Es el año 972. Época de hierro, de ignorancia, de confusión. Caminos inseguros, ciudades abrasadas, tronos que se tambalean. Una nutrida caravana cruza los Alpes en dirección a Italia. Ya han bajado las cumbres del gran San Bernardo, han atravesado el Piamonte y empiezan a recorrer los pintorescos valles del Delfinado. Están alegres, porque han dejado muchos otros peligros, y a su vista se extienden las tierras mediterráneas, cubiertas de viñedos y praderas. Caminan lentamente, al paso de los mulos y los jumentos, unas veces abismados en profundo silencio, otras recitando graves salmodias. En el grupo dominan el bordón del peregrino y la capucha del monje, pero se ven también algunas espadas de pajes y escuderos. De pronto trae el viento relinchos confusos de caballos, y tras los relinchos se oye un violento galopar que estremece la tierra. Los viajeros se dispersan, internándose unos en los bosques vecinos, refugiándose otros tras los muros de una fortaleza o acurrucándose al abrigo de un peñasco. Detrás de ellos corren los jinetes blandiendo la cimitarra y disparando sus flechas. Cubren sus hombros amplios albornoces, y blancos turbantes les ciñen la frente. Son moros, una banda de piratas moros, que, venidos de España, han logrado hacerse fuertes en aquellas alturas. Y va llegando la presa: mulos cargados de víveres» fugitivos renqueantes y sangrantes, monjes maniatados. Llega también un anciano de talla prócer y mirada bondadosa. Sólo él parece sereno en medio de aquella multitud de gentes que lloran, tiemblan, gritan y amenazan. Mientras los demás huían, él se sentó en una piedra, resignado a la aventura irremediable. Cuando los bandidos se le acercaron, él empezó a discutir con ellos de religión. «Vuestra vida—les dijo—es un insulto a los hombres: robáis lo que no es vuestro, asesináis a los inocentes y turbáis la paz de los pueblos. Pero lo más triste es que vuestros ojos están cerrados a la verdad, porque vuestro profeta os ha engañado miserablemente para hundiros en las simas del infierno.»
Desconcertados quedaron los asaltantes al oír estas palabras. Su asombro se transformó luego en indignación, y ya se hablaba de colgar en un árbol al importuno e inoportuno predicador, cuando uno de ellos, intimidado por la presencia del prisionero, convenció a sus compañeros de que tal vez sería más provechoso conservarle, en la esperanza de un subido rescate. Cargáronle de hierros, le subieron a su castillo y le encerraron en un subterráneo que se abría en las entrañas de una roca. Después, reuniendo a los demás cautivos, les preguntaron: « ¿Quién es ese monje? Sus vestidos son pobres como los vuestros, pero tiene un aire de príncipe. ¿Quién es?» Y todos unánimemente contestaron: «Es Mayolo, abad de Cluny.» «Tanto mejor», debieron de pensar los infieles al escuchar la respuesta. Todo el mundo conocía a Cluny, la gran abadía de Borgoña, que, fundada medio siglo antes, se había convertido ya en una de las más poderosas instituciones de la cristiandad. Todo el mundo conocía a Mayolo, el hombre santo que regía los destinos de la Orden naciente, consejero de reyes, amigo de emperadores, árbitro de las contiendas religiosas y políticas del pueblo cristiano.
Desde entonces nadie se atrevió a molestar al ilustre prisionero. Le quitaron las cadenas, pusieron a su disposición la mejor habitación del castillo y le trataron con un respeto rayano en la admiración. Un día, uno de aquellos bandidos le ofreció una parte de su comida, consistente en un trozo de carne con un pan duro y negro, hecho con el trigo especial cuyo cultivo aclimataron aquellos hombres en el mediodía de Francia: trigo sarraceno. «Toma y come», le dijo algo rudamente. «Si tengo hambre—respondió Mayolo—, el Señor me alimentará. Él te premie la buena voluntad con que me ofreces tu ración; pero yo no tengo costumbre de comer eso.» Otro camarada, creyendo que rehusaba el pan por estar demasiado duro, se remangó los brazos, se lavó las manos, amasó rápidamente sobre su escudo dos puñados de harina, puso el pan a la lumbre y se lo ofreció con todo respeto. Aquellos salteadores de caminos se habían convertido casi en personas decentes. Ponían toda su buena voluntad por complacer a su prisionero y hacerle tolerable la reclusión. Uno de ellos pisó un día, por un descuido, la Biblia del abad. Mayolo no pudo menos de exhalar un suspiro al ver aquella profanación, sin darse cuenta de la importancia que podía tener cualquier gesto suyo. El culpable fue ásperamente reprendido por sus compañeros. «Es preciso—repetían—tener más respeto por las palabras de los profetas.» Él se irritó al oír semejantes reprensiones; pero aquellos hombres supersticiosos, temiendo que el crimen descargase la ira del Cielo sobre la compañía, acabaron por cortar el pie al involuntario profanador de la Biblia.
Entre tanto, seguían las negociaciones del rescate. Mayolo había enviado a Cluny esta carta: «A los señores y hermanos de Cluny, Mayolo miserable y cautivo: Los dolores de la muerte me han cercado y los torrentes de la iniquidad me llenan de espanto. Enviad, si os place, el precio de mi libertad y de la de mis compañeros.» Los musulmanes habían señalado la suma de mil libras de plata. Era una cantidad exorbitante, pero los monjes de Cluny y los amigos de Mayolo, entre los cuales había muchos príncipes; la reunieron rápidamente, y al poco tiempo estaba el abad de nuevo entre sus monjes, cantaba en el coro y proseguía su obra de restauración cristiana.
Bien se podía dar mil libras por la libertad de aquel hombre extraordinario. Hijo de un señor de Provenza, Mayolo tenía en la palabra y en el espíritu la agilidad del meridional. En su alma ardía un fuego que apenas era posible reprimir; pero había aprendido el arte de tenerla siempre serena como un lago. Refiriéndose a sus días de estudiante, podía decir un panegirista suyo: «Era más blanco que la flor del lirio, era más puro que la nieve; sabía agradar a Cristo, y descollaba sobre sus maestros por la dignidad de su vida.» Sus contemporáneos admiraban en él una suprema elegancia, un gesto exquisito, una suave gravedad. Si algo era capaz de romper el equilibrio de su alma, era su pasión por la lectura. Leía siempre, en el monasterio y de viaje. Su sucesor, San Odilón, nos le pinta inclinado durante las vigilias sobre los libros del Areopagita, que eran su carta de marear por el piélago de la vida interior. Si Odón; el primero de los grandes abades cluniacenses, había sido un asceta, Mayolo realizaba el tipo del místico. Lo mismo que los Padres, estudiaba los filósofos. En cuanto a los poetas paganos, mirábalos con poca simpatía. A Virgilio, cuyos poemas le habían encantado cuando estudiaba en Lyón, y luego, siendo canónigo de Macón, le llamaba ahora seductor peligroso de las imaginaciones. «Los poetas divinos os bastan — decía a sus religiosos—; Isaías y David, Sedulio y Prudencio. No manchéis vuestro espíritu con la muelle elegancia virgiliana.»
Tenía especial placer en las discusiones religiosas, y ya le hemos visto preocupado sólo de la verdad en el momento de caer en las manos de los sarracenos. Era un orador elocuente pero su fecunda elegancia no se avenía con el tecnicismo de la escuela. Miraba como su autor favorito a San Gregorio Magno, pero no el de las Homilías sobre Job o Ezequiel, que eran la preferencia del austero Odón, sino el de los Comentarios evangélicos, más suaves, más serenos, menos severos que aquéllas; diferencia de gustos que revela la diferencia de caracteres. Exteriormente ostentaba una figura majestuosa. Este hombre, a quien nunca podremos alabar bastante—dice un contemporáneo—, era de una belleza angélica, de una fisonomía noble, de un mirar lleno de dulzura. Su paso, grave; su palabra, elocuente, y en su voz, un acento sublime. Sus gestos, sus movimientos, sus actitudes revelaban al hombre perfecto, y la elegancia de sus perfecciones lo hacía aparecer a mis ojos como el más bello de los mortales.»
Tal era este hombre, uno de los más eminentes de la cristiandad en el siglo X, un gran restaurador, un organizador insigne, uno de los que prepararon aquel estallido de vitalidad que se observa desde los primeros años del siglo XI. Su figura se nos presenta magnífica en la escena revuelta de aquel mundo en construcción. No se contenta con ampliar la Orden de Cluny, promover su prestigio y dirigir sus cohortes monásticas hacia la reforma del mundo cristiano; su acción se extiende a todos los órdenes de la vida social: construye, restaura, favorece las letras, recorre la cristiandad sembrando bendiciones y optimismos e introduce la influencia de las ideas cristianas en los gobiernos de Francia, de Italia y de Alemania. Es amigo de Hugo Capoto, consejero de Otón el Grande, director de la emperatriz Santa Adelaida, y al mismo tiempo tan condescendiente con los humildes, tan compasivo, tan misericordioso, que no puede ver a un necesitado sin derramar lágrimas. Sólo la injusticia era capaz de turbar la serenidad de su alma.
Cuando Adelaida deja el palacio imperial rechazada por un hijo desagradecido, la figura alta y noble de Mayolo aparece ante el emperador, pronunciando este reproche: «Señor de una dignidad efímera, ¿cómo te atreves a pisotear los preceptos de la verdad y las leyes de la Humanidad?» Otón II, para probar que no le guardaba resentimiento, le ofreció el solio pontificio. Mayolo pidió algún tiempo para reflexionar, y al día siguiente, habiendo leído aquellas palabras de San Pablo: «Tened cuidado de no dejaros inducir por palabras engañosas», corrió en busca del emperador, y, delante de los obispos y margraves, le dio esta bella respuesta: «Yo sé que no poseo las cualidades de un hombre apostólico. No soy bastante fuerte para llevar un peso semejante. Los romanos y yo somos de costumbres y países diferentes. Si me dejase llevar de la condescendencia, perdería el carácter de monje; y así, no quiero aceptar una dignidad que me haría sucumbir con su peso.»
Toda la cristiandad contemplaba con asombro al abad de Cluny y acataba sus palabras como oráculos del Cielo. Un obispo hacía de él este elogio: «Cada día somos testigos por nuestros oídos y nuestros ojos de que la gloria de este hombre viene sólo de Dios. Es verdaderamente un astro colgado sobre nuestro suelo. Todos los siglos celebrarán su memoria.» Mayolo prolongaba sus días sin mancha, pasando de la meditación a la lectura, de la lectura a los negocios. Ya nonagenario, recordaba los días de su juventud, describía sus trabajos con palabras pintorescas y recordaba con los ojos arrasados de lágrimas a los hombres santos que él había visto caer en defensa de la Iglesia. Dolíase de haberles sobrevivido; se sentía aislado, y su único consuelo era conversar con Dios. Un discípulo suyo nos descorre un poco el velo de aquella vida interior con estas reveladoras palabras: «¡Qué profundos gemidos, qué dulces lágrimas derramaba este hombre de Dios en el fervor de la contemplación!» Viósele con frecuencia, cuando estaba en medio de los hermanos, levantado lejos de toda conversación común y como lanzado fuera de sí mismo. Otras veces, aunque estuviese solo, le hubierais creído en medio de la multitud, a causa de los sollozos y lamentos que profería en su trato con la Divinidad. Sobre su cabeza, blanca como la de cisne el invierno de la vida había hecho brotar las flores de la vejez; pero ningún velo llegó a oscurecer el brillo penetrante de sus ojos; todos sus miembros conservaban el vigor y el calor primero; había vivido en un cuerpo virgen, y hasta el último día siguieron sus sentidos con el sello de la virginidad intacta.» Parece como si éste hombre se hubiera visto libre de toda flaqueza humana. La venida de la muerte no le asustó más que el asalto de los ladrones alpinos. En su última hora, cuando todos lloraban en torno a su lecho, él se esforzaba por sonreír y decía: «Valor, amigos; demos gracias al Señor, que esta muerte inevitable sea para todos un motivo de alegría.»
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