Sombrío aparecía el horizonte de la civilización en aquella segunda mitad del siglo V: un Imperio milenario que se hundía, una sociedad que agonizaba entre espasmos de horror, un orden, creado por los esfuerzos de tantos hombres geniales, destruido en pocos años por aquellos hombres rubios salidos de las selvas septentrionales. Era una hora en que los corazones más fuertes llegaban a dudar y a desmayar presagiando que había llegado el reino del Anticristo, precursor de la catástrofe universal.
En medio del general desaliento se yerguen algunos hombres animosos, que, aunque salidos de la generación antigua, se resignan a dar por muerto un pasado glorioso para trabajar con entusiasmo en la formación de una nueva sociedad y de un orden distinto del antiguo orden romano. Entre estos reconstructores ocupa Remigio un lugar eminente. Descendiente de una ilustre familia galorromana del país de Laón. Educado en las célebres escuelas de la ciudad de Reims, sobresaliendo desde muy joven por encima de todos sus contemporáneos, según dice uno de ellos, Sidonio Apolinar, tanto por la madurez de su espíritu como por la extensión de su ciencia, fue designado para ocupar la sede episcopal de Reims cuando sólo tenía veintidós años de edad. Y «tan bien—dijo un poeta que llegó a conocerle, Venancio Fortunato—se hubo desde el primer día en tan alta dignidad, como si hubiera tenido ya la experiencia de las canas. Era largo en las limosnas, profundamente humano, asiduo en velar, en rezar constante y devoto, en la caridad perfecto, en la doctrina insigne, preparado siempre para hablar aun de las cosas más altas y divinas». Consideraba la bondad como la joya más preciosa de un hombre. «La serenidad de su rostro no era más que el reflejo de la dulcedumbre de su alma, y en la suavidad de su acento se adivinaba la piedad de su clementísimo corazón.» Las mismas aves del cielo sabían algo de aquel tesoro de ternuras y misericordias. «Cuando le acontecía—sigue hablando el poeta—tener algún convite con sus domésticos y amigos, porque le gustaba regocijarse en santa libertad con los que amaba, los pájaros descendían a él sin reparo alguno para coger de su mano las sobras de la mesa. Iban los unos saciados y los otros venían a saciarse, y la gracia de las virtudes amansaba maravillosamente el recelo natural de los animales.»
Más difíciles, tal vez, de amansar eran aquellos guerreros, «bestias rubias», que venían a deshacer todo lo que los cesares habían construido; pero este hombre de corazón piadoso y de ojos que sabían adivinar la lejanía del porvenir. Este noble, este letrado, este orador cumplido, no era de los que, obstinados, como Sidonio, en las añoranzas de la antigua Roma, no podían soportar la lengua del bárbaro, ni su olor, ni su manera de andar; como el marsellés Salviano y el español Paulo Orosio, olvidó su nobleza y su literatura y su antigua Roma para salir al encuentro de aquella raza bárbara, que llegaba con la furia de un tornado, que iba a apoderarse del cetro del mundo y que tendría en sus manos los destinos de la Iglesia. Remigio presenció la violencia de una de aquellas invasiones. Saliendo de las llanuras de Holanda, los francos se habían dirigido hacia el sur. Tournai, Cambrai, Soissons y París habían señalado las etapas principales de su marcha victoriosa. Un día su rey recibió, no sin grande admiración, una carta que decía: «Un gran rumor nos ha llegado; dícese que acabas de tomar las riendas del gobierno de nuestra nación. No es una maravilla que seas tú lo que fueron tus padres; pero mira que no te abandone nunca el juicio de Dios, a fin de que por tus méritos logres conservar ese puesto donde te han colocado tu industria y tu nobleza, porque, como dice el vulgo, los actos del hombre se prueban por su fin. Rodéate de consejeros que sepan acrecentar tu honra. Sé casto y honesto; honra a los sacerdotes y atiende a sus consejos, pues si vives en armonía con ellos darás el bienestar al país. Consuela a los afligidos, protege a las viudas, alimenta a los huérfanos, haz que todo el mundo te ame y te tema. Salga de tus labios la voz de la justicia, deja abierta a todo el mundo la puerta de tu tienda, y no permitas que nadie se marche triste de tu presencia. Juega con los jóvenes, puesto que eres joven; pero aconséjate con los ancianos, y si quieres reinar, muéstrate digno de ello.»
Quien en tan nobles palabras condensaba todo un plan de gobierno cristiano era el obispo de Reims, el metropolitano de la Galia Bélgica; quien escuchaba este lenguaje era un rey de quince años, que sabía ya llevar sus gentes a la victoria. Se llamaba Clovis. Aún temía a Odín y reverenciaba a Thor y esperaba en el Walhalla; pero la franqueza y la dignidad de aquella carta le impresionaron fuertemente; más tarde llegó a conocer al que se la había enviado, y en el noble continente de Remigio, iluminado por dos ojos de lealtad, le pareció ver a un semidiós. Su presencia inspiraba ciertamente veneración y respeto. Era, dice Gregorio Turonense, de rostro agradable e ingenuo, de talla prócer, pues medía casi siete pies; de frente grande y austera, de nariz bastante aguileña y algo encendida, de barba muy larga, de andar grave, de venerable aspecto; de suerte que todo en él respiraba serenidad y majestad. La belleza de alma, que se reflejaba en su virtud, era tal, que al verle hubierais creído tener delante la imagen de la santidad.
La obra que el obispo de Reims había comenzado en el corazón del joven príncipe fue proseguida por la influencia bienhechora de la reina Clotilde, hija del rey de los borgoñeses. Sus virtudes, más todavía que sus exhortaciones, conmovieron de tal modo el alma del rey bárbaro, que un día, en el campo de Toibiac, viendo a los suyos ceder ante el choque de los alemanes, invocó al Dios de Clotilde, prometiendo bautizarse si alcanzaba la victoria. Vencedor, cumplió su promesa, después de haber aprendido de labios del obispo de Reims la esencia de la doctrina evangélica. La mayor parte de sus guerreros le imitaron en esta resolución. «Rey piadoso—le decían—, contigo renunciaremos a los dioses efímeros para seguir al Dios inmortal que Remigio nos predica.» La ceremonia se celebró en la catedral de Reims el día de Navidad del año 496. Remigio quiso revestirla de la pompa que merecía un hecho que iba a ser la primera página de una historia milenaria. Desde el palacio a la catedral, el camino aparecía adornado de tapicerías y guirnaldas; las calles estaban cubiertas de enramadas y alfombras orientales; el pórtico de la iglesia lanzaba al Cielo el resplandor de las luminarias; los perfumes ardían, embalsamando la atmósfera; y maravillado de tal magnificencia, el rey, que caminaba al lado del Pontífice, preguntó ingenuamente: «Padrino, ¿es éste el reino de Dios que me has prometido?» «No—respondió Remigio—: es la entrada del camino que conduce a él.» Poco después se acercaba a la piscina pidiendo el agua bautismal. Entonces fue cuando Remigio pronunció aquellas palabras famosas: «Humilla la cerviz, sicambro altivo; adora lo que has quemado y quema lo que has adorado.» Y era un hombre nuevo el que al amanecer salía de la basílica adornado con la blanca vestidura de los neófitos. Así se lo daba a entender otro obispo galo, amigo de Remigio, en una carta famosa: «Tus abuelos te dejaron grandes destinos; pero tú has querido dejar otros mayores a los que vendrán después de ti. Te enseñaron a reinar sabré la tierra; tú enseñas a tus descendientes a reinar en el Cielo. Ya no es sólo el Oriente el que tiene un emperador de nuestra fe; una nueva luz brilla en la persona de un rey occidental, una luz que se ha encendido en el día en que celebrábamos la Natividad de nuestro Redentor. Has nacido para Cristo el día en que Cristo nació para ti. ¡Oh maravillosa regeneración! Yo no pude asistir a ella; pero durante esa santa noche mi pensamiento estaba lleno de ti, y en espíritu seguí todo el curso de la ceremonia. Parecíame ver a los Pontífices reunidos y a ti inclinado, bajo la bendición de sus manos, una cabeza que hacía temblar a las naciones, y cambiando la coraza del combate por los blancos vestidos del bautismo. ¡Oh, el más ilustre de los reyes!, No creas que esos vestidos de nieve lleguen a hacer tus miembros inútiles para las armas. Tu virtud será más poderosa que tu fortuna.» Así hablaba el obispo de Viena, San Avito, y resumía su pensamiento en aquella sentencia que resonaba como el grito triunfante de la civilización: «Tu fe es nuestra victoria.»
Remigio continuó en la corte, en el campamento y en toda la nación aquella obra evangelizadora que le ha dado el título de Apóstol de los Francos. Era preciso asegurar la victoria ganada y robustecer la fe del monarca. Un momento, Clovis parece haber dudado de aquella buena estrella que los obispos le anunciaban con motivo de su bautismo. A los pocos meses perdía una hermana que había sido bautizada con él y a la cual amaba con hondo cariño. Esta pérdida vino a sumirle en el mayor abatimiento, en medio del cual llegó hasta él la voz, siempre humana y compasiva, del obispo de Reims: «No puedo menos—decía Remigio—de mezclar mis lágrimas a las tuyas en este momento doloroso. Hay, sin embargo, un pensamiento que debe consolarnos, y es que al dejar este mundo tu hermana nos ha dejado virtudes que honrar, más que lágrimas que derramar. Su vida fue tal, que bien podemos decir que Dios se la llevó para coronarla. Aunque haya desaparecido para tus ojos, está viva para tu fe. No lloremos, pues, cuando Dios nos depara intercesores más cerca de su corazón y del nuestro. Destierra, oh rey y señor mío, esos sentimientos de un dolor demasiado humano. Vuelve a tomar animosamente las riendas de tu Imperio, y no dudes que en la serenidad de la fe encontrarás la fuente de las sabias inspiraciones. Eres el jefe de los pueblos, y no puede dejarse abatir por la tristeza aquel de quien los demás esperaban su felicidad. Confía; el Rey de los Cielos ha recibido en el coro de las vírgenes, entre el canto de los coros angélicos, el alma de esa dulce hermana a quien lloras.»
Así sabía llegar al corazón aquel santo anciano. Toda su vida, su larga vida de noventa años, fue una obra de bondad y una siembra de consuelo. A los detractores de Clodoveo solía desarmarles con estas palabras: «Hay que perdonar mucho al que se ha convertido en propagador de la fe y salvador de las provincias.» A unos obispos que le achacaban su mucha indulgencia, les decía: «Estamos en nuestro alto puesto, no para dominar a los hombres, sino para curarlos; para servir a la piedad y no a la ira.» Conservamos aún su testamento, en que se refleja una vez más la benignidad de aquel corazón apostólico. Pobres socorridos, esclavos libertados, iglesias pobres remediadas. A un hombre que había comprado para librarle de la muerte, le deja veinte sueldos de oro; a los presbíteros de Lyón, lo necesario para un banquete anual, a fin de que se acuerden de él todos los domingos en la misa; a todos sus presbíteros, sacerdotes y familiares, abundancia de dineros y telas preciosas, túnicas, sayos, casullas, tapetes, copas y cucharas; a la iglesia remense, viñas, campos, colonos, y también un manto blanco de Pascua, dos colchas columbinas, tres vetos, que los días de fiesta solía colocar en las puertas del triclinio, de la cámara y de la cocina; un cáliz con imágenes esculpidas y «un vaso de plata que me dio el rey Clodoveo, de ilustre memoria, a quien recibí en la fuente sagrada del bautismo».
En medio del general desaliento se yerguen algunos hombres animosos, que, aunque salidos de la generación antigua, se resignan a dar por muerto un pasado glorioso para trabajar con entusiasmo en la formación de una nueva sociedad y de un orden distinto del antiguo orden romano. Entre estos reconstructores ocupa Remigio un lugar eminente. Descendiente de una ilustre familia galorromana del país de Laón. Educado en las célebres escuelas de la ciudad de Reims, sobresaliendo desde muy joven por encima de todos sus contemporáneos, según dice uno de ellos, Sidonio Apolinar, tanto por la madurez de su espíritu como por la extensión de su ciencia, fue designado para ocupar la sede episcopal de Reims cuando sólo tenía veintidós años de edad. Y «tan bien—dijo un poeta que llegó a conocerle, Venancio Fortunato—se hubo desde el primer día en tan alta dignidad, como si hubiera tenido ya la experiencia de las canas. Era largo en las limosnas, profundamente humano, asiduo en velar, en rezar constante y devoto, en la caridad perfecto, en la doctrina insigne, preparado siempre para hablar aun de las cosas más altas y divinas». Consideraba la bondad como la joya más preciosa de un hombre. «La serenidad de su rostro no era más que el reflejo de la dulcedumbre de su alma, y en la suavidad de su acento se adivinaba la piedad de su clementísimo corazón.» Las mismas aves del cielo sabían algo de aquel tesoro de ternuras y misericordias. «Cuando le acontecía—sigue hablando el poeta—tener algún convite con sus domésticos y amigos, porque le gustaba regocijarse en santa libertad con los que amaba, los pájaros descendían a él sin reparo alguno para coger de su mano las sobras de la mesa. Iban los unos saciados y los otros venían a saciarse, y la gracia de las virtudes amansaba maravillosamente el recelo natural de los animales.»
Más difíciles, tal vez, de amansar eran aquellos guerreros, «bestias rubias», que venían a deshacer todo lo que los cesares habían construido; pero este hombre de corazón piadoso y de ojos que sabían adivinar la lejanía del porvenir. Este noble, este letrado, este orador cumplido, no era de los que, obstinados, como Sidonio, en las añoranzas de la antigua Roma, no podían soportar la lengua del bárbaro, ni su olor, ni su manera de andar; como el marsellés Salviano y el español Paulo Orosio, olvidó su nobleza y su literatura y su antigua Roma para salir al encuentro de aquella raza bárbara, que llegaba con la furia de un tornado, que iba a apoderarse del cetro del mundo y que tendría en sus manos los destinos de la Iglesia. Remigio presenció la violencia de una de aquellas invasiones. Saliendo de las llanuras de Holanda, los francos se habían dirigido hacia el sur. Tournai, Cambrai, Soissons y París habían señalado las etapas principales de su marcha victoriosa. Un día su rey recibió, no sin grande admiración, una carta que decía: «Un gran rumor nos ha llegado; dícese que acabas de tomar las riendas del gobierno de nuestra nación. No es una maravilla que seas tú lo que fueron tus padres; pero mira que no te abandone nunca el juicio de Dios, a fin de que por tus méritos logres conservar ese puesto donde te han colocado tu industria y tu nobleza, porque, como dice el vulgo, los actos del hombre se prueban por su fin. Rodéate de consejeros que sepan acrecentar tu honra. Sé casto y honesto; honra a los sacerdotes y atiende a sus consejos, pues si vives en armonía con ellos darás el bienestar al país. Consuela a los afligidos, protege a las viudas, alimenta a los huérfanos, haz que todo el mundo te ame y te tema. Salga de tus labios la voz de la justicia, deja abierta a todo el mundo la puerta de tu tienda, y no permitas que nadie se marche triste de tu presencia. Juega con los jóvenes, puesto que eres joven; pero aconséjate con los ancianos, y si quieres reinar, muéstrate digno de ello.»
Quien en tan nobles palabras condensaba todo un plan de gobierno cristiano era el obispo de Reims, el metropolitano de la Galia Bélgica; quien escuchaba este lenguaje era un rey de quince años, que sabía ya llevar sus gentes a la victoria. Se llamaba Clovis. Aún temía a Odín y reverenciaba a Thor y esperaba en el Walhalla; pero la franqueza y la dignidad de aquella carta le impresionaron fuertemente; más tarde llegó a conocer al que se la había enviado, y en el noble continente de Remigio, iluminado por dos ojos de lealtad, le pareció ver a un semidiós. Su presencia inspiraba ciertamente veneración y respeto. Era, dice Gregorio Turonense, de rostro agradable e ingenuo, de talla prócer, pues medía casi siete pies; de frente grande y austera, de nariz bastante aguileña y algo encendida, de barba muy larga, de andar grave, de venerable aspecto; de suerte que todo en él respiraba serenidad y majestad. La belleza de alma, que se reflejaba en su virtud, era tal, que al verle hubierais creído tener delante la imagen de la santidad.
La obra que el obispo de Reims había comenzado en el corazón del joven príncipe fue proseguida por la influencia bienhechora de la reina Clotilde, hija del rey de los borgoñeses. Sus virtudes, más todavía que sus exhortaciones, conmovieron de tal modo el alma del rey bárbaro, que un día, en el campo de Toibiac, viendo a los suyos ceder ante el choque de los alemanes, invocó al Dios de Clotilde, prometiendo bautizarse si alcanzaba la victoria. Vencedor, cumplió su promesa, después de haber aprendido de labios del obispo de Reims la esencia de la doctrina evangélica. La mayor parte de sus guerreros le imitaron en esta resolución. «Rey piadoso—le decían—, contigo renunciaremos a los dioses efímeros para seguir al Dios inmortal que Remigio nos predica.» La ceremonia se celebró en la catedral de Reims el día de Navidad del año 496. Remigio quiso revestirla de la pompa que merecía un hecho que iba a ser la primera página de una historia milenaria. Desde el palacio a la catedral, el camino aparecía adornado de tapicerías y guirnaldas; las calles estaban cubiertas de enramadas y alfombras orientales; el pórtico de la iglesia lanzaba al Cielo el resplandor de las luminarias; los perfumes ardían, embalsamando la atmósfera; y maravillado de tal magnificencia, el rey, que caminaba al lado del Pontífice, preguntó ingenuamente: «Padrino, ¿es éste el reino de Dios que me has prometido?» «No—respondió Remigio—: es la entrada del camino que conduce a él.» Poco después se acercaba a la piscina pidiendo el agua bautismal. Entonces fue cuando Remigio pronunció aquellas palabras famosas: «Humilla la cerviz, sicambro altivo; adora lo que has quemado y quema lo que has adorado.» Y era un hombre nuevo el que al amanecer salía de la basílica adornado con la blanca vestidura de los neófitos. Así se lo daba a entender otro obispo galo, amigo de Remigio, en una carta famosa: «Tus abuelos te dejaron grandes destinos; pero tú has querido dejar otros mayores a los que vendrán después de ti. Te enseñaron a reinar sabré la tierra; tú enseñas a tus descendientes a reinar en el Cielo. Ya no es sólo el Oriente el que tiene un emperador de nuestra fe; una nueva luz brilla en la persona de un rey occidental, una luz que se ha encendido en el día en que celebrábamos la Natividad de nuestro Redentor. Has nacido para Cristo el día en que Cristo nació para ti. ¡Oh maravillosa regeneración! Yo no pude asistir a ella; pero durante esa santa noche mi pensamiento estaba lleno de ti, y en espíritu seguí todo el curso de la ceremonia. Parecíame ver a los Pontífices reunidos y a ti inclinado, bajo la bendición de sus manos, una cabeza que hacía temblar a las naciones, y cambiando la coraza del combate por los blancos vestidos del bautismo. ¡Oh, el más ilustre de los reyes!, No creas que esos vestidos de nieve lleguen a hacer tus miembros inútiles para las armas. Tu virtud será más poderosa que tu fortuna.» Así hablaba el obispo de Viena, San Avito, y resumía su pensamiento en aquella sentencia que resonaba como el grito triunfante de la civilización: «Tu fe es nuestra victoria.»
Remigio continuó en la corte, en el campamento y en toda la nación aquella obra evangelizadora que le ha dado el título de Apóstol de los Francos. Era preciso asegurar la victoria ganada y robustecer la fe del monarca. Un momento, Clovis parece haber dudado de aquella buena estrella que los obispos le anunciaban con motivo de su bautismo. A los pocos meses perdía una hermana que había sido bautizada con él y a la cual amaba con hondo cariño. Esta pérdida vino a sumirle en el mayor abatimiento, en medio del cual llegó hasta él la voz, siempre humana y compasiva, del obispo de Reims: «No puedo menos—decía Remigio—de mezclar mis lágrimas a las tuyas en este momento doloroso. Hay, sin embargo, un pensamiento que debe consolarnos, y es que al dejar este mundo tu hermana nos ha dejado virtudes que honrar, más que lágrimas que derramar. Su vida fue tal, que bien podemos decir que Dios se la llevó para coronarla. Aunque haya desaparecido para tus ojos, está viva para tu fe. No lloremos, pues, cuando Dios nos depara intercesores más cerca de su corazón y del nuestro. Destierra, oh rey y señor mío, esos sentimientos de un dolor demasiado humano. Vuelve a tomar animosamente las riendas de tu Imperio, y no dudes que en la serenidad de la fe encontrarás la fuente de las sabias inspiraciones. Eres el jefe de los pueblos, y no puede dejarse abatir por la tristeza aquel de quien los demás esperaban su felicidad. Confía; el Rey de los Cielos ha recibido en el coro de las vírgenes, entre el canto de los coros angélicos, el alma de esa dulce hermana a quien lloras.»
Así sabía llegar al corazón aquel santo anciano. Toda su vida, su larga vida de noventa años, fue una obra de bondad y una siembra de consuelo. A los detractores de Clodoveo solía desarmarles con estas palabras: «Hay que perdonar mucho al que se ha convertido en propagador de la fe y salvador de las provincias.» A unos obispos que le achacaban su mucha indulgencia, les decía: «Estamos en nuestro alto puesto, no para dominar a los hombres, sino para curarlos; para servir a la piedad y no a la ira.» Conservamos aún su testamento, en que se refleja una vez más la benignidad de aquel corazón apostólico. Pobres socorridos, esclavos libertados, iglesias pobres remediadas. A un hombre que había comprado para librarle de la muerte, le deja veinte sueldos de oro; a los presbíteros de Lyón, lo necesario para un banquete anual, a fin de que se acuerden de él todos los domingos en la misa; a todos sus presbíteros, sacerdotes y familiares, abundancia de dineros y telas preciosas, túnicas, sayos, casullas, tapetes, copas y cucharas; a la iglesia remense, viñas, campos, colonos, y también un manto blanco de Pascua, dos colchas columbinas, tres vetos, que los días de fiesta solía colocar en las puertas del triclinio, de la cámara y de la cocina; un cáliz con imágenes esculpidas y «un vaso de plata que me dio el rey Clodoveo, de ilustre memoria, a quien recibí en la fuente sagrada del bautismo».
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