El siglo III se había alzado iluminando el horizonte con un crepúsculo rojo de hogueras y de sangre cristiana. Siempre la persecución, la guerra de Dios, la teomaquia, según la expresión creada por Tertuliano. Los agentes de Septimio Severo habían puesto a la Iglesia en trance de perecer. Después viene la paz, una paz prolongada, que parece el presagio del edicto de Milán.», Caracalla mira con desdén a las gentes perseguidas por su padre; más le interesan los fundos inmensos de los opulentos senadores. «Con ésta —dice a su madre, levantando su espada—nadie es pobre.» El sirio Heliogábalo sólo aspira a danzar tranquilo en torno a su piedra negra, rodeado de eunucos y bacantes. El casto, el piadoso, el melancólico Alejandro Severo desprecia en secreto las viejas mitologías grecorromanas, lee los diálogos de Platón y el Evangelio, y en su pequeño panteón doméstico venera la imagen de Cristo juntamente con las de César, Orfeo, Abrahán y Alejandro Magno. Un momento, las Iglesias tiemblan ante la aparición del gigante godo Maximino; pero el bárbaro septentrional cae asesinado cuando empiezan a llenarse las cárceles para dejar paso al primer emperador cristiano, a Felipe el Árabe, que, anticipándose a Teodosio el Grande, se somete a la penitencia antes de entrar en la asamblea de los fieles.
La Iglesia aprovechó aquella paz para extender sus conquistas. En Asia Menor, el cristianismo se hizo la religión dominante. En las provincias cercanas al Mar Negro, la nueva religión se propagaba con la rapidez de un incendio. Las regiones de Frigia y Bitinia estaban completamente cristianizadas, y algunas ciudades, como Apomea, acuñaban monedas en que aparecía frente al busto del emperador un tema bíblico o algún símbolo cristiano. La provincia del Ponto, hasta entonces refractaria al Evangelio, le abrazaba repentinamente con un ardor sin ejemplo. El misionero fue allí uno de los más grandes discípulos de Orígenes, San Gregorio Taumaturgo. Nombrado obispo de Neocesarea al comenzar el siglo, sólo encontró al entrar en la ciudad diecisiete cristianos. Al poco tiempo una iglesia se alzaba en la plaza principial. La idolatría había sido expulsada de la región; el pueblo destruía las estatuas de los dioses; los sacrificios cesaban, y los habitantes de las ciudades próximas acudían al tumaturgo para que organizase sus iglesias.
Presentóse un día una Comisión de la ciudad de Comana a rogarle que fuese a presidir la elección de su obispo y a imponer sobre él las manos. En las primitivas comunidades cristianas, los nombramientos episcopales tenían un carácter democrático. El pueblo designaba la persona, y los obispos limítrofes la consagraban. Cuando tenían que nombrar un gobernador, el emperador Alejandro Severo solía decir: Hagamos como los cristianos, que no consagran un sacerdote sin haber proclamado antes su nombre e interrogado a la opinión pública.» Respetuoso con esta costumbre, Gregorio reunió a los vecinos de la ciudad y les invitó a que deliberasen. Pero ellos no llegaban a ponerse de acuerdo. Fijaban sus ojos en los hombres más eminentes de la ciudad: unos, en un rico propietario; otros, en un letrado experto en el arte de bien hablar; otros, en un penitente austero, pero inculto. «No os dejéis deslumbrar por exterioridades—les dijo el santo—. Recordad a los Apóstoles; ni eran ricos, ni sabios, ni poderosos, y, sin embargo, ellos echaron los cimientos de la Iglesia. Buscad un hombre fervoroso, caritativo, trabajador, aunque no tenga oro ni influencia, ni esas apariencias de virtud que con frecuencia engañan a las multitudes.» Apenas terminó de hablar el obispo de Neocesarea, cuando se oyó en la asamblea esta voz: « ¡Alejandro el Carbonero!» Todo el mundo se echó a reír. Y entre las risas brotaban burlas y comentarios exhilarantes. Pero el presidente dijo: «Que traigan a Alejandro el Carbonero.»
Poco después aparecía en la asamblea un hombre de alta talla, de vestidos groseros, de manos callosas, de cejas selváticas, de revuelto pelaje. «Este es vuestro obispo», dijo Gregorio, fijando en él su mirada. Una estupefacción general conmovió a la muchedumbre. Después del primer silencio, las risas se reprodujeron, y ya empezaban a levantarse algunas protestas. El taumaturgo impuso silencio con la mano, y continuó: «He leído la historia de este hombre en su mirada, y me he llenado de admiración. Aunque recorrierais todo el mundo, no encontraríais tan digno pastor. ¿Os acordáis de un magnate que hace unos años vivía en uno de los más espléndidos palacios de la ciudad, rodeado de esclavos y de cantoras? Este es ¿Os acordáis de un joven de olímpica gentileza que en otro tiempo adornaba vuestras fiestas populares? Este es. ¿Os acordáis de un sabio que discutia en vuestras plazas y confundía a los sofistas más famosos? Este es. Un día aprendió la verdadera sabiduría, se hizo cristiano, lo abandonó todo, huyó, y, después de muchos años, volvió a su patria, para terminar sus días pobre y desconocido. Pero Dios no ha consentido que permaneciese oculta esta margarita evangélica.» Ahora, el asombro fue mayor todavía. El público rodeaba al carbonero; los ancianos examinaban los rasgos de su cara; los niños besaban su túnica mugrienta, y un mismo grito salía de todas las gargantas: « ¡Alejandro, obispo; Alejandro, obispo!».
Desde la carbonera, Alejandro subió al altar. Era un obispo grave y paternal; socorría a los pobres, visitaba a los enfermos, sostenía a los vacilantes y aumentaba la intrepidez de los fervorosos. Cuando comentaba la Escritura, tenía unción y elocuencia, y al mismo tiempo fogosidad de apóstol. Tal vez algún preciosista encontraba su lenguaje algo áspero, con aquella aspereza propia de su país, que no podrán sacudir los más grandes doctores capadocios. Por lo demás, lo que a él le importaba era la doctrina. Un ateniense que se había atrevido a criticar su dicción vio un día que, mientras predicaba, una bandada de palomas blancas iba saliendo de su boca. Agiles, amorosas, graciosas, luminosas como palomas blancas, sus exhortaciones evangélica se derramaban por la ciudad de Comana y por toda la región del Ponto. Sabía exhortar y reprender, desentrañar las suavidades de la verdad evangélica y presentar las perspectivas de los castigos divinos. Todo era necesario para aquella sociedad cristiana, que, al aumentar en número, iba perdiendo el primitivo fervor. El largo reposo había traído la relajación. La guerra parecía pasada para siempre, y con ella el período de los sublimes renunciamientos. A la severidad inflexible de los antiguos tiempos, sucedía la vida fácil, la corrupción en las costumbres y los artificios de la coquetería. Se descuidaba la asistencia a las vigilias nocturnas, se aumentaba el lujo, la ostentación y la preocupación de los bienes terrenos; el paganismo, próximo a sucumbir, buscaba un refugio en las entrañas mismas de su enemigo.
Se necesitaba una nueva persecución para reavivar la antigua vida cristiana; y la persecución vino con la subida de Decio al Imperio (250). Las apostasías fueron tan rápidas como las conversiones. La fe desapareció de muchos corazones donde aún no había echado raíces profundas. Por temor a verse arrastrado ante el juez, el hijo denunciaba a su padre, y los hermanos se traicionaban mutuamente. San Gregorio Taumaturgo, que no se fiaba mucho del valor de sus ovejas, aconsejólas que huyesen al desierto, y él huyó con ellas. Entre tanto, su amigo el obispo de Comana, el sabio y heroico carbonero, alcanzado por los perseguidores, confesaba intrépidamente su fe y entregaba la vida en la hoguera.
La Iglesia aprovechó aquella paz para extender sus conquistas. En Asia Menor, el cristianismo se hizo la religión dominante. En las provincias cercanas al Mar Negro, la nueva religión se propagaba con la rapidez de un incendio. Las regiones de Frigia y Bitinia estaban completamente cristianizadas, y algunas ciudades, como Apomea, acuñaban monedas en que aparecía frente al busto del emperador un tema bíblico o algún símbolo cristiano. La provincia del Ponto, hasta entonces refractaria al Evangelio, le abrazaba repentinamente con un ardor sin ejemplo. El misionero fue allí uno de los más grandes discípulos de Orígenes, San Gregorio Taumaturgo. Nombrado obispo de Neocesarea al comenzar el siglo, sólo encontró al entrar en la ciudad diecisiete cristianos. Al poco tiempo una iglesia se alzaba en la plaza principial. La idolatría había sido expulsada de la región; el pueblo destruía las estatuas de los dioses; los sacrificios cesaban, y los habitantes de las ciudades próximas acudían al tumaturgo para que organizase sus iglesias.
Presentóse un día una Comisión de la ciudad de Comana a rogarle que fuese a presidir la elección de su obispo y a imponer sobre él las manos. En las primitivas comunidades cristianas, los nombramientos episcopales tenían un carácter democrático. El pueblo designaba la persona, y los obispos limítrofes la consagraban. Cuando tenían que nombrar un gobernador, el emperador Alejandro Severo solía decir: Hagamos como los cristianos, que no consagran un sacerdote sin haber proclamado antes su nombre e interrogado a la opinión pública.» Respetuoso con esta costumbre, Gregorio reunió a los vecinos de la ciudad y les invitó a que deliberasen. Pero ellos no llegaban a ponerse de acuerdo. Fijaban sus ojos en los hombres más eminentes de la ciudad: unos, en un rico propietario; otros, en un letrado experto en el arte de bien hablar; otros, en un penitente austero, pero inculto. «No os dejéis deslumbrar por exterioridades—les dijo el santo—. Recordad a los Apóstoles; ni eran ricos, ni sabios, ni poderosos, y, sin embargo, ellos echaron los cimientos de la Iglesia. Buscad un hombre fervoroso, caritativo, trabajador, aunque no tenga oro ni influencia, ni esas apariencias de virtud que con frecuencia engañan a las multitudes.» Apenas terminó de hablar el obispo de Neocesarea, cuando se oyó en la asamblea esta voz: « ¡Alejandro el Carbonero!» Todo el mundo se echó a reír. Y entre las risas brotaban burlas y comentarios exhilarantes. Pero el presidente dijo: «Que traigan a Alejandro el Carbonero.»
Poco después aparecía en la asamblea un hombre de alta talla, de vestidos groseros, de manos callosas, de cejas selváticas, de revuelto pelaje. «Este es vuestro obispo», dijo Gregorio, fijando en él su mirada. Una estupefacción general conmovió a la muchedumbre. Después del primer silencio, las risas se reprodujeron, y ya empezaban a levantarse algunas protestas. El taumaturgo impuso silencio con la mano, y continuó: «He leído la historia de este hombre en su mirada, y me he llenado de admiración. Aunque recorrierais todo el mundo, no encontraríais tan digno pastor. ¿Os acordáis de un magnate que hace unos años vivía en uno de los más espléndidos palacios de la ciudad, rodeado de esclavos y de cantoras? Este es ¿Os acordáis de un joven de olímpica gentileza que en otro tiempo adornaba vuestras fiestas populares? Este es. ¿Os acordáis de un sabio que discutia en vuestras plazas y confundía a los sofistas más famosos? Este es. Un día aprendió la verdadera sabiduría, se hizo cristiano, lo abandonó todo, huyó, y, después de muchos años, volvió a su patria, para terminar sus días pobre y desconocido. Pero Dios no ha consentido que permaneciese oculta esta margarita evangélica.» Ahora, el asombro fue mayor todavía. El público rodeaba al carbonero; los ancianos examinaban los rasgos de su cara; los niños besaban su túnica mugrienta, y un mismo grito salía de todas las gargantas: « ¡Alejandro, obispo; Alejandro, obispo!».
Desde la carbonera, Alejandro subió al altar. Era un obispo grave y paternal; socorría a los pobres, visitaba a los enfermos, sostenía a los vacilantes y aumentaba la intrepidez de los fervorosos. Cuando comentaba la Escritura, tenía unción y elocuencia, y al mismo tiempo fogosidad de apóstol. Tal vez algún preciosista encontraba su lenguaje algo áspero, con aquella aspereza propia de su país, que no podrán sacudir los más grandes doctores capadocios. Por lo demás, lo que a él le importaba era la doctrina. Un ateniense que se había atrevido a criticar su dicción vio un día que, mientras predicaba, una bandada de palomas blancas iba saliendo de su boca. Agiles, amorosas, graciosas, luminosas como palomas blancas, sus exhortaciones evangélica se derramaban por la ciudad de Comana y por toda la región del Ponto. Sabía exhortar y reprender, desentrañar las suavidades de la verdad evangélica y presentar las perspectivas de los castigos divinos. Todo era necesario para aquella sociedad cristiana, que, al aumentar en número, iba perdiendo el primitivo fervor. El largo reposo había traído la relajación. La guerra parecía pasada para siempre, y con ella el período de los sublimes renunciamientos. A la severidad inflexible de los antiguos tiempos, sucedía la vida fácil, la corrupción en las costumbres y los artificios de la coquetería. Se descuidaba la asistencia a las vigilias nocturnas, se aumentaba el lujo, la ostentación y la preocupación de los bienes terrenos; el paganismo, próximo a sucumbir, buscaba un refugio en las entrañas mismas de su enemigo.
Se necesitaba una nueva persecución para reavivar la antigua vida cristiana; y la persecución vino con la subida de Decio al Imperio (250). Las apostasías fueron tan rápidas como las conversiones. La fe desapareció de muchos corazones donde aún no había echado raíces profundas. Por temor a verse arrastrado ante el juez, el hijo denunciaba a su padre, y los hermanos se traicionaban mutuamente. San Gregorio Taumaturgo, que no se fiaba mucho del valor de sus ovejas, aconsejólas que huyesen al desierto, y él huyó con ellas. Entre tanto, su amigo el obispo de Comana, el sabio y heroico carbonero, alcanzado por los perseguidores, confesaba intrépidamente su fe y entregaba la vida en la hoguera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario