Un aire nuevo venteaba Europa. Los hombres, como viejos amigos, sentían el deseo de agruparse y de conocerse. Los reyes alcanzaban su apogeo destruyendo las fortalezas de los señores rebeldes.
Pero no todo era fácil. La situación general era extremadamente grave. El interior de Europa chirriaba con las luchas mutuas de los reyes y numerosos herejes pululaban en Francia e Italia.
A la vez, Europa era cercada por enemigos comunes. Los árabes presionaban en España. los turcos llegaban hasta Hungría, los mongoles y tártaros amenazaban las fronteras del Norte y del Este.
Eran los tiempos en que San Francisco predicaba a los pájaros y el alba sorprendía a Santo Domingo convirtiendo herejes.
La Iglesia vivía todavía en formas feudales. Obispos y abades eran grandes señores, pero la gente buscaba la realización del Evangelio en formas sencillas. A veces surgían Ordenes mendicantes y a veces grupos de reformadores que terminaban en la herejía.
Roma era fuerte, pero cada vez escapaban más cosas a su control. Sin embargo, ella debía arreglarlo todo y confiaba a espíritus gigantes la solución de cada cosa. Estos gigantes existían; a veces se les veía por los caminos, de dos en dos, con hábito blanco y negro.
Un día, bajo la hermosa luz de Roma, cabalgaba por la Ciudad Eterna un grupo de prelados. Yvon Odrowaz, obispo de Cracovia, venía a postrarse ante el Papa. Le acompañaban sus sobrinos Jacinto y Ceslao, y sus amigos Enrique y Hermann, los cuatro jóvenes y con brillante situación.
Jacinto, hijo de los condes de Konskie, había nacido en el castillo de Lanka, fortaleza que domina la villa polaca de Gross-Stein.
Durante su infancia conoció todos los encantos de la vida cortesana: los juegos florales, los grandes torneos, la caza, y, a veces, vio a su padre volver de la guerra cargado de glorias y heridas.
Más tarde acudió a los grandes centros culturales. Estudió artes en Praga, derecho en Bolonia y teología en París. En seguida fue nombrado canónigo de Cracovia.
Así las cosas, llegó a Roma en 1220, acompañando a su tío el obispo. Se hospedaron en el palacio del cardenal Hugolino.
Por aquellos días estaba también en Roma un castellano famoso: Domingo de Guzmán. El papa Honorio III le había encomendado la reforma de las monjas de la ciudad.
Hugolino debía asistir a la ceremonia de unificación de las mismas en el convento de San Sixto, e invitó a sus huéspedes a acompañarle.
Durante la ceremonia un mensajero anunció que el sobrino del cardenal Esteban, allí presente, se había matado al caerse de un caballo.
Santo Domingo acudió donde se hallaba el desgraciado joven. Celebró la misa y luego, componiendo los miembros del cadáver, le ordenó:
—Joven, en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, levántate.
Y al punto, levantándose, se dirigió a Santo Domingo diciéndole:
—Padre, dame de comer.
El milagro corrió por toda Roma. Lo habían presenciado multitud de testigos.
Jacinto quedó profundamente impresionado de aquel fraile, que tenía el poder de resucitar muertos.
El obispo Yvon estaba admirado. El era un buen obispo, celoso en la reforma de su diócesis, piadoso y amante de los pobres. Pensó que Domingo podría ayudarle muy eficazmente en la predicación de la verdad cristiana y que con un hombre así muy pronto podría hacer que el nivel religioso de sus fieles alcanzase un alto grado. Acercándose, pues, a Santo Domingo, le pidió que tuviera a bien acompañarle a predicar en su diócesis, o que, al menos, enviase allí a alguno de sus frailes.
Por entonces no había dominicos que hablaran polaco, pero muy pronto hubo cuatro: precisamente los dos sobrinos del cardenal y sus jóvenes amigos.
Domingo certeramente predijo:
—Dejádmelos y yo os los devolveré apóstoles.
Un diálogo de miradas había sido suficiente para entenderse, y los cuatro jóvenes, postrados ante Santo Domingo, recibieron el hábito de su nueva Orden.
Santo Domingo reclutaba así sus primeros frailes. Con toda sencillez y con perfecta conciencia de lo que hacía. Lo mismo que Jesús cuando decía a algunos: "Tú, sígueme".
Cierto que todo es desconcertante. Podría atribuirse a leyendas del Medievo, pero cuando la historia lo confirma, como en este caso, nos vemos obligados a admitir simplemente que los santos tienen en todos los tiempos cosas desconcertantes; pero, a fin de cuentas, son ellos los que llevan la razón.
Los cuatro novicios eran ya sacerdotes; por eso su noviciado fue bien corto. Bastaron unos meses para que el maestro de la Orden les enseñara cuanto precisaban. El les transmitió su espíritu y sus deseos, y, en seguida, los envió otra vez a sus tierras "a predicar y hacer conventos".
Las normas eran muy sencillas. Se trataba sólo de alabar a Dios, de repartir sus bendiciones entre los hombres y de predicarles la verdad cristiana. ¡Ah! Y si fuera necesario, debían estar dispuestos a rubricar la doctrina con su propia sangre.
Podríamos seguir su marcha sin dejar de oír el eco del rezo coral de los conventos que van fundando.
En su marcha, cada vez que llegan a una ciudad, predican. Frecuentemente Dios confirma su palabra con algunos milagros. La reacción espontánea de la gente es invitarles a quedarse con ellos; pero no pueden detenerse, el mundo es bastante grande y hay mucho por andar. Sin embargo, suele quedarse uno del grupo en la ciudad evangelizada; a él acuden nuevas vocaciones de seglares y sacerdotes, fascinados por este nuevo método de vida apostólica; así se forma un convento. Los restantes del grupo continúan, para hacer lo mismo en otra ciudad.
Así el pequeño grupo salido de Roma se va esparciendo, como la semilla en tiempo de siembra. De todos ellos sólo Jacinto llegará a Cracovia.
La ciudad se extiende en una vasta planicie ondulada, bañada por el Vístula y cercada por grandes bosques de pinos. Como toda ciudad medieval, está defendida por fuertes murallas.
La vuelta de Jacinto a la capital del reino había sido anunciada por los heraldos. Su fama de taumaturgo le había precedido y la ciudad se preparaba a recibirle con todos los honores. Pero el día de su entrada una fuerte tormenta sobre la ciudad deslució todos los preparativos. Cuando el Santo llegó, sólo encontró en la puerta de la muralla un grupo de artesanos que le recibieron. La leyenda dice que el Santo les prometió:
—Vuestra congregación me será fiel.
Y desde entonces los artesanos polacos son muy amigos de San Jacinto y forman una famosa cofradía que lleva su nombre.
Era el día de Todos los Santos de 1222.
Cuando llegó a palacio la corte le hizo un gran recibimiento y hasta el rey se postró de rodillas ante él, pidiéndole su bendición.
Esto parecía demasiado a Jacinto:
—Yo soy un pobre fraile y no merezco estos honores.
—No es a ti a quien los doy —contestó el rey—, sino a María, la Reina del cielo, a quien veo cubriéndote con su protección.
Aquello era sólo el comienzo. Jacinto fundó un hermoso convento en una pobre casa de madera; pero muy pronto el rey y el obispo le hicieron grandes donaciones y un año más tarde tomaba posesión en la ciudad de una gran iglesia con un espléndido claustro. Este convento sería la cuna de los predicadores del norte de Europa.
La predicación en Polonia se hacía como en España. Evangelizada ya en el siglo X por los alemanes San Adalberto y San Bruno, constituía la defensa del catolicismo en la frontera oriental.
Pero Jacinto tenía una misión más amplia. Los santos no conocen fronteras.
Prusia era todavía tierra idólatra y sus gentes formaban las hordas terribles que de vez en cuando asolaban las regiones del norte europeo. Raza secularmente guerrera, no había entrado nunca en las corrientes civilizadoras. Ni la Orden Teutónica, fundada en Alemania para la defensa de los territorios cristianos, ni el ejército polaco eran capaces de contenerlos.
El único capaz de contenerlos y ennoblecerlos fue este fraile, Jacinto, que pasó entre ellos dejando una constelación de milagros.
Nadie puede contar cuántas veces su capa le sirvió de nave ni cuántos muertos volvieron a la vida para dar fe de su palabra, ni cuántos ídolos destruyó su celo o el fervor de los nuevos convertidos. Cuando un día contemos las estrellas entonces contaremos sus milagros.
Su predicación quedó asegurada fundando varios conventos sobre la tierra prusiana. Luego se dirigió hacia Rusia.
Su figura se pierde en la imponente estepa helada y desierta; paso a paso, con frío y fatiga, hasta llegar a Kiev.
Kiev, capital del Imperio ruso, era una gran ciudad, émula de Constantinopla. Cuatrocientas iglesias reflejaban sus cúpulas en las aguas del Dnieper.
Pero Rusia había sido evangelizada por misioneros cismáticos, que conservaban la hegemonía religiosa y rechazaban tenazmente a Roma.
Un día llegó a la ciudad nuestro Santo; pero un embajador de Roma, por muy santo que fuese, no tenía nada que hacer allí.
No obstante, Dios sabe cómo abrirse caminos. Jacinto visita al gran príncipe Wladimiro y devuelve la vista a su hija, ciega de nacimiento.
Este milagro abrió los ojos de toda la corte a la verdadera fe; le piden que se quede con ellos y el Santo accede, fundando, con ayuda del soberano, un gran convento cerca de la ciudad.
Jacinto y sus compañeros son los primeros frailes occidentales que fundan un convento en Rusia.
La primera batalla estaba ganada, pero el horizonte histórico era muy obscuro.
Por el otoño de 1240 marcha hacia Europa el imponente ejército tártaro de Batou, hijo de Gengis-Kan, el gran conquistador de China y Asia Central. Acampan frente a Kiev, al otro lado del río, esperando a que el invierno haga del mismo río un gran puente de hielo.
Desde el convento se oye el piafar de los caballos y el tumulto de la horda.
Los frailes juzgan prudente abandonar su convento, uniéndose a las caravanas que huyen hacia Occidente.
Jacinto toma consigo el copón con el Santísimo, para evitar que sea profanado en el saqueo. Al salir, oye que alguien le llama:
—Jacinto, ¿te vas y me dejas?
Las voces de la Madre no pueden resistirse nunca y el Santo, cogiendo la imagen suplicante de la Virgen, huye, atravesando a pie enjuto el inmenso río, seguido de sus frailes.
En el proceso de canonización muchos testigos declararon haber visto sobre el río un sendero de pasos, que los paisanos llaman "camino de San Jacinto".
Poco después Kiev fue asaltada e incendiada y sus habitantes cruelmente torturados. La puerta hacia Occidente estaba abierta.
Sobre la llanura europea se lanza un ejército innumerable, procedente de las estepas asiáticas.
Los tártaros son de tipo pequeño, pómulos salientes y ojos hundidos y vivarachos. Su arma más terrible es la caballería ligera, de agilidad desconocida para los pesados ejércitos medievales. Combaten divididos por grupos de diez y de cien hombres. Si uno del grupo huye en la lucha el resto del grupo es condenado a muerte, y si huyen los diez es exterminada toda la centuria. La misma pena se impone al grupo que no rescate a su compañero que haya caído prisionero.
En su invasión arrasan a sangre y fuego toda la tierra que pisan.
Con técnica de guerra relámpago invaden Rusia, Hungría, Polonia y llegan hasta las fronteras de Austria.
El rey San Luis de Francia escribe a Doña Blanca de Castilla:
"Querida madre, bien querría alentaros con un consuelo celeste, pues si los tártaros llegan hasta aquí, o seremos todos deportados a sus estepas de las que ellos proceden, o seremos todos enviados al cielo."
De repente, ante la Europa atónita y aterrorizada, la muerte de su emperador les hace retirarse con la misma velocidad con que hicieran la invasión, replegándose otra vez hacia el interior de Asia.
Jacinto debía recomenzar la siembra, pero esta vez los cimientos de sus conventos estaban ya regados con sangre de mártires.
Y aquel fraile volvió a recorrer lentamente todos los caminos, sin prisa y sin pausa, visitando otra vez a sus hijos.
La leyenda hace al Santo fundador de conventos en Noruega, Suecia, Finlandia, Escocia, Islandia, Bulgaria, Hungría... No tenemos suficientes datos históricos para seguir las grandes correrías del Santo; pero donde él no llegó llegaron siempre sus hijos.
Vuelto a Cracovia, Dios quiso que el primer convento de su patria fuese también el último que viera. Murió allí, el 15 de agosto de 1257, en la fiesta de la Asunción de Nuestra Señora, a quien tanto había amado. Murió al amanecer, antes de celebrar la misa, porque aquella vez celebraría la fiesta en el cielo.
Dejaba en Polonia 30 conventos con cerca de 400 frailes y media Europa sembrada de nuevas fundaciones.
San Jacinto es el Patrón nacional de Polonia, la nación mártir, escudo constante de la cristiandad en la frontera de Oriente; la que tantas veces, hasta nuestros días, está dando testimonio de su fe.
Pero no todo era fácil. La situación general era extremadamente grave. El interior de Europa chirriaba con las luchas mutuas de los reyes y numerosos herejes pululaban en Francia e Italia.
A la vez, Europa era cercada por enemigos comunes. Los árabes presionaban en España. los turcos llegaban hasta Hungría, los mongoles y tártaros amenazaban las fronteras del Norte y del Este.
Eran los tiempos en que San Francisco predicaba a los pájaros y el alba sorprendía a Santo Domingo convirtiendo herejes.
La Iglesia vivía todavía en formas feudales. Obispos y abades eran grandes señores, pero la gente buscaba la realización del Evangelio en formas sencillas. A veces surgían Ordenes mendicantes y a veces grupos de reformadores que terminaban en la herejía.
Roma era fuerte, pero cada vez escapaban más cosas a su control. Sin embargo, ella debía arreglarlo todo y confiaba a espíritus gigantes la solución de cada cosa. Estos gigantes existían; a veces se les veía por los caminos, de dos en dos, con hábito blanco y negro.
Un día, bajo la hermosa luz de Roma, cabalgaba por la Ciudad Eterna un grupo de prelados. Yvon Odrowaz, obispo de Cracovia, venía a postrarse ante el Papa. Le acompañaban sus sobrinos Jacinto y Ceslao, y sus amigos Enrique y Hermann, los cuatro jóvenes y con brillante situación.
Jacinto, hijo de los condes de Konskie, había nacido en el castillo de Lanka, fortaleza que domina la villa polaca de Gross-Stein.
Durante su infancia conoció todos los encantos de la vida cortesana: los juegos florales, los grandes torneos, la caza, y, a veces, vio a su padre volver de la guerra cargado de glorias y heridas.
Más tarde acudió a los grandes centros culturales. Estudió artes en Praga, derecho en Bolonia y teología en París. En seguida fue nombrado canónigo de Cracovia.
Así las cosas, llegó a Roma en 1220, acompañando a su tío el obispo. Se hospedaron en el palacio del cardenal Hugolino.
Por aquellos días estaba también en Roma un castellano famoso: Domingo de Guzmán. El papa Honorio III le había encomendado la reforma de las monjas de la ciudad.
Hugolino debía asistir a la ceremonia de unificación de las mismas en el convento de San Sixto, e invitó a sus huéspedes a acompañarle.
Durante la ceremonia un mensajero anunció que el sobrino del cardenal Esteban, allí presente, se había matado al caerse de un caballo.
Santo Domingo acudió donde se hallaba el desgraciado joven. Celebró la misa y luego, componiendo los miembros del cadáver, le ordenó:
—Joven, en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, levántate.
Y al punto, levantándose, se dirigió a Santo Domingo diciéndole:
—Padre, dame de comer.
El milagro corrió por toda Roma. Lo habían presenciado multitud de testigos.
Jacinto quedó profundamente impresionado de aquel fraile, que tenía el poder de resucitar muertos.
El obispo Yvon estaba admirado. El era un buen obispo, celoso en la reforma de su diócesis, piadoso y amante de los pobres. Pensó que Domingo podría ayudarle muy eficazmente en la predicación de la verdad cristiana y que con un hombre así muy pronto podría hacer que el nivel religioso de sus fieles alcanzase un alto grado. Acercándose, pues, a Santo Domingo, le pidió que tuviera a bien acompañarle a predicar en su diócesis, o que, al menos, enviase allí a alguno de sus frailes.
Por entonces no había dominicos que hablaran polaco, pero muy pronto hubo cuatro: precisamente los dos sobrinos del cardenal y sus jóvenes amigos.
Domingo certeramente predijo:
—Dejádmelos y yo os los devolveré apóstoles.
Un diálogo de miradas había sido suficiente para entenderse, y los cuatro jóvenes, postrados ante Santo Domingo, recibieron el hábito de su nueva Orden.
Santo Domingo reclutaba así sus primeros frailes. Con toda sencillez y con perfecta conciencia de lo que hacía. Lo mismo que Jesús cuando decía a algunos: "Tú, sígueme".
Cierto que todo es desconcertante. Podría atribuirse a leyendas del Medievo, pero cuando la historia lo confirma, como en este caso, nos vemos obligados a admitir simplemente que los santos tienen en todos los tiempos cosas desconcertantes; pero, a fin de cuentas, son ellos los que llevan la razón.
Los cuatro novicios eran ya sacerdotes; por eso su noviciado fue bien corto. Bastaron unos meses para que el maestro de la Orden les enseñara cuanto precisaban. El les transmitió su espíritu y sus deseos, y, en seguida, los envió otra vez a sus tierras "a predicar y hacer conventos".
Las normas eran muy sencillas. Se trataba sólo de alabar a Dios, de repartir sus bendiciones entre los hombres y de predicarles la verdad cristiana. ¡Ah! Y si fuera necesario, debían estar dispuestos a rubricar la doctrina con su propia sangre.
Podríamos seguir su marcha sin dejar de oír el eco del rezo coral de los conventos que van fundando.
En su marcha, cada vez que llegan a una ciudad, predican. Frecuentemente Dios confirma su palabra con algunos milagros. La reacción espontánea de la gente es invitarles a quedarse con ellos; pero no pueden detenerse, el mundo es bastante grande y hay mucho por andar. Sin embargo, suele quedarse uno del grupo en la ciudad evangelizada; a él acuden nuevas vocaciones de seglares y sacerdotes, fascinados por este nuevo método de vida apostólica; así se forma un convento. Los restantes del grupo continúan, para hacer lo mismo en otra ciudad.
Así el pequeño grupo salido de Roma se va esparciendo, como la semilla en tiempo de siembra. De todos ellos sólo Jacinto llegará a Cracovia.
La ciudad se extiende en una vasta planicie ondulada, bañada por el Vístula y cercada por grandes bosques de pinos. Como toda ciudad medieval, está defendida por fuertes murallas.
La vuelta de Jacinto a la capital del reino había sido anunciada por los heraldos. Su fama de taumaturgo le había precedido y la ciudad se preparaba a recibirle con todos los honores. Pero el día de su entrada una fuerte tormenta sobre la ciudad deslució todos los preparativos. Cuando el Santo llegó, sólo encontró en la puerta de la muralla un grupo de artesanos que le recibieron. La leyenda dice que el Santo les prometió:
—Vuestra congregación me será fiel.
Y desde entonces los artesanos polacos son muy amigos de San Jacinto y forman una famosa cofradía que lleva su nombre.
Era el día de Todos los Santos de 1222.
Cuando llegó a palacio la corte le hizo un gran recibimiento y hasta el rey se postró de rodillas ante él, pidiéndole su bendición.
Esto parecía demasiado a Jacinto:
—Yo soy un pobre fraile y no merezco estos honores.
—No es a ti a quien los doy —contestó el rey—, sino a María, la Reina del cielo, a quien veo cubriéndote con su protección.
Aquello era sólo el comienzo. Jacinto fundó un hermoso convento en una pobre casa de madera; pero muy pronto el rey y el obispo le hicieron grandes donaciones y un año más tarde tomaba posesión en la ciudad de una gran iglesia con un espléndido claustro. Este convento sería la cuna de los predicadores del norte de Europa.
La predicación en Polonia se hacía como en España. Evangelizada ya en el siglo X por los alemanes San Adalberto y San Bruno, constituía la defensa del catolicismo en la frontera oriental.
Pero Jacinto tenía una misión más amplia. Los santos no conocen fronteras.
Prusia era todavía tierra idólatra y sus gentes formaban las hordas terribles que de vez en cuando asolaban las regiones del norte europeo. Raza secularmente guerrera, no había entrado nunca en las corrientes civilizadoras. Ni la Orden Teutónica, fundada en Alemania para la defensa de los territorios cristianos, ni el ejército polaco eran capaces de contenerlos.
El único capaz de contenerlos y ennoblecerlos fue este fraile, Jacinto, que pasó entre ellos dejando una constelación de milagros.
Nadie puede contar cuántas veces su capa le sirvió de nave ni cuántos muertos volvieron a la vida para dar fe de su palabra, ni cuántos ídolos destruyó su celo o el fervor de los nuevos convertidos. Cuando un día contemos las estrellas entonces contaremos sus milagros.
Su predicación quedó asegurada fundando varios conventos sobre la tierra prusiana. Luego se dirigió hacia Rusia.
Su figura se pierde en la imponente estepa helada y desierta; paso a paso, con frío y fatiga, hasta llegar a Kiev.
Kiev, capital del Imperio ruso, era una gran ciudad, émula de Constantinopla. Cuatrocientas iglesias reflejaban sus cúpulas en las aguas del Dnieper.
Pero Rusia había sido evangelizada por misioneros cismáticos, que conservaban la hegemonía religiosa y rechazaban tenazmente a Roma.
Un día llegó a la ciudad nuestro Santo; pero un embajador de Roma, por muy santo que fuese, no tenía nada que hacer allí.
No obstante, Dios sabe cómo abrirse caminos. Jacinto visita al gran príncipe Wladimiro y devuelve la vista a su hija, ciega de nacimiento.
Este milagro abrió los ojos de toda la corte a la verdadera fe; le piden que se quede con ellos y el Santo accede, fundando, con ayuda del soberano, un gran convento cerca de la ciudad.
Jacinto y sus compañeros son los primeros frailes occidentales que fundan un convento en Rusia.
La primera batalla estaba ganada, pero el horizonte histórico era muy obscuro.
Por el otoño de 1240 marcha hacia Europa el imponente ejército tártaro de Batou, hijo de Gengis-Kan, el gran conquistador de China y Asia Central. Acampan frente a Kiev, al otro lado del río, esperando a que el invierno haga del mismo río un gran puente de hielo.
Desde el convento se oye el piafar de los caballos y el tumulto de la horda.
Los frailes juzgan prudente abandonar su convento, uniéndose a las caravanas que huyen hacia Occidente.
Jacinto toma consigo el copón con el Santísimo, para evitar que sea profanado en el saqueo. Al salir, oye que alguien le llama:
—Jacinto, ¿te vas y me dejas?
Las voces de la Madre no pueden resistirse nunca y el Santo, cogiendo la imagen suplicante de la Virgen, huye, atravesando a pie enjuto el inmenso río, seguido de sus frailes.
En el proceso de canonización muchos testigos declararon haber visto sobre el río un sendero de pasos, que los paisanos llaman "camino de San Jacinto".
Poco después Kiev fue asaltada e incendiada y sus habitantes cruelmente torturados. La puerta hacia Occidente estaba abierta.
Sobre la llanura europea se lanza un ejército innumerable, procedente de las estepas asiáticas.
Los tártaros son de tipo pequeño, pómulos salientes y ojos hundidos y vivarachos. Su arma más terrible es la caballería ligera, de agilidad desconocida para los pesados ejércitos medievales. Combaten divididos por grupos de diez y de cien hombres. Si uno del grupo huye en la lucha el resto del grupo es condenado a muerte, y si huyen los diez es exterminada toda la centuria. La misma pena se impone al grupo que no rescate a su compañero que haya caído prisionero.
En su invasión arrasan a sangre y fuego toda la tierra que pisan.
Con técnica de guerra relámpago invaden Rusia, Hungría, Polonia y llegan hasta las fronteras de Austria.
El rey San Luis de Francia escribe a Doña Blanca de Castilla:
"Querida madre, bien querría alentaros con un consuelo celeste, pues si los tártaros llegan hasta aquí, o seremos todos deportados a sus estepas de las que ellos proceden, o seremos todos enviados al cielo."
De repente, ante la Europa atónita y aterrorizada, la muerte de su emperador les hace retirarse con la misma velocidad con que hicieran la invasión, replegándose otra vez hacia el interior de Asia.
Jacinto debía recomenzar la siembra, pero esta vez los cimientos de sus conventos estaban ya regados con sangre de mártires.
Y aquel fraile volvió a recorrer lentamente todos los caminos, sin prisa y sin pausa, visitando otra vez a sus hijos.
La leyenda hace al Santo fundador de conventos en Noruega, Suecia, Finlandia, Escocia, Islandia, Bulgaria, Hungría... No tenemos suficientes datos históricos para seguir las grandes correrías del Santo; pero donde él no llegó llegaron siempre sus hijos.
Vuelto a Cracovia, Dios quiso que el primer convento de su patria fuese también el último que viera. Murió allí, el 15 de agosto de 1257, en la fiesta de la Asunción de Nuestra Señora, a quien tanto había amado. Murió al amanecer, antes de celebrar la misa, porque aquella vez celebraría la fiesta en el cielo.
Dejaba en Polonia 30 conventos con cerca de 400 frailes y media Europa sembrada de nuevas fundaciones.
San Jacinto es el Patrón nacional de Polonia, la nación mártir, escudo constante de la cristiandad en la frontera de Oriente; la que tantas veces, hasta nuestros días, está dando testimonio de su fe.
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