El mes de julio de 1799 había pasado por La Mure el papa Pío VI, prisionero del Directorio. Durmió en la pequeña ciudad y a la mañana siguiente dio su bendición al pueblo apiñado en la plaza.
Y la bendición del anciano Pontífice germinó en santidad.
Cinco años más tarde llegaba allí un rico labrador arruinado en los días de la Revolución y ahora afilador ambulante. Era un buen cristiano y buen trabajador. Las cosas le fueron bien y pensó rehacer su hogar casándose en segundas nupcias. En aquel hogar nació el Beato Pedro Julián Eymard, el 4 de febrero de 1811. Encontró dos hermanastros, Antonio, que desapareció muy pronto enrolado en los ejércitos de Napoleón, yendo a jalonar con su tumba anónima los caminos de Rusia, y Mariana.
Cuando el niño tenía cuatro años pasó por La Mure Napoleón, evadido de la isla de Elba. El aire se llenó de cantos guerreros y la presencia del emperador electrizó a la chiquillería, que en adelante jugó a las guerras y a los soldados. También Julián se divertía marcando el paso y llevando flamantes penachos de cartón.
Era inteligente y de carácter resuelto. Su madre, una santa mujer, le llevaba todos los días a la iglesia para recibir la bendición del Santísimo. La presencia de Cristo en el sagrario llegó a ser familiar al pequeño. Un día des, apareció de casa. Le buscaron; todo inútil. Su hermana llegó angustiada a la iglesia. ¿Dónde estará? ¿Qué habrá sido de él? Y allí estaba el niño, subido en una escalera junto al sagrario. "Pero, niño, ¿qué haces ahí?" "Pues, nada; hablar con Jesús."
Y nació la vocación religiosa.
El modesto afilador había hecho una pequeña fortuna y comprado un trujal. Vivía por allí una niña heredera y el hombre había hecho sus cálculos para más adelante. Por eso, cuando el niño le dijo que quería ser religioso, el señor Eymard frunció el ceño y dijo: "No." Y cuando el señor Eymard decía "no" era difícil hacerle volver de su decisión. Esto lo sabia Pedro Julián, y mientras arreaba al borrico que movía el trujal, a escondidas de su padre, estudiaba latín. En el verano los seminaristas le corregían los cuadernos.
Y llegó a los dieciséis; entonces afrontó la dificultad de frente, revelando a su padre el doble trabajo de trujal y estudio clandestino. Pidió que le dejara libre para ir al colegio. "Esto es demasiado caro para nosotros", contestó el padre, desabrido. El muchacho buscó una beca y la consiguió, pero el director lo llevó muy a mal y en adelante humilló al chico todo lo que pudo. Nada de premios ni siquiera de accesits. Durante los recreos debía encender el fuego, barrer la clase y hacer otros menesteres humillantes. El joven resistió la humillación: todo lo daba por bien empleado para ser un día sacerdote, pero el padre retiró al muchacho.
En la primavera de 1828 una oferta tentadora: un sacerdote de Grenoble, a cuenta de algunos trabajos de jardinería, de casa y de sacristía, se comprometía a enseñarle latín. Nuevo fracaso. Volvió a La Mure.
Así estaban las cosas cuando pasó por allí el padre Guibert, oblato de María Inmaculada, joven sacerdote de veintiséis años y más tarde cardenal arzobispo de París. El joven sacerdote rompió la dura resistencia del señor Eymard y Julián pudo ingresar en el noviciado de los oblatos de Marsella el 7 de marzo de 1829.
En Marsella quiso alcanzar a los demás, trabajó demasiado y cayó enfermo, y vuelta a La Mure para morir. Pero él quería ser sacerdote, celebrar siquiera una misa. Una tarde la campana de la iglesia tañó quejumbrosa anunciando la agonía del muchacho. La gente se reunió en la iglesia y pidió por el agonizante. Dios escuchó la oración y Julián sanó.
No fue readmitido en los oblatos, pero monseñor Mazenod mismo, su fundador, le presentó al rector del seminario de Grenoble.
Por fin el 20 de julio de 1834 recibía la unción sacerdotal, alcanzando una meta tan ardientemente deseada.
Cinco años duró su vida parroquial, Fue primero coadjutor en Chatte y luego párroco en Monteynard. Ahora su meta era la santidad; santificarse a sí mismo para obtener la salvación de sus ovejas. Era el mismo método que por aquellos días usaba otro santo párroco, el Cura de Ars. Los dos se conocían y fueron buenos amigos.
Pero un día el cura desapareció del pueblo. Cuando supieron los feligreses que estaba en el noviciado de los padres Maristas de Marsella, se presentaron amenazantes al obispo reclamando a su pastor. Era ya tarde; el padre Eymard comenzaba su vida religiosa, Ahora le atraía la Virgen. Sentirse miembro de la Sociedad de María, ser misionero tal vez allá en la lejana Oceanía, bajo el pabellón de su Reina, era la ilusión que teñía de rosa los duros sacrificios del noviciado.
Pero el Señor no le quería en las misiones, sino en Francia: primero como director espiritual del colegio de Belley, después como superior provincial y más tarde como director de la Tercera Orden de María. El padre Eymard se consideraba el caballero de María y trabajaba con denuedo en aquella Marsella revuelta y encrespada de pasiones de mediados del siglo. Trabajaba con los obreros y en las cárceles, sin olvidar las almas selectas. En los días difíciles estuvo con todo su prestigio al lado de la señorita Jaricot, fundadora de la Obra Pontificia de la propagación de la fe.
Un día frío de invierno había llegado el padre Eymard a Fourviére, a poner a los pies de su Dama, la Virgen, el fruto de sus trabajos, y allí le esperaba María para dar un rumbo nuevo a su vida. Toda su vida había sido el padre un enamorado ferviente de la Santísima Eucaristía. Pero hacía algún tiempo, sobre todo, que el Santísimo le arrastraba como un imán irresistible. Un día, llevando la custodia en procesión, en un arranque de fervor había prometido predicar sólo de Jesucristo Sacramentado. Era la mano cariñosa de María que le venía guiando. Ahora, en esta fría tarde de invierno en Fourviére, lo comprendió todo. La Virgen le significó su deseo: era preciso fundar una Congregación con el objeto exclusivo de dar culto al Santísimo.
Consultó a los superiores, consultó a Pío IX, y, cuando vio con claridad que era la voluntad de la Señora, se lanzó al trabajo. Ahora había que cubrir una nueva etapa: la fundación de la Congregación del Santísimo Sacramento. Las obras de Dios se cimentan en el sacrificio. Esto lo sabía el padre Eymard, pero estaba dispuesto a pasar por todo, hasta comer piedras y morir en un hospital, si fuera preciso.
Salió de la Congregación y sólo, sin más bagaje que su indómita voluntad y la bendición de la Virgen, llegó a París para fundar.
El señor De Cuers, un viejo marino nacido en las playas sonrientes de Cádiz, fue su primer compañero.
El nuevo Instituto fundado por el padre Evirtard tenía como única finalidad dar culto solemne al Santísimo Sacramento. El Señor quedaba expuesto día y noche y los religiosos debían sucederse por turnos en una guardia solemne y continua. La obra comenzó a marchar, pero muy despacio. Llegaban adoradores, pero se cansaban pronto ante la dificultad de la adoración nocturna. El padre Eymard no varió un punto su plan y continuó impertérrito, puesta siempre la confianza en el Maestro. Mientras se desarrollaba el largo y doloroso período de gestación del nuevo Instituto el fundador no perdió el tiempo en lamentaciones. Ahora su vida convergía toda hacia un ideal, ideal grande, sublime: el servicio de la Real Persona de Jesucristo presente en la Eucaristía. Y el ideal polarizaba toda su actividad interna y externa. También hubiera podido decir, como San Pablo: "Mi vivir es Cristo", pero hubiera debido añadir: "Sacramentado".
Para ser mejor adorador, mejor servidor de Cristo sacramentado, se santificaba. Había dicho a su cuerpo: "Te domaré a fuerza de golpes". Y lo cumplía a rajatabla. Las más insignificantes faltas tenían minuciosamente señalado el número de azotes. Pero muchas noches, al hacer el examen de conciencia y calcular los golpes, y ver allí la disciplina, era tal el horror que le inspiraba que salía huyendo como impelido por una fuerza misteriosa. Pero volvía con decisión y entonces los azotes eran más fuertes. Se privó del tabaco y reguló sus amistades, guardando celosamente para Cristo sacramentado todo su corazón.
Pero más que el dolor físico de penitencias y enfermedades purificó su alma el dolor moral. El viejo marino gaditano, convertido en el padre De Cuers, con su intransigencia y celos le dio más de una pesadilla. Dos veces fue ásperamente reprendido por dos cardenales de París, la calumnia mordió su fama y las deserciones de los cobardes amargaron su corazón. Sin embargo, decía: "Tengo miedo que cesen las pruebas", y su alma, como la de San Pablo, pasaba alegre por todo con tal de que Cristo sacramentado fuera más conocido y mejor amado.
Como a San Pablo, el amor de Cristo le empujaba a predicar. Sentía ansias incontenibles de pegar fuego a todo el mundo con el tizón ardiente de la Eucaristía. Sus viajes y el contacto con las gentes de Marsella le habían dado una visión exacta de la sociedad; las masas obreras se alejaban de Dios y de Cristo. Pero los hombres se iban de la iglesia porque no conocían a Cristo. Era preciso sacar a Cristo del sagrario, exhibirlo, mostrarlo, no como una momia o como un recuerdo, sino como Alguien vivo capaz de solucionar todos los problemas individuales y sociales. Le martilleaba el alma aquella sentencia de San Pedro: "Fuera de Él no hay que buscar la salvación en ningún otro; pues no se ha dado a los hombres otro nombre debajo del cielo por el cual debamos salvarnos" (Act. 4,12).
Y fue diciendo su mensaje por todos los púlpitos de Francia: sólo en la vuelta a Cristo sacramentado está la salvación. Pensó que lo más efectivo para esta restauración cristiana por la Eucaristía sería ganar a los sacerdotes. El había sido siempre devotísimo del sacerdocio por su íntima conexión con la Eucaristía, y ahora se entrega a ellos en cuerpo y alma. Más tarde sus trabajos se concretaron en una obra magnífica: los sacerdotes adoradores. La finalidad de esta obra, hoy extendida por todo el mundo, es promover el culto de la Eucaristía.
Para los fieles fundó una especie de Tercera Orden de su Congregación, que llamó Agregación del Santísimo Sacramento. Los socios de esta obra se comprometen a procurar al Señor un culto más decente mediante la limosna y la prestación personal de la Adoración mensual, semanal o diaria.
En su afán de dar culto a la Santísima Eucaristía fundó también una Congregación de religiosas Siervas del Santísimo Sacramento, dedicadas exclusivamente a la adoración solemne del Santísimo.
En sus andanzas por los caminos de Francia, como peregrino de la Eucaristía, encontró el padre Eymard a la señorita Tamisier. Tamisier fue durante cuatro años sor Emiliana en la Congregación de Siervas del Santísimo Sacramento. El padre Eymard modeló su alma con el máximo cuidado, sembrando en ella inquietudes eucarísticas. Con la bendición del padre salió del convento para ser en el mundo la viajera del Santísimo Sacramento primero y luego la organizadora de los Congresos Eucarísticos. Así vio el padre Eymard desde el cielo cómo germinaban sus ideas en aquel primer Congreso Eucarístico de Lila de 1881, promovido por su hija espiritual y dirigido por sus religiosos.
Se acerca el ocaso. Su vida se apaga. La Virgen ha conducido sus pasos a través de su peregrinación. Esta tarde de mayo de 1868, después de haber predicado acerca de las relaciones de María con la Eucaristía, termina así su sermón: "Pues bien, ¡honremos a María con el título de Nuestra Señora del Santísimo Sacramento!". Y desde ese día María es invocada en la Iglesia con un nuevo título, viejo en su contenido y nuevo en la expresión. Tres meses más tarde entregaba su alma al Señor. Había sido el hombre empujado siempre por el ideal.
Y la bendición del anciano Pontífice germinó en santidad.
Cinco años más tarde llegaba allí un rico labrador arruinado en los días de la Revolución y ahora afilador ambulante. Era un buen cristiano y buen trabajador. Las cosas le fueron bien y pensó rehacer su hogar casándose en segundas nupcias. En aquel hogar nació el Beato Pedro Julián Eymard, el 4 de febrero de 1811. Encontró dos hermanastros, Antonio, que desapareció muy pronto enrolado en los ejércitos de Napoleón, yendo a jalonar con su tumba anónima los caminos de Rusia, y Mariana.
Cuando el niño tenía cuatro años pasó por La Mure Napoleón, evadido de la isla de Elba. El aire se llenó de cantos guerreros y la presencia del emperador electrizó a la chiquillería, que en adelante jugó a las guerras y a los soldados. También Julián se divertía marcando el paso y llevando flamantes penachos de cartón.
Era inteligente y de carácter resuelto. Su madre, una santa mujer, le llevaba todos los días a la iglesia para recibir la bendición del Santísimo. La presencia de Cristo en el sagrario llegó a ser familiar al pequeño. Un día des, apareció de casa. Le buscaron; todo inútil. Su hermana llegó angustiada a la iglesia. ¿Dónde estará? ¿Qué habrá sido de él? Y allí estaba el niño, subido en una escalera junto al sagrario. "Pero, niño, ¿qué haces ahí?" "Pues, nada; hablar con Jesús."
Y nació la vocación religiosa.
El modesto afilador había hecho una pequeña fortuna y comprado un trujal. Vivía por allí una niña heredera y el hombre había hecho sus cálculos para más adelante. Por eso, cuando el niño le dijo que quería ser religioso, el señor Eymard frunció el ceño y dijo: "No." Y cuando el señor Eymard decía "no" era difícil hacerle volver de su decisión. Esto lo sabia Pedro Julián, y mientras arreaba al borrico que movía el trujal, a escondidas de su padre, estudiaba latín. En el verano los seminaristas le corregían los cuadernos.
Y llegó a los dieciséis; entonces afrontó la dificultad de frente, revelando a su padre el doble trabajo de trujal y estudio clandestino. Pidió que le dejara libre para ir al colegio. "Esto es demasiado caro para nosotros", contestó el padre, desabrido. El muchacho buscó una beca y la consiguió, pero el director lo llevó muy a mal y en adelante humilló al chico todo lo que pudo. Nada de premios ni siquiera de accesits. Durante los recreos debía encender el fuego, barrer la clase y hacer otros menesteres humillantes. El joven resistió la humillación: todo lo daba por bien empleado para ser un día sacerdote, pero el padre retiró al muchacho.
En la primavera de 1828 una oferta tentadora: un sacerdote de Grenoble, a cuenta de algunos trabajos de jardinería, de casa y de sacristía, se comprometía a enseñarle latín. Nuevo fracaso. Volvió a La Mure.
Así estaban las cosas cuando pasó por allí el padre Guibert, oblato de María Inmaculada, joven sacerdote de veintiséis años y más tarde cardenal arzobispo de París. El joven sacerdote rompió la dura resistencia del señor Eymard y Julián pudo ingresar en el noviciado de los oblatos de Marsella el 7 de marzo de 1829.
En Marsella quiso alcanzar a los demás, trabajó demasiado y cayó enfermo, y vuelta a La Mure para morir. Pero él quería ser sacerdote, celebrar siquiera una misa. Una tarde la campana de la iglesia tañó quejumbrosa anunciando la agonía del muchacho. La gente se reunió en la iglesia y pidió por el agonizante. Dios escuchó la oración y Julián sanó.
No fue readmitido en los oblatos, pero monseñor Mazenod mismo, su fundador, le presentó al rector del seminario de Grenoble.
Por fin el 20 de julio de 1834 recibía la unción sacerdotal, alcanzando una meta tan ardientemente deseada.
Cinco años duró su vida parroquial, Fue primero coadjutor en Chatte y luego párroco en Monteynard. Ahora su meta era la santidad; santificarse a sí mismo para obtener la salvación de sus ovejas. Era el mismo método que por aquellos días usaba otro santo párroco, el Cura de Ars. Los dos se conocían y fueron buenos amigos.
Pero un día el cura desapareció del pueblo. Cuando supieron los feligreses que estaba en el noviciado de los padres Maristas de Marsella, se presentaron amenazantes al obispo reclamando a su pastor. Era ya tarde; el padre Eymard comenzaba su vida religiosa, Ahora le atraía la Virgen. Sentirse miembro de la Sociedad de María, ser misionero tal vez allá en la lejana Oceanía, bajo el pabellón de su Reina, era la ilusión que teñía de rosa los duros sacrificios del noviciado.
Pero el Señor no le quería en las misiones, sino en Francia: primero como director espiritual del colegio de Belley, después como superior provincial y más tarde como director de la Tercera Orden de María. El padre Eymard se consideraba el caballero de María y trabajaba con denuedo en aquella Marsella revuelta y encrespada de pasiones de mediados del siglo. Trabajaba con los obreros y en las cárceles, sin olvidar las almas selectas. En los días difíciles estuvo con todo su prestigio al lado de la señorita Jaricot, fundadora de la Obra Pontificia de la propagación de la fe.
Un día frío de invierno había llegado el padre Eymard a Fourviére, a poner a los pies de su Dama, la Virgen, el fruto de sus trabajos, y allí le esperaba María para dar un rumbo nuevo a su vida. Toda su vida había sido el padre un enamorado ferviente de la Santísima Eucaristía. Pero hacía algún tiempo, sobre todo, que el Santísimo le arrastraba como un imán irresistible. Un día, llevando la custodia en procesión, en un arranque de fervor había prometido predicar sólo de Jesucristo Sacramentado. Era la mano cariñosa de María que le venía guiando. Ahora, en esta fría tarde de invierno en Fourviére, lo comprendió todo. La Virgen le significó su deseo: era preciso fundar una Congregación con el objeto exclusivo de dar culto al Santísimo.
Consultó a los superiores, consultó a Pío IX, y, cuando vio con claridad que era la voluntad de la Señora, se lanzó al trabajo. Ahora había que cubrir una nueva etapa: la fundación de la Congregación del Santísimo Sacramento. Las obras de Dios se cimentan en el sacrificio. Esto lo sabía el padre Eymard, pero estaba dispuesto a pasar por todo, hasta comer piedras y morir en un hospital, si fuera preciso.
Salió de la Congregación y sólo, sin más bagaje que su indómita voluntad y la bendición de la Virgen, llegó a París para fundar.
El señor De Cuers, un viejo marino nacido en las playas sonrientes de Cádiz, fue su primer compañero.
El nuevo Instituto fundado por el padre Evirtard tenía como única finalidad dar culto solemne al Santísimo Sacramento. El Señor quedaba expuesto día y noche y los religiosos debían sucederse por turnos en una guardia solemne y continua. La obra comenzó a marchar, pero muy despacio. Llegaban adoradores, pero se cansaban pronto ante la dificultad de la adoración nocturna. El padre Eymard no varió un punto su plan y continuó impertérrito, puesta siempre la confianza en el Maestro. Mientras se desarrollaba el largo y doloroso período de gestación del nuevo Instituto el fundador no perdió el tiempo en lamentaciones. Ahora su vida convergía toda hacia un ideal, ideal grande, sublime: el servicio de la Real Persona de Jesucristo presente en la Eucaristía. Y el ideal polarizaba toda su actividad interna y externa. También hubiera podido decir, como San Pablo: "Mi vivir es Cristo", pero hubiera debido añadir: "Sacramentado".
Para ser mejor adorador, mejor servidor de Cristo sacramentado, se santificaba. Había dicho a su cuerpo: "Te domaré a fuerza de golpes". Y lo cumplía a rajatabla. Las más insignificantes faltas tenían minuciosamente señalado el número de azotes. Pero muchas noches, al hacer el examen de conciencia y calcular los golpes, y ver allí la disciplina, era tal el horror que le inspiraba que salía huyendo como impelido por una fuerza misteriosa. Pero volvía con decisión y entonces los azotes eran más fuertes. Se privó del tabaco y reguló sus amistades, guardando celosamente para Cristo sacramentado todo su corazón.
Pero más que el dolor físico de penitencias y enfermedades purificó su alma el dolor moral. El viejo marino gaditano, convertido en el padre De Cuers, con su intransigencia y celos le dio más de una pesadilla. Dos veces fue ásperamente reprendido por dos cardenales de París, la calumnia mordió su fama y las deserciones de los cobardes amargaron su corazón. Sin embargo, decía: "Tengo miedo que cesen las pruebas", y su alma, como la de San Pablo, pasaba alegre por todo con tal de que Cristo sacramentado fuera más conocido y mejor amado.
Como a San Pablo, el amor de Cristo le empujaba a predicar. Sentía ansias incontenibles de pegar fuego a todo el mundo con el tizón ardiente de la Eucaristía. Sus viajes y el contacto con las gentes de Marsella le habían dado una visión exacta de la sociedad; las masas obreras se alejaban de Dios y de Cristo. Pero los hombres se iban de la iglesia porque no conocían a Cristo. Era preciso sacar a Cristo del sagrario, exhibirlo, mostrarlo, no como una momia o como un recuerdo, sino como Alguien vivo capaz de solucionar todos los problemas individuales y sociales. Le martilleaba el alma aquella sentencia de San Pedro: "Fuera de Él no hay que buscar la salvación en ningún otro; pues no se ha dado a los hombres otro nombre debajo del cielo por el cual debamos salvarnos" (Act. 4,12).
Y fue diciendo su mensaje por todos los púlpitos de Francia: sólo en la vuelta a Cristo sacramentado está la salvación. Pensó que lo más efectivo para esta restauración cristiana por la Eucaristía sería ganar a los sacerdotes. El había sido siempre devotísimo del sacerdocio por su íntima conexión con la Eucaristía, y ahora se entrega a ellos en cuerpo y alma. Más tarde sus trabajos se concretaron en una obra magnífica: los sacerdotes adoradores. La finalidad de esta obra, hoy extendida por todo el mundo, es promover el culto de la Eucaristía.
Para los fieles fundó una especie de Tercera Orden de su Congregación, que llamó Agregación del Santísimo Sacramento. Los socios de esta obra se comprometen a procurar al Señor un culto más decente mediante la limosna y la prestación personal de la Adoración mensual, semanal o diaria.
En su afán de dar culto a la Santísima Eucaristía fundó también una Congregación de religiosas Siervas del Santísimo Sacramento, dedicadas exclusivamente a la adoración solemne del Santísimo.
En sus andanzas por los caminos de Francia, como peregrino de la Eucaristía, encontró el padre Eymard a la señorita Tamisier. Tamisier fue durante cuatro años sor Emiliana en la Congregación de Siervas del Santísimo Sacramento. El padre Eymard modeló su alma con el máximo cuidado, sembrando en ella inquietudes eucarísticas. Con la bendición del padre salió del convento para ser en el mundo la viajera del Santísimo Sacramento primero y luego la organizadora de los Congresos Eucarísticos. Así vio el padre Eymard desde el cielo cómo germinaban sus ideas en aquel primer Congreso Eucarístico de Lila de 1881, promovido por su hija espiritual y dirigido por sus religiosos.
Se acerca el ocaso. Su vida se apaga. La Virgen ha conducido sus pasos a través de su peregrinación. Esta tarde de mayo de 1868, después de haber predicado acerca de las relaciones de María con la Eucaristía, termina así su sermón: "Pues bien, ¡honremos a María con el título de Nuestra Señora del Santísimo Sacramento!". Y desde ese día María es invocada en la Iglesia con un nuevo título, viejo en su contenido y nuevo en la expresión. Tres meses más tarde entregaba su alma al Señor. Había sido el hombre empujado siempre por el ideal.
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