A la lucha contra el paganismo había sucedido el duelo contra la herejía de Arrio. Constancio, sucesor de Constantino, era un juguete de su mujer, Eusebia, y Eusebia obedecía a los arríanos, hábiles siempre para ganarse el favor de las mujeres. El arrianismo triunfaba por la fuerza; el terror se extendía por el Imperio; Atanasio andaba errante de provincia en provincia; los obispos ortodoxos caminaban al destierro, y el gran Hilario de Poitiers hablaba de vírgenes ultrajadas, de laicos encadenados, de confesores eminentes que se morían de sed en los desiertos, a donde habían sido relagados por el emperador.
Entre estos grandes perseguidos estaba Eusebio de Vercelli. Nacido en Cerdeña, lector de la Iglesia de Roma en su juventud, este prelado se había dado a conocer por la regularidad de vida que había introducido entre los clérigos de su iglesia. Era el primero que en Occidente, según el testimonio de San Agustín, juntaba el ideal monástico con los deberes del Estado clerical. Al lado de la basílica catedralicia, el clero de Vercelli, presidido por el obispo, repartía las horas del día entre la salmodia, las prácticas de la penitencia, la lectura, el trabajo manual y las atenciones del ministerio.
En esta existencia laboriosa encontró Ensebio la fuerza de que habría menester para resistir a las persecuciones de los arríanos. En 354 se dirigía a él el Papa Liberio para reclamar su ayuda y defender la fe en un Concilio que se iba a reunir en Milán. «Es para mí un gran consuelo—le decía el Pontífice—ver en este tiempo de deserciones el espectáculo de la fe invencible que os une a la Sede Apostólica, sin que baste a hacerte vacilar ninguna consideración mundana. Considero como un favor insigne de nuestro Dios sobre tu episcopado esa firmeza evangélica de que eres el modelo en nuestros días.» En otra carta le declaraba más confiadamente su admiración, encargándole al mismo tiempo de representarle juntamente con Lucífero de Cagliari, delante del emperador. «Tan seguro estoy de tu celo por la causa de la fe—decía el Pontífice—, que nuevamente te recomiendo a nuestro hermano Lucífero, que no teme arrostrar todos los furores de la tempestad por servir a la Iglesia. Sé muy bien que tú tienes su mismo valor, y no dudo que has de unirte a su gloriosa empresa. El Espíritu Santo, espíritu de ardor, ha descansado sobre ti. Se trata de mantener la pureza de la fe que nos transmitieron los Apóstoles y de defender la inocencia oprimida en la persona de Atanasio. Bien claro es tu puesto en ese combate de la justicia contra la iniquidad. Todo entre nosotros ha de ser común: la fe, el celo, el consejo, la prudencia, y a esto juntaras tú lo que te es propio, es decir, tu eminente santidad.»
El Concilio se reunió en Milán a principios del año 355 Eusebio y Lucífero eran casi los únicos obispos ortodoxos. Pronto se vio que Constancio estaba dispuesto a hacer uso de la fuerza para atraerlos a su parecer. Cuando uno de ellos se disponía a firmar el Símbolo de Nicea, se vio a un hereje que corría hacia él como un energúmeno, gritando: «No, eso no se hará.» Lucífero declaró que todas las legiones del Imperio serían incapaces de hacerle consentir en cosa alguna contra los cánones, a lo cual contestó el emperador: «El canon es mi voluntad». Era el enunciado más brutal de la tesis cesáreo-papista. Luego, Constancio agregó que se constituía personalmente en acusador de Atanasio. «¿Cómo puedes constituirte—le dijo Eusebio—en acusador de un hombre cuyos supuestos crímenes sólo conoces de oídas?» La amenaza y la violencia acabaron por sobreponerse a la mayoría. El emperador llegó a desenvainar la espada, pero al fin se contentó con desterrar a los dos recalcitrantes, confinándolos en las fronteras orientales del Imperio. Al verlos marchar maniatados como malhechores, los pueblos les aclamaban. y antes de embarcarse recibieron una carta que decía, entre otras cosas: «¿Qué elogios podrían igualar al heroísmo de vuestra conducta? Entre el pesar de vuestra ausencia y la admiración de vuestra gloria, sólo acierto a bendeciros. Creed que estaré con vosotros en el destierro. He pedido a Dios ser sacrificado por vosotros; pero esta palma estaba reservada a vuestros méritos. Vosotros sois los que nos habéis abierto la senda del martirio.» Estas frases de aliento venían del Papa Liberio.
Fueron seis largos años de privaciones y sufrimientos, primero en las cercanías del Cáucaso, después en las montañas de Capadocia y, finalmente, en los desiertos de Egipto. Las torturas eran cada vez mayores, sin que pudiesen hacer mella en el ánimo de Eusebio. Los arríanos llegaban a su retiro en actitud insolente, pero a las injurias y a los sofismas él sólo respondía con el silencio. «Me han llevado a su presencia—escribía el perseguido—, pero a los torrentes de sus palabras yo sólo respondía entregando mi cuerpo a los verdugos. De la libertad de mi alma en medio de estos tormentos, es buena prueba que no he dicho una sola palabra.»
Con la muerte de Constancio, en 367, los desterrados empezaron a volver a su patria. Eusebio permaneció un año más en Oriente, poniendo orden en las Iglesias agitadas por la persecución; pero, reclamado por los suyos, vino de nuevo a Vercelli a continuar el ritmo de aquella vida santa, que había interrumpido la violencia de la persecución.
Entre estos grandes perseguidos estaba Eusebio de Vercelli. Nacido en Cerdeña, lector de la Iglesia de Roma en su juventud, este prelado se había dado a conocer por la regularidad de vida que había introducido entre los clérigos de su iglesia. Era el primero que en Occidente, según el testimonio de San Agustín, juntaba el ideal monástico con los deberes del Estado clerical. Al lado de la basílica catedralicia, el clero de Vercelli, presidido por el obispo, repartía las horas del día entre la salmodia, las prácticas de la penitencia, la lectura, el trabajo manual y las atenciones del ministerio.
En esta existencia laboriosa encontró Ensebio la fuerza de que habría menester para resistir a las persecuciones de los arríanos. En 354 se dirigía a él el Papa Liberio para reclamar su ayuda y defender la fe en un Concilio que se iba a reunir en Milán. «Es para mí un gran consuelo—le decía el Pontífice—ver en este tiempo de deserciones el espectáculo de la fe invencible que os une a la Sede Apostólica, sin que baste a hacerte vacilar ninguna consideración mundana. Considero como un favor insigne de nuestro Dios sobre tu episcopado esa firmeza evangélica de que eres el modelo en nuestros días.» En otra carta le declaraba más confiadamente su admiración, encargándole al mismo tiempo de representarle juntamente con Lucífero de Cagliari, delante del emperador. «Tan seguro estoy de tu celo por la causa de la fe—decía el Pontífice—, que nuevamente te recomiendo a nuestro hermano Lucífero, que no teme arrostrar todos los furores de la tempestad por servir a la Iglesia. Sé muy bien que tú tienes su mismo valor, y no dudo que has de unirte a su gloriosa empresa. El Espíritu Santo, espíritu de ardor, ha descansado sobre ti. Se trata de mantener la pureza de la fe que nos transmitieron los Apóstoles y de defender la inocencia oprimida en la persona de Atanasio. Bien claro es tu puesto en ese combate de la justicia contra la iniquidad. Todo entre nosotros ha de ser común: la fe, el celo, el consejo, la prudencia, y a esto juntaras tú lo que te es propio, es decir, tu eminente santidad.»
El Concilio se reunió en Milán a principios del año 355 Eusebio y Lucífero eran casi los únicos obispos ortodoxos. Pronto se vio que Constancio estaba dispuesto a hacer uso de la fuerza para atraerlos a su parecer. Cuando uno de ellos se disponía a firmar el Símbolo de Nicea, se vio a un hereje que corría hacia él como un energúmeno, gritando: «No, eso no se hará.» Lucífero declaró que todas las legiones del Imperio serían incapaces de hacerle consentir en cosa alguna contra los cánones, a lo cual contestó el emperador: «El canon es mi voluntad». Era el enunciado más brutal de la tesis cesáreo-papista. Luego, Constancio agregó que se constituía personalmente en acusador de Atanasio. «¿Cómo puedes constituirte—le dijo Eusebio—en acusador de un hombre cuyos supuestos crímenes sólo conoces de oídas?» La amenaza y la violencia acabaron por sobreponerse a la mayoría. El emperador llegó a desenvainar la espada, pero al fin se contentó con desterrar a los dos recalcitrantes, confinándolos en las fronteras orientales del Imperio. Al verlos marchar maniatados como malhechores, los pueblos les aclamaban. y antes de embarcarse recibieron una carta que decía, entre otras cosas: «¿Qué elogios podrían igualar al heroísmo de vuestra conducta? Entre el pesar de vuestra ausencia y la admiración de vuestra gloria, sólo acierto a bendeciros. Creed que estaré con vosotros en el destierro. He pedido a Dios ser sacrificado por vosotros; pero esta palma estaba reservada a vuestros méritos. Vosotros sois los que nos habéis abierto la senda del martirio.» Estas frases de aliento venían del Papa Liberio.
Fueron seis largos años de privaciones y sufrimientos, primero en las cercanías del Cáucaso, después en las montañas de Capadocia y, finalmente, en los desiertos de Egipto. Las torturas eran cada vez mayores, sin que pudiesen hacer mella en el ánimo de Eusebio. Los arríanos llegaban a su retiro en actitud insolente, pero a las injurias y a los sofismas él sólo respondía con el silencio. «Me han llevado a su presencia—escribía el perseguido—, pero a los torrentes de sus palabras yo sólo respondía entregando mi cuerpo a los verdugos. De la libertad de mi alma en medio de estos tormentos, es buena prueba que no he dicho una sola palabra.»
Con la muerte de Constancio, en 367, los desterrados empezaron a volver a su patria. Eusebio permaneció un año más en Oriente, poniendo orden en las Iglesias agitadas por la persecución; pero, reclamado por los suyos, vino de nuevo a Vercelli a continuar el ritmo de aquella vida santa, que había interrumpido la violencia de la persecución.
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