Nació en Siena alrededor del año 1258. A los 13 años fue recibido en la Orden de los Siervos de María por san Felipe Benicio. Vivió en los conventos de Siena y de Arezzo dando un admirable ejemplo de devoción a la Virgen, de humildad y caridad. Su gran amor al prójimo le impulsó a pedir a Dios la gracia de padecer de por vida, en su propio cuerpo, la enfermedad de un epiléptico al que no había logrado confortar con sus palabras. Murió en el año 1305. El culto del beato Joaquín -la Misa y el Oficio - fue aprobado por el papa Pablo V en 1609.
Joaquín nació en el seno de una familia noble en la ciudad de Siena. Ya desde su infancia, cuando iba a la escuela, daba muestras de una especial devoción a la Virgen María: todo lo que podía tomar a hurtadillas de su casa, lo repartía luego entre [...] los que se lo pedían en el nombre y por amor de la Virgen. Toda planta de Dios ya desde el principio [...] da señales de su buena cepa, y así, nuestro Beato, ya desde su niñez, manifestó su gran inclinación a la virtud y dio claros indicios de que buscaba, por encima de todo, el honor de la santísima Virgen; todos le tenían casi por santo y, como si adivinaran su futuro, se decían: «Este niño, si vive, llegará a ser un gran santo».
A la edad de catorce años tuvo 'un sueño en el que vio a la Virgen, nuestra Señora, que le decía: «Hijo dulcísimo, ven a mí: sé cuán grande es el amor que me tienes, y por esto te he tomado para siempre a mi servicio». Al despertar del sueño, movido por esta visión, determino firmemente entrar en la Orden de los Siervos de María.
Por aquel entonces, en el convento de Siena resplandecía aquella luz admirable que fue el bienaventurado Felipe, superior general de la Orden, hombre de gran santidad; él recibió a Joaquín en la Orden y le pregunto qué nombre quería adoptar. El muchacho, que se llamaba Claramonte, por su ferviente devoción a la Virgen, eligió el nombre de Joaquín, padre de la Virgen María, con el propósito de estar más íntimamente unido a ella.
Así pues, habiendo ingresado en la Orden, el siervo de Dios Joaquín, se dio totalmente a la práctica de una profunda humildad: olvidándose de su noble linaje y comportando se, a pesar de su corta edad, como un hombre adulto, manifestó siempre una inclinación particular a realizar los trabajos más humildes y despreciables. Reconfortaba a los afligidos, serbia a los enfermos y ejecutaba con sus propias manos, con gran espíritu de entrega, los menesteres que a los demás les repugnaban.
Amó con intensidad la obediencia, a la que llamaba «alimento del alma», conforme a las palabras del Salvador: Mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre que está en los cielos (Jn 4, 34).
San Felipe lo mandó al convento de Arezzo, donde vivió un año entero. Sucedió que, acompañando una vez por la ciudad a fray Acquisto de Arezzo, hombre muy famoso, les sorprendió de noche un fuerte temporal y buscaron guarecerse en un hospicio. Había allí un hombre afligido por una larga y grave enfermedad. Joaquín oyó que se quejaba y le dijo: «Hermano, ten paciencia, porque esta enfermedad será para ti motivo de salvación». El enfermo le contestó: «Buen hermano, ponderar las ventajas espirituales de la enfermedad no cuesta nada, pero otra cosa es soportarla». Entonces Joaquín añadió: «Pues yo pido a Dios todopoderoso que te libre de esta enfermedad y la haga recaer sobre mí, su siervo, durante toda la vida, para que lleve continuamente la pasión de Cristo». Al instante, el enfermo se levantó de su lecho completamente curado, mientras que Joaquín contrajo allí mismo la epilepsia que lo atribuló toda la vida y el la aceptó como un martirio. Plugo al Altísimo coronarlo, además, con otra enfermedad: algunas partes de su cuerpo fueron cubiertas por llagas purulentas, una corrosión que le llegaba hasta los huesos y en la que pululaban los gusanos. Ello ocultaba en lo posible a los hermanos, pero cuando éstos se dieron cuenta les causó un profundo dolor, y le suplicaban que pidiese a Dios por su propia curación; el siervo de Dios les respondía: «Queridos hermanos, eso no me conviene, porque esta enfermedad es la expiación de mis pecados y la fortaleza de mi alma, según aquella sentencia del Apóstol: Cuando soy débil, entonces soy fuerte (2Co 12, 10).
Sabiendo por revelación divina que se acercaba el día de su muerte, pidió al Altísimo que lo llamara el mismo día en que el Salvador pasó de este mundo al Padre. Y el jueves santo, un día antes de su muerte, hallándose junto a él todos los frailes, les dijo: «Hermanos muy queridos, he estado con vosotros durante treinta y tres anos, los mismos que el Señor vivió en este mundo. He recibido de vosotros innumerables atenciones, y me habéis ayudado con gran solicitud, siempre que lo he necesitado. No encuentro palabras para expresaros mi agradecimiento: Jesucristo, el Señor, os recompense todo lo que habéis hecho por mí. Yo, por mi parte, mariana me separaré de vosotros. Os pido que roguéis al Señor por mí, pecador, a fin de que pueda entrar en su morada. Antes de separarme de vosotros, quiero que nos expresemos un gesto de mutua caridad». Y a continuación bebió con ellos un poco de vino.
El viernes santo, mientras se cantaba la pasión del Señor, llamó al prior y le dijo: «Reverendo padre, dentro de poco el Señor me llamara de este mundo: aunque ya ayer recibí el cuerpo del Señor con vosotros, reunid junto a mí a los hermanos y administrarme los sacramentos, porque no quiero marcharme sin veros antes». El prior no dio mucha importancia a estas palabras; no obstante, por lo que pudiera pasar, mandó llamar a cuatro frailes. Joaquín no cesaba de orar, y mientras se cantaba la pasión del Señor, a las palabras: Inclinando la cabeza, entrego el espíritu (Jn 19,30), elevando los ojos al cielo, en presencia de dichos hermanos, entregó su alma al Creador altísimo.
Joaquín nació en el seno de una familia noble en la ciudad de Siena. Ya desde su infancia, cuando iba a la escuela, daba muestras de una especial devoción a la Virgen María: todo lo que podía tomar a hurtadillas de su casa, lo repartía luego entre [...] los que se lo pedían en el nombre y por amor de la Virgen. Toda planta de Dios ya desde el principio [...] da señales de su buena cepa, y así, nuestro Beato, ya desde su niñez, manifestó su gran inclinación a la virtud y dio claros indicios de que buscaba, por encima de todo, el honor de la santísima Virgen; todos le tenían casi por santo y, como si adivinaran su futuro, se decían: «Este niño, si vive, llegará a ser un gran santo».
A la edad de catorce años tuvo 'un sueño en el que vio a la Virgen, nuestra Señora, que le decía: «Hijo dulcísimo, ven a mí: sé cuán grande es el amor que me tienes, y por esto te he tomado para siempre a mi servicio». Al despertar del sueño, movido por esta visión, determino firmemente entrar en la Orden de los Siervos de María.
Por aquel entonces, en el convento de Siena resplandecía aquella luz admirable que fue el bienaventurado Felipe, superior general de la Orden, hombre de gran santidad; él recibió a Joaquín en la Orden y le pregunto qué nombre quería adoptar. El muchacho, que se llamaba Claramonte, por su ferviente devoción a la Virgen, eligió el nombre de Joaquín, padre de la Virgen María, con el propósito de estar más íntimamente unido a ella.
Así pues, habiendo ingresado en la Orden, el siervo de Dios Joaquín, se dio totalmente a la práctica de una profunda humildad: olvidándose de su noble linaje y comportando se, a pesar de su corta edad, como un hombre adulto, manifestó siempre una inclinación particular a realizar los trabajos más humildes y despreciables. Reconfortaba a los afligidos, serbia a los enfermos y ejecutaba con sus propias manos, con gran espíritu de entrega, los menesteres que a los demás les repugnaban.
Amó con intensidad la obediencia, a la que llamaba «alimento del alma», conforme a las palabras del Salvador: Mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre que está en los cielos (Jn 4, 34).
San Felipe lo mandó al convento de Arezzo, donde vivió un año entero. Sucedió que, acompañando una vez por la ciudad a fray Acquisto de Arezzo, hombre muy famoso, les sorprendió de noche un fuerte temporal y buscaron guarecerse en un hospicio. Había allí un hombre afligido por una larga y grave enfermedad. Joaquín oyó que se quejaba y le dijo: «Hermano, ten paciencia, porque esta enfermedad será para ti motivo de salvación». El enfermo le contestó: «Buen hermano, ponderar las ventajas espirituales de la enfermedad no cuesta nada, pero otra cosa es soportarla». Entonces Joaquín añadió: «Pues yo pido a Dios todopoderoso que te libre de esta enfermedad y la haga recaer sobre mí, su siervo, durante toda la vida, para que lleve continuamente la pasión de Cristo». Al instante, el enfermo se levantó de su lecho completamente curado, mientras que Joaquín contrajo allí mismo la epilepsia que lo atribuló toda la vida y el la aceptó como un martirio. Plugo al Altísimo coronarlo, además, con otra enfermedad: algunas partes de su cuerpo fueron cubiertas por llagas purulentas, una corrosión que le llegaba hasta los huesos y en la que pululaban los gusanos. Ello ocultaba en lo posible a los hermanos, pero cuando éstos se dieron cuenta les causó un profundo dolor, y le suplicaban que pidiese a Dios por su propia curación; el siervo de Dios les respondía: «Queridos hermanos, eso no me conviene, porque esta enfermedad es la expiación de mis pecados y la fortaleza de mi alma, según aquella sentencia del Apóstol: Cuando soy débil, entonces soy fuerte (2Co 12, 10).
Sabiendo por revelación divina que se acercaba el día de su muerte, pidió al Altísimo que lo llamara el mismo día en que el Salvador pasó de este mundo al Padre. Y el jueves santo, un día antes de su muerte, hallándose junto a él todos los frailes, les dijo: «Hermanos muy queridos, he estado con vosotros durante treinta y tres anos, los mismos que el Señor vivió en este mundo. He recibido de vosotros innumerables atenciones, y me habéis ayudado con gran solicitud, siempre que lo he necesitado. No encuentro palabras para expresaros mi agradecimiento: Jesucristo, el Señor, os recompense todo lo que habéis hecho por mí. Yo, por mi parte, mariana me separaré de vosotros. Os pido que roguéis al Señor por mí, pecador, a fin de que pueda entrar en su morada. Antes de separarme de vosotros, quiero que nos expresemos un gesto de mutua caridad». Y a continuación bebió con ellos un poco de vino.
El viernes santo, mientras se cantaba la pasión del Señor, llamó al prior y le dijo: «Reverendo padre, dentro de poco el Señor me llamara de este mundo: aunque ya ayer recibí el cuerpo del Señor con vosotros, reunid junto a mí a los hermanos y administrarme los sacramentos, porque no quiero marcharme sin veros antes». El prior no dio mucha importancia a estas palabras; no obstante, por lo que pudiera pasar, mandó llamar a cuatro frailes. Joaquín no cesaba de orar, y mientras se cantaba la pasión del Señor, a las palabras: Inclinando la cabeza, entrego el espíritu (Jn 19,30), elevando los ojos al cielo, en presencia de dichos hermanos, entregó su alma al Creador altísimo.
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