domingo, 17 de agosto de 2014

Homilía


Isaías es el profeta de la esperanza mesiánica, impulsor de la reconstrucción del templo de Jerusalén y guardián de la Alianza con Dios frente a quienes pretenden romperla con acciones desleales.

El pueblo de Israel pasa por momentos difíciles. Acaba de regresar de la deportación a Babilonia y apenas dispone de dinero. Debe además cultivar de nuevo los campos y reconstruir el templo de Jerusalén.

El profeta Isaías afronta esta realidad poniendo todo su empeño en asegurar un germen de población totalmente judía sobre la que asentar el futuro, mantener su identidad y promover un mañana mejor, enfocado en la esperanza del Mesías que vendrá a liberar genitivamente a su pueblo.

Pensaban entonces, y ocurrió igual en tiempos de Jesús, que la salvación mesiánica alcanzaría únicamente al pueblo judío, elegido por Dios.

Por eso sorprende que Isaías la haga extensiva a todos los pueblos: “A los extranjeros que se han dado al Señor para servirlo… los atraeré a mi monte santo, los alegraré en mi casa de oración” (Isaías 56, 6-7).

Todavía es más explícito el salmo 66, 4, que proclamamos en la liturgia de hoy: “Oh Dios, que te den gracias los pueblos, que todos los pueblos te den gracias”.

El proyecto amoroso de Dios rompe los criterios estrechos, excluyentes y egoístas para adentrarnos en unas relaciones humanas marcadas por la concordia y el respeto mutuos.

Pablo, formado como rabí judío en la prestigiosa escuela de Gamaliel, es un fiel cumplidor de la Torá, la Ley, y se muestra celoso en guardar las tradiciones y en conservar la pureza de la fe.

No admite discrepancias y persigue con saña a los disidentes, creyendo, de esta manera, agradar a Dios.

El encuentro con Jesús camino de Damasco trastoca todos sus planes. Una luz nueva domina su corazón, se bautiza y pasa de ser enconado perseguidor de los cristianos a su principal defensor.

Se enamora de Jesús y toda su ilusión es dar a conocer su mensaje, especialmente a los de su pueblo y de su raza, por los que desearía ser un proscrito con tal de que le conozcan y acepten como Mesías y Salvador.

Pero rechazan el evangelio.

Pablo siente vivo dolor, porque sabe que son los primeros depositarios de las promesas de Dios. No pierde por ello la esperanza de recuperarlos para Cristo.

Los gentiles, sin embargo, reciben de buen grado “los dones y la llamada de Dios, que son irrevocables” (Romanos 11, 30).

Mateo, cuando escribe el evangelio, se encuentra en una comunidad en la que hay cristianos provenientes del judaísmo, que no ven con buenos ojos la forma de vivir la fe de los venidos del paganismo.

La afirmación, puesta en labios de Jesús: “No está bien quitarle el pan a los hijos para echárselo a los perrillos” (Mateo 15, 26), es probablemente un recurso para convencerlos del plan universal de salvación, bien patente en el encuentro con la mujer cananea.

Jesús admira, ensalza la plegaria insistente de esta mujer y su fe, antes de curar a su hija.

Algo similar ocurre con el centurión, igualmente un extranjero y representante de las fuerzas de ocupación romanas.

Resplandece así en el evangelio que, lo que confiere la salvación, no es la pertenencia a una raza, nación, ideología o grupo social, sino la confesión de fe en Jesús.

Dios no divide a la humanidad en hijos opulentos y pobres, sino que todos hemos de sentarnos en igualdad de condiciones en el banquete del Reino.

La actitud de Jesús con la mujer cananea es un ejemplo para ejercer la caridad y una motivación para erradicar de entre nosotros el racismo, la xenofobia y los privilegios que hieren la sensibilidad de todos.

No han pasado tantos lustros desde la abolición de la esclavitud en Estados Unidos, de las proclamas de Martin Luther King contra la segregación racial, o el “apartheid” en Sudáfrica, para que entonemos cantos de victoria.

Siguen vivas otras formas de esclavitud no menos inquietantes: explotación sexual, trabajo de los niños, marginación de la mujer, expolio de riquezas…

Los prejuicios nos llevan a cometer errores contra personas que, por su condición de pertenecer a otra cultura u otra raza, no nos merecen fiabilidad.

“Una señora mayor, de piel blanca, entró en un bar con un bolso en la mano, se sentó en una mesa alejada del mostrador y pidió al camarero una taza de café con leche.
Una vez servida, reparó que le faltaba el pan y se acercó de nuevo al mostrador para pedirlo, pagó el importe y regresó a la que creía ser su mesa, donde un joven negro tomaba tranquilamente su café.
La mujer miró de soslayo y se dijo a sí misma: “No me dejaré robar por éste”.
Se sentó entonces, desmigó su pan en la taza del negro y se tomó lo que quedaba del líquido.
El joven se levantó, y, al poco tiempo, regresó a la mesa con varios bollos, que compartió sonriendo con la señora hasta terminarlos.
Se despidió después amablemente y salió del local.
En ese momento se dio cuenta la señora de que su bolso había desaparecido. Pensó que el negro había montado una estrategia para robarla, y, al levantarse para gritar contra el ladrón y denunciar el hecho, reparó que en la otra mesa estaba su café con leche, ya frío, y su bolso colgado sobre la silla.
Se equivocó de mesa cuando volvió de comprar el pan”.


Aprendamos la lección y escuchemos las palabras de Jesús: >“¡Qué grande es tu fe, mujer! Que se cumpla lo que deseas”
(Mateo 15, 28).

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