Pablo era un egipcio de las orillas del Nilo, que se había hecho viejo trabajando su campo. Pero era la suya una vejez noble y robusta, que no se asustaba ni ante el trabajo ni ante el amor. Lindando ya con los sesenta, se había casado con una mujer joven y hermosa, esperando que su amorosa solicitud le ayudaría a pasar tranquilamente los últimos años de su vida. Andaba en el mundo con la misma sencillez que luego le acompañaría al desierto; pero si no hay nada como la sencillez para tratar con Dios, el trato con el mundo exige también la prudencia de la serpiente. Era hermosa, ciertamente, la mujer del oscuro labrador, como lo había sido, antes, la de Putifar, el intendente; pero a una y otra podían aplicarse las palabras sagradas: «Mejor es habitar en una tierra desierta que con una mujer pérfida e iracunda.»
Sucedió, pues, que un día de mucho calor, Pablo dejó su campo antes de la hora ordinaria y se fue a casa para descansar. «Mi Pelagia—decía por el camino—me dará un vaso de vino bien fresco, y cogeré fuerzas para trabajar otro poco.» Pero su Pelagia pensaba en cosa muy distinta.
—¡Eh!—gritó el labriego al atravesar el umbral. Como nadie respondía, entró más adentro y vio a su mujer dulcemente entretenida con un galán atrevido. Tenía Pablo la guadaña en la mano, pero no se le ocurrió hacer uso de ella. Quedóse mirando a la puerta, se echó a reír, y dijo donosamente:
—¡Muy bien!, ¡pero que muy bien!
Después, dirigiéndose al mancebo, anadió:
—Te la regalo, juntamente con sus hijos. Podéis continuar, pues os juro por Jesús que no pienso veros más en mi vida.
Y sin decir más, salió de casa.
Ocho días anduvo errante por las soledades egipcias, buscando la montaña donde vivía San Antonio. Habiéndola encontrado, llamó tembloroso a la puerta de la celda. Unos instantes después aparecía delante de él la figura pálida y demacrada del anacoreta.
—¿Qué quieres?—preguntó Antonio con suavidad.
—Hacerme monje—dijo Pablo.
El solitario le examinó rápidamente: vio su cabellera blanquecina, su frente arrugada, sus manos temblorosas, sus rasgos seniles acentuados por la fatiga del largo viaje; y, arrugando luego el ceño, dijo:
—¿Tienes ya sesenta años y quieres vivir aquí? Vete más bien a la ciudad; trabaja dando gracias a Dios, y gánate así la vida. Un viejo como tú no puede soportar las privaciones de la soledad.
—Haré cualquier cosa que me enseñes—insistió Pablo.
—Te he dicho que eres demasiado viejo para estar cinco días sin comer, según mi costumbre—volvió a decir Antonio, cerrando al mismo tiempo la puerta.
Pablo quedó como petrificado. Aquella repulsa inesperada era peor que la tragedia doméstica. No tardó, sin embargo, en tomar una resolución extraña: permanecer a la puerta de aquella choza hasta tanto que el solitario le abriese. Pasaron tres días sin que se moviese la puerta; al cuarto, Antonio se decidió a salir.
—Pero ¡qué pesado eres!—dijo al recién venido—; ya te he dicho que no estás hecho para vivir aquí.
Más recibió esta respuesta, en que había toda la firmeza de un propósito irrevocable:
—Es imposible que yo me muera en otro lugar que éste.
—Y ¿dónde tienes tus provisiones? — preguntó el anacoreta.
—En casa las dejé—respondió Pablo.
—¿Y no has comido nada en estos cuatro días?
—Nada desde que aquí vine.
Quedóse pensativo Antonio unos momentos, como pareciendo decir: «Este hombre se va a morir de hambre, y su culpa va caer sobre mí.» Después, sin mirar al viejo, con voz un tanto desabrida, añadió:
—Bueno, entra; pero has de obedecer en todo lo que te mandare.
—En todo—asintió el postulante, derramando lágrimas de agradecimiento.
El primer mandato del maestro a su nuevo discípulo rezaba así:
—Quédate aquí a la puerta rezando, mientras te traigo alguna cosa en que trabajar.
Pablo obedeció, y Antonio volvió a entrar en la celda. Pasaron horas y horas, y llegó la noche sin que el maestro pareciese acordarse de su discípulo; hasta que, al amanecer del día siguiente, se abrió de nuevo la puerta para dejar paso al solitario.
—Aquí tienes—dijo a Pablo, poniendo delante de él una gavilla de ramas de palma—. Hay que hacer una soga con ella. Fíjate cómo lo hago yo, y trabaja.
El novicio empezó a trabajar con entusiasmo. A las tres de la tarde tenía ya quince cuartas de cuerda, y estaba contento de su labor, cuando Antonio se acercó a él y le dijo:
—Muy mal; pero muy mal. Ya puedes deshacer eso y volverlo a tejer de nuevo.
Al mismo tiempo pensaba en su interior: «A ver si este viejo se cansa de mis impertinencias y acaba por dejarme tranquilo.» Pero Pablo, sonriendo beatíficamente, deshizo el trenzado, y con mucha dificultad, pues ahora las palmas estaban arrugadas y maltrechas, volvió a empezar su tarea.
Tanta paciencia, empezaba a intrigar al viejo maestro. Hasta se sentía humillado y confundido ante aquel convertido de la víspera. Al fin, un día le dijo, poco después de ponerse el sol:
—Padrecito, ¿quieres que comamos un poco de pan?
—Como te parezca, padre mío—respondió Pablo con indiferencia; y por orden de Antonio, preparó la mesa, y en ella cuatro panes de seis onzas cada uno.
Antonio empezó a hacer la oración previa. Rezó un salmo y lo volvió a rezar, deteniéndose en cada uno de los versos. Así hasta doce veces. Después dijo a su discípulo:
—Sentémonos aquí y aguardemos a que se ponga el sol.
Llegó la noche, y con ella una nueva orden:
—Levántate, reza y duerme.
Y dejaron la mesa puesta. A medianoche se levantaron a rezar, y rezando estuvieron hasta las tres de la tarde. Finalmente, iban a sentarse para comer. Comió el gran Antonio uno de aquellos panes, y el viejo le imitó.
—Come otro, padrecito—dijo el maestro.
—Si lo comes tú—respondió Pablo—, lo comeré yo.
—A mí con uno me basta, pues soy monje.
—Y a mí también, pues quiero serlo.
Tal fue el noviciado de San Pablo el Simple; y como el noviciado, fue luego toda su vida: vida de simplicidad, de obediencia, de oración y de mortificación. Una palabra, un gesto de Antonio, eran para él el signo de la voluntad de Dios. Conferenciaba un día su maestro con otros príncipes de la soledad acerca de las profecías roesiánicas, y he aquí que Pablo, presente a la conferencia, le hizo esta extraña pregunta:
—Padre, ¿quién vivió antes, el Mesías o los profetas?
Aquellos graves abades se echaron a reír. Antonio puso el dedo en la boca, indicando al discípulo que callase y se retirase a un rincón. Tan al pie de la letra tomó Pablo aquella orden, que en muchas semanas no volvió a decir una sola palabra. Poco a poco su simplicidad se convirtió en la más alta sabiduría. Penetraba lo más profundo de los corazones, conocía la voluntad de Dios, tenía por maestros a los ángeles del Cielo, y por discípulos a los anacoretas más venerables. Así, con aquella simplicidad inocente y confiada, que el mundo hubiera llamado necedad, se hizo Pablo más ilustre y, sobre todo, más feliz que los sabios y los poderosos del mundo.
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