Lo mismo que Santa Teresa, San Francisco de Sales tuvo poca suerte con los pintores. Los retratos que de él nos quedan son irritantes; alguno hasta ridículo. Los biógrafos, en cambio, nos describen una fisonomía ideal. «Este niño bendito—dice uno de ellos—tenia impresos en toda su persona los caracteres de la bondad; su rostro estaba siempre alegre, sus ojos eran dulces, su mirada amante, y todo su exterior tan modesto, que parecía un ángel.» Otro nos da detalles más minuciosos: «Era de sana constitución y de elevada estatura; tenía la cabeza fuerte y bien formada, calva en la parte superior, pero adornada en la inferior de cabellos rubios, o, mejor, castaños; frente ancha y despejada, ojos cubiertos de cejas elevadas y bien arqueadas, mejillas encendidas con vivos colores, boca dulce, fisonomía benévola, tez delicada, y todas las facciones de una finura exquisita.» No se puede dudar de su belleza rubia, florida, deslumbrante, que le causó numerosas molestias. «Fue muchas veces tentado, y rudamente, por diversas personas», dice Santa Chantal; y añade: «¡Oh Dios mío! ¿Me atreveré a decirlo? Me parece que nuestro bienaventurado Padre era una imagen viva en que estaba pintado el Hijo de Dios y Señor nuestro.» Fue el mismo Santo el que hizo a la baronesa la confidencia de sus tentaciones. En una carta le decía: «También yo he sido atacado por todos los medios en una edad débil e inexperta; pero nunca miré a aquella gente sino para escupirla en la nariz.»
En su castillo saboyano de Sales, entre la vegetación riente de un valle alpino, había recibido, con una educación esmerada, la orientación religiosa suficiente para resistir aquellas luchas de vida de estudiante y sus primeros años de clérigo. Montañés, de espíritu sutil, desconfiado por las enseñanzas de una observación aguda, despejóse pronto de aquella credulidad excesiva, que se refleja en varias anécdotas de su infancia. Pero su corazón profundo tendía naturalmente hacia el candor de los niños: «No sé si me conocéis bien—escribía a Santa Chantal—. No soy muy prudente; es una virtud que no amo con exceso. Me gusta, porque es forzoso poseerla. En realidad, tampoco soy simple; pero es una maravilla el ardor con que amo la simplicidad. Ciertamente, las pequeñas y blancas palomitas son más agradables que las serpientes, y si fuese preciso juntar las cualidades de la una con las de la otra, yo no daría la simplicidad de la paloma a la serpiente, sino la prudencia de la serpiente a la paloma.»
Esto es, precisamente, lo que se había realizado en él. La prudencia de la serpiente se había agregado a la paloma, sin quitarle el encanto de la paloma. Gracias a esto, su adolescencia se conserva incólume a través de los colegios y las Universidades; primero en París, después en Padua, cuando escuchaba a los doctores de la Sorbona, y, finalmente, siendo discípulo de los jesuitas. No se puede poner en duda su energía para resistir la corrupción del ambiente escolar; pero, por naturaleza, era más bien tímido, débil, condescendiente, a pesar de la leyenda, que hace de él un violento, transformado por un vencimiento prodigioso. La resistencia está contra su carácter. Si puede ceder, cede siempre, antes que arrostrar de frente los obstáculos, y eso hasta en el combate espiritual. «Cuando encontréis dificultades —enseña—, no perdáis tiempo en romperlas; buscad un hábil rodeo.» A un amigo que le achacaba el aceptar demasiados sermones, le decía: «¿Qué queréis? Mi humor me lleva a la condescendencia. Encuentro la palabra «no» tan ruda para el prójimo, que no me atrevo a pronunciarla cuando se me pide algo razonable... Jamás contradigo a nadie.» No es un hombre terrible, y sus familiares lo saben bien. Lo mismo en París que en Padua, su ayo le trata con aires de dictador, y más tarde, en el palacio episcopal, vemos a su camarero «decidiendo, disponiendo y ordenándolo todo sin contradicción».
Es reservado, tímido, algo cerrado; pero hace esfuerzos para mostrarse afable y cordial. «Cuando yo era joven —dice—entregábame al ejercicio de la dulzura.» Así consiguió aquella bondad, aquella compasión, aquella graciosa benevolencia en que se mezclaba a la vez la caridad cristiana y la gentileza del mundo. Sus libros, ríos de miel, nos revelan la suavidad maravillosa de su vida interior. La gracia y la naturaleza se adaptan, se compenetran en él para formar aquel corazón tierno y compasivo, que le inspiraba estas palabras: «Hace cuatro días oí en confesión a un gentilhombre, bello como el día, bravo como la espada. ¡Oh Salvador de mi alma! ¡Qué alegría oírle acusar tan santamente sus pecados. Me puso fuera de mí mismo. ¡Cuántos besos de paz le di!» Sin embargo, su sensibilidad era completamente sobrenatural. «¡Qué feliz sería yo —exclama—si estuviese tan unido a Dios como desprendido del mundo»; y en otra parte decía: «Soy el hombre más afectivo del mundo, y, no obstante, sólo amo a Dios, y a todas las almas por Dios.» Y esto no era egoísmo; su propio ser le absorbía menos que ningún otro. No le considera como un asnillo, a estilo de San Pedro de Alcántara, sino que le trata como trata a los demás, sin rudeza, sin pasión, y hasta con cierta simpatía. Mira los movimientos de su alma como alguien que estuviese fuera de ella, unas veces curioso, otras alegre, otras resignado. Hablando de una tentación, dice bellamente: «Veíala yo allá abajo, muy abajo, en el fondo de la parte inferior de mi alma, hincharse y arrastrarse como un sapo.»
No contribuyó poco para llegar a aquel optimismo fundamental del alma de Francisco la crisis famosa por que atravesó cuando, próximo a los veinte años, estudiaba Teología en la Sorbona. Acuciado siempre del anhelo de perfección, piadoso sin desfallecimientos, tal vez pensaba demasiado en aquellas palabras bíblicas: «Obrad vuestra salvación con temor y temblor.» Él mismo nos dice que, siendo joven escolar, le vino un gran fervor y un deseo decidido de ser santo y perfecto. «Comencé a imaginar que para esto era necesario derribar la cabeza sobre el hombro diciendo mis oraciones, porque vi que otro escolar, que era realmente un santo, hacía lo mismo.» Cuando sus padres le anunciaron que tendría que ir a París, Francisco temblaba pensando en los peligros que le aguardaban, y después, en medio de las tentaciones, veíase al joven, melancólico y preocupado, exagerando la gravedad de sus faltas inocentes, y lamentándose de no oponer una resistencia más heroica a las seducciones del mundo. Entonces empezó a pensar que estaba condenado. Fue un sufrimiento terrible, que duró cerca de seis semanas y cuya violencia le quitó el sueño y las ganas de comer, quedándose en los huesos y amarillo como la cera. Pero un día, al volver abatido del colegio, entró en la iglesia de San Esteban de los Griegos, y allí encontró escrita en una tablilla esta oración a la Virgen: «Acordaos, ¡ oh Virgen María!, que jamás se ha oído decir que ninguno de los que han implorado vuestro socorro haya sido desechado por Vos. Animado de esta confianza, a Vos acudo, ¡oh Virgen Madre de las Vírgenes!, y me arrojo a vuestros pies gimiendo bajo el peso de mis pecados...» Rezó Francisco la oración, se levantó, y en el mismo instante encontróse enteramente curado. Parecíale que el mal se había desprendido como las escamas de la lepra.
Esta prueba fue beneficiosa, a la vez, para el corazón y para la inteligencia del joven estudiante. Influyó en su vida, lo mismo que en su pensamiento. La angustia, entonces desvanecida, era de orden dogmático, si no causada, al menos intensificada por un sistema especial de teología, según el cual ciertas almas han sido creadas exclusivamente para manifestar la justicia divina con la eternidad de las penas. Cuando en la iglesia de San Esteban se iluminan sus horizontes y desaparece la obsesión, Francisco abandona esta opinión y pasándose al campo contrario, se hace molinista.
Así se iba formando el gran maestro de la espiritualidad moderna. Teólogo en París, jurista en Padua, canónigo y preboste de Annecy, auxiliar del obispo de Ginebra, controversista y refinador de los protestantes, misionero y apóstol de la región del Chablais, donde consigue numerosas y prodigiosas conversiones, va poco a poco atesorando la experiencia necesaria para cumplir su gran misión de restaurador de la piedad. A los treinta y cinco años aparece de nuevo en París, siendo ya coadjutor de Ginebra. Fue una estancia de ocho meses, fecunda en enseñanzas y revelaciones. Entra en contacto con los grandes de la tierra, con los prelados, con el rey; trata a Berulle, a Richelieu, a San Vicente de Paúl; frecuenta los círculos donde se habla de cosas de espíritu, estudia los gustos reinantes, armoniza con ellos sus escritos, estudia los clásicos, pule su lengua, empieza a esmaltar sus sermones de recuerdos e historias de Plinio, frecuenta el trato de los oradores de la capital y los imita, acaso más de lo que hubiera debido. Él mismo nos dice que unos años más tarde se propuso «predicar algo más maduramente, algo más sólidamente, y, por decirlo en una palabra, algo más apostólicamente que antes». El prelado saboyano es recibido en todas partes con alegría; aún más, con entusiasmo; pero no es aún el arbitro de la santidad, sino el discípulo, el observador atento, el hombre lleno de gracia, de gentileza, de modestia, de precaución, que sabe ver y callar, aunque también hablar lo indispensable. Tratándose de esta época, es particularmente exacta la imagen que Santa Chantal nos ofrece de su trato: «Escuchaba a todo el mundo apaciblemente y todo el tiempo que cada uno quería. Sus maneras y su conversación eran extremadamente serias y majestuosas; pero siempre lo más humilde, lo más dulce, lo más natural que se ha visto jamás. Hablaba bajo, gravemente, reposadamente, dulcemente y sabiamente. No decía ni de más ni de menos, sino lo necesario; entre los negocios serios, solía derramar palabras de gran afabilidad cordial.»
Al volver a Ginebra, Francisco tiene la impresión de que se ha encontrado plenamente. Dueño de sus ideas, traza su método, que describe con toda claridad, y empieza a escribir aquellas admirables cartas de dirección que le revelan como el más fino conocedor del alma humana y del espíritu de Dios. Desde la primera nos da a entender que su método se distingue por la suavidad. Nada de aspereza; es preciso contar con la nobleza y la generosidad del alma devota. Exige la confianza y sabe ganarla. La segunda carta, dirigida a una mujer, empieza le esta manera: «Amo vuestro espíritu firmemente, porque pienso que Dios lo quiere, y tiernamente, porque le veo todavía débil y joven.» Es ya el maestro de la vida interior; conoce plenamente su verdad, su riqueza, sus engaños, sus complejidades y sus tropiezos, y está ya maduro para escribir la Introducción a la vida devota. La aparición de Filotea fue uno de los más grandes acontecimientos de principios del siglo XVII. Su éxito prodigioso señala una de las etapas de la historia del pensamiento y de la vida cristiana. Es poco todo lo que se diga sobre la gracia del estilo, la finura de la idea y la profundidad de los análisis morales; pero más que todo esto vale la originalidad de la empresa que con su obra acometía el obispo de Ginebra. Su propósito era llevar la piedad a todo el mundo, aplicarla a la vida común; presentarla, sin mancharse con el naturalismo de un Montaigne, tan dulce y tan amable, que al practicarla se sintiese el hombre, a ejemplo suyo, «ser tan hombre como si no fuese nada más». Si el hombre es con demasiada frecuencia «un animal severo, áspero y rudo», es preciso suavizarle y ablandarle con la miel y el azúcar de la devoción. « ¿No es una herejía—preguntaba—querer desterrar la vida devota de la compañía de los soldados, del taller de los artesanos, del palacio de los príncipes y del hogar de los casados?» Ante todo, Francisco siente la necesidad «de destruir la estúpida figura de una virtud triste, quejumbrosa, despechada, amenazadora, destructora, confinada en un peñón, rodeada de espinas, espantajo de las gentes», la virtud del cuello torcido, en que él estuvo a punto de caer durante su adolescencia. También aquí lo que caracteriza a San Francisco es la suavidad. Se ha propuesto colocar al alma «en una actitud de suavidad» con Dios, consigo misma y con las demás almas. «Quiero una piedad dulce, suave, agradable, apacible; en una palabra, una piedad franca y que se haga amar de Dios primeramente, y luego de los hombres.» Todo en la vida espiritual debe ser pacífico y alegre. Desde que aparece la inquietud, hay algo que no es puro; las mismas virtudes, «que se pierden a veces por sobrepasarlas», han de ser deseadas sin demasiada aspereza.
La amenidad del estilo contribuye a aumentar la impresión amable que nos causa la lectura de Filotea. Hay que tener presente, sin embargo, que el ascetismo de San Francisco de Sales, como todo ascetismo cristiano, exige sacrificio. Se le ha llamado, acaso con exageración, el más mortificante de los santos; pero es la verdad que él, como San Juan de la Cruz, nos conduce a la mortificación, a la lucha, al renunciamiento. En medio de tanta suavidad. Filotea tiene que estar dispuesta a tres cosas esenciales: a los exámenes de conciencia, «que abren los ojos sobre una cantidad de pecados que viven disfrazados en nuestro interior»; a las meditaciones, que ponen ante nosotros las perspectivas de la virtud, y a la práctica de los deberes de su estado, que hace penetrar la devoción en nuestro corazón, en nuestro espíritu y en nuestra vida. Sin embargo, y aquí está el matiz propio del obispo de Ginebra, en el camino de la virtud y en el renunciamiento al amor propio; más aprovechan la calma y la paciencia, que una actitud violenta y un ardor provocativo. Conoce San Francisco la estrategia ignaciana; mas para él, el más seguro medio de perfección es combatir el amor propio, no declarándole la guerra, sino despreciando sus ataques.
Sabía, no obstante, acomodarse a las necesidades de las almas. Con Santa Juana Francisca Fremiot de Chantal se muestra duro, exigente y minucioso; a veces, hasta cruel. En el primer encuentro que tuvo con ella, encontrándola excesivamente mundana en el vestido: «Señora—le dijo—, ¿dejaríais de parecer bien sin todos esos encajes?» En otra ocasión estaba sentado a la mesa de la santa, y sabiendo la aversión que ella tenía a las aceitunas, le sirvió una ración, significándole su deseo de que las comiese. «Cortad, romped las amistades—le escribía—, y no os detengáis en deshacer los nudos. Usad el cincel, manejad el cuchillo sin piedad.» Ya religiosa, la reprende en público con voz terrible por una falta infinitesimal, y sin decirle una palabra, la deja un largo rato deshecha en lágrimas. «¿No os he dicho, hija mía—repetía el santo—, que os había de despojar de todo?» Y observando aquella táctica inflexible, exclamaba ella: « ¡Oh Dios, qué fácil es dejar lo que nos rodea! Pero dejar uno su piel, su carne, sus huesos y penetrar en lo íntimo de la médula, esto es una cosa grande, difícil, imposible, si no es a la gracia de Dios.»
Más arriba que Filotea está Teótimo, el héroe del Tratado del amor de Dios, que sube ya los escalones de la vida mística. Aquí San Francisco de Sales sigue a Santa Teresa, como antes había seguido a Luís de Granada. Pero es siempre él mismo. Ha empezado su tarea «con el miedo de que ahora no tenga el éxito feliz de la vez anterior, pues la empresa es más fuerte y nerviosa. » Sin embargo, quiere hacer un libro de mística que se pueda recomendar a las gentes del mundo y a los hombres de la corte. «He tratado—dice él mismo—de suavizar, de huir ciertos rasgos difíciles.» Se propone hacer de la mística lo que había hecho de la devoción: una vía amable, fácil, deseable, sencilla, y hasta, podríamos decir, natural. Era una audacia grande, una empresa llena de novedad. Y hay que reconocer que el obispo de Ginebra la realiza con un tacto maravilloso. Lo sublime se presenta tan suavemente, los términos están escogidos con tan consumada habilidad, la progresión hacia las alturas es tan espontánea, tan insensible, el método de iniciación tan prudente, que muchos se han podido engañar sobre el verdadero sentido de esta obra, considerándola como una segunda parte de la Introducción a la vida devota. Sin embargo, en ella vemos expuestos los más altos estados de la oración: la quietud, la unión, el rapto, el éxtasis; pero la fascinación de su lenguaje claro y sabroso, lleno de gracia y originalidad, y a veces vibrante, con una emoción profunda, llega a hacer que aquellas regiones nos parezcan más accesibles. La magia de su pluma cubre de flores los caminos más difíciles; nada de tecnicismo, que puede entorpecer; nada de oscuridades y complicaciones inútiles; nada tampoco de los sutiles análisis, de los matices que distinguen los estados místicos. Su objeto es guiar al contemplativo, pero sin dar vértigo al que no ha salido del camino ordinario.
Diríase que San Francisco de Sales había adivinado la enfermedad que se estaba incubando en la sociedad de su tiempo. Sus libros, sus cartas, su espíritu, su vida, todo su pensamiento, se nos presentan como la antítesis del concepto jansenista de la vida espiritual. No hay en él nada de sombrío y tenebroso. Conoce todas las miserias de la naturaleza humana, pero nada le extraña ni le repugna. Su compasión no tiene límites, y su bondad es tan profunda, que, a pesar de las tristes experiencias cuyo fruto ha sido aquella prudencia tan poco amada por él, se empeña en creer buenos los pobres corazones humanos, que, sea dentro, sea fuera de la Iglesia, «no llegarán nunca a ahogar en ellos completamente la inclinación natural de amar a Dios».
«Sucede con frecuencia, entre las perdices, que las unas roban los huevos de las otras para incubarlos. Y mirad qué cosa más rara: el perdigón nacido y alimentado bajo las alas de una perdiz extraña, al primer reclamo que oye de su verdadera madre, abandona a la que hurtó el huevo, vuelve a su primera madre y se agrega a la pollada, por la correspondencia que tiene con su primer origen.»
Esto mismo, dice San Francisco de Sales, sucede con corazón humano. Educado en medio de las cosas materiales, bajo las alas de la naturaleza, no puede dejar de estremecerse cuando la voz de Dios llega hasta él. Por otra parte, Dios habla, habla constantemente, se inclina hacia la criatura, la busca, la invita al abrazo de la unión. ¿No es esto bastante para sentirse arrebatado por el más legítimo optimismo? Así piensa Francisco, y no le asusta el triste espectáculo del combate sin tregua entre el hombre superior y el inferior; al contrario, triunfa de este dualismo, tratando a la parte inferior del alma como un huésped molesto, ciertamente, pero ridículo, despreciable, inofensivo desde que se ha cesado de escucharle. «Mi conducta—dice—está llena de una gran variedad de imperfecciones contrarias, y el bien que quiero no lo hago; sin embargo, sé muy bien que, en verdad y sin fingimiento, lo quiero con una voluntad inviolable.»
En su castillo saboyano de Sales, entre la vegetación riente de un valle alpino, había recibido, con una educación esmerada, la orientación religiosa suficiente para resistir aquellas luchas de vida de estudiante y sus primeros años de clérigo. Montañés, de espíritu sutil, desconfiado por las enseñanzas de una observación aguda, despejóse pronto de aquella credulidad excesiva, que se refleja en varias anécdotas de su infancia. Pero su corazón profundo tendía naturalmente hacia el candor de los niños: «No sé si me conocéis bien—escribía a Santa Chantal—. No soy muy prudente; es una virtud que no amo con exceso. Me gusta, porque es forzoso poseerla. En realidad, tampoco soy simple; pero es una maravilla el ardor con que amo la simplicidad. Ciertamente, las pequeñas y blancas palomitas son más agradables que las serpientes, y si fuese preciso juntar las cualidades de la una con las de la otra, yo no daría la simplicidad de la paloma a la serpiente, sino la prudencia de la serpiente a la paloma.»
Esto es, precisamente, lo que se había realizado en él. La prudencia de la serpiente se había agregado a la paloma, sin quitarle el encanto de la paloma. Gracias a esto, su adolescencia se conserva incólume a través de los colegios y las Universidades; primero en París, después en Padua, cuando escuchaba a los doctores de la Sorbona, y, finalmente, siendo discípulo de los jesuitas. No se puede poner en duda su energía para resistir la corrupción del ambiente escolar; pero, por naturaleza, era más bien tímido, débil, condescendiente, a pesar de la leyenda, que hace de él un violento, transformado por un vencimiento prodigioso. La resistencia está contra su carácter. Si puede ceder, cede siempre, antes que arrostrar de frente los obstáculos, y eso hasta en el combate espiritual. «Cuando encontréis dificultades —enseña—, no perdáis tiempo en romperlas; buscad un hábil rodeo.» A un amigo que le achacaba el aceptar demasiados sermones, le decía: «¿Qué queréis? Mi humor me lleva a la condescendencia. Encuentro la palabra «no» tan ruda para el prójimo, que no me atrevo a pronunciarla cuando se me pide algo razonable... Jamás contradigo a nadie.» No es un hombre terrible, y sus familiares lo saben bien. Lo mismo en París que en Padua, su ayo le trata con aires de dictador, y más tarde, en el palacio episcopal, vemos a su camarero «decidiendo, disponiendo y ordenándolo todo sin contradicción».
Es reservado, tímido, algo cerrado; pero hace esfuerzos para mostrarse afable y cordial. «Cuando yo era joven —dice—entregábame al ejercicio de la dulzura.» Así consiguió aquella bondad, aquella compasión, aquella graciosa benevolencia en que se mezclaba a la vez la caridad cristiana y la gentileza del mundo. Sus libros, ríos de miel, nos revelan la suavidad maravillosa de su vida interior. La gracia y la naturaleza se adaptan, se compenetran en él para formar aquel corazón tierno y compasivo, que le inspiraba estas palabras: «Hace cuatro días oí en confesión a un gentilhombre, bello como el día, bravo como la espada. ¡Oh Salvador de mi alma! ¡Qué alegría oírle acusar tan santamente sus pecados. Me puso fuera de mí mismo. ¡Cuántos besos de paz le di!» Sin embargo, su sensibilidad era completamente sobrenatural. «¡Qué feliz sería yo —exclama—si estuviese tan unido a Dios como desprendido del mundo»; y en otra parte decía: «Soy el hombre más afectivo del mundo, y, no obstante, sólo amo a Dios, y a todas las almas por Dios.» Y esto no era egoísmo; su propio ser le absorbía menos que ningún otro. No le considera como un asnillo, a estilo de San Pedro de Alcántara, sino que le trata como trata a los demás, sin rudeza, sin pasión, y hasta con cierta simpatía. Mira los movimientos de su alma como alguien que estuviese fuera de ella, unas veces curioso, otras alegre, otras resignado. Hablando de una tentación, dice bellamente: «Veíala yo allá abajo, muy abajo, en el fondo de la parte inferior de mi alma, hincharse y arrastrarse como un sapo.»
No contribuyó poco para llegar a aquel optimismo fundamental del alma de Francisco la crisis famosa por que atravesó cuando, próximo a los veinte años, estudiaba Teología en la Sorbona. Acuciado siempre del anhelo de perfección, piadoso sin desfallecimientos, tal vez pensaba demasiado en aquellas palabras bíblicas: «Obrad vuestra salvación con temor y temblor.» Él mismo nos dice que, siendo joven escolar, le vino un gran fervor y un deseo decidido de ser santo y perfecto. «Comencé a imaginar que para esto era necesario derribar la cabeza sobre el hombro diciendo mis oraciones, porque vi que otro escolar, que era realmente un santo, hacía lo mismo.» Cuando sus padres le anunciaron que tendría que ir a París, Francisco temblaba pensando en los peligros que le aguardaban, y después, en medio de las tentaciones, veíase al joven, melancólico y preocupado, exagerando la gravedad de sus faltas inocentes, y lamentándose de no oponer una resistencia más heroica a las seducciones del mundo. Entonces empezó a pensar que estaba condenado. Fue un sufrimiento terrible, que duró cerca de seis semanas y cuya violencia le quitó el sueño y las ganas de comer, quedándose en los huesos y amarillo como la cera. Pero un día, al volver abatido del colegio, entró en la iglesia de San Esteban de los Griegos, y allí encontró escrita en una tablilla esta oración a la Virgen: «Acordaos, ¡ oh Virgen María!, que jamás se ha oído decir que ninguno de los que han implorado vuestro socorro haya sido desechado por Vos. Animado de esta confianza, a Vos acudo, ¡oh Virgen Madre de las Vírgenes!, y me arrojo a vuestros pies gimiendo bajo el peso de mis pecados...» Rezó Francisco la oración, se levantó, y en el mismo instante encontróse enteramente curado. Parecíale que el mal se había desprendido como las escamas de la lepra.
Esta prueba fue beneficiosa, a la vez, para el corazón y para la inteligencia del joven estudiante. Influyó en su vida, lo mismo que en su pensamiento. La angustia, entonces desvanecida, era de orden dogmático, si no causada, al menos intensificada por un sistema especial de teología, según el cual ciertas almas han sido creadas exclusivamente para manifestar la justicia divina con la eternidad de las penas. Cuando en la iglesia de San Esteban se iluminan sus horizontes y desaparece la obsesión, Francisco abandona esta opinión y pasándose al campo contrario, se hace molinista.
Así se iba formando el gran maestro de la espiritualidad moderna. Teólogo en París, jurista en Padua, canónigo y preboste de Annecy, auxiliar del obispo de Ginebra, controversista y refinador de los protestantes, misionero y apóstol de la región del Chablais, donde consigue numerosas y prodigiosas conversiones, va poco a poco atesorando la experiencia necesaria para cumplir su gran misión de restaurador de la piedad. A los treinta y cinco años aparece de nuevo en París, siendo ya coadjutor de Ginebra. Fue una estancia de ocho meses, fecunda en enseñanzas y revelaciones. Entra en contacto con los grandes de la tierra, con los prelados, con el rey; trata a Berulle, a Richelieu, a San Vicente de Paúl; frecuenta los círculos donde se habla de cosas de espíritu, estudia los gustos reinantes, armoniza con ellos sus escritos, estudia los clásicos, pule su lengua, empieza a esmaltar sus sermones de recuerdos e historias de Plinio, frecuenta el trato de los oradores de la capital y los imita, acaso más de lo que hubiera debido. Él mismo nos dice que unos años más tarde se propuso «predicar algo más maduramente, algo más sólidamente, y, por decirlo en una palabra, algo más apostólicamente que antes». El prelado saboyano es recibido en todas partes con alegría; aún más, con entusiasmo; pero no es aún el arbitro de la santidad, sino el discípulo, el observador atento, el hombre lleno de gracia, de gentileza, de modestia, de precaución, que sabe ver y callar, aunque también hablar lo indispensable. Tratándose de esta época, es particularmente exacta la imagen que Santa Chantal nos ofrece de su trato: «Escuchaba a todo el mundo apaciblemente y todo el tiempo que cada uno quería. Sus maneras y su conversación eran extremadamente serias y majestuosas; pero siempre lo más humilde, lo más dulce, lo más natural que se ha visto jamás. Hablaba bajo, gravemente, reposadamente, dulcemente y sabiamente. No decía ni de más ni de menos, sino lo necesario; entre los negocios serios, solía derramar palabras de gran afabilidad cordial.»
Al volver a Ginebra, Francisco tiene la impresión de que se ha encontrado plenamente. Dueño de sus ideas, traza su método, que describe con toda claridad, y empieza a escribir aquellas admirables cartas de dirección que le revelan como el más fino conocedor del alma humana y del espíritu de Dios. Desde la primera nos da a entender que su método se distingue por la suavidad. Nada de aspereza; es preciso contar con la nobleza y la generosidad del alma devota. Exige la confianza y sabe ganarla. La segunda carta, dirigida a una mujer, empieza le esta manera: «Amo vuestro espíritu firmemente, porque pienso que Dios lo quiere, y tiernamente, porque le veo todavía débil y joven.» Es ya el maestro de la vida interior; conoce plenamente su verdad, su riqueza, sus engaños, sus complejidades y sus tropiezos, y está ya maduro para escribir la Introducción a la vida devota. La aparición de Filotea fue uno de los más grandes acontecimientos de principios del siglo XVII. Su éxito prodigioso señala una de las etapas de la historia del pensamiento y de la vida cristiana. Es poco todo lo que se diga sobre la gracia del estilo, la finura de la idea y la profundidad de los análisis morales; pero más que todo esto vale la originalidad de la empresa que con su obra acometía el obispo de Ginebra. Su propósito era llevar la piedad a todo el mundo, aplicarla a la vida común; presentarla, sin mancharse con el naturalismo de un Montaigne, tan dulce y tan amable, que al practicarla se sintiese el hombre, a ejemplo suyo, «ser tan hombre como si no fuese nada más». Si el hombre es con demasiada frecuencia «un animal severo, áspero y rudo», es preciso suavizarle y ablandarle con la miel y el azúcar de la devoción. « ¿No es una herejía—preguntaba—querer desterrar la vida devota de la compañía de los soldados, del taller de los artesanos, del palacio de los príncipes y del hogar de los casados?» Ante todo, Francisco siente la necesidad «de destruir la estúpida figura de una virtud triste, quejumbrosa, despechada, amenazadora, destructora, confinada en un peñón, rodeada de espinas, espantajo de las gentes», la virtud del cuello torcido, en que él estuvo a punto de caer durante su adolescencia. También aquí lo que caracteriza a San Francisco es la suavidad. Se ha propuesto colocar al alma «en una actitud de suavidad» con Dios, consigo misma y con las demás almas. «Quiero una piedad dulce, suave, agradable, apacible; en una palabra, una piedad franca y que se haga amar de Dios primeramente, y luego de los hombres.» Todo en la vida espiritual debe ser pacífico y alegre. Desde que aparece la inquietud, hay algo que no es puro; las mismas virtudes, «que se pierden a veces por sobrepasarlas», han de ser deseadas sin demasiada aspereza.
La amenidad del estilo contribuye a aumentar la impresión amable que nos causa la lectura de Filotea. Hay que tener presente, sin embargo, que el ascetismo de San Francisco de Sales, como todo ascetismo cristiano, exige sacrificio. Se le ha llamado, acaso con exageración, el más mortificante de los santos; pero es la verdad que él, como San Juan de la Cruz, nos conduce a la mortificación, a la lucha, al renunciamiento. En medio de tanta suavidad. Filotea tiene que estar dispuesta a tres cosas esenciales: a los exámenes de conciencia, «que abren los ojos sobre una cantidad de pecados que viven disfrazados en nuestro interior»; a las meditaciones, que ponen ante nosotros las perspectivas de la virtud, y a la práctica de los deberes de su estado, que hace penetrar la devoción en nuestro corazón, en nuestro espíritu y en nuestra vida. Sin embargo, y aquí está el matiz propio del obispo de Ginebra, en el camino de la virtud y en el renunciamiento al amor propio; más aprovechan la calma y la paciencia, que una actitud violenta y un ardor provocativo. Conoce San Francisco la estrategia ignaciana; mas para él, el más seguro medio de perfección es combatir el amor propio, no declarándole la guerra, sino despreciando sus ataques.
Sabía, no obstante, acomodarse a las necesidades de las almas. Con Santa Juana Francisca Fremiot de Chantal se muestra duro, exigente y minucioso; a veces, hasta cruel. En el primer encuentro que tuvo con ella, encontrándola excesivamente mundana en el vestido: «Señora—le dijo—, ¿dejaríais de parecer bien sin todos esos encajes?» En otra ocasión estaba sentado a la mesa de la santa, y sabiendo la aversión que ella tenía a las aceitunas, le sirvió una ración, significándole su deseo de que las comiese. «Cortad, romped las amistades—le escribía—, y no os detengáis en deshacer los nudos. Usad el cincel, manejad el cuchillo sin piedad.» Ya religiosa, la reprende en público con voz terrible por una falta infinitesimal, y sin decirle una palabra, la deja un largo rato deshecha en lágrimas. «¿No os he dicho, hija mía—repetía el santo—, que os había de despojar de todo?» Y observando aquella táctica inflexible, exclamaba ella: « ¡Oh Dios, qué fácil es dejar lo que nos rodea! Pero dejar uno su piel, su carne, sus huesos y penetrar en lo íntimo de la médula, esto es una cosa grande, difícil, imposible, si no es a la gracia de Dios.»
Más arriba que Filotea está Teótimo, el héroe del Tratado del amor de Dios, que sube ya los escalones de la vida mística. Aquí San Francisco de Sales sigue a Santa Teresa, como antes había seguido a Luís de Granada. Pero es siempre él mismo. Ha empezado su tarea «con el miedo de que ahora no tenga el éxito feliz de la vez anterior, pues la empresa es más fuerte y nerviosa. » Sin embargo, quiere hacer un libro de mística que se pueda recomendar a las gentes del mundo y a los hombres de la corte. «He tratado—dice él mismo—de suavizar, de huir ciertos rasgos difíciles.» Se propone hacer de la mística lo que había hecho de la devoción: una vía amable, fácil, deseable, sencilla, y hasta, podríamos decir, natural. Era una audacia grande, una empresa llena de novedad. Y hay que reconocer que el obispo de Ginebra la realiza con un tacto maravilloso. Lo sublime se presenta tan suavemente, los términos están escogidos con tan consumada habilidad, la progresión hacia las alturas es tan espontánea, tan insensible, el método de iniciación tan prudente, que muchos se han podido engañar sobre el verdadero sentido de esta obra, considerándola como una segunda parte de la Introducción a la vida devota. Sin embargo, en ella vemos expuestos los más altos estados de la oración: la quietud, la unión, el rapto, el éxtasis; pero la fascinación de su lenguaje claro y sabroso, lleno de gracia y originalidad, y a veces vibrante, con una emoción profunda, llega a hacer que aquellas regiones nos parezcan más accesibles. La magia de su pluma cubre de flores los caminos más difíciles; nada de tecnicismo, que puede entorpecer; nada de oscuridades y complicaciones inútiles; nada tampoco de los sutiles análisis, de los matices que distinguen los estados místicos. Su objeto es guiar al contemplativo, pero sin dar vértigo al que no ha salido del camino ordinario.
Diríase que San Francisco de Sales había adivinado la enfermedad que se estaba incubando en la sociedad de su tiempo. Sus libros, sus cartas, su espíritu, su vida, todo su pensamiento, se nos presentan como la antítesis del concepto jansenista de la vida espiritual. No hay en él nada de sombrío y tenebroso. Conoce todas las miserias de la naturaleza humana, pero nada le extraña ni le repugna. Su compasión no tiene límites, y su bondad es tan profunda, que, a pesar de las tristes experiencias cuyo fruto ha sido aquella prudencia tan poco amada por él, se empeña en creer buenos los pobres corazones humanos, que, sea dentro, sea fuera de la Iglesia, «no llegarán nunca a ahogar en ellos completamente la inclinación natural de amar a Dios».
«Sucede con frecuencia, entre las perdices, que las unas roban los huevos de las otras para incubarlos. Y mirad qué cosa más rara: el perdigón nacido y alimentado bajo las alas de una perdiz extraña, al primer reclamo que oye de su verdadera madre, abandona a la que hurtó el huevo, vuelve a su primera madre y se agrega a la pollada, por la correspondencia que tiene con su primer origen.»
Esto mismo, dice San Francisco de Sales, sucede con corazón humano. Educado en medio de las cosas materiales, bajo las alas de la naturaleza, no puede dejar de estremecerse cuando la voz de Dios llega hasta él. Por otra parte, Dios habla, habla constantemente, se inclina hacia la criatura, la busca, la invita al abrazo de la unión. ¿No es esto bastante para sentirse arrebatado por el más legítimo optimismo? Así piensa Francisco, y no le asusta el triste espectáculo del combate sin tregua entre el hombre superior y el inferior; al contrario, triunfa de este dualismo, tratando a la parte inferior del alma como un huésped molesto, ciertamente, pero ridículo, despreciable, inofensivo desde que se ha cesado de escucharle. «Mi conducta—dice—está llena de una gran variedad de imperfecciones contrarias, y el bien que quiero no lo hago; sin embargo, sé muy bien que, en verdad y sin fingimiento, lo quiero con una voluntad inviolable.»
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