Cristo había subido al Cielo. Dóciles a su mandato, los Apóstoles descendieron del monte Olivete y se encerraron en el cenáculo. Allí reunidos, oraban bajo la presidencia de aquel a quien se había dicho las palabras memorables: «Apacienta mis ovejas.» Pero tan vivo estaba en el alma de Pedro el recuerdo de su caída, que no osaba pensar en ninguna otra cosa. Como los de los demás, sus ojos estaban fijos en el Cielo: sólo una iniciativa tuvo durante aquellos días: la de llenar la vacante que había en el colegio de los doce. Este número místico era la imagen de las doce tribus de Israel, y de la unión que las había hecho invencibles. Convenía, por tanto, que en la víspera de iniciarse las luchas anunciadas por el Señor, no hubiese ningún hueco en las filas de sus caballeros.
Pedro se levantó y dijo: «Hermanos míos: Era preciso que se cumpliese lo que el Espíritu Santo profetizó en la Escritura por boca de David acerca de Judas, el que guió a los que prendieron a Jesús. Llamado a cumplir el oficio de nuestro santo ministerio, ocupó un puesto entre nosotros; pero luego tomó posesión del campo precio de su iniquidad, se colgó, y, cayendo de bruces en el suelo, reventó, derramándose sus entrañas.»
Pedro veía esta muerte profetizada en los versos de los Salmos, en las invocaciones de David, en las maldiciones e imprecaciones que lanzaba contra sus malhechores; pero sin hacer más que una ligera alusión, continuó: «Hermanos, es preciso que entre los que están en nuestra compañía desde el principio, es decir, desde el bautismo de Juan hasta el día en que nuestro Señor Jesús nos dejó para subir a los Cielos, escojamos uno para que sea testigo de su Resurrección.» Efectivamente, el Maestro había dicho: «Vosotros, que estáis conmigo desde el principio, daréis testimonio de Mí.» Pocos eran los discípulos que habían seguido al Señor durante toda su vida pública, y así, la asamblea no escogió más que dos: Matías y José, hijo de Sabas. Este último se había ganado el sobrenombre de Justo por su santidad, pero no era menos alta la virtud de Matías, y así la elección se hacía difícil. En vista de esto, los Apóstoles, haciendo uso de una antigua costumbre de Israel, encomendaron la decisión a la suerte. Bajo la dirección de San Pedro, rezó el Cenáculo: «Señor, Tú que conoces los corazones de los hombres, elige a uno de estos dos que has escogido, para que entre en este ministerio, y en el apostolado del cual desertó Judas por su culpa, para irse a su lugar.» Pronunciadas estas palabras, agitaron en un pañuelo las tablillas donde estaban escritos los dos nombres, y habiendo salido primero el de Matías, fue agregado a los demás Apóstoles.
¡Grande honor! Ser uno de los doce patriarcas de las tribus del pueblo de Dios, una de las doce piedras preciosas del racional del gran sacerdote, uno de los doce leones del trono de Salomón, uno de los doce príncipes que llevan el Arca del Testamento, uno de los doce torreones de la ciudad del gran rey y una de sus doce puertas. ¡Grande honor, pero, también, qué terrible grandeza! En aquel mismo puesto donde Matías estaba, se había sentado antes el que vendió al Maestro. Había que ser espejo de lealtad, reflejo perfecto de la santidad evangélica, discípulo fiel de un maestro que acababan de crucificar los hombres. Había que ir por el mundo pregonando una divina locura, sin temor al ridículo, ni a las fatigas, ni a la muerte. Y eso es lo que hizo Matías: con temor y temblor, con profundo respeto, con amor infinito, recogió aquella filosofía de la Cruz, y después de predicarla en Jerusalén, en Judea, en las orillas del Nilo y entre los negros de Etiopía, selló sus palabras con su sangre.
La Iglesia primitiva recogió amorosamente algunos rasgos de su predicación, y en los escritos de Clemente de Alejandría leemos esta sentencia suya, que está en armonía con la época cuaresmal, destinada a enmarcar su fiesta: «Es necesario combatir la carne y servirse de ella sin halagarla con satisfacciones culpables; y por lo que al alma se refiere, debemos desarrollarla con la inteligencia y con la fe.» He aquí una síntesis de la ascética cristiana. Roto por el pecado el equilibrio en el interior del hombre, sólo podremos restablecer en nosotros la imagen de Dios obligando al cuerpo a sufrir el yugo del espíritu. Pero el espíritu, a su vez, quedó también herido por la culpa original, y de ahí le viene una tendencia miserable hacia las tinieblas. Sólo la fe podrá sacarle de sus extravíos, sometiéndole a su imperio, y la inteligencia es el fruto de la fe. Es, en resumen, la doctrina que la Iglesia trata de inculcarnos en la liturgia cuaresmal.
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