cortes de Monzón, que preside personalmente Felipe II en 1585. Requieren a nuestro José para secretario de la Comisión de Reforma de los agustinos, y el presidente de la misma, prendado de él, se lo queda para examinador y confesor, partiendo ambos para otro cometido reformatorio, el de los benedictinos, catalanes y vallisoletanos, del célebre monasterio de Montserrat. Aquí nada se logra, por muerte del visitador La Figuera, que deja una vez más a Calasanz sin patrono.
Tras breve estancia en Peralta se incorpora a la diócesis de Urgel como secretario y maestro de ceremonias del Cabildo de La Seo, donde no tardan en reconocer sus valores. Es su obispo, el cartujo Andrés Capella, y su vicario general, Antonio de Gallart, futuro obispo de Perpiñán y Vich, quien le acumula los cuatro oficialatos de Tremp, Sort, Tirvia y Cardós, con la encomienda de la visita a lo más abrupto del Pirineo, deparándole tres años de intensísimo apostolado sacerdotal, pródigo en curiosas incidencias y espirituales satisfacciones.
Tal vez le quiere el Señor en aquella senda de cargos y ministerios, y le ronda el deseo de obtener una canonjía que los consolide y afiance. Por ello renuncia a su plebanía de Ortoneda y Claverol, asegurando para los pobres la renta en trigo de su personado, y marcha a Barcelona a los estudios, trocando entonces su licenciatura en teología por el doctorado. Para agenciar con mayor seguridad el canonicato a que aspira, marcha a Roma en 1592, asumiendo la preceptoría de dos sobrinos del cardenal Colonna y la gerencia de los asuntos de varias diócesis españolas.
Pero Dios espera en Roma al doctor Calasanz, precisamente a propósito de la canonjía. Fracasa en su intento repetidas veces, hasta que da un vuelco su alma hacia las renunciaciones completas y se entrega ardoroso a las aspiraciones de la santidad. Se olvida de España para romanizarse definitivamente, y en él la romanización equivale a santificación.
La archicofradía de los Doce Apóstoles, la cofradía de las Llagas de San Francisco, la de la Trinidad de los Peregrinos y la del Sufragio en la vía Giulia no sólo aprenden su nombre, sino que se contagian de su actividad ardorosa, tanto en las efusiones de su caridad operante cuanto en la intercesión y prácticas de su mortificación penitente, La visita diaria a las siete basílicas romanas halló por aquellos años en Calasanz un incansable y fervoroso promotor. Y empezaron entonces los carismas y los milagros, ornamento frecuente en las vidas de los elegidos del Señor.
Peregrino de los santuarios de Italia, San Francisco le desposa en Asís con tres doncellas representativas de los votos religiosos, su suerte futura; y particularmente la santa pobreza le regala con apariciones de singular predilección. Llegó la madurez, la hora de Dios.
El concilio de Trento acababa de urgir para la Contrarreforma una mayor difusión de la enseñanza del catecismo; habíase publicado el de San Pío V: era un hecho la archicofradía de la Doctrina Cristiana. Calasanz se inscribió en ella con más entusiasmo que en las cuatro anteriores, y poco faltó para que se le eligiera su presidente en Roma. Pero comprendía que no bastaba con la catequesis dominical. Sostenía con otros catequistas una escuelita cotidiana en Santa Dorotea del Trastevere; mas lamentaba en la mayoría escasa constancia y sobrado interés. Roma seguía con la lacra de la infancia enlodada en el arroyo, y a su vista Dios apretaba de congojas el corazón de su siervo. Se dedicó a llamar a muchas puertas, sombrero en mano, pordioseando amparo para los pequeñuelos, hasta que al fin comprendió que era más bien el Señor quien daba los aldabonazos en su alma para que se lanzara de lleno al apostolado de la enseñanza infantil. Y se decidió a la acción. Despidió de Santa Dorotea a los maestros interesados; proclamó la gratuidad absoluta; abrió sus aulas para todos y las rotuló con el breve y denso nombre de Escuelas Pías. Y entonces, en 1597, surgió en la Iglesia de Dios y en lo que siglos después se llamaría Historia de la Pedagogía una cosa totalmente nueva, que prepararía tiempos asimismo nuevos: el grupo escolar popular. Estaban en puerta las democracias; la cultura ya no tropezaría con el espíritu clasista; el apostolado contaría con la más eficaz de sus actividades, y se levantaba bandera tras de la cual no tardarían en formarse las numerosas mesnadas de las corporaciones católicas dedicadas a la tarea de la enseñanza. La preocupación docente prendió en los Gobiernos y hasta los Ministerios de Fomento, Instrucción Pública y Educación Nacional tienen su origen remoto en el gesto calasancio que organizó las escuelitas transtiberinas.
Una avalancha de niños las llenó hasta el tope; pero a los dos años, otra avalancha, la del Tíber, lo inunda todo, y vuelta a empezar. Calasanz ahora deja el arrabal y las introduce en el corazón de Roma, precisamente en el 1600. Y la obra puesta en marcha ya no se detiene, Varias veces cambia de local hasta definitivamente establecerse en San Pantaleón. Durante veinte años continuos (1597-1617) el padre José se ha ingeniado para mantener una comunidad secular "sui generis", sin votos ni reglas, sin otro apoyo que el prestigio de su prefecto. Es el grupo escolar con su balumba de niños perfectamente distribuidos, con sus clases de lectura, escritura, ábaco y latín o humanidades, entreverado todo de doctrina y piedad cristianas, con pasmo de la Ciudad Eterna y de los romeros que la visitan desde toda la catolicidad, al ver el orden y compostura de las interminables rutas de alumnos, y al recordar el antiguo abandono de la infancia, que al fin encontraba su mentor y padre. La Providencia le deparó colaboradores valiosísimos como el joven Glicerio y el viejo Dragonetti, pero el factor más eficaz de consolidación fue la autoridad pontificia. Tras un fallido ensayo de agregación a una Corporación religiosa ya existente, la de San Leonardo de Lucca, el pontífice Paulo V erigió las Escuelas Pías en congregación de votos simples, y a los cuatro años de prueba, en 1621, ya logró el padre José de la santidad de Gregorio XV la elevación a Orden de votos solemnes, última de las de esta categoría en la Iglesia de Dios.
Pedagogo y legislador de pedagogos, José de la Madre de Dios estampó en sus constituciones su áurea sentencia: "Si desde los tiernos años son imbuidos los niños en piedad y letras, podrá sin duda esperarse de ellos un feliz desarrollo de toda su vida". Y apasionado de hecho de la tarea de la enseñanza, dirá de su ejercicio que es "degnissimo, nobilissimo, meritissimo, favorevolissimo, utilissimo, bisognevolissimo, naturalissimo, ragionevolissimo, graditissimo, piacevolissimo, e gloriosissimo" (el más digno, el más noble, el de más mérito, el más favorable, el más útil, el más necesario, el más natural y razonable, el más de agradecer, el más agradable y de máxima gloria). Y, efectivamente, su dedicación a él fue integral, no solamente los veinte años dichos de su prefectura, sino también los quince de su generalato temporal, los catorce de su generalato vitalicio y aun los dos últimos de su senectud, después de destituido de su cargo de general de su Orden. Cincuenta y un años de entrega total a sus escuelas, después de los treinta y nueve de preparación y actuación sacerdotal, dan carácter a los noventa de su fecunda existencia: fecunda en su labor personal de educador, que domina a los niños con mano de santo, y con mano de santo hasta restituye a su órbita el ojo saltado a un muchacho en una pelea durante el recreo; y fecunda en su acción oficial de fundador y dilatador de su Orden por las provincias de Roma, Génova, Nápoles, Florencia, Sicilia, Germania, Polonia y Cerdeña, con más de cuarenta fundaciones realizadas bajo su gobierno. En visita personal a Cárcare, en el genovesado, reconcilió facciones ancestralmente enemistadas; en Nápoles volvió a buen camino a tres disolutos artistas que trataban de ofenderle; en Florencia permitió y estimuló a sus hijos al cultivo de las ciencias, con la amistad del perseguido sabio Galileo; en Germania sus escolapios o piaristas, como allí les llaman, ocuparon las avanzadillas de la catolicidad frente a la acometida protestante, y su santuario de NikoIsburg fue centro de irradiación y reconquista espiritual, reconocido por Von Pástor.
Mas las benemerencias del santo Calasanz no terminan con su magisterio y su Orden docente. Brilla en él la ejemplaridad de su humilde acatamiento ante las persecuciones y humillaciones más extrañas. Un miembro de su propia Corporación, el padre Mario Sozzi, logra por sus servicios y delaciones un proteccionismo excepcional de parte del Santo Oficio o Tribunal de la Inquisición, y lo emplea en desacreditar a su padre general y revolverle la Orden, singularmente en Florencia. En Roma llegó a provocar el arresto y conducción del padre José y de su curia generalicia al Tribunal de la Fe entre esbirros y corchetes; como espía y malhechor, entre la nerviosa agitación de la pontificia guerra de Castro. Suspendido en su cargo de supremo moderador de la Orden, se atreve a suplantarle como primer asistente en funciones de general, y le humilla y desprecia sin respeto a su ancianidad venerable. La revancha es de Dios, que se lleva al padre Mario preso de una sífilis horripilante; mas le sucede el padre Querubini, hechura suya y tan indigno como él, presagio de que se va a la ruina del Instituto. Termina en desastre la guerra de Castro; muere el papa Urbano VIII; la comisión cardenalicia nombrada para los asuntos de las Escuelas Pías decide la reintegración del anciano padre general en el puesto de mando de la Orden; pero el Santo Oficio entiende que tal reparación será en desdoro de su prestigio tribunalicio y el papa Inocencio X opta al fin por la destrucción de la obra calasancia, desarticulándola y privándola de su jerarquía. Queda el Santo definitivamente destituido, sin perder por ello la resignación, la paciencia, ni la esperanza. Dios me lo dio, Dios me lo quitó —repite con el Job del Viejo Testamento—. Mas no vacila en profetizar la restauración de su Orden y en animar a todos sus hijos a la perseverancia. No se abandona, en efecto, ninguna casa y siguen todas repletas de alumnos. Dos años aún de infatigable actividad y de invencible paciencia, y llega el triunfo de su última enfermedad y de su muerte preciosa, el 25 de agosto de 1648.
El principio del fin fue su última comunión entre sus niños como lección postrimera, para caer en el lecho de su cuartito de San Pantaleón y edificar con sus fervores a sus desolados religiosos. De curaciones ajenas y penetración de espíritus fueron los casos frecuentes; pero mucho más los de virtudes heroicas: en materia de fe, hasta arrojó de su boca un sedante al saber que había sido ideado por el hereje Enrique VIII de Inglaterra; envió a dos de sus hijos a poner en su nombre la cabeza a los pies de la estatua de San Pedro y no quedó tranquilo hasta obtener del Papa, por escrito, la bendición apostólica, con transportes de alegría que contrastaban con los desaires, nada leves, de la propia Sede Apostólica recibidos antes. Y en sus últimos días de enfermedad tuvo el consuelo inefable de la aparición de la Virgen Santísima reafirmando sus esperanzas, y la de los escolapios hasta entonces difuntos en número de 254, con solo una ausencia.
En medio de las dificultades de la regencia supo Doña Blanca infundir en el tierno infante los ideales de una vida pura e inmaculada. No olvida el inculcarle los deberes propios del oficio que había de desempeñar más tarde, pero ante todo va haciendo crecer en su alma un anhelo constante de servicio, divino, de una sensible piedad cristiana y de un profundo desprecio a todo aquello que pudiera suponer en él el menor atisbo de pecado. "Hijo —le venía diciendo constantemente—, prefiero verte muerto antes que en desgracia de Dios por el pecado mortal.
Es fácil entender la vida que llevaría aquel santo joven ante los ejemplos de una tan buena y tan delicada madre. Tanto más si consideramos la época difícil en que a ambos les tocaba vivir, en medio de una nobleza y de unas cortes que venían a convertirse no pocas veces en hervideros de los más desenfrenados, rebosantes de turbulencias y de tropelías. Contra éstas tuvo que luchar denodadamente Doña Blanca, y, cuando el reino había alcanzado ya un poco de tranquilidad, hace que declaren mayor de edad a su hijo, el futuro Luis IX, el 5 de abril de 1234. Ya rey, no se separa San Luis de la sabia mirada de su madre, a la que tiene siempre a su lado para tomar las decisiones más importantes. En este mismo año, y por su consejo, se une en matrimonio con la virtuosa Margarita, hija de Ramón Berenguer, conde de Provenza. Ella sería la compañera de su reinado y le ayudaría también a ir subiendo poco a poco los peldaños de la santidad.
En lo humano, el reinado de San Luis se tiene como uno de los más ejemplares y completos de la historia. Su obra favorita, las Cruzadas, son una muestra de su ideal de caballero cristiano, llevado hasta las últimas consecuencias del sacrificio y de la abnegación. Por otra parte, tanto en su política interior como en la exterior San Luis ajustó su conducta a las normas más estrictas de la moral cristiana. Tenía la noción de que el gobierno es más un deber que un derecho; de aquí que todas sus actividades obedecieran solamente a esta idea: el hacer el bien buscando en todo la felicidad de sus súbditos.
Desde el principio de su reinado San Luis lucha para que haya paz entre todos, pueblos y nobleza. Todos los días administra justicia personalmente, atendiendo las quejas de los oprimidos y desamparados. Desde 1247 comisiones especiales fueron encargadas de recorrer el país con objeto de enterarse de las más pequeñas diferencias. Como resultado de tales informaciones fueron las grandes ordenanzas de 1254, que establecieron un compendio de obligaciones para todos los súbditos del reino.
El reflejo de estas ideas, tanto en Francia como en los países vecinos, dio a San Luis fama de bueno y justiciero, y a él recurrían a veces en demanda de ayuda y de consejo. Con sus nobles se muestra decidido para arrancar de una vez la perturbación que sembraban por los pueblos y ciudades. En 1240 estalló la última rebelión feudal a cuenta de Hugo de Lusignan y de Raimundo de Tolosa, a los que se sumó el rey Enrique III de Inglaterra. San Luis combate contra ellos y derrota a los ingleses en Saintes (22 de julio de 1242). Cuando llegó la hora de dictar condiciones de paz el vencedor desplegó su caridad y misericordia. Hugo de Lusignan y Raimundo de Tolosa fueron perdonados, dejándoles en sus privilegios y posesiones. Si esto hizo con los suyos, aún extremó más su generosidad con los ingleses: el tratado de París de 1259 entregó a Enrique III nuevos feudos de Cahors y Périguetix, a fin de que en adelante el agradecimiento garantizara mejor la paz entre los dos Estados.
Padre de su pueblo y sembrador de paz y de justicia, serán los títulos que más han de brillar en la corona humana de San Luis, rey. Exquisito en su trato, éste lo extiende, sobre todo, en sus relaciones con el Papa y con la Iglesia. Cuando por Europa arreciaba la lucha entre el emperador Federico II y el Papa por causa de las investiduras y regalías, San Luis asume el papel de mediador, defendiendo en las situaciones más difíciles a la Iglesia. En su reino apoya siempre sus intereses, aunque a veces ha de intervenir contra los abusos a que se entregaban algunos clérigos, coordinando de este modo los derechos que como rey tenía sobre su pueblo con los deberes de fiel cristiano, devoto de la Silla de San Pedro y de la jerarquía. Para hacer más eficaz el progreso de la religión en sus Estados se dedica a proteger las iglesias y los sacerdotes. Lucha denodadamente contra los blasfemos y perjuros, y hace por que desaparezca la herejía entre los fieles, para lo que implanta la Inquisición romana, favoreciéndola con sus leyes y decisiones.
Personalmente da un gran ejemplo de piedad y devoción ante su pueblo en las fiestas y ceremonias religiosas. En este sentido fueron muy celebradas las grandes solemnidades que llevó a cabo, en ocasión de recibir en su palacio la corona de espinas, que con su propio dinero había desempeñado del poder de los venecianos, que de este modo la habían conseguido del empobrecido emperador del Imperio griego, Balduino II. En 1238 la hace llevar con toda pompa a París y construye para ella, en su propio palacio, una esplendorosa capilla, que de entonces tomó el nombre de Capilla Santa, a la que fue adornando después con una serie de valiosas reliquias entre las que sobresalen una buena porción del santo madero de la cruz y el hierro de la lanza con que fue atravesado el costado del Señor.
A todo ello añadía nuestro Santo una vida admirable de penitencia y de sacrificios. Tenía una predilección especial para los pobres y desamparados, a quienes sentaba muchas veces a su mesa, les daba él mismo la comida y les lavaba con frecuencia los pies, a semejanza del Maestro. Por su cuenta recorre los hospitales y reparte limosnas, se viste de cilicio y castiga su cuerpo con duros cilicios y disciplinas. Se pasa grandes ratos en la oración, y en este espíritu, como antes hiciera con él su madre, Doña Blanca, va educando también a sus hijos, cumpliendo de modo admirable sus deberes de padre, de rey y de cristiano.
Sólo le quedaba a San Luis testimoniar de un modo público y solemne el grande amor que tenía para con nuestro Señor, y esto le impulsa a alistarse en una de aquellas Cruzadas, llenas de fe y de heroísmo, donde los cristianos de entonces iban a luchar por su Dios contra sus enemigos, con ocasión de rescatar los Santos Lugares de Jerusalén. A San Luis le cabe la gloria de haber dirigido las dos últimas Cruzadas en unos años en que ya había decaído mucho el sentido noble de estas empresas, y que él vigoriza de nuevo dándoles el sello primitivo de la cruz y del sacrificio.
En un tiempo en que estaban muy apurados los cristianos del Oriente el papa Inocencio IV tuvo la suerte de ver en Francia al mejor de los reyes, en quien podía confiar para organizar en su socorro una nueva empresa. San Luis, que tenía pena de no amar bastante a Cristo crucificado y de no sufrir bastante por El, se muestra cuando le llega la hora, como un magnífico soldado de su causa. Desde este momento va a vivir siempre con la vista clavada en el Santo Sepulcro, y morirá murmurando: "Jerusalén".
En cuanto a los anteriores esfuerzos para rescatar los Santos Lugares, había fracasado, o poco menos, la Cruzada de Teobaldo IV, conde de Champagne y rey de Navarra, emprendida en 1239-1240. Tampoco la de Ricardo de Cornuailles, en 1240-1241, había obtenido otra cosa que la liberación de algunos centenares de prisioneros.
Ante la invasión de los mogoles, unos 10.000 kharezmitas vinieron a ponerse al servicio del sultán de Egipto y en septiembre de 1244 arrebataron. La ciudad de Jerusalén a los cristianos. Conmovido el papa Inocencio IV, exhortó a los reyes y pueblos en el concilio de Lyón a tomar la cruz, pero sólo el monarca francés escuchó la voz del Vicario de Cristo.
Luis IX, lleno de fe, se entrevista con el Papa en Cluny (noviembre de 1245) y, mientras Inocencio IV envía embajadas de paz a los tártaros mogoles, el rey apresta una buena flota contra los turcos. El 12 de junio de 1248 sale de París para embarcarse en Marsella. Le siguen sus tres hermanos, Carlos de Anjou, Alfonso de Poitiers y Roberto de Artois, con el duque de Bretaña, el conde de Flandes y otros caballeros, obispos, etc. Su ejército lo componen 40.000 hombres y 2.800 caballos.
El 17 de septiembre los hallamos en Chipre, sitio de concentración de los cruzados. Allí pasan el invierno, pero pronto les atacan la peste y demás enfermedades. El 15 de mayo de 1249, con refuerzos traídos por el duque de Borgoña y por el conde de Salisbury, se dirigen hacia Egipto. "Con, el escudo al cuello —dice un cronista— y el yelmo a la cabeza, la lanza en el puño y el agua hasta el sobaco", San Luis, saltando de la nave, arremetió contra los sarracenos. Pronto era dueño de Damieta (7 de junio de 1249). El sultán propone la paz, pero el santo rey no se la concede, aconsejado de sus hermanos. En Damieta espera el ejército durante seis meses, mientras se les van uniendo nuevos refuerzos, y al fin, en vez de atacar a Alejandría, se decide a internarse más al interior para avanzar contra El Cairo. La vanguardia, mandada por el conde Roberto de Artois, se adelanta temerariamente por las calles de un pueblecillo llamado Mansurah, siendo aniquilada casi totalmente, muriendo allí mismo el hermano de San Luis (8 de febrero de 1250). El rey tuvo que reaccionar fuertemente y al fin logra vencer en duros encuentros a los infieles. Pero éstos se habían apoderado de los caminos y de los canales en el delta del Nilo, y cuando el ejército, atacado del escorbuto, del hambre y de las continuas incursiones del enemigo, decidió, por fin, retirarse otra vez a Damieta, se vio sorprendido por los sarracenos, que degollaron a muchísimos cristianos, cogiendo preso al mismo rey, a su hermano Carlos de Anjou, a Alfonso de Poitiers y a los principales caballeros (6 de abril).
Era la ocasión para mostrar el gran temple de alma de San Luis. En medio de su desgracia aparece ante todos con una serenidad admirable y una suprema resignación. Hasta sus mismos enemigos le admiran y no pueden menos de tratarle con deferencia. Obtenida poco después la libertad, que con harta pena para el Santo llevaba consigo la renuncia de Damieta, San Luis desembarca en San Juan de Acre con el resto de su ejército. Cuatro años se quedó en Palestina fortificando las últimas plazas cristianas y peregrinando con profunda piedad y devoción a los Santos Lugares de Nazaret, Monte Tabor y Caná, Sólo en 1254, cuando supo la muerte de su madre, Doña Blanca, se decidió a volver a Francia.
A su vuelta es recibido con amor y devoción por su pueblo. Sigue administrando justicia por si mismo, hace desaparecer los combates judiciarios, persigue el duelo y favorece cada vez más a la Iglesia. Sigue teniendo un interés especial por los religiosos, especialmente por los franciscanos y dominicos. Conversa con San Buenaventura y Santo Tomás de Aquino, visita los monasterios y no pocas veces hace en ellos oración, como un monje más de la casa.
Sin embargo, la idea de Jerusalén seguía permaneciendo viva en el corazón y en el ideal del Santo. Si no llegaba un nuevo refuerzo de Europa, pocas esperanzas les iban quedando ya a los cristianos del Oriente. Los mamelucos les molestaban amenazando con arrojarles de sus últimos reductos. Por si fuera poco, en 1261 había caído a su vez el Imperio Latino, que años antes fundaran los occidentales en Constantinopla. En Palestina dominaba entonces el feroz Bibars (la Pantera), mahometano fanático, que se propuso, acabar del todo con los cristianos. El papa Clemente IV instaba por una nueva Cruzada. Y de nuevo San Luis, ayudado esta vez por su hermano, el rey de Sicilia, Carlos de Anjou, el rey Teobaldo II de Navarra, por su otro hermano Roberto de Artois, sus tres hijos y gran compañía de nobles y prelados, se decide a luchar contra los infieles.
En esta ocasión, en vez de dirigirse directamente al Oriente, las naves hacen proa hacia Túnez, enfrente de las costas francesas. Tal vez obedeciera esto a ciertas noticias que habían llegado a oídos del Santo de parte de algunos misioneros de aquellas tierras. En un convento de dominicos de Túnez parece que éstos mantenían buenas relaciones con el sultán, el cual hizo saber a San Luis que estaba dispuesto a recibir la fe cristiana. El Santo llegó a confiarse de estas promesas, esperando encontrar con ello una ayuda valiosa para el avance que proyectaba hacer hacia Egipto y Palestina.
Pero todo iba a quedar en un lamentable engaño que iba a ser fatal para el ejército del rey. El 4 de julio de 1270 zarpó la flota de Aguas Muertas y el 17 se apoderaba San Luis de la antigua Cartago y de su castillo. Sólo entonces empezaron los ataques violentos de los sarracenos.
El mayor enemigo fue la peste, ocasionada por el calor, la putrefacción del agua y de los alimentos. Pronto empiezan a sucumbir los soldados y los nobles. El 3 de agosto muere el segundo hijo del rey, Juan Tristán, cuatro días más tarde el legado pontificio y el 25 del mismo mes la muerte arrebataba al mismo San Luis, que, como siempre, se había empeñado en cuidar por sí mismo a los apestados y moribundos. Tenía entonces cincuenta y seis años de edad y cuarenta de reinado.
Pocas horas más tarde arribaban las naves de Carlos de Anjou, que asumió la dirección de la empresa. El cuerpo del santo rey fue trasladado primeramente a Sicilia y después a Francia, para ser enterrado en el panteón de San Dionisio, de París. Desde este momento iba a servir de grande veneración y piedad para todo su pueblo. Unos años más tarde, el 11 de agosto de 1927, era solemnemente canonizado por Su Santidad el papa Bonifacio VIII.
La villa aragonesa de Peralta de la Sal fue la patria del Santo de los niños. La fecha natalicia que armoniza la más antigua versión con todos los datos del Epistolario Calasancio es la de 31 de julio de 1558, en los albores del reinado de Felipe II.
Cinco hermanas y dos hermanos eran los vástagos del matrimonio Calasanz-Gastón, formado en la herrería peralteña por don Pedro, baile de la villa, segundón de familia infanzona venida a menos, y doña María, madre ejemplar que educó cristianamente a todos sus hijos, muy en especial a José, su benjamín, al que inculcó una tierna devoción a la Virgen y un agresivo odio al pecado. El maestro de la escuela rural, para descansar de la monotonía del deletreo, tomaba al pequeño, subíale sobre su cátedra y hacíale recitar ante sus condiscípulos los milagros de Nuestra Señora, tal como se los enseñaba en casa su madre. De mayor interés psicológico había sido aún antes, cuando apenas frisaba en los cinco años, el rasgo de su primera escapada por los olivares del contorno, cuchillo, en mano, para matar al demonio, que las pláticas maternales le pintaban cómo a su más encarnizado enemigo.
A los diez años pasa a Estadilla a cursar latines, y jamás empieza las clases sin haber hecho antes su oración en la iglesia, a despecho de las burlas de sus compañeros, que acaban por admirarle, llamándole "el Santet" en su ribagorzano-catalán.
Los estudios superiores de filosofía y teología, preparación inmediata para el sacerdocio a que aspiraba, los comenzó en la universidad de Lérida, donde los estudiantes aragoneses le eligieron su prior o representante para la votación de rector, cargo que había de desempeñar un estudiante legista, en régimen harto democrático. Condiscípulo hubo, un tal Mateo García, que llamaba a José su verdadero espíritu santo, pues él le inspiraba la manera de salir con bien de las frecuentes reyertas en que le metía su carácter pendenciero. Recibióse allí nuestro pacífico Calasanz de bachiller en artes, se tonsuró de clérigo, cursó dos años de teología y se volvió a Peralta en 1577, dispuesto a cambiar de universidad, en busca de menos disturbios escolares y más disciplina académica,
Marchó, efectivamente, a la de Valencia, dentro siempre de la corona de Aragón, y regentada entonces con mano enérgica por el patriarca Juan de Ribera; pero aquí le acechaba el Tentador, dispuesto a truncar aquella carrera sacerdotal tan decidida. Para ayuda de costas de sus estudios el joven teólogo, que estaba en la florida edad de sus veintiuno, entró de memorialista y tenedor de libros al servicio de una dama que le remuneraba con buen sueldo, pero en cuyo pecho el enemigo de toda castidad acertó a encender tan secreta cuanto viva llama de pasión. Contenida al principio, estalla al fin, tumultuosa y vehemente, aturdiendo al sorprendido e inocente joven, que reacciona inmediato eludiendo el lance con la fuga, no ya de la casa, sino de la ciudad y de la universidad misma, sin atención a sueldo y matrícula, que pierde, ni a carrera, que arriesga, pero con logro de una inocencia que mantiene inmaculada por gracia de Dios y su Santísima Madre.
El súbito retorno a Peralta le enfrenta con nuevo peligro para su vocación. La Ribagorza arde en inquietudes de carácter político-social que ocasionan la muerte violenta de Pedro Calasanz, el hermano mayor de nuestro joven teólogo. El padre quiere ahora que José contraiga matrimonio y herede el mayorazgo. En tan difícil situación Dios acude con el remedio de una grave enfermedad que pone al propio José al borde del sepulcro. No hay opción ante el dilema de muerte o altar, que el enfermo propone al atribulado padre. Y, obtenido el paterno consentimiento, emite voto formal de recepción oportuna del sacerdocio, cede inmediatamente la enfermedad, y se retira a Barbastro el restablecido estudiante a proseguir su carrera tres años más, hasta cumplir los veinticinco y recibir las sagradas órdenes.
El novel sacerdote continúa junto al obispo de Barbastro, el dominico Urríes; pero se le muere al año y medio, dejándole sin patrono. Retírase a su beneficio de San Esteban y coincide allí la celebración de las Cortes de Monzón, que preside personalmente Felipe II en 1585. Requieren a nuestro José para secretario de la Comisión de Reforma de los agustinos, y el presidente de la misma, prendado de él, se lo queda para examinador y confesor, partiendo ambos para otro cometido reformatorio, el de los benedictinos, catalanes y vallisoletanos, del célebre monasterio de Montserrat. Aquí nada se logra, por muerte del visitador La Figuera, que deja una vez más a Calasanz sin patrono.
Tras breve estancia en Peralta se incorpora a la diócesis de Urgel como secretario y maestro de ceremonias del Cabildo de La Seo, donde no tardan en reconocer sus valores. Es su obispo, el cartujo Andrés Capella, y su vicario general, Antonio de Gallart, futuro obispo de Perpiñán y Vich, quien le acumula los cuatro oficialatos de Tremp, Sort, Tirvia y Cardós, con la encomienda de la visita a lo más abrupto del Pirineo, deparándole tres años de intensísimo apostolado sacerdotal, pródigo en curiosas incidencias y espirituales satisfacciones.
Tal vez le quiere el Señor en aquella senda de cargos y ministerios, y le ronda el deseo de obtener una canonjía que los consolide y afiance. Por ello renuncia a su plebanía de Ortoneda y Claverol, asegurando para los pobres la renta en trigo de su personado, y marcha a Barcelona a los estudios, trocando entonces su licenciatura en teología por el doctorado. Para agenciar con mayor seguridad el canonicato a que aspira, marcha a Roma en 1592, asumiendo la preceptoría de dos sobrinos del cardenal Colonna y la gerencia de los asuntos de varias diócesis españolas.
Pero Dios espera en Roma al doctor Calasanz, precisamente a propósito de la canonjía. Fracasa en su intento repetidas veces, hasta que da un vuelco su alma hacia las renunciaciones completas y se entrega ardoroso a las aspiraciones de la santidad. Se olvida de España para romanizarse definitivamente, y en él la romanización equivale a santificación.
La archicofradía de los Doce Apóstoles, la cofradía de las Llagas de San Francisco, la de la Trinidad de los Peregrinos y la del Sufragio en la vía Giulia no sólo aprenden su nombre, sino que se contagian de su actividad ardorosa, tanto en las efusiones de su caridad operante cuanto en la intercesión y prácticas de su mortificación penitente, La visita diaria a las siete basílicas romanas halló por aquellos años en Calasanz un incansable y fervoroso promotor. Y empezaron entonces los carismas y los milagros, ornamento frecuente en las vidas de los elegidos del Señor.
Peregrino de los santuarios de Italia, San Francisco le desposa en Asís con tres doncellas representativas de los votos religiosos, su suerte futura; y particularmente la santa pobreza le regala con apariciones de singular predilección. Llegó la madurez, la hora de Dios.
El concilio de Trento acababa de urgir para la Contrarreforma una mayor difusión de la enseñanza del catecismo; habíase publicado el de San Pío V: era un hecho la archicofradía de la Doctrina Cristiana. Calasanz se inscribió en ella con más entusiasmo que en las cuatro anteriores, y poco faltó para que se le eligiera su presidente en Roma. Pero comprendía que no bastaba con la catequesis dominical. Sostenía con otros catequistas una escuelita cotidiana en Santa Dorotea del Trastevere; mas lamentaba en la mayoría escasa constancia y sobrado interés. Roma seguía con la lacra de la infancia enlodada en el arroyo, y a su vista Dios apretaba de congojas el corazón de su siervo. Se dedicó a llamar a muchas puertas, sombrero en mano, pordioseando amparo para los pequeñuelos, hasta que al fin comprendió que era más bien el Señor quien daba los aldabonazos en su alma para que se lanzara de lleno al apostolado de la enseñanza infantil. Y se decidió a la acción. Despidió de Santa Dorotea a los maestros interesados; proclamó la gratuidad absoluta; abrió sus aulas para todos y las rotuló con el breve y denso nombre de Escuelas Pías. Y entonces, en 1597, surgió en la Iglesia de Dios y en lo que siglos después se llamaría Historia de la Pedagogía una cosa totalmente nueva, que prepararía tiempos asimismo nuevos: el grupo escolar popular. Estaban en puerta las democracias; la cultura ya no tropezaría con el espíritu clasista; el apostolado contaría con la más eficaz de sus actividades, y se levantaba bandera tras de la cual no tardarían en formarse las numerosas mesnadas de las corporaciones católicas dedicadas a la tarea de la enseñanza. La preocupación docente prendió en los Gobiernos y hasta los Ministerios de Fomento, Instrucción Pública y Educación Nacional tienen su origen remoto en el gesto calasancio que organizó las escuelitas transtiberinas.
Una avalancha de niños las llenó hasta el tope; pero a los dos años, otra avalancha, la del Tíber, lo inunda todo, y vuelta a empezar. Calasanz ahora deja el arrabal y las introduce en el corazón de Roma, precisamente en el 1600. Y la obra puesta en marcha ya no se detiene, Varias veces cambia de local hasta definitivamente establecerse en San Pantaleón. Durante veinte años continuos (1597-1617) el padre José se ha ingeniado para mantener una comunidad secular "sui generis", sin votos ni reglas, sin otro apoyo que el prestigio de su prefecto. Es el grupo escolar con su balumba de niños perfectamente distribuidos, con sus clases de lectura, escritura, ábaco y latín o humanidades, entreverado todo de doctrina y piedad cristianas, con pasmo de la Ciudad Eterna y de los romeros que la visitan desde toda la catolicidad, al ver el orden y compostura de las interminables rutas de alumnos, y al recordar el antiguo abandono de la infancia, que al fin encontraba su mentor y padre. La Providencia le deparó colaboradores valiosísimos como el joven Glicerio y el viejo Dragonetti, pero el factor más eficaz de consolidación fue la autoridad pontificia. Tras un fallido ensayo de agregación a una Corporación religiosa ya existente, la de San Leonardo de Lucca, el pontífice Paulo V erigió las Escuelas Pías en congregación de votos simples, y a los cuatro años de prueba, en 1621, ya logró el padre José de la santidad de Gregorio XV la elevación a Orden de votos solemnes, última de las de esta categoría en la Iglesia de Dios.
Pedagogo y legislador de pedagogos, José de la Madre de Dios estampó en sus constituciones su áurea sentencia: "Si desde los tiernos años son imbuidos los niños en piedad y letras, podrá sin duda esperarse de ellos un feliz desarrollo de toda su vida". Y apasionado de hecho de la tarea de la enseñanza, dirá de su ejercicio que es "degnissimo, nobilissimo, meritissimo, favorevolissimo, utilissimo, bisognevolissimo, naturalissimo, ragionevolissimo, graditissimo, piacevolissimo, e gloriosissimo" (el más digno, el más noble, el de más mérito, el más favorable, el más útil, el más necesario, el más natural y razonable, el más de agradecer, el más agradable y de máxima gloria). Y, efectivamente, su dedicación a él fue integral, no solamente los veinte años dichos de su prefectura, sino también los quince de su generalato temporal, los catorce de su generalato vitalicio y aun los dos últimos de su senectud, después de destituido de su cargo de general de su Orden. Cincuenta y un años de entrega total a sus escuelas, después de los treinta y nueve de preparación y actuación sacerdotal, dan carácter a los noventa de su fecunda existencia: fecunda en su labor personal de educador, que domina a los niños con mano de santo, y con mano de santo hasta restituye a su órbita el ojo saltado a un muchacho en una pelea durante el recreo; y fecunda en su acción oficial de fundador y dilatador de su Orden por las provincias de Roma, Génova, Nápoles, Florencia, Sicilia, Germania, Polonia y Cerdeña, con más de cuarenta fundaciones realizadas bajo su gobierno. En visita personal a Cárcare, en el genovesado, reconcilió facciones ancestralmente enemistadas; en Nápoles volvió a buen camino a tres disolutos artistas que trataban de ofenderle; en Florencia permitió y estimuló a sus hijos al cultivo de las ciencias, con la amistad del perseguido sabio Galileo; en Germania sus escolapios o piaristas, como allí les llaman, ocuparon las avanzadillas de la catolicidad frente a la acometida protestante, y su santuario de NikoIsburg fue centro de irradiación y reconquista espiritual, reconocido por Von Pástor.
Mas las benemerencias del santo Calasanz no terminan con su magisterio y su Orden docente. Brilla en él la ejemplaridad de su humilde acatamiento ante las persecuciones y humillaciones más extrañas. Un miembro de su propia Corporación, el padre Mario Sozzi, logra por sus servicios y delaciones un proteccionismo excepcional de parte del Santo Oficio o Tribunal de la Inquisición, y lo emplea en desacreditar a su padre general y revolverle la Orden, singularmente en Florencia. En Roma llegó a provocar el arresto y conducción del padre José y de su curia generalicia al Tribunal de la Fe entre esbirros y corchetes; como espía y malhechor, entre la nerviosa agitación de la pontificia guerra de Castro. Suspendido en su cargo de supremo moderador de la Orden, se atreve a suplantarle como primer asistente en funciones de general, y le humilla y desprecia sin respeto a su ancianidad venerable. La revancha es de Dios, que se lleva al padre Mario preso de una sífilis horripilante; mas le sucede el padre Querubini, hechura suya y tan indigno como él, presagio de que se va a la ruina del Instituto. Termina en desastre la guerra de Castro; muere el papa Urbano VIII; la comisión cardenalicia nombrada para los asuntos de las Escuelas Pías decide la reintegración del anciano padre general en el puesto de mando de la Orden; pero el Santo Oficio entiende que tal reparación será en desdoro de su prestigio tribunalicio y el papa Inocencio X opta al fin por la destrucción de la obra calasancia, desarticulándola y privándola de su jerarquía. Queda el Santo definitivamente destituido, sin perder por ello la resignación, la paciencia, ni la esperanza. Dios me lo dio, Dios me lo quitó —repite con el Job del Viejo Testamento—. Mas no vacila en profetizar la restauración de su Orden y en animar a todos sus hijos a la perseverancia. No se abandona, en efecto, ninguna casa y siguen todas repletas de alumnos. Dos años aún de infatigable actividad y de invencible paciencia, y llega el triunfo de su última enfermedad y de su muerte preciosa, el 25 de agosto de 1648.
El principio del fin fue su última comunión entre sus niños como lección postrimera, para caer en el lecho de su cuartito de San Pantaleón y edificar con sus fervores a sus desolados religiosos. De curaciones ajenas y penetración de espíritus fueron los casos frecuentes; pero mucho más los de virtudes heroicas: en materia de fe, hasta arrojó de su boca un sedante al saber que había sido ideado por el hereje Enrique VIII de Inglaterra; envió a dos de sus hijos a poner en su nombre la cabeza a los pies de la estatua de San Pedro y no quedó tranquilo hasta obtener del Papa, por escrito, la bendición apostólica, con transportes de alegría que contrastaban con los desaires, nada leves, de la propia Sede Apostólica recibidos antes. Y en sus últimos días de enfermedad tuvo el consuelo inefable de la aparición de la Virgen Santísima reafirmando sus esperanzas, y la de los escolapios hasta entonces difuntos en número de 254, con solo una ausencia.
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