Jesús ha empezado a reunir sus discípulos. Camina por las riberas del Jordán buscando a los que han sido predestinados desde el principio. Para uno tiene una mirada, para otro un ruego, para otro un mandato. Como entonces en los alrededores del lago, así camina también ahora a través del mundo; pasa reuniendo sus santos, sus doctores, sus vírgenes, sus misioneros; pasa en el milagro, en un suceso providencial, en una oración, en un canto, en una ceremonia, en el murmullo de una procesión, en la sentencia de un libro, en la sonrisa de una mañana, en la voz de un amigo, en la lágrima de una madre, hasta en una flor o en una estrella. En aquella mañana de primavera, dice San Juan, dirigiéndose hacia Galilea, Jesús encontró a Felipe, y le dijo:
«Sígueme.» Con esta palabra llamaban los rabbís a los jóvenes que querían agrupar en torno a su cátedra. Felipe obedeció sin vacilar, siguió a Jesús, le escuchó y le consagró la lealtad de su pecho generoso. Pero Felipe tenía un amigo, y quiso hacerle participante de su felicidad. Corre en su busca y le encuentra debajo de una higuera. En los países soleados del Oriente, tres cosas son indispensables: aire, frescura y sombra. Este amable galileo, este noble hijo de Caná, como Santiago el Menor, sabe iluminar sus meditaciones con el ambiente puro y sereno de la mañana gozosa. Tal vez acaba de leer algún pasaje mesiánico de los profetas, y con el libro cerrado sobre las rodillas y los ojos fijos en el suelo, medita sobre el sentido del oráculo misterioso. Se nos presenta como un temperamento reflexivo y meditativo; y si no fuese irrespetuoso, diríamos que era un tanto romántico y soñador. De repente, la voz alborozada que viene a sacarle de su ensimismamiento: «¡Natanael, Natanael, hemos encontrado a aquel de quien hablaron Moisés y los profetas!» ¡Noticia prodigiosa! La que el solitario de la higuera parecía meditar en aquel mismo instante; la que aguardaban siglo tras siglo las generaciones de Israel. El corazón del amigo de Felipe se estremece de alegría, su cuerpo se yergue como sacudido por una descarga eléctrica, y el alma se le asoma a los ojos interrogante y expectante. «Es Jesús, hijo de José, de Nazareth.» ¡Qué desilusión! ¡Nazareth! Un nombre que no ha leído en su querida Biblia; un nombre oscuro, sin arraigo en la historia de Israel, sin importancia en sus tradiciones. ¡Si al menos le hubieran hablado de Belén! Además, todos en Galilea conocían la violencia, la tozudez y la rudeza de los nazarenos. Y al entusiasmo de su amigo responde Natanael con esta observación, que respira, más que la amargura del sarcasmo, la tristeza de la duda: «¿De Nazareth puede salir algo bueno?»
Pero Natanael es un hombre de buena voluntad, busca la verdad con sencillez, y sabe que para llegar hasta ella se necesita un alma generosa y esforzada. «Ven y verás», le dice su amigo; y él le sigue dócilmente. Y Jesús, al fijar sobre él su primera mirada, pudo pronunciar aquel elogio definitivo: «He aquí un verdadero israelita; un corazón leal y sin engaño.» Pero Natanael no se entrega, a pesar de esta alabanza, sino que dice fríamente: «¿De dónde me conoces?» Tiene pleno derecho para pedir un signo de su vocación, un apoyo de su fe; y Jesús se le da: «Antes que Felipe te llamase—le dice—, cuando estabas bajo la higuera, yo te veía.» Le veía y penetraba en lo más profundo de su corazón, inquieto por descubrir la luz y encontrar el verdadero camino. Conmovido por aquella revelación súbita, el noble galileo se rinde con toda la plenitud de su alma generosa, y hace su profesión de fe: «Maestro, Tú eres el Hijo de Dios; Tú eres el Rey de Israel.» Al fin había resuelto el problema que le inquietaba. Estaba delante del Mesías, que le perseguía en sus enseños y le inquietaba en sus lecturas. Pedro tardará más de dos años en formular su fe de una manera tan explícita. Dios se comunica siempre al que le busca honradamente y con pureza de intención. La línea recta es el camino más corto para llegar a Dios, y al mismo tiempo el más seguro.
Así entró Natanael, hijo de Tolmai, en el Colegio Apostólico. Entra para seguir a Jesús fielmente y silenciosamente. No habla, no discute, no duda; después de aquel gozoso descubrimiento, sólo piensa en una cosa: en gozar de su tesoro. Modesto, no le importa figurar entre sus compañeros; camina recogido, recoge las palabras del Maestro, y le mira con ojos admirativos y con gesto de adoración. Probablemente era el que menos valía para llevar la bolsa, y el Iscariote debía decir de él maliciosamente que andaba en las nubes. Los Evangelios ya no vuelven a decirnos nada de su historia. Sólo el nombre. Para los sinópticos es siempre el hijo de Tolmai, Bartolomé; San Juan no conoce, más que el nombre propio: Natanael. Sigue en la niebla hasta el fin de su vida. Ni sabemos siquiera cuál es la tierra que iluminó con su predicación y fecundó con su sangre. Cuando, en el siglo II, San Panteno, el fundador de la escuela de Alejandría, penetró en la India para anunciar el nombre de Cristo, le enseñaron el Evangelio caldaico de San Mateo, que, según decían los antiguos, había sido llevado a aquellas tierras por San Bartolomé. Rufino, en cambio, nos dice que evangelizó el reino de Etiopía. Otros le hacen el apóstol de la Arabia feliz y San Crisóstomo asegura que enseñó la templanza a los licaonios. Poco a poco las leyendas empiezan a ponerse de acuerdo, y desde el siglo XII todas admiten que, caminando de provincia en provincia.
San Bartolomé llegó a la Armenia superior, y que en una ciudad misteriosa, llamada Albanópolis, fue desollado vivo por un rey más misterioso todavía, llamado Astiages. Alguien, sin embargo, siguió diciendo que había sido degollado; pero los artistas prefirieron representarle con la piel a rastras y en la mano el cuchillo, instrumento de suplicio. En la época gótica se creyó que el hijo de Tolmai pertenecía a la regia estirpe de los Ptolomeos, y, naturalmente, el arte empezó a representarle con un aire especial de nobleza y majestad. La Leyenda Dorada hacía de él este retrato: «Su figura es blanca, sus ojos grandes, su nariz recta, su barba abundante y plateada; viste una túnica de púrpura y un manto blanco, decorado de piedras preciosas. Desde los veinte años lleva los mismos vestidos, siempre nuevos y brillantes. Los ángeles le acompañan en sus peregrinaciones. Su rostro es afable y sereno. Todo lo prevé y lo conoce, habla las lenguas de todos los pueblos y sabe lo que digo en este momento.»
«Sígueme.» Con esta palabra llamaban los rabbís a los jóvenes que querían agrupar en torno a su cátedra. Felipe obedeció sin vacilar, siguió a Jesús, le escuchó y le consagró la lealtad de su pecho generoso. Pero Felipe tenía un amigo, y quiso hacerle participante de su felicidad. Corre en su busca y le encuentra debajo de una higuera. En los países soleados del Oriente, tres cosas son indispensables: aire, frescura y sombra. Este amable galileo, este noble hijo de Caná, como Santiago el Menor, sabe iluminar sus meditaciones con el ambiente puro y sereno de la mañana gozosa. Tal vez acaba de leer algún pasaje mesiánico de los profetas, y con el libro cerrado sobre las rodillas y los ojos fijos en el suelo, medita sobre el sentido del oráculo misterioso. Se nos presenta como un temperamento reflexivo y meditativo; y si no fuese irrespetuoso, diríamos que era un tanto romántico y soñador. De repente, la voz alborozada que viene a sacarle de su ensimismamiento: «¡Natanael, Natanael, hemos encontrado a aquel de quien hablaron Moisés y los profetas!» ¡Noticia prodigiosa! La que el solitario de la higuera parecía meditar en aquel mismo instante; la que aguardaban siglo tras siglo las generaciones de Israel. El corazón del amigo de Felipe se estremece de alegría, su cuerpo se yergue como sacudido por una descarga eléctrica, y el alma se le asoma a los ojos interrogante y expectante. «Es Jesús, hijo de José, de Nazareth.» ¡Qué desilusión! ¡Nazareth! Un nombre que no ha leído en su querida Biblia; un nombre oscuro, sin arraigo en la historia de Israel, sin importancia en sus tradiciones. ¡Si al menos le hubieran hablado de Belén! Además, todos en Galilea conocían la violencia, la tozudez y la rudeza de los nazarenos. Y al entusiasmo de su amigo responde Natanael con esta observación, que respira, más que la amargura del sarcasmo, la tristeza de la duda: «¿De Nazareth puede salir algo bueno?»
Pero Natanael es un hombre de buena voluntad, busca la verdad con sencillez, y sabe que para llegar hasta ella se necesita un alma generosa y esforzada. «Ven y verás», le dice su amigo; y él le sigue dócilmente. Y Jesús, al fijar sobre él su primera mirada, pudo pronunciar aquel elogio definitivo: «He aquí un verdadero israelita; un corazón leal y sin engaño.» Pero Natanael no se entrega, a pesar de esta alabanza, sino que dice fríamente: «¿De dónde me conoces?» Tiene pleno derecho para pedir un signo de su vocación, un apoyo de su fe; y Jesús se le da: «Antes que Felipe te llamase—le dice—, cuando estabas bajo la higuera, yo te veía.» Le veía y penetraba en lo más profundo de su corazón, inquieto por descubrir la luz y encontrar el verdadero camino. Conmovido por aquella revelación súbita, el noble galileo se rinde con toda la plenitud de su alma generosa, y hace su profesión de fe: «Maestro, Tú eres el Hijo de Dios; Tú eres el Rey de Israel.» Al fin había resuelto el problema que le inquietaba. Estaba delante del Mesías, que le perseguía en sus enseños y le inquietaba en sus lecturas. Pedro tardará más de dos años en formular su fe de una manera tan explícita. Dios se comunica siempre al que le busca honradamente y con pureza de intención. La línea recta es el camino más corto para llegar a Dios, y al mismo tiempo el más seguro.
Así entró Natanael, hijo de Tolmai, en el Colegio Apostólico. Entra para seguir a Jesús fielmente y silenciosamente. No habla, no discute, no duda; después de aquel gozoso descubrimiento, sólo piensa en una cosa: en gozar de su tesoro. Modesto, no le importa figurar entre sus compañeros; camina recogido, recoge las palabras del Maestro, y le mira con ojos admirativos y con gesto de adoración. Probablemente era el que menos valía para llevar la bolsa, y el Iscariote debía decir de él maliciosamente que andaba en las nubes. Los Evangelios ya no vuelven a decirnos nada de su historia. Sólo el nombre. Para los sinópticos es siempre el hijo de Tolmai, Bartolomé; San Juan no conoce, más que el nombre propio: Natanael. Sigue en la niebla hasta el fin de su vida. Ni sabemos siquiera cuál es la tierra que iluminó con su predicación y fecundó con su sangre. Cuando, en el siglo II, San Panteno, el fundador de la escuela de Alejandría, penetró en la India para anunciar el nombre de Cristo, le enseñaron el Evangelio caldaico de San Mateo, que, según decían los antiguos, había sido llevado a aquellas tierras por San Bartolomé. Rufino, en cambio, nos dice que evangelizó el reino de Etiopía. Otros le hacen el apóstol de la Arabia feliz y San Crisóstomo asegura que enseñó la templanza a los licaonios. Poco a poco las leyendas empiezan a ponerse de acuerdo, y desde el siglo XII todas admiten que, caminando de provincia en provincia.
San Bartolomé llegó a la Armenia superior, y que en una ciudad misteriosa, llamada Albanópolis, fue desollado vivo por un rey más misterioso todavía, llamado Astiages. Alguien, sin embargo, siguió diciendo que había sido degollado; pero los artistas prefirieron representarle con la piel a rastras y en la mano el cuchillo, instrumento de suplicio. En la época gótica se creyó que el hijo de Tolmai pertenecía a la regia estirpe de los Ptolomeos, y, naturalmente, el arte empezó a representarle con un aire especial de nobleza y majestad. La Leyenda Dorada hacía de él este retrato: «Su figura es blanca, sus ojos grandes, su nariz recta, su barba abundante y plateada; viste una túnica de púrpura y un manto blanco, decorado de piedras preciosas. Desde los veinte años lleva los mismos vestidos, siempre nuevos y brillantes. Los ángeles le acompañan en sus peregrinaciones. Su rostro es afable y sereno. Todo lo prevé y lo conoce, habla las lenguas de todos los pueblos y sabe lo que digo en este momento.»
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