Dos nombres llenos de una grandeza profunda, que nosotros apenas podemos vislumbrar; dos nombres que se esconden tras de un velo luminoso e impenetrable. La gloria de María les oscurece y les ilumina a la vez. Son nombres que encierran un sentido misterioso, que resumen una vida, que hablan de las grandes maravillas de Dios.
Ana quiere decir gracia, amor, plegaria. En los días heroicos del pueblo hebreo, se llamó así la madre del profeta Samuel. Su historia emocionante nos la cuenta el libro de los Reyes. Vemos allí a la buena mujer rezando delante del altar de Yahvé con una plegaria íntima, profunda, secreta. Sus labios se mueven, pero su voz no se oye. Los sacerdotes la miran y la creen presa de la embriaguez. Son hombres que no conocen ni los secretos de las almas, ni los secretos de Dios. En su ceguera espiritual, confunden groseramente la inspiración divina con la inspiración del vino. Pero Ana puede contestar: «No, no he bebido vino, sino que he derramado mi alma delante del Señor.» Ha derramado su alma llena de tristeza, empapada en llanto y roja de vergüenza. Las lágrimas humedecen sus mejillas, y su corazón se ahoga de angustia, porque no ha logrado un hijo al pueblo de Dios; porque vive en el oprobio de la esterilidad; porque Yahvé no la ha encontrado digna de entrar en el plan divino, que ha vinculado la salvación del mundo en una mujer de su raza.
Por eso llora y reza también la mujer de Joaquín. La idea del Mesías estremece su alma, no puede olvidarla; un impulso invencible la arrastra hacia ella. Cree ver cuajarse en el Cielo el rocío de que hablaba el profeta; se abrasa con el recuerdo de las promesas divinas, pide a Dios el cumplimiento de los vaticinios, y toda su vida es una plegaria transida de fe, cargada de esperanza, trémula de amor. Pero ve al mismo tiempo su ineptitud; se siente excluida, rechazada; y observa con tristeza que la vejez asoma en sus cabellos, ara su frente y agosta sus mejillas. Y rezaba, rezaba sin cesar, ocultando su dolor al esposo, para no hacer un dolor más grande de dos dolores.
Joaquín significa preparación del Señor, y preparación quiere decir espera, trabajo, constancia. El Señor suele tener largas preparaciones. Siglos y siglos estuvo preparando el mundo para habitación del hombre; siglos y siglos se pasó preparando por medio de los patriarcas y los profetas la venida del Deseado de las naciones; y ahora, cuando en el horizonte parece que brilla la luz, se complace en hacer que los hombres la deseen con ansiedad renovada. Pero el deseo no se seca nunca en el alma de aquellos dos esposos, que avanzan hacia el ocaso de la vida. Día y noche siguen porfiando en su oración inflamada y anhelante; rezan en el campo y en el hogar, en las tareas del pastoreo y en los quehaceres más vulgares de cada día. Su esperanza no palidece nunca, aunque apenas se atreven a pensar que su humilde deseo encierra el acontecimiento más grande del mundo, el punto culminante de la historia de la humanidad. Nada conocemos de la fisonomía propia de aquellas dos vidas, pero sabemos que en virtud de aquella unión admirable apareció en el mundo la obra que preparaba el Señor; sabemos que en el seno estéril de Ana germinó la plenitud de la gracia; que en sus entrañas se realizó el misterio de la Inmaculada Concepción. La generosa e infatigable expectación de aquellos dos seres logró al fin su recompensa. Todos los anhelos, todos los suspiros apasionados de los antiguos patriarcas se habían condensado en ellos, y en ellos iba a empezar la realización de todas las esperanzas. Fueron los padres de María; por ellos recibieron los hombres a la Madre de Dios, que es al mismo tiempo su Madre.
Esto es lo que sabemos de San Joaquín y Santa Ana. Basta y sobra para crear en nosotros un sentimiento de profunda gratitud, de confianza ilimitada. Grandes tuvieron que ser aquellos dos corazones, cuando el Señor los escogió para una obra tan admirable. Jamás podremos medir la altura, la profundidad, la amplitud de esa grandeza; jamás llegaremos a comprender la pureza de su amor, la hermosura de su virtud y el prodigio de su bondad. Y esto engendra la confianza; porque la verdadera grandeza es siempre piadosa, misericordiosa, compasiva. Ana, gracia y madre de la gracia; Joaquín, preparación del Señor, predestinados para hacer brotar en la tierra una fuente perenne de alegría y de salud, merecieron de los hombres la ofrenda del amor más profundo y de la más tierna gratitud.
Ana quiere decir gracia, amor, plegaria. En los días heroicos del pueblo hebreo, se llamó así la madre del profeta Samuel. Su historia emocionante nos la cuenta el libro de los Reyes. Vemos allí a la buena mujer rezando delante del altar de Yahvé con una plegaria íntima, profunda, secreta. Sus labios se mueven, pero su voz no se oye. Los sacerdotes la miran y la creen presa de la embriaguez. Son hombres que no conocen ni los secretos de las almas, ni los secretos de Dios. En su ceguera espiritual, confunden groseramente la inspiración divina con la inspiración del vino. Pero Ana puede contestar: «No, no he bebido vino, sino que he derramado mi alma delante del Señor.» Ha derramado su alma llena de tristeza, empapada en llanto y roja de vergüenza. Las lágrimas humedecen sus mejillas, y su corazón se ahoga de angustia, porque no ha logrado un hijo al pueblo de Dios; porque vive en el oprobio de la esterilidad; porque Yahvé no la ha encontrado digna de entrar en el plan divino, que ha vinculado la salvación del mundo en una mujer de su raza.
Por eso llora y reza también la mujer de Joaquín. La idea del Mesías estremece su alma, no puede olvidarla; un impulso invencible la arrastra hacia ella. Cree ver cuajarse en el Cielo el rocío de que hablaba el profeta; se abrasa con el recuerdo de las promesas divinas, pide a Dios el cumplimiento de los vaticinios, y toda su vida es una plegaria transida de fe, cargada de esperanza, trémula de amor. Pero ve al mismo tiempo su ineptitud; se siente excluida, rechazada; y observa con tristeza que la vejez asoma en sus cabellos, ara su frente y agosta sus mejillas. Y rezaba, rezaba sin cesar, ocultando su dolor al esposo, para no hacer un dolor más grande de dos dolores.
Joaquín significa preparación del Señor, y preparación quiere decir espera, trabajo, constancia. El Señor suele tener largas preparaciones. Siglos y siglos estuvo preparando el mundo para habitación del hombre; siglos y siglos se pasó preparando por medio de los patriarcas y los profetas la venida del Deseado de las naciones; y ahora, cuando en el horizonte parece que brilla la luz, se complace en hacer que los hombres la deseen con ansiedad renovada. Pero el deseo no se seca nunca en el alma de aquellos dos esposos, que avanzan hacia el ocaso de la vida. Día y noche siguen porfiando en su oración inflamada y anhelante; rezan en el campo y en el hogar, en las tareas del pastoreo y en los quehaceres más vulgares de cada día. Su esperanza no palidece nunca, aunque apenas se atreven a pensar que su humilde deseo encierra el acontecimiento más grande del mundo, el punto culminante de la historia de la humanidad. Nada conocemos de la fisonomía propia de aquellas dos vidas, pero sabemos que en virtud de aquella unión admirable apareció en el mundo la obra que preparaba el Señor; sabemos que en el seno estéril de Ana germinó la plenitud de la gracia; que en sus entrañas se realizó el misterio de la Inmaculada Concepción. La generosa e infatigable expectación de aquellos dos seres logró al fin su recompensa. Todos los anhelos, todos los suspiros apasionados de los antiguos patriarcas se habían condensado en ellos, y en ellos iba a empezar la realización de todas las esperanzas. Fueron los padres de María; por ellos recibieron los hombres a la Madre de Dios, que es al mismo tiempo su Madre.
Esto es lo que sabemos de San Joaquín y Santa Ana. Basta y sobra para crear en nosotros un sentimiento de profunda gratitud, de confianza ilimitada. Grandes tuvieron que ser aquellos dos corazones, cuando el Señor los escogió para una obra tan admirable. Jamás podremos medir la altura, la profundidad, la amplitud de esa grandeza; jamás llegaremos a comprender la pureza de su amor, la hermosura de su virtud y el prodigio de su bondad. Y esto engendra la confianza; porque la verdadera grandeza es siempre piadosa, misericordiosa, compasiva. Ana, gracia y madre de la gracia; Joaquín, preparación del Señor, predestinados para hacer brotar en la tierra una fuente perenne de alegría y de salud, merecieron de los hombres la ofrenda del amor más profundo y de la más tierna gratitud.
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