San Wilfrido se distinguió entre los primeros personajes de la Iglesia en Inglaterra por su ardiente defensa de las costumbres y de la disciplina de la Iglesia de Roma y por sus estrechas relaciones con la Santa Sede. Nació el año 634 en Nortumbría; se dice que su ciudad natal era Ripon, pero hasta ahora no está probado. La madre de Wilfrido murió pronto, y su madrastra le trataba con tal rudeza que el niño partió a los trece años a la corte del rey Oswino de Nortumbría. La reina Eanfleda le tomó cariño y le envió a proseguir sus estudios en el monasterio de Lindisfarne. Al cabo de algún tiempo, viendo Wilfrido que en el monasterio no podría alcanzar la perfección que deseaba, pues las costumbres célticas que ahí se observaban no le satisfacían, determinó hacer un viaje por Francia e Italia. En Canterbury se detuvo algún tiempo para estudiar allí la disciplina romana bajo la dirección de san Honorio, y aprendió el salterio en la versión romana, que hasta entonces no conocía. El año 654, san Benito Biscop, paisano de san Wilfrido, pasó por Kent rumbo a Roma, y san Wilfrido partió con él en ese primer viaje.
San Wilfrido pasó un año en Lyon con el obispo de dicha ciudad, san Anemundo, el cual le tomó tanto cariño, que le ofreció la mano de su sobrina y un porvenir muy brillante; pero el joven permaneció inconmovible en su decisión de consagrarse enteramente a Dios. En Roma se puso bajo la dirección del archidiácono Bonifacio, hombre muy piadoso y sabio, que ejercía el cargo de secretario del papa San Martín y tenía positivo placer en instruir a su joven discípulo. Más tarde, san Wilfrido volvió a Lyon, donde pasó tres años; allí recibió la tonsura según la costumbre romana, lo cual era como un testimonio visible de su desacuerdo con los usos célticos. San Anemundo tenía la intención de hacer de él su sucesor en la sede de Lyon, pero fue asesinado repentinamente, y san Wilfrido sólo escapó con vida porque era extranjero. Inmediatamente volvió a Inglaterra. El rey Alfredo de Deira había oído decir que Wilfrido conocía perfectamente las costumbres romanas y le pidió que instruyese en ellas a su pueblo. Dicho monarca había fundado poco antes un monasterio en Ripon, cuyos monjes, entre los que se contaba san Cutberto, habían venido de Melrose. El rey les ordenó que adoptasen las costumbres romanas, pero el abad Eatta, Cutberto y algunos más, prefirieron retornar a Melrose. San Wilfrido fue nombrado entonces abad del monasterio, en el que introdujo la regla de San Benito. Poco después, recibió la ordenación sacerdotal de manos de San Agilberto, quien era entonces obispo de los sajones occidentales.
San Wilfrido empleó toda su influencia para atraer al clero del norte de Inglaterra a las costumbres romanas. La principal dificultad era la fecha de la Pascua, que los celtas observaban erróneamente. Por ejemplo, se cuenta que el rey Oswino y la reina Eanfleda, originarios ambos de Kent, solían observar la Cuaresma y la Pascua en fechas diferentes en la misma corte. Para poner fin a ese estado de cosas, el año 663 o 664, se reunió un sínodo en el monasterio de San Gildas en Streaneshalch (hoy Whitby), al que asistieron los reyes Oswy y Alfrido. En aquel momento era obispo de Lindisfarne san Colmano, defensor de las costumbres celtas; el sínodo terminó con el triunfo de los partidarios de la disciplina romana, y san Colmano se retiró a lona. Tuda fue consagrado entonces obispo para suceder a Colmano; pero Tuda murió poco después, y el rey Alfrido elevó a san Wilfrido a la sede episcopal. Nuestro santo, que equivocadamente consideraba como cismáticos a los obispos del norte que no habían adoptado la disciplina romana, fue a Compiégne a recibir la consagración episcopal de manos de su antiguo amigo san Agilberto, quien había vuelto a su país natal. san Wilfrido, que tenía entonces unos treinta años, permaneció algún tiempo en Francia y, por causas de un naufragio, se dilató aún más su retorno a Inglaterra. Entre tanto, el rey Oswy había enviado a san Chad, abad de Lastingham, a recibir la consagración episcopal de manos de Wino, obispo de los sajones occidentales, y le había nombrado obispo de York. A su vuelta a Inglaterra, San Wilfrido encontró su sede ya ocupada y se retiró calladamente a un monasterio en Ripon. El rey Wulfhero solía convocarle frecuentemente a Mercia para que confiriese la ordenación sacerdotal a los candidatos. En una ocasión, el rey Egberto le invitó a Kent por la misma razón; San Wilfrido volvió de Kent con un monje llamado Eddio Stephanus, quien llegó a ser su amigo íntimo y su biógrafo.
El año 669, san Teodoro, que acababa de ser elegido arzobispo de Canterbury, descubrió durante la visita de su arquidiócesis que la elección de san Chad había sido irregular y le destituyó de la sede de York; en su lugar nombró a san Wilfrido. Con la ayuda de Eddio, quien había ocupado un cargo de importancia en Canterbury, san Wilfrido estableció el canto romano en las iglesias del norte, restauró la catedral de York y desempeñó sus funciones episcopales en forma ejemplar. Hizo a pie la visita de su extensa diócesis y consiguió ganarse el cariño y el respeto de su pueblo, pero no el del príncipe Egfrido, sucesor de Oswy. El año 659, Egfrido había contraído matrimonio con santa Etelreda, hija del rey Anna de Anglia del este. La reina se negó a consumar el matrimonio durante diez años; san Wilfrido, a quien apeló la reina cuando su marido quiso hacer valer sus derechos, apoyó su causa y la ayudó a abandonar el palacio y a ingresar en el monasterio de Coldingham. Ante esa actitud del santo, Egfrido se sintió ofendido y dio rienda suelta a su resentimiento. Cuando corrió la noticia de que San Teodoro tenía el proyecto de dividir la extensa diócesis sufragánea de Nortumbría, el rey apoyó el proyecto; por otra parte, se dedicó a crear obstáculos a San Wilfrido y pidió que fuese depuesto. Según parece, Teodoro prestó oídos a las quejas de Egfrido, dividió la diócesis de York y consagró a tres obispos en la propia catedral de san Wilfrido. Este apeló al juicio de la Santa Sede el año 677 o 678. Fue el primer caso de apelación de la Iglesia de Inglaterra a Roma. San Wilfrido emprendió el viaje a la Ciudad Eterna; pero los vientos contrarios arrojaron la nave a la costa de Frieslandia, y el santo pasó allí el invierno y la primavera del año siguiente, predicando y bautizando a los habitantes de la región. Tal fue el comienzo de la misión que san Wilibrordo y otros apóstoles llevarían a feliz término más tarde.
Después de pasar algún tiempo en Francia, san Wilfrido llegó a Roma a fines del año 679. El papa san Agatón estaba ya al corriente de los sucesos en Inglaterra, gracias a los informes de un monje a quien Teodoro había enviado a Roma con unas cartas. Para discutir el asunto, el papa reunió un sínodo en Letrán. El sínodo dispuso que san Wilfrido debía ser restituido a su diócesis y que a él tocaba elegir a sus coadjutores o sufragáneos. En cuanto llegó a Inglaterra, san Wilfrido, que había asistido en Roma al Concilio de Letrán que condenó la herejía monotelita, se presentó ante el rey Egfrido y le dio a leer los documentos pontificios. El monarca gritó que san Wilfrido había obtenido esos decretos del Pontífice con soborno y mandó que le encarcelaran durante nueve meses. Cuando salió de la prisión, el santo se dirigió a Sussex pasando por Wessex. Aunque aún había muchos paganos entre los sajones del sur, el rey Etelwaldo, que había sido bautizado recientemente en Mercia, le acogió con los brazos abiertos. El santo convirtió con su predicación a la mayoría de los habitantes y evangelizó también la isla de Wight. En Sussex devolvió la libertad a 250 esclavos. Cuando llegó a Sussex, el hambre y la sequía asolaban la región; pero el día en que bautizó a los primeros neófitos cayó una lluvia muy abundante. San Wilfrido enseñó también al pueblo a pescar, lo cual resultó muy benéfico, pues en la región sólo se conocía la pesca de anguilas. Los acompañantes del obispo adaptaron las redes utilizadas para atrapar anguilas de manera que sirviesen para los peces y, en la primera salida pescaron trescientas piezas. San Wilfrido regaló cien peces a los pobres, dio otros cien a quienes le habían prestado las redes y guardó los cien restantes para su comitiva. El rey le regaló entonces una parcela de tierra, donde el santo estableció un monasterio, que se convirtió más tarde en cabecera de una diócesis, que después se cambió a Chichester.
San Wilfrido tenía su residencia en la península de Selsey. Durante los cinco años siguientes, hasta la muerte del rey Egfrido, san Teodoro, que era ya muy anciano y estaba enfermo, le rogó frecuentemente que fuese a verle en casa del obispo de Londres, san Erconwaldo. Cuando por fin tuvo lugar la reunión, san Teodoro confesó toda su vida a sus dos hermanos en el episcopado y dijo a san Wilfrido: «Lo que más me duele es haber consentido en vuestra deposición sin que vos me hubieseis dado causa alguna para ello. Confieso mi crimen a Dios y a san Pedro y los pongo por testigos de que haré cuanto esté en mi mano por reparar mi falta y reconciliaros con los reyes y señores que son amigos míos. Sé que no viviré hasta el fin de este año y, antes de morir, quiero dejaros establecido como sucesor mío en mi diócesis». San Wilfrido replicó: «Que Dios y san Pedro perdonen todas nuestras disputas. En cuanto a mí, os prometo que pediré siempre por vos. Escribid a vuestros amigos que me restituyan a mi diócesis, según lo disponen los decretos de la Santa Sede. Más tarde, una asamblea estudiará el asunto de vuestro sucesor». Así pues, san Teodoro escribió a Alfrido, sucesor de Egfrido, a Etelredo, rey de Mercia, a santa Elfleda, quien había sucedido a santa Hilda en el gobierno de la abadía de Whitby y a algunos otros. Alfrido restituyó a san Wilfrido en su diócesis el año 686 y le devolvió el monasterio de Ripon.
La historia del desarrollo de los sucesos en el norte es muy oscura y complicada; el hecho es que, cinco años después, surgieron ciertas dificultades entre Alfrido y san Wilfrido, y éste fue nuevamente desterrado, el año 691. Entonces se refugió en los dominios de Etelredo de Mercia, quien le confió la administración de la sede vacante de Lichfield, y el santo desempeñó ese oficio durante cinco años. El nuevo arzobispo de Canterbury, san Bertwaldo, a quien no simpatizaba san Wilfrido, convocó el año 703 un sínodo en el cual se decretó, a instancias de Alfrido, que san Wilfrido renunciase a su diócesis y se retirase a la abadía de Ripon. San Wilfrido, en un discurso conmovedor, recordó todo la que había hecho por la Iglesia en el norte y apeló nuevamente a la Santa Sede. El sínodo se disolvió, y el santo, que tenía ya setenta años, emprendió su tercer viaje a Roma. También sus enemigos enviaron representantes a la Ciudad Eterna, donde se examinó el asunto en varias sesiones consecutivas. Naturalmente, la comisión encargada de estudiar el caso estaba influenciada por la decisión anterior de san Agatón. Por otra parte, los enemigos de san Wilfrido admitían que su vida había sido siempre irreprochable y que es imposible deponer a un obispo contra el que no se puede probar ninguna acusación canónica. La comisión resolvió que, si era necesario dividir la sede de san Wilfrido, había sido injusto proceder a ello sin consultar al santo y sin reservarle una de las diócesis nuevas, y que sólo un sínodo provincial podía haber decretado la división de la diócesis. Además, como san Wilfrido era el mejor conocedor de los cánones de la Iglesia de Inglaterra, según lo había reconocido san Teodoro, consiguió meter en aprietos a muchos personajes de la corte. En efecto, es interesante observar que el santo jamás había exigido la jurisdicción de un metropolitano sobre la sede de York, ya que el palio había sido concedido a san Paulino y no a él. San Wilfrido encontró en Roma la protección y la aprobación que merecía su heroica virtud. El papa Juan VI escribió a los reyes de Mercia y Nortumbría y encargó al arzobispo Bertwaldo que convocase un sínodo para hacer justicia al santo; al mismo tiempo, amenazó con emplazar a los enemigos de san Wilfrido, si no cumplían sus órdenes.
A pesar de todo, el rey Alfrido mantuvo su oposición a san Wilfrido cuando éste retornó a Inglaterra, pero el monarca falleció el año 705 y, durante su última enfermedad, se arrepintió de todas las injusticias que había cometido contra él, según testificó su hermana santa Elfleda. Habiendo reivindicado así los cánones y la autoridad de la Santa Sede, san Wilfrido no tuvo dificultad en aceptar un compromiso; en efecto, cedió la sede de York a san Juan de Beverley y se contentó con la diócesis de Hexham, que administró prácticamente desde su monasterio de Ripon. Eddio escribe a propósito de la toma de posesión de san Wilfrido: «Ese día se abrazaron y besaron todos los obispos, unos a otros, partieron el pan y comulgaron juntos. Una vez que dieron gracias a Dios por el feliz suceso, retornaron a sus respectivas diócesis llenos de la paz de Cristo». El año 709, san Wilfrido visitó los monasterios de Mercia que él mismo había fundado y falleció en uno de ellos, el de Oundle, en Northamptonshire., después de haber repartido sus bienes entre sus monasterios, sus iglesias y sus antiguos compañeros de destierro. Su cuerpo fue sepultado en su iglesia de San Pedro de Ripon. T. Hodkin, en su «Historia de Inglaterra durante la conquista de los normandos», confiesa que «la vida de san Wilfrido, con su extraña sucesión de triunfos y desventuras, es uno de los problemas más complejos de la historia del primer período anglo-sajón». Pero el mismo autor añade: «San Wilfrido preguntó justamente una y otra vez: '¿De qué crímenes me acusáis?' Y, a lo que parece, sus enemigos no podían acusarle de ninguno». Por otra parte, el historiador Hodgkin no vacila en describir al santo como «un valeroso anciano» y «el más grande de los personajes eclesiásticos» de Nortumbría. Aunque las tempestades se acumularon sobre san Wilfrido, nunca perdió el ánimo ni insultó a sus perseguidores. Su amigo y biógrafo, Eddio, le describe como un hombre «cortés con todo el mundo, muy activo, caminante infatigable, siempre dispuesto a hacer el bien, sin desalentarse jamás». Su fiesta se celebra en la mayoría de las diócesis inglesas y la oración que le corresponde en el breviario está tomada del antiguo oficio de la diócesis de York.
San Wilfrido pasó un año en Lyon con el obispo de dicha ciudad, san Anemundo, el cual le tomó tanto cariño, que le ofreció la mano de su sobrina y un porvenir muy brillante; pero el joven permaneció inconmovible en su decisión de consagrarse enteramente a Dios. En Roma se puso bajo la dirección del archidiácono Bonifacio, hombre muy piadoso y sabio, que ejercía el cargo de secretario del papa San Martín y tenía positivo placer en instruir a su joven discípulo. Más tarde, san Wilfrido volvió a Lyon, donde pasó tres años; allí recibió la tonsura según la costumbre romana, lo cual era como un testimonio visible de su desacuerdo con los usos célticos. San Anemundo tenía la intención de hacer de él su sucesor en la sede de Lyon, pero fue asesinado repentinamente, y san Wilfrido sólo escapó con vida porque era extranjero. Inmediatamente volvió a Inglaterra. El rey Alfredo de Deira había oído decir que Wilfrido conocía perfectamente las costumbres romanas y le pidió que instruyese en ellas a su pueblo. Dicho monarca había fundado poco antes un monasterio en Ripon, cuyos monjes, entre los que se contaba san Cutberto, habían venido de Melrose. El rey les ordenó que adoptasen las costumbres romanas, pero el abad Eatta, Cutberto y algunos más, prefirieron retornar a Melrose. San Wilfrido fue nombrado entonces abad del monasterio, en el que introdujo la regla de San Benito. Poco después, recibió la ordenación sacerdotal de manos de San Agilberto, quien era entonces obispo de los sajones occidentales.
San Wilfrido empleó toda su influencia para atraer al clero del norte de Inglaterra a las costumbres romanas. La principal dificultad era la fecha de la Pascua, que los celtas observaban erróneamente. Por ejemplo, se cuenta que el rey Oswino y la reina Eanfleda, originarios ambos de Kent, solían observar la Cuaresma y la Pascua en fechas diferentes en la misma corte. Para poner fin a ese estado de cosas, el año 663 o 664, se reunió un sínodo en el monasterio de San Gildas en Streaneshalch (hoy Whitby), al que asistieron los reyes Oswy y Alfrido. En aquel momento era obispo de Lindisfarne san Colmano, defensor de las costumbres celtas; el sínodo terminó con el triunfo de los partidarios de la disciplina romana, y san Colmano se retiró a lona. Tuda fue consagrado entonces obispo para suceder a Colmano; pero Tuda murió poco después, y el rey Alfrido elevó a san Wilfrido a la sede episcopal. Nuestro santo, que equivocadamente consideraba como cismáticos a los obispos del norte que no habían adoptado la disciplina romana, fue a Compiégne a recibir la consagración episcopal de manos de su antiguo amigo san Agilberto, quien había vuelto a su país natal. san Wilfrido, que tenía entonces unos treinta años, permaneció algún tiempo en Francia y, por causas de un naufragio, se dilató aún más su retorno a Inglaterra. Entre tanto, el rey Oswy había enviado a san Chad, abad de Lastingham, a recibir la consagración episcopal de manos de Wino, obispo de los sajones occidentales, y le había nombrado obispo de York. A su vuelta a Inglaterra, San Wilfrido encontró su sede ya ocupada y se retiró calladamente a un monasterio en Ripon. El rey Wulfhero solía convocarle frecuentemente a Mercia para que confiriese la ordenación sacerdotal a los candidatos. En una ocasión, el rey Egberto le invitó a Kent por la misma razón; San Wilfrido volvió de Kent con un monje llamado Eddio Stephanus, quien llegó a ser su amigo íntimo y su biógrafo.
El año 669, san Teodoro, que acababa de ser elegido arzobispo de Canterbury, descubrió durante la visita de su arquidiócesis que la elección de san Chad había sido irregular y le destituyó de la sede de York; en su lugar nombró a san Wilfrido. Con la ayuda de Eddio, quien había ocupado un cargo de importancia en Canterbury, san Wilfrido estableció el canto romano en las iglesias del norte, restauró la catedral de York y desempeñó sus funciones episcopales en forma ejemplar. Hizo a pie la visita de su extensa diócesis y consiguió ganarse el cariño y el respeto de su pueblo, pero no el del príncipe Egfrido, sucesor de Oswy. El año 659, Egfrido había contraído matrimonio con santa Etelreda, hija del rey Anna de Anglia del este. La reina se negó a consumar el matrimonio durante diez años; san Wilfrido, a quien apeló la reina cuando su marido quiso hacer valer sus derechos, apoyó su causa y la ayudó a abandonar el palacio y a ingresar en el monasterio de Coldingham. Ante esa actitud del santo, Egfrido se sintió ofendido y dio rienda suelta a su resentimiento. Cuando corrió la noticia de que San Teodoro tenía el proyecto de dividir la extensa diócesis sufragánea de Nortumbría, el rey apoyó el proyecto; por otra parte, se dedicó a crear obstáculos a San Wilfrido y pidió que fuese depuesto. Según parece, Teodoro prestó oídos a las quejas de Egfrido, dividió la diócesis de York y consagró a tres obispos en la propia catedral de san Wilfrido. Este apeló al juicio de la Santa Sede el año 677 o 678. Fue el primer caso de apelación de la Iglesia de Inglaterra a Roma. San Wilfrido emprendió el viaje a la Ciudad Eterna; pero los vientos contrarios arrojaron la nave a la costa de Frieslandia, y el santo pasó allí el invierno y la primavera del año siguiente, predicando y bautizando a los habitantes de la región. Tal fue el comienzo de la misión que san Wilibrordo y otros apóstoles llevarían a feliz término más tarde.
Después de pasar algún tiempo en Francia, san Wilfrido llegó a Roma a fines del año 679. El papa san Agatón estaba ya al corriente de los sucesos en Inglaterra, gracias a los informes de un monje a quien Teodoro había enviado a Roma con unas cartas. Para discutir el asunto, el papa reunió un sínodo en Letrán. El sínodo dispuso que san Wilfrido debía ser restituido a su diócesis y que a él tocaba elegir a sus coadjutores o sufragáneos. En cuanto llegó a Inglaterra, san Wilfrido, que había asistido en Roma al Concilio de Letrán que condenó la herejía monotelita, se presentó ante el rey Egfrido y le dio a leer los documentos pontificios. El monarca gritó que san Wilfrido había obtenido esos decretos del Pontífice con soborno y mandó que le encarcelaran durante nueve meses. Cuando salió de la prisión, el santo se dirigió a Sussex pasando por Wessex. Aunque aún había muchos paganos entre los sajones del sur, el rey Etelwaldo, que había sido bautizado recientemente en Mercia, le acogió con los brazos abiertos. El santo convirtió con su predicación a la mayoría de los habitantes y evangelizó también la isla de Wight. En Sussex devolvió la libertad a 250 esclavos. Cuando llegó a Sussex, el hambre y la sequía asolaban la región; pero el día en que bautizó a los primeros neófitos cayó una lluvia muy abundante. San Wilfrido enseñó también al pueblo a pescar, lo cual resultó muy benéfico, pues en la región sólo se conocía la pesca de anguilas. Los acompañantes del obispo adaptaron las redes utilizadas para atrapar anguilas de manera que sirviesen para los peces y, en la primera salida pescaron trescientas piezas. San Wilfrido regaló cien peces a los pobres, dio otros cien a quienes le habían prestado las redes y guardó los cien restantes para su comitiva. El rey le regaló entonces una parcela de tierra, donde el santo estableció un monasterio, que se convirtió más tarde en cabecera de una diócesis, que después se cambió a Chichester.
San Wilfrido tenía su residencia en la península de Selsey. Durante los cinco años siguientes, hasta la muerte del rey Egfrido, san Teodoro, que era ya muy anciano y estaba enfermo, le rogó frecuentemente que fuese a verle en casa del obispo de Londres, san Erconwaldo. Cuando por fin tuvo lugar la reunión, san Teodoro confesó toda su vida a sus dos hermanos en el episcopado y dijo a san Wilfrido: «Lo que más me duele es haber consentido en vuestra deposición sin que vos me hubieseis dado causa alguna para ello. Confieso mi crimen a Dios y a san Pedro y los pongo por testigos de que haré cuanto esté en mi mano por reparar mi falta y reconciliaros con los reyes y señores que son amigos míos. Sé que no viviré hasta el fin de este año y, antes de morir, quiero dejaros establecido como sucesor mío en mi diócesis». San Wilfrido replicó: «Que Dios y san Pedro perdonen todas nuestras disputas. En cuanto a mí, os prometo que pediré siempre por vos. Escribid a vuestros amigos que me restituyan a mi diócesis, según lo disponen los decretos de la Santa Sede. Más tarde, una asamblea estudiará el asunto de vuestro sucesor». Así pues, san Teodoro escribió a Alfrido, sucesor de Egfrido, a Etelredo, rey de Mercia, a santa Elfleda, quien había sucedido a santa Hilda en el gobierno de la abadía de Whitby y a algunos otros. Alfrido restituyó a san Wilfrido en su diócesis el año 686 y le devolvió el monasterio de Ripon.
La historia del desarrollo de los sucesos en el norte es muy oscura y complicada; el hecho es que, cinco años después, surgieron ciertas dificultades entre Alfrido y san Wilfrido, y éste fue nuevamente desterrado, el año 691. Entonces se refugió en los dominios de Etelredo de Mercia, quien le confió la administración de la sede vacante de Lichfield, y el santo desempeñó ese oficio durante cinco años. El nuevo arzobispo de Canterbury, san Bertwaldo, a quien no simpatizaba san Wilfrido, convocó el año 703 un sínodo en el cual se decretó, a instancias de Alfrido, que san Wilfrido renunciase a su diócesis y se retirase a la abadía de Ripon. San Wilfrido, en un discurso conmovedor, recordó todo la que había hecho por la Iglesia en el norte y apeló nuevamente a la Santa Sede. El sínodo se disolvió, y el santo, que tenía ya setenta años, emprendió su tercer viaje a Roma. También sus enemigos enviaron representantes a la Ciudad Eterna, donde se examinó el asunto en varias sesiones consecutivas. Naturalmente, la comisión encargada de estudiar el caso estaba influenciada por la decisión anterior de san Agatón. Por otra parte, los enemigos de san Wilfrido admitían que su vida había sido siempre irreprochable y que es imposible deponer a un obispo contra el que no se puede probar ninguna acusación canónica. La comisión resolvió que, si era necesario dividir la sede de san Wilfrido, había sido injusto proceder a ello sin consultar al santo y sin reservarle una de las diócesis nuevas, y que sólo un sínodo provincial podía haber decretado la división de la diócesis. Además, como san Wilfrido era el mejor conocedor de los cánones de la Iglesia de Inglaterra, según lo había reconocido san Teodoro, consiguió meter en aprietos a muchos personajes de la corte. En efecto, es interesante observar que el santo jamás había exigido la jurisdicción de un metropolitano sobre la sede de York, ya que el palio había sido concedido a san Paulino y no a él. San Wilfrido encontró en Roma la protección y la aprobación que merecía su heroica virtud. El papa Juan VI escribió a los reyes de Mercia y Nortumbría y encargó al arzobispo Bertwaldo que convocase un sínodo para hacer justicia al santo; al mismo tiempo, amenazó con emplazar a los enemigos de san Wilfrido, si no cumplían sus órdenes.
A pesar de todo, el rey Alfrido mantuvo su oposición a san Wilfrido cuando éste retornó a Inglaterra, pero el monarca falleció el año 705 y, durante su última enfermedad, se arrepintió de todas las injusticias que había cometido contra él, según testificó su hermana santa Elfleda. Habiendo reivindicado así los cánones y la autoridad de la Santa Sede, san Wilfrido no tuvo dificultad en aceptar un compromiso; en efecto, cedió la sede de York a san Juan de Beverley y se contentó con la diócesis de Hexham, que administró prácticamente desde su monasterio de Ripon. Eddio escribe a propósito de la toma de posesión de san Wilfrido: «Ese día se abrazaron y besaron todos los obispos, unos a otros, partieron el pan y comulgaron juntos. Una vez que dieron gracias a Dios por el feliz suceso, retornaron a sus respectivas diócesis llenos de la paz de Cristo». El año 709, san Wilfrido visitó los monasterios de Mercia que él mismo había fundado y falleció en uno de ellos, el de Oundle, en Northamptonshire., después de haber repartido sus bienes entre sus monasterios, sus iglesias y sus antiguos compañeros de destierro. Su cuerpo fue sepultado en su iglesia de San Pedro de Ripon. T. Hodkin, en su «Historia de Inglaterra durante la conquista de los normandos», confiesa que «la vida de san Wilfrido, con su extraña sucesión de triunfos y desventuras, es uno de los problemas más complejos de la historia del primer período anglo-sajón». Pero el mismo autor añade: «San Wilfrido preguntó justamente una y otra vez: '¿De qué crímenes me acusáis?' Y, a lo que parece, sus enemigos no podían acusarle de ninguno». Por otra parte, el historiador Hodgkin no vacila en describir al santo como «un valeroso anciano» y «el más grande de los personajes eclesiásticos» de Nortumbría. Aunque las tempestades se acumularon sobre san Wilfrido, nunca perdió el ánimo ni insultó a sus perseguidores. Su amigo y biógrafo, Eddio, le describe como un hombre «cortés con todo el mundo, muy activo, caminante infatigable, siempre dispuesto a hacer el bien, sin desalentarse jamás». Su fiesta se celebra en la mayoría de las diócesis inglesas y la oración que le corresponde en el breviario está tomada del antiguo oficio de la diócesis de York.
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