jueves, 1 de noviembre de 2018

Santos Jerónimo Hermosilla y Valentín de Berrio Ochoa

Un riojano y un vizcaino, que, nacidos cerca del Pirineo, se conocieron en la última extremidad de la tierra, y de la mano, como buenos amigos, hicieron felizmente y valientemente el último viaje. El vizcaíno nació en Elorrio: el riojano, en Santo Domingo de la Calzada. Elorrio tiene muchas casas señoriales, muchas puertas blasonadas; pero ninguna de ellas pertenecía a los Berriochoa. El padre de Valentín era un sencillo carpintero, y el mismo Valentín tuvo que aprender a manejar la sierra y la garlopa. Pero al mismo tiempo ayudaba a misa en la iglesia de las Doninicas, aprendía latín con un dómine y miraba lleno de envidia a los misioneros y a los predicadores que marchaban a lejanas tierras. Cuando le hablaban de los frailes que predicaban el Evangelio más allá de los mares, se echaba a llorar. Lloraba pensando que él jamás saldría de su villa ni de su misero taller. Al fin, a fuerza de trabajar logró reunir un puñado de reales, y gracias a ellos pudo entrar en el seminario de Logroño. Tenía entonces dieciocho años. Era un muchacho robusto, no muy alto; pero de hermosa figura y de belleza varonil. Con su conversación jovial, ingeniosa y bromista, hacia las delicias de cuantos le trataban. Pero tenía un arte extraño, aun entre los santos, que suelen ser maestros de alegría y de gravedad, para unir la diversión con la mortificación y la penitencia. Sus condiscípulos le encontraban en su cuarto abismado en la oración, y a veces le sucedía que se olvidaba de ir a comer. Rara vez se vio estudiante ni más aplicado, ni más fervoroso, ni más serio, ni más alegre, ni más brillante.

No obstante, al empezar el curso de 1850, Valentín no se presentó en el Seminario. Preguntaron por él, y entonces supieron que el seminarista de Elorrio había tenido que suspender la carrera porque sus padres no tenían con qué sufragar los gastos. Aquella noticia conmovió a los profesores. Todos ellos se reunieron, acordaron llamar al joven vizcaíno, y le dieron el título de director espiritual de sus compañeros. Fue ordenado sacerdote, pero sus anhelos de perfección crecían sin cesar. Quiso ser religioso, y tomó el hábito de Santo Domingo en Ocana; quiso ser misionero, y logró que le enviasen a Filipinas; quiso ser mártir, y tuve la suerte de que le designasen para la misión de Tonquín. Había hecho la firme resolución de subir a las cimas privilegiadas de los grandes elegidos. Inflamado su corazón con las llamas de la caridad, quería adornar su frente con las rosas del martirio. Al salir por última vez de su villa natal, había dicho medio riendo: «Voy a hacerme santo, para que haya alguno en Vizcaya.» Unos meses después escribía a su madre desde el noviciado: «Vaya los Domingos al convento de Santa Ana, y postrada a los pies del Padre Santo Domingo, dígale: Padre Santo Domingo, no tengo más que un hijo, y muy querido, pero si le queréis para vos, vuestro es. Únicamente os pido que le hagáis santo, y que seáis su padre durante la vida, para que en la hora de la muerte nos veamos donde vos estáis. Amén. Así sea madre.» Más tarde, escribiendo al párroco de Elorrio, le manifestaba de este modo sus gozosos presentimientos: «Voy hacia Manila. Cárceles y cadenas me esperan. Vengan, vengan hierro v fuego y toda la rabia y furor del infierno, a trueque de que yo de a conocer a un hermano infiel las maravillas de la bondad divina.»

Berrriochoa llegó a Tonquín en los primeros meses de 1858. Allí se encontró con otros religiosos de su misma Orden y de su misma tierra, entre ellos un joven catalán, llamado Pedro Almató, y el obispo Hermosilla, que casi por un milagro había prolongado su vida hasta la vejez. Las cristiandades del país atravesaban entonces por una situación crítica. El tiranuelo Tu-Duc había jurado acabar con el nombre de Cristo en su reino, y sus mandarines le secundaban como si no tuviesen que hacer otra cosa que aprisionar y matar cristianos. Los perseguidores buscaban sobre todo a los obispos, a los misioneros y a los catequistas. Unos eran arrojados a los ríos, otros estrangulados o desterrados, otros tenían que morirse de hambre en los desiertos. Para librarse de sus enemigos, Hermosilla había tenido que acudir a todos los medios empleados muchos siglos antes por San Atanasio. Se metía en los sepulcros, se marchaba a vivir con las fieras en los bosques, acudía a todos los disfraces, y más de una vez se encontró con los que le perseguían, haciéndose pasar por el esclavo de su acompañante.

Ninguno de estos relatos asustó al joven misionero vasco. Viendo su intrepidez, resolvieron conferirle el carácter episcopal. «Preciso es—decía Hermosilla—apresurarse a ungir con el óleo santo otras frentes, por estar nuestra cabeza continuamente expuesta a rodar bajo la cuchilla de los verdugos.» Berriochoa aceptó alegre aquella responsabilidad, y, rodeado de tres o cuatro frailes, fue consagrado en una pobre choza, con un báculo de palo, con una mitra de cañas cubiertas de papel, con unos vestidos que fue necesario improvisar momentos antes de la ceremonia. Pocos días después, los mandarines organizaban la caza contra él. Burló algún tiempo las pesquisas metiéndose en la barca de un pescador y encerrándose en un antro horrible, donde apenas podía respirar. Describiendo aquella vida, escribía a su madre esta carta emocionante: «Querida madrecita de mi corazón: Recibí su carta a principios de este año. ¡Oh, y con qué regocijo he visto la letra de mi madre! Me hace usted preguntas sobre mi vida y los alimentos que usamos. Mí querida madre: yo vivo muy bien, hecho todo un señor obispo, y no nos falta qué comer, excepto el pan. ¡Si usted pudiera mandarme uno ligero y tiernecillo con algún pajarito! ¡Oh y con qué placer comería este señor obispo y misionero el pan amasado por la ancianita! En cambio, lo que tenemos es maíz, y aquí comen los granos crudos. Yo también los he comido alguna vez. La pesca de mar y de rio es abundante, y por eso, y porque nuestro Padre Santo Domingo lo manda, mi alimento ordinario es pescado y rara vez carne.»

El nombre de obispo debía de despertar en la sencilla lugureña de Elorrio ideas de magnificencias, de palacios, de sedas y colorines. Para sacarla de su error, añade el misionero: «No vaya usted a imaginarse que por ser obispo ando en coche, sino a pie y descalzo en la oscuridad de la noche. Sin embargo, se vive con alegría. Una noche anduve seis leguas largas, con mucho barro por abajo y mucha lluvia por arriba, y más de una vez caí en tierra, llegando a casa empapado y cubierto de lodo. Pero estos cristianos, que son muy cariñosos, tenían ya preparada agua caliente, donde me bañé, quedando listo para poder celebrar la santa misa. ¡Pobre hijo mío!, dirá usted; ¡qué vida tan triste! No lo crea usted, madrecita; esta vida no es triste; teniendo uno salud, andamos alegres y animosos, y el Señor nos consuela en nuestros trabajos. Yo, aunque soy muchacho viejo, sallo con garbo por los lodazales. Madre mía: Valentinito está hecho un salvaje; la barba de mi cara es capaz de asustar al diablo más curtido.» Con este gracejo hablaba el misionero en presencia de la muerte. Reía y hacia reír, como cuando estaba en el Seminario de su pueblo; chanceaba y saltaba como cuando en su niñez bailaba el aurrescu en el pórtico de la iglesia de su pueblo, donde no tardaría en tener un altar. Y para probar a su madre que nada le hacia perder el buen humor, añadía remedando e] hablar de las gentes de los caseríos, con un gracioso chapurreo y sus concordancias vizcaínas: «En sielo, madre, hijo hablar vascuence no poder, y aprender castellano es necesario. Usted, madre, ahora viejo, difícil aprender castellano y doler mucho la cabeza yo creer; pero si ahora no aprender, después el madre hablar no puede a la hijo en sielo. ¿Entender, madre, o no entender?,.. No tener cuidado, madre, el hijo bien vivir; yo no tener envidia del reiña.»

La vida continuaba siempre pendiente de un hilo. Todo eran emboscadas y terrores. Salir de una cueva, para meterse en una barca; buscar, aunque fuese como refugio, las ruinas de un templo o la casa de un infiel. Hasta que un día, con pretexto de salvarle, un pagano le guió al campo, donde le estaban aguardando los espías. Sospechando el peligro, Berriochoa y sus acompañantes huyeron a un arrozal. No tardaron en sentir pasos, y tras ellos esta voz: «Por aquí se ven huellas...» En el grupo de los fugitivos alguien dijo: «Hablad bajo, que el prefecto se acerca»; pero el obispo se levantó con aire decidido y pronunció estas palabras: «Es inútil; todo ha terminado.» Algunos de los familiares huyeron, pero él y su compañero Almató fueron detenidos, encadenados, atados al cuello con la canga y llevados a la ciudad de Hai-Duong. Al entrar les ordenaron que pisaran una cruz que estaba tendida a la puerta; pero ellos se negaron resueltamente. «Si no quitáis de ahí esa cruz—dijo Berriochoa—, moriremos, pero no pasaremos.» Y con tal firmeza pronunció estas palabras, que los mandarines no volvieron a insistir.

Hermosilla estaba ya en poder de los perseguidores, y vivía guardado en el sótano de una fortaleza, metido en una jaula, que tenía un metro y cuarenta centímetros de largo por un metro y veinte de alto. Llevado ante el tribunal, tuvo que sufrir este interrogatorio:

—¿Quién eres tú?
—El obispo Liesu—respondió él, aduciendo su nombre tonquinés.
—De dónde eres?
—De España.
—¿Por qué has venido a Tonquín?
—Por anunciar entre vosotros a Jesucristo, Hijo de Dios, muerto por los pecados de los hombres.
—¿Cuál es tu profesión?
—Soy sacerdote y obispo.
—¿Cuánto tiempo hace que estás en este país?
—Hace muchos años.
—¿Eres viejo?
—Ya lo veis.
—¿Qué hacías en este país?
—Ya lo he dicho: predicaba la verdad, enseñaba cosas buenas, y reprobaba el pecado; así lo manda Dios, Criador del Cielo y de la tierra, de los hombres y los animales.
—¿No sabes que nuestras leyes prohiben vuestro culto?
—Lo sé; pero vuestras leyes son injustas. La ley del hombre no puede contradecir a la ley de Dios; y nosotros debemos obedecer a Dios antes que a los hombres.
—¿Dónde está tu casa?
—Las casas de los cristianos eran mi casa. ¿No sabes que el padre tiene derecho a vivir con sus hijos? Los cristianos son mi patrimonio, mi descanso mi patria, mi casa: todo.

Por el mismo interrogatorio tuvieron que pasar Berriochoa y Almaró, y habiendo respondido con la mayor fortaleza, fueron condenados a sufrir la última pena, en compañía de Jerónimo Hermosilla. Era el 1 de noviembre de 1867. La ejecución se hizo con todo el aparato y solemnidad que saben dar a estos actos los pueblos orientales. Sobre el murmullo de la muchedumbre se oía el redoblar de los tambores y el sonido argentino de las trompetas. Quinientos soldados despejaban el camino, y entre ellos tres elefantes. En el centro se veían las jaulas de los presos, llevada cada una de ellas por seis hombres, y detrás, el prefecto de los suplicios, o verdugo mayor, cubierto con dos sombrillas por sus pajes. Cerraban el cortejo los mandarines, conducidos unos en literas, montados otros a caballo, y vestidos todos con esplendor de príncipes. Almató, dice un testigo ocular, iba en cuclillas, rezando el rosario; Berriochoa, también en cuclillas, iba como arrobado, y Hermosilla bendecía al pueblo, que le miraba. Llegados al lugar del suplicio, pidieron que les concediesen una hora para encomendarse a Dios. Los tres se arrodillaron y oraron tranquilamente. Después, cual si volviera de un éxtasis, dijo Hermosilla a los verdugos:

—Podéis cumplir con vuestro oficio.

Entonces abrieron las puertas de las jaulas y los tres salieron al campo. Allí había seis esteras de juncos, y en las esteras tres paños nuevos de color blanco que una mujer cristiana había puesto para recoger la sangre de los mártires. Después de bendecir al pueblo, Hermosilla se arrodilló en uno de los paños, y sus compañeros hicieron como él, y asi aguardaron el golpe de la espada. Berriochoa y Almató murieron de un tajo; la cabeza de Hermosilla rodó al segundo golpe. Aquel mismo día celebraron los tres la fiesta de Todos los Santos en la patria de los inmortales.

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