Carta de S.S. Juan Pablo II al obispo de San Benedetto del Trento - Ripatransone - Montalto, con motivo del VI centenario del nacimiento de san Jaime de la Marca.
Con ocasión del VI centenario del nacimiento de Jaime de la Marca, que tuvo lugar en Monteprandone en septiembre de 1393, deseo expresar mi participación en las diferentes manifestaciones religiosas y culturales con las que se quiere recordar la figura de este santo que honra a la Iglesia por la santidad de su vida, su acción misionera y su adhesión ferviente a los sucesores de Pedro en la cátedra romana.
Sabemos que los Pontífices romanos pudieron contar con su disponibilidad incondicional en todas las misiones que le confiaron como predicador del Evangelio y defensor de la fe, así como de legado apostólico ante obispos y autoridades locales.
Esta devoción a la Sede de Pedro se funda en su fe, que recibió sentado en las rodillas de su madre y, después, mediante la enseñanza de un sacerdote pariente suyo. Él mismo llama a su propia madre «dulcissima mea parens» (cf. Códice autógrafo M 30, f 380 r) para dar testimonio de todas las amorosas atenciones recibidas en el seno de su familia y que son indispensables para la formación de una sólida personalidad humana y cristiana. En efecto, como he afirmado en otra ocasión, corresponde a la familia «formar a los hijos para la vida, de manera que cada uno cumpla en plenitud su cometido, de acuerdo con la vocación recibida de Dios» (Familiaris consortio 53).
Consciente de estas responsabilidades, Jaime de la Marca exhorta a los padres a «dar amor a los hijos, ante todo enseñándoles a conocer a Dios; ayudándoles a aprender la oración del padrenuestro y las verdades de la fe; exhortándolos a confesarse, a comulgar, a celebrar las fiestas y a participar en la misa; educándolos en las buenas costumbres y enseñándoles a hablar y actuar honradamente, tanto en su casa como fuera de ella» (Serm. dom. 12 De reverentia et honore parentum).
A la luz de estos principios, el joven Jaime afrontó el ambiente universitario de Perusa, dedicándose al estudio de la jurisprudencia y a la educación de los niños. Después de haberse doctorado en derecho eclesiástico y civil, ejerció durante algún tiempo la profesión de notario público en el ayuntamiento de Florencia, y de juez en la pequeña localidad de Bibbiena. Los ideales de justicia y equidad, y la defensa de los pobres, que no dejó de promover, se reflejan también en las predicaciones con que, no mucho tiempo después, tratará de ayudar al prójimo.
Impulsado por la gracia divina, a los 23 años, «entregó a Cristo su cuerpo en la castidad y su alma en la obediencia, abandonando las cosas de poca importancia y las terrenas, la familia y las satisfacciones de la vida, buscando una sola cosa: a Jesucristo bendito» (cf. Serm. dom. De excellentia et utilitate sacrae religionis), y viviendo con plenitud la regla de san Francisco de Asís, cuya observancia rigurosa promovió junto con san Bernardino de Siena y san Juan de Capistrano.
Siguiendo las huellas de la tradición franciscana y, en particular, la enseñanza de san Bernardino de Siena, se dedicó a la predicación con el fin de anunciar a Jesús, redentor del hombre, en muchas regiones de Europa. A pesar de los esfuerzos agotadores y de las persecuciones, no dejó de recorrer los caminos de Italia, Bosnia, Eslovenia, Dalmacia, Hungría, Bohemia, Polonia, Alemania y Austria para instruir al pueblo en la verdad completa (cf. Jn 16, 13) contra las numerosas herejías de la época, convencido de que con la fuerza de la palabra de Dios es posible cambiar el mundo.
Fue realmente incansable en su lucha contra la ignorancia, la magia, las malas costumbres de los administradores públicos, la violencia difundida entre los individuos y los grupos, la explotación inmoral de niños y jóvenes, y la usura que oprimía a los pobres.
Su palabra, unida al testimonio de su vida, era tan fuerte que penetraba en los corazones de quienes lo escuchaban y los convertía al Señor. En una predicación afirmó: «He visto durante el sermón algunos soldados sexagenarios llorar mucho por sus pecados y la pasión de Cristo, y me confesaron que durante su vida jamás habían derramado una lágrima» (Serm. dom. 46 De magnifica virtute Verbi Dei). Ardía de caridad hacia Dios y hacia los hombres, y, por esta razón, sabía transmitir a los demás todo lo que colmaba su corazón, a saber, el amor de Cristo que lo impulsaba, como al apóstol Pablo, hacia sus hermanos (cf. 2 Cor 5, 14).
El Señor le concedió la gracia de ver a muchos pecadores arrepentidos: «La palabra de Dios tiene el poder de ablandar los corazones duros como la piedra, haciéndolos capaces de recibir el sello de la voluntad divina. Muchos pecadores desesperados vinieron a mí convencidos de estar destinados a la condenación, pero, tras escuchar la palabra, se fueron con la mayor confianza en Dios» (Serm. dom. 46 cit.).
Fue gran constructor de paz en los corazones y en las ciudades divididas por facciones. Se le reconocía gran competencia jurídica y autoridad moral. No sólo intervenía desde el púlpito en problemas sociales, sino que también lo invitaban a hablar en las asambleas legislativas, a las que proponía normas para la reforma de las costumbres con la autoridad que le daba su vida santa. En el período comprendido entre los años 1431 y 1439 trabajó especialmente en los países de Europa central (Bosnia, Dalmacia, Eslovenia, Hungría, etc.) para combatir las herejías y establecer la paz entre las diferentes etnias.
El mismo santo concedió siempre el perdón a sus pérfidos acusadores y a los que atentaron en numerosas ocasiones contra su vida, tanto en Italia como en otras naciones europeas. Al respecto escribió: «En el mundo no hay nada más grande que perdonar una ofensa y amar al enemigo. No es digno de honor someter muchas ciudades o regiones, cosa que saben hacer hombres armados que tienen muchos vicios; del mismo modo, tampoco se rinde honor al hombre pendenciero, iracundo y violento, sino a la persona pacífica y mansa. El perdón es un gesto de honrada venganza, realizada por Cristo y sus santos. Por tanto, tú no eres el primero ni el último en obrar así. Créeme, y no pienses que yo no ofendo a nadie; pero, con gran esfuerzo, trato de hacer el bien a todos, a pesar de que muchos a menudo me calumnian y me persiguen. Entonces, revestido con todas las armas de los ornamentos litúrgicos, voy al campo de batalla y, mientras elevo el Cuerpo de Cristo, digo: Padre clementísimo, perdona a mis perseguidores en el cielo, como yo los perdono aquí en la tierra» (Serm. dom. De pace et remissione iniuriarum).
¿Cuál era el secreto de Jaime de la Marca en esta obra de reconciliación y paz? Tenía una gran fe y una ardiente devoción a Jesús crucificado, meditaba su misterio de amor, hablaba con frecuencia de él y, de modo especial, cuando debía convertir los corazones de personas que odiaban al prójimo o querían vengarse por ofensas recibidas. Por tanto, después de haber hablado de passione et pace, se dirigía a esas personas diciéndoles: «Perdona a tus enemigos por amor a Jesús crucificado, perdona por amor a la pasión de Cristo bendito», y obtenía primero conmoción y voluntad de perdón, y después gestos concretos.
Jaime tenía un corazón abierto y disponible no sólo a la gracia divina, sino también a los hombres, para los que él se hacía prójimo en sus necesidades espirituales y materiales, individuales y comunitarias. Fue, por tanto, un gran hombre de caridad, con iniciativas concretas: hizo construir hospitales para enfermos o promovió su restauración, escribiendo sus estatutos y confiándolos a confraternidades ya existentes o que él mismo fundaba; instituyó, con clarividencia, asociaciones de muchachos «para enseñar e instruir a los mismos muchachos en las costumbres buenas y honestas, a fin de que puedan dirigirse a sí mismos por el buen camino» (Riformanze di Potenza Picena, 12 de febrero de 1441, f. 755); desaconsejó a las familias los lujos inútiles o los gastos excesivos, motivados por la vanagloria; salió al encuentro de los pobres con diferentes medios, pero especialmente con la institución de Montes de piedad para préstamos con fianza; recuperó a prostitutas, iniciándolas en la práctica de la fe cristiana; mandó excavar pozos y cisternas para las necesidades de la población; promovió el estudio de las ciencias sagradas y profanas, e instituyó bibliotecas, a fin de que los predicadores pudieran acudir a ellas para cumplir su misión.
En esta actividad incansable lo sostuvo una filial y vivísima devoción a la Virgen María, Madre de Dios. La invocaba con frecuencia, le ofrecía cada día la corona del rosario y la visitaba en sus santuarios y especialmente en el de Loreto.
Al recordar esta figura tan luminosa en el VI centenario de su nacimiento, exhorto a los fieles de esa diócesis y de toda la región de Las Marcas a volver a descubrir su mensaje tan actual y su obra, de la que también hoy se tiene mucha necesidad. Que el año jubilar sea para todos un estímulo para renovar su propia vida a la luz del Evangelio, del que Jaime fue predicador incansable e inspirado.
Con ocasión del VI centenario del nacimiento de Jaime de la Marca, que tuvo lugar en Monteprandone en septiembre de 1393, deseo expresar mi participación en las diferentes manifestaciones religiosas y culturales con las que se quiere recordar la figura de este santo que honra a la Iglesia por la santidad de su vida, su acción misionera y su adhesión ferviente a los sucesores de Pedro en la cátedra romana.
Sabemos que los Pontífices romanos pudieron contar con su disponibilidad incondicional en todas las misiones que le confiaron como predicador del Evangelio y defensor de la fe, así como de legado apostólico ante obispos y autoridades locales.
Esta devoción a la Sede de Pedro se funda en su fe, que recibió sentado en las rodillas de su madre y, después, mediante la enseñanza de un sacerdote pariente suyo. Él mismo llama a su propia madre «dulcissima mea parens» (cf. Códice autógrafo M 30, f 380 r) para dar testimonio de todas las amorosas atenciones recibidas en el seno de su familia y que son indispensables para la formación de una sólida personalidad humana y cristiana. En efecto, como he afirmado en otra ocasión, corresponde a la familia «formar a los hijos para la vida, de manera que cada uno cumpla en plenitud su cometido, de acuerdo con la vocación recibida de Dios» (Familiaris consortio 53).
Consciente de estas responsabilidades, Jaime de la Marca exhorta a los padres a «dar amor a los hijos, ante todo enseñándoles a conocer a Dios; ayudándoles a aprender la oración del padrenuestro y las verdades de la fe; exhortándolos a confesarse, a comulgar, a celebrar las fiestas y a participar en la misa; educándolos en las buenas costumbres y enseñándoles a hablar y actuar honradamente, tanto en su casa como fuera de ella» (Serm. dom. 12 De reverentia et honore parentum).
A la luz de estos principios, el joven Jaime afrontó el ambiente universitario de Perusa, dedicándose al estudio de la jurisprudencia y a la educación de los niños. Después de haberse doctorado en derecho eclesiástico y civil, ejerció durante algún tiempo la profesión de notario público en el ayuntamiento de Florencia, y de juez en la pequeña localidad de Bibbiena. Los ideales de justicia y equidad, y la defensa de los pobres, que no dejó de promover, se reflejan también en las predicaciones con que, no mucho tiempo después, tratará de ayudar al prójimo.
Impulsado por la gracia divina, a los 23 años, «entregó a Cristo su cuerpo en la castidad y su alma en la obediencia, abandonando las cosas de poca importancia y las terrenas, la familia y las satisfacciones de la vida, buscando una sola cosa: a Jesucristo bendito» (cf. Serm. dom. De excellentia et utilitate sacrae religionis), y viviendo con plenitud la regla de san Francisco de Asís, cuya observancia rigurosa promovió junto con san Bernardino de Siena y san Juan de Capistrano.
Siguiendo las huellas de la tradición franciscana y, en particular, la enseñanza de san Bernardino de Siena, se dedicó a la predicación con el fin de anunciar a Jesús, redentor del hombre, en muchas regiones de Europa. A pesar de los esfuerzos agotadores y de las persecuciones, no dejó de recorrer los caminos de Italia, Bosnia, Eslovenia, Dalmacia, Hungría, Bohemia, Polonia, Alemania y Austria para instruir al pueblo en la verdad completa (cf. Jn 16, 13) contra las numerosas herejías de la época, convencido de que con la fuerza de la palabra de Dios es posible cambiar el mundo.
Fue realmente incansable en su lucha contra la ignorancia, la magia, las malas costumbres de los administradores públicos, la violencia difundida entre los individuos y los grupos, la explotación inmoral de niños y jóvenes, y la usura que oprimía a los pobres.
Su palabra, unida al testimonio de su vida, era tan fuerte que penetraba en los corazones de quienes lo escuchaban y los convertía al Señor. En una predicación afirmó: «He visto durante el sermón algunos soldados sexagenarios llorar mucho por sus pecados y la pasión de Cristo, y me confesaron que durante su vida jamás habían derramado una lágrima» (Serm. dom. 46 De magnifica virtute Verbi Dei). Ardía de caridad hacia Dios y hacia los hombres, y, por esta razón, sabía transmitir a los demás todo lo que colmaba su corazón, a saber, el amor de Cristo que lo impulsaba, como al apóstol Pablo, hacia sus hermanos (cf. 2 Cor 5, 14).
El Señor le concedió la gracia de ver a muchos pecadores arrepentidos: «La palabra de Dios tiene el poder de ablandar los corazones duros como la piedra, haciéndolos capaces de recibir el sello de la voluntad divina. Muchos pecadores desesperados vinieron a mí convencidos de estar destinados a la condenación, pero, tras escuchar la palabra, se fueron con la mayor confianza en Dios» (Serm. dom. 46 cit.).
Fue gran constructor de paz en los corazones y en las ciudades divididas por facciones. Se le reconocía gran competencia jurídica y autoridad moral. No sólo intervenía desde el púlpito en problemas sociales, sino que también lo invitaban a hablar en las asambleas legislativas, a las que proponía normas para la reforma de las costumbres con la autoridad que le daba su vida santa. En el período comprendido entre los años 1431 y 1439 trabajó especialmente en los países de Europa central (Bosnia, Dalmacia, Eslovenia, Hungría, etc.) para combatir las herejías y establecer la paz entre las diferentes etnias.
El mismo santo concedió siempre el perdón a sus pérfidos acusadores y a los que atentaron en numerosas ocasiones contra su vida, tanto en Italia como en otras naciones europeas. Al respecto escribió: «En el mundo no hay nada más grande que perdonar una ofensa y amar al enemigo. No es digno de honor someter muchas ciudades o regiones, cosa que saben hacer hombres armados que tienen muchos vicios; del mismo modo, tampoco se rinde honor al hombre pendenciero, iracundo y violento, sino a la persona pacífica y mansa. El perdón es un gesto de honrada venganza, realizada por Cristo y sus santos. Por tanto, tú no eres el primero ni el último en obrar así. Créeme, y no pienses que yo no ofendo a nadie; pero, con gran esfuerzo, trato de hacer el bien a todos, a pesar de que muchos a menudo me calumnian y me persiguen. Entonces, revestido con todas las armas de los ornamentos litúrgicos, voy al campo de batalla y, mientras elevo el Cuerpo de Cristo, digo: Padre clementísimo, perdona a mis perseguidores en el cielo, como yo los perdono aquí en la tierra» (Serm. dom. De pace et remissione iniuriarum).
¿Cuál era el secreto de Jaime de la Marca en esta obra de reconciliación y paz? Tenía una gran fe y una ardiente devoción a Jesús crucificado, meditaba su misterio de amor, hablaba con frecuencia de él y, de modo especial, cuando debía convertir los corazones de personas que odiaban al prójimo o querían vengarse por ofensas recibidas. Por tanto, después de haber hablado de passione et pace, se dirigía a esas personas diciéndoles: «Perdona a tus enemigos por amor a Jesús crucificado, perdona por amor a la pasión de Cristo bendito», y obtenía primero conmoción y voluntad de perdón, y después gestos concretos.
Jaime tenía un corazón abierto y disponible no sólo a la gracia divina, sino también a los hombres, para los que él se hacía prójimo en sus necesidades espirituales y materiales, individuales y comunitarias. Fue, por tanto, un gran hombre de caridad, con iniciativas concretas: hizo construir hospitales para enfermos o promovió su restauración, escribiendo sus estatutos y confiándolos a confraternidades ya existentes o que él mismo fundaba; instituyó, con clarividencia, asociaciones de muchachos «para enseñar e instruir a los mismos muchachos en las costumbres buenas y honestas, a fin de que puedan dirigirse a sí mismos por el buen camino» (Riformanze di Potenza Picena, 12 de febrero de 1441, f. 755); desaconsejó a las familias los lujos inútiles o los gastos excesivos, motivados por la vanagloria; salió al encuentro de los pobres con diferentes medios, pero especialmente con la institución de Montes de piedad para préstamos con fianza; recuperó a prostitutas, iniciándolas en la práctica de la fe cristiana; mandó excavar pozos y cisternas para las necesidades de la población; promovió el estudio de las ciencias sagradas y profanas, e instituyó bibliotecas, a fin de que los predicadores pudieran acudir a ellas para cumplir su misión.
En esta actividad incansable lo sostuvo una filial y vivísima devoción a la Virgen María, Madre de Dios. La invocaba con frecuencia, le ofrecía cada día la corona del rosario y la visitaba en sus santuarios y especialmente en el de Loreto.
Al recordar esta figura tan luminosa en el VI centenario de su nacimiento, exhorto a los fieles de esa diócesis y de toda la región de Las Marcas a volver a descubrir su mensaje tan actual y su obra, de la que también hoy se tiene mucha necesidad. Que el año jubilar sea para todos un estímulo para renovar su propia vida a la luz del Evangelio, del que Jaime fue predicador incansable e inspirado.
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