miércoles, 15 de julio de 2020

Beata Ana María Javouhey


En París, capital de Francia, beata Ana María Javouhey, virgen, fundadora de la Congregación de las Hermanas de San José de Cluny, que se dedican al cuidado de enfermos y a la instrucción cristiana de las niñas, Congregación que la beata consiguió implantar también en tierras de misión. 

Nació en Jallenge, cerca de Dijon (Francia); la llamaban Nanette. En 1791, en plena Revolución Francesa, el párroco Rapin prefiere exiliarse antes que prestar juramento al cisma exigido al clero; es substituido por un sacerdote juramentado. Nanette, a espaldas de sus padres, asiste a veces a su misa. Una noche, un sacerdote no juramentado llama a la puerta: "Me han requerido para asistir a un enfermo y no conozco el camino". Nanette, intrépida, se ofrece a acompañarlo. De camino, el sacerdote le explica la necesidad de permanecer fieles a la Iglesia de Roma. A partir de ese momento, y en colaboración con su familia, organiza ceremonias clandestinas y esconde a sacerdotes acosados por los revolucionarios. En cuanto se apacigua la tormenta, Nanette recorre los pueblos y, a golpe de tambor, reúne a la juventud para enseñarles el catecismo. Un día, recibe de Dios una misión muy precisa: "El Señor me hizo saber de manera extraordinaria, pero segura, que me llamaba al estado que he abrazado para instruir a los pobres y dar educación a los huérfanos", afirmará más tarde.

Después de entregarse a la instrucción de los niños, primero en la localidad de Seurre y luego en Dole, Ana María se une a las monjas trapenses, en Suiza; después de un tiempo dejó esta Orden porque no era lo que la Providencia quería para ella. Aconsejada por su obispo, Ana María se establece en Châlon-sur-Saône. En 1807, fundó en Cabillón el Instituto de San José de Cluny, bajo la regla cluniacense; dedicada al cuidado de los enfermos y niñas pobres y entregadas también con gran tenacidad a ellos en tierras de misión. Envió a sus religiosas a trabajar en regiones muy distantes y ella misma trabajó durante varios años, con heroico coraje, en Senegal, la Guayana francesa y la Guinea francesa. 

A finales de abril de 1835, monseñor d'Héricourt, obispo de Autun, impone a la madre Ana María unos nuevos estatutos que trastocan de arriba abajo los antiguos y, según los cuales, se convierte en el superior general de las hermanas. Ante el rechazo por parte de ella, el prelado insiste, pero después ordena. Al no disponer ni del consejo de sus hermanas ni del tiempo necesario para sopesar la cuestión, la madre Ana María acaba firmando los nuevos estatutos. Al salir de aquella entrevista, un lancinante remordimiento se deposita en su alma: ha firmado demasiado de prisa, sin el acuerdo del capítulo general ni de los demás obispos afectados por los cambios. Aconsejada entonces por personas autorizadas, reconoce que su firma le ha sido arrebatada, que no ha sido concedida libremente y que no tiene valor alguno. Así pues, escribe al obispo comunicándole que se acogerá a los estatutos de 1827.

Por la misma época, se les encomendó la emancipación de los esclavos de la Guayana. Todo ello se consigue con no pocas dificultades, sinsabores e incidentes dolorosos. No obstante, la oposición del obispo de Autun la persigue hasta la Guayana. El 16 de abril de 1842, la fundadora escribe que el obispo de Autun "ha prohibido al prefecto apostólico que me administre los sacramentos, a menos que lo reconozca como superior general de la congregación. Se lo perdono de todo corazón por el amor de Dios". El sufrimiento que genera esa situación, que durará dos años, es intenso. Ello se agrava con la circulación de libelos infamatorios contra la madre. 

El 18 de mayo de 1843, la madre se embarca de regreso a Francia. Aquella partida aflige a todo el mundo. Nada más llegar, obtiene de los obispos que la conocen bien el permiso para recibir los sacramentos. Sin embargo, el obispo de Autun sigue obstinado en su idea de ser reconocido como superior de la congregación. Para ello intenta influir en las novicias de Cluny, nombrando a un capellán que se dedique a desviarlas de sus superioras "rebeldes" contra el obispo. El 28 de agosto de 1845, la madre Javouhey se desplaza a Cluny, donde, tras hablar con gran serenidad a sus hijas, concluye de este modo: "Hijas mías, os dicen que seguirme es pecado; yo os digo que no es pecado seguir al obispo de Autun. Sois libres de elegir. Ya conocéis la situación; hay muchos obispos que tienen de nosotras una opinión diferente de la del obispo de Autun y que os acogerán con alegría. Todas las que quieran permanecer en la congregación, que me sigan hasta París". De entre las ochenta jóvenes, solamente siete rehúsan seguirla. El obispo de Beauvais, gran admirador de la madre, aborda entonces el asunto con resolución. Poco a poco, monseñor d'Héricourt queda aislado en su posición contra las hermanas, dándose cuenta finalmente de que había juzgado mal a la madre y de que se había abierto un abismo de incomprensión en su alma. El 15 de enero de 1846, se firma por fin un acuerdo entre él y la madre.

A principios de 1851, la salud de la madre Ana María decae y, en el mes de mayo, con motivo de una visita a la casa de Senlis, debe permanecer en cama. El 8 de julio, se entera de la defunción del obispo de Autun. Unos días después, el 15, afirma al respecto: "Debemos considerar a monseñor como a uno de nuestros bienhechores. Dios se sirvió de él para enviarnos la tribulación, en un momento en que, a nuestro alrededor, sólo escuchábamos alabanzas. Resultaba necesario, porque, con el éxito que estaba alcanzando nuestra congregación, habríamos podido creernos importantes si no hubiéramos sufrido esas penalidades y contradicciones". Poco después de pronunciar esas palabras, entrega su alma a Dios. En aquel momento, su congregación contaba con unas 1.200 religiosas, dedicadas a buscar en todo la voluntad de Dios mediante la enseñanza, las obras hospitalarias y misioneras. Su fiesta se celebra en París. Fue beatificada por SS Pío XII el 15 de octubre de 1950.

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