El texto de II Macabeos introduce en la Sagrada Escritura una novedad, no contemplada en los anteriores libros del Antiguo Testamento: la resurrección de los muertos.
Esta idea tardía nace de convicciones personales sobre la suerte de los justos que mueren defendiendo su fe, sin miedo a la muerte y sin odio a sus verdugos.
La justicia de Dios no se puede reducir a bienes materiales y a una larga descendencia, pues los bienes son caducos y la descendencia se olvida pronto de sus progenitores.
La muerte de los 7 hermanos Macabeos, a manos de Antíoco IV Epifanes, por ser fieles a su fe, nos revela que Dios no abandona a los suyos.
Nos admira la valentía de la madre de los Macabeos animando a sus hijos a enfrentarse con dignidad a la muerte antes que renegar de su fe.
Una madre, que ama tanto a sus hijos y actúa de esta manera, no puede estar motivada más que por un bien superior.
Sabe que los recuperará para siempre en la vida eterna.
Por eso dice: “Vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se espera que Dios mismo nos resucitará” (II Macabeos. 7,14).
La fe en la resurrección que nos expresan los últimos libros veterotestamentarios: Sabiduría, Daniel y Macabeos, responde a una evolución del pensamiento judío.
Piensan que quienes han sido fieles al Señor entregando su vida por amor, la recuperarán de nuevo, porque están convencidos que Dios es fiel a la alianza.
Por el contrario, afirman que no habrá resurrección para los malvados; serán aniquilados.
Esta idea tardía nace de convicciones personales sobre la suerte de los justos que mueren defendiendo su fe, sin miedo a la muerte y sin odio a sus verdugos.
La justicia de Dios no se puede reducir a bienes materiales y a una larga descendencia, pues los bienes son caducos y la descendencia se olvida pronto de sus progenitores.
La muerte de los 7 hermanos Macabeos, a manos de Antíoco IV Epifanes, por ser fieles a su fe, nos revela que Dios no abandona a los suyos.
Nos admira la valentía de la madre de los Macabeos animando a sus hijos a enfrentarse con dignidad a la muerte antes que renegar de su fe.
Una madre, que ama tanto a sus hijos y actúa de esta manera, no puede estar motivada más que por un bien superior.
Sabe que los recuperará para siempre en la vida eterna.
Por eso dice: “Vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se espera que Dios mismo nos resucitará” (II Macabeos. 7,14).
La fe en la resurrección que nos expresan los últimos libros veterotestamentarios: Sabiduría, Daniel y Macabeos, responde a una evolución del pensamiento judío.
Piensan que quienes han sido fieles al Señor entregando su vida por amor, la recuperarán de nuevo, porque están convencidos que Dios es fiel a la alianza.
Por el contrario, afirman que no habrá resurrección para los malvados; serán aniquilados.
La idea de la resurrección se fue desarrollando hasta los tiempos de Jesús bajo el gobierno religioso de los saduceos, que no creían en la vida después de la muerte, y los escribas y fariseos, que sí creían.
En la tradición judeo-cristiana es fundamental la fe en un Dios personal que nos llama a la vida y quiere que estemos junto a Él para siempre.
Un Dios que cuida a las aves del cielo y a los lirios del campo
¿No se va a ocupar de los hombres a quienes ha creado a su imagen y semejanza?
A diferencia de las religiones orientales, con espiritualidad pacifista, muy de moda en las últimas décadas del s.XX, sobre todo en Europa, los cristianos creemos en un Dios Encarnado, el Verbo, Jesucristo, pero no en la reencarnación, desarrollada especialmente en el hinduismo.
La fe en Jesús fecunda la esperanza y nos da la seguridad de que, pese a que acabe nuestra condición biológica actual, no se extinguirá el Amor que Él ha sembrado en nuestros corazones, y que está destinado a perpetuarse en una gozosa vida futura.
Quien profesa al comienzo del símbolo de la fe: “Creo en Dios Padre, creador…” puede terminar confesando: “Espero en la vida eterna” (Juan Martín Velasco).
En la tradición judeo-cristiana es fundamental la fe en un Dios personal que nos llama a la vida y quiere que estemos junto a Él para siempre.
Un Dios que cuida a las aves del cielo y a los lirios del campo
¿No se va a ocupar de los hombres a quienes ha creado a su imagen y semejanza?
A diferencia de las religiones orientales, con espiritualidad pacifista, muy de moda en las últimas décadas del s.XX, sobre todo en Europa, los cristianos creemos en un Dios Encarnado, el Verbo, Jesucristo, pero no en la reencarnación, desarrollada especialmente en el hinduismo.
La fe en Jesús fecunda la esperanza y nos da la seguridad de que, pese a que acabe nuestra condición biológica actual, no se extinguirá el Amor que Él ha sembrado en nuestros corazones, y que está destinado a perpetuarse en una gozosa vida futura.
Quien profesa al comienzo del símbolo de la fe: “Creo en Dios Padre, creador…” puede terminar confesando: “Espero en la vida eterna” (Juan Martín Velasco).
Sin embargo, millones de seres humanos se confiesan ateos o no creyentes.
Sé de alguno que daría todos sus bienes por tener la fe de su madre.
Recorriendo hace años el antiguo cementerio civil de Madrid, sentí un escalofrío al leer sobre la lápida de una de las sepulturas:
“Después de la muerte no hay nada”.
Este pensamiento pesimista no es nuevo.
Es el mismo que, en el evangelio de hoy, le plantean los fariseos a Jesús acerca de una mujer que se casa y enviuda sucesivamente de 7 hermanos, y muere al final, sin dejar descendencia de ninguno de ellos:
“Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será mujer, puesto que lo fue de los 7?” (Lucas 20,33).
La secta de los saduceos, la más poderosa y rica de Israel, tenía una notable influencia, porque dominaban el Sanedrín y contaban entre sus filas con senadores.
Su creencia se centraba en el orden salvífico del templo que ellos mismos gestionaban.
Negaban la inmortalidad del alma.
La pregunta que hacen a Jesús (trampa saducea) es una manipulación capciosa para conseguir que dé un paso en falso.
Para ello utilizan la Ley del Levirato, creada para proteger a las viudas que quedaban en el más absoluto abandono.
Un marido les garantizaba seguridad y amparo.
Jesús sale airoso de la trampa y desenmascara su poder apoyándose en la autoridad de Moisés que ellos respetan.
El Dios de Abraham, Isaac y Jacob no es “Dios de muertos, sino de vivos” (Lucas 20, 38).
No tiene sentido una religión de muertos, porque “Para Dios todos viven”.
Sé de alguno que daría todos sus bienes por tener la fe de su madre.
Recorriendo hace años el antiguo cementerio civil de Madrid, sentí un escalofrío al leer sobre la lápida de una de las sepulturas:
“Después de la muerte no hay nada”.
Este pensamiento pesimista no es nuevo.
Es el mismo que, en el evangelio de hoy, le plantean los fariseos a Jesús acerca de una mujer que se casa y enviuda sucesivamente de 7 hermanos, y muere al final, sin dejar descendencia de ninguno de ellos:
“Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será mujer, puesto que lo fue de los 7?” (Lucas 20,33).
La secta de los saduceos, la más poderosa y rica de Israel, tenía una notable influencia, porque dominaban el Sanedrín y contaban entre sus filas con senadores.
Su creencia se centraba en el orden salvífico del templo que ellos mismos gestionaban.
Negaban la inmortalidad del alma.
La pregunta que hacen a Jesús (trampa saducea) es una manipulación capciosa para conseguir que dé un paso en falso.
Para ello utilizan la Ley del Levirato, creada para proteger a las viudas que quedaban en el más absoluto abandono.
Un marido les garantizaba seguridad y amparo.
Jesús sale airoso de la trampa y desenmascara su poder apoyándose en la autoridad de Moisés que ellos respetan.
El Dios de Abraham, Isaac y Jacob no es “Dios de muertos, sino de vivos” (Lucas 20, 38).
No tiene sentido una religión de muertos, porque “Para Dios todos viven”.
Las lecturas de hoy nos ofrecen una oportunidad valiosa para revitalizar nuestra fe cristiana.
Estamos convencidos de que existe un más allá, una vida después de la muerte.
Una realidad que no podemos explicar con elementos de la vida presente y hemos de ceñirnos a la terminología de Dios para comprender las realidades espirituales.
Es una pena que acudamos en masa a la procesión del Domingo de Ramos y a las de la Semana Santa y nuestros templos estén semivacíos para celebrar la Resurrección del Señor.
Algo chirría en nuestra fe cuando damos prioridad a lo folklórico sobre la práctica religiosa.
Lo mismo ocurre en los funerales.
Se llenan las iglesias para acompañar al difunto/a y dar el pésame a los familiares, pero la mayoría nos quedamos en casa a la hora de celebrar con la comunidad el Día del Señor, a quien no sabemos reconocer por nuestra humana mediocridad.
Todo sería diferente si albergáramos la presencia del que nos espera más allá de la frontera del dolor y la separación.
Todo cambiaría si aguardáramos con esperanza y alegría el encuentro definitivo con Él.
Estamos convencidos de que existe un más allá, una vida después de la muerte.
Una realidad que no podemos explicar con elementos de la vida presente y hemos de ceñirnos a la terminología de Dios para comprender las realidades espirituales.
Es una pena que acudamos en masa a la procesión del Domingo de Ramos y a las de la Semana Santa y nuestros templos estén semivacíos para celebrar la Resurrección del Señor.
Algo chirría en nuestra fe cuando damos prioridad a lo folklórico sobre la práctica religiosa.
Lo mismo ocurre en los funerales.
Se llenan las iglesias para acompañar al difunto/a y dar el pésame a los familiares, pero la mayoría nos quedamos en casa a la hora de celebrar con la comunidad el Día del Señor, a quien no sabemos reconocer por nuestra humana mediocridad.
Todo sería diferente si albergáramos la presencia del que nos espera más allá de la frontera del dolor y la separación.
Todo cambiaría si aguardáramos con esperanza y alegría el encuentro definitivo con Él.
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