Es un día de invierno: el suelo, cubierto de nieve; el cielo, plomizo; el aire, cortante como un cuchillo. Pisando el hielo con sus pies descalzos, avanza un hombre de estatura elevada, de revuelto cabello, de cara enjuta, en la que brillan unos ojos de niño. Atraviesa la ciudad de Valenciennes y llega a una casa de amplio zaguán, que descubre opulencia en el dueño. A la puerta se encuentra un joven vestido de hábitos clericales. Animado por su aspecto bondadoso, el forastero se acerca a él y le pregunta:
—¿Se hospeda aquí el señor Burcardo, obispo de Cambray?
—Sí—contesta el clérigo—; yo soy su capellán.
—¿Se le podría ver en este momento?
—Creo que sí; pero tú, ¿quién eres?
—Soy .un antiguo amigo; el señor obispo se alegrará mucho con mi visita.
El joven clérigo contempló un instante al desconocido y desapareció en el interior; pero volvía unos instantes después en busca de aquel hombre a quien había dejado a la puerta.
Al encontrarse frente al obispo, el extranjero cayó a sus pies, le besó el anillo y exclamó: «¡Oh Burcardo, señor mío y dulce amigo mío!» El obispo quedó desconcertado y sin saber qué decir. Miraba aquel rostro pálido, aquella cabellera sucia, aquella túnica fea y destrozada, aquellos pies abiertos por grietas profundas y sangrientas. «Pero, ¿es posible—volvió a decir el visitante—que os hayáis olvidado de vuestro antiguo compañero de la corte?» Estas palabras fueron para el prelado como una revelación. Inmediatamente levantó del suelo al peregrino, le atrajo hacia sí impetuosamente y le abrazó, diciendo: «¡Oh Norberto! ¿Cómo iba a pensar yo que te iba a encontrar de esta manera?» Y le ofreció una silla, y hablaron largamente, recordando los sucesos de su vida desde que fortunas diversas les habían llevado por diversos caminos. «Pero te encuentro muy mal—dijo al fin el obispo Burcardo—; tú estás enfermo, tienes ojos de fiebre.» Y mandó que le diesen una habitación en su posada, que le cuidasen y que no le dejasen marchar hasta que se repusiese por completo.
A esta escena había asistido el capellán del obispo, pero sin comprender nada, porque él era francés y los dos antiguos amigos hablaban en alemán. Poco después su amo satisfacía su curiosidad, contándole la historia extraña de aquel hombre. «Primero nos encontramos en Colonia entre los pajes del arzobispo. Cerca de esta ciudad, en Sansón, tenía su padre un castillo con sus tierras y vasallos. Juntos fuimos después a la corte del emperador Enrique. Allí, el emperador le hizo su limosnero. Se le apreciaba por sus conocimientos literarios, por la gracia de su conversación, por la lealtad de su alma y por sus modales aristocráticos. Era el arbitro de las elegancias. Aunque clérigo y con el orden del subdiaconado, las cosas religiosas le preocupaban entonces muy poco. Había que verle en las fiestas cortesanas con el cabello perfumado, la cadena de oro al cuello y el manto de seda y de armiño. Su presencia enloquecía a las damas, su ingenio le hacía brillar entre los magnates y su afabilidad le atraía el amor de todos. El emperador le ofreció el obispado de Cambray, pero él se negó a aceptarlo, con gran sorpresa de toda la corte. Aquella manera de obrar nos desconcertó. ¿Qué le movió a ello? Según unos, el pensar que los cuidados pastorales le hubieran obligado a dejar aquella vida de libertad; según otros, al ver que era el emperador quien le daba la investidura, contra la voluntad del Papa. Me inclino a creer esto último, porque cuando en 1111 fuimos a Roma con el ejército imperial y se hicieron al Papa Pascual las violencias que todos saben, vi que Norberto desaprobaba aquellas cosas y se presentaba en el castillo donde habían encerrado al Pontífice para manifestarle su sentimiento. Y aquí le tienes ahora, tan gastado, tan maltrecho, tan transformado que ni yo mismo le conocía.»
Este relato impresionó vivamente a Hugo, que así se llamaba el joven capellán. También él sentía los anhelos de dejar el mundo, y creyó que la llegada de aquel alemán era la señal decisiva de la vocación. Durante aquellos días se le vio con frecuencia a la cabecera del enfermo, consultando con él sus dudas y llorando al oír el relato que Norberto hacia de su conversión: «Yo era entonces—decía el penitente—un ínclito ciudadano de Babilonia; esclavo del placer y prisionero de mis caprichos. Los terrores del infierno, la belleza de la virtud y la promesa de la felicidad eterna me parecían cuentos de viejas, o fábulas como las de las mitologías antiguas. Sólo oía los aplausos de los que me rodeaban, y que me lanzaban por caminos laboriosos y difíciles, marchando siempre sin volver nunca, vago y fugitivo, despeñándome de sima en sima, con una inconsciencia que hoy me llena de terror. Arrastrado por ese vértigo, me dirigía una tarde a un pueblecito de Westfalia llamado Freten. Conmigo llevaba un criado que era el confidente de todas mis aventuras. Caminábamos por una vasta llanura, cuando la tormenta empezó a rugir sobre nosotros. Llovía torrencialmente, los relámpagos caían en torno y los truenos hacían trepidar la tierra de tal modo, que me costaba mucho dominar mi caballo. El muchacho empezó a temblar, considerando todo aquello como un castigo de mis crímenes: «¿Dónde vais, señor?—me gritaba—; volvamos a la ciudad; mirad que la mano divina está irritada contra vos.» Yo me reí de aquellos temores y seguimos adelante, hasta que, en medio de un estruendo horroroso, brilló una centella delante de mí, abrasando la hierba y penetrando a gran profundidad en el suelo. El susto derribó a mi caballo, y yo caí también sin sentido, y cuando al cabo de una hora pude volver en mí, todavía se notaba el olor a azufre que había dejado el relámpago. Un cambio completo se había realizado en mi interior: volví a casa, dejé para siempre los vestidos preciosos, me vestí de un cilicio y abandoné la corte.»
Esto había sucedido en 1114. El nuevo convertido se transformó desde entonces en un rígido asceta, en un censor severo de cuanto había buscado y amado, en un predicador intransigente de la verdad. Para entregarse sin estorbo al ministerio evangélico, se ordenó de sacerdote, vendió su castillo y distribuyó entre los pobres sus riquezas, conservando para sí únicamente diez monedas de plata. Después, considerando que al reservarse esta cantidad había desconfiado de la Providencia, se deshizo también de ellas y salió de su. patria. El antiguo cortesano se había convertido en un predicador ambulante. Caminaba con los pies descalzos, vivía de limosna, dormía en los hospitales y en los monasterios. Su predicación era austera, como su vida; tronaba contra los canónigos relajados, contra los clérigos indignos, contra los vicios del pueblo y la gran llaga de la época: la simonía. Su sola presencia impresionaba; su historia conmovía, pero con frecuencia se encontró con las rebeldías y los desprecios. Se le insultó, se le golpeó y se le escupió a la cara. Cuatro años llevaba de peregrinaciones apostólicas a través de las riberas del Rin y de las provincias de Francia, cuando tuvo en Valenciennes aquel encuentro con su antiguo compañero de la corté, el obispo Burcardo. Muchos discípulos se le habían juntado, asociándose a su continuo peregrinar, pero unos le habían abandonado a los pocos días, otros se habían quedado en los hospitales, otros habían muerto de frío, de hambre y de cansancio. Ahora se encontraba nuevamente solo, cuando el capellán del obispo de Cambray le rogó que le admitiese en su compañía. Y empezaron de nuevo las correrías, las conversiones y las mordeduras del hielo en los pies agrietados y purulentos. Un día, el reformador se detuvo cerca de Soissons, en un pequeño valle de difícil acceso y de aspecto desolado. En torno, montañas rocosas, que apenas dejaban penetrar el sol; en las alturas, vuelos de buitres y de águilas; en el fondo, aguas pantanosas y espesos bosques, y en medio de los bosques, una capilla destartalada, en que se veía una imagen de San Juan Bautista. Dijéronle que aquel lugar se llamaba Premostratum—Premontré—. El nombre parecióle a Norberto un buen augurio, y al nombre se juntaba el encanto de la soledad. «Este es—dijo—el lugar de mi descanso y el puerto de mi salud.» Después buscó libros, trajo reliquias, reunió nuevos discípulos, edificó en torno a la ermita, y así quedó constituido en el día de Navidad de 1121 el primer monasterio de canónigos regulares premostratenses. El fundador les dio un hábito blanco, les puso bajo la Regla de San Agustín y les presentó un programa de vida que consistía en vivir como monjes y servir al prójimo como clérigos. La vida era dura; había, ciertamente, abundancia de agua en el valle, pero el pan no siempre sobraba. Había sin embargo, algo mejor que el pan: era la palabra ferviente del Padre. Mañana y tarde hablaba a sus cuarenta discípulos de las alegrías de la pobreza, de la eterna bienaventuranza, de las consolaciones divinas; «hablaba con palabra que no era de la tierra—dice uno de los oyentes—, que no tenía sabor terreno, sino que parecía volar con alas de paloma». Y los hermanos volaban también arrebatados por aquel acento cálido y persuasivo, saltaban de las sillas en que estaban sentados y se sostenían en el aire con los ojos extáticos y las frentes aureoladas de luz.
Pero el fundador no había matado al misionero. En adelante los dos caminan juntos: Norberto va de ciudad en ciudad fundando monasterios, organizando comunidades, predicando la palabra, confundiendo a los herejes y luchando contra el cisma. En sus viajes se encuentra con San Bernardo; combate al antipapa Aniceto; refuta el racionalismo de Abelardo; restaura la piedad y pasa dejando regueros de consuelo y de luz. Nada se resiste ahora al poder de su palabra. En Bélgica acababa de presentarse un hombre extraño, que tenía a la vez algo de tribuno, de profeta y de reformador religioso. Llamábase Tanquelino. Vestía como un príncipe oriental; el oro fulgía en sus cabellos, la púrpura cubría su cuerpo y tres mil hombres armados de lanzas le daban escolta. Decíase hijo de Dios, predicaba contra los sacramentos y los sacerdotes, convertía en lupanares las iglesias, y de tal manera había fanatizado a sus secuaces, que les daba a beber, como una gracia singular, las aguas en que se bañaba. Ni los obispos ni los príncipes se atrevían a hacer frente al terrible dogmatizador. Fue San Norberto quien echó por tierra en un día toda su popularidad. Presentóse en Amberes, donde vivía aquel loco, habló amorosamente a la turba engañada, y no tardaron en afluir los herejes pidiendo perdón y entregando las hostias consagradas que guardaban en los sótanos de sus hogares.
En 1126 predicaba Norberto en la ciudad de Spira, cuando un grupo de individuos se arrojó sobre él y se le llevó, gritando: «¡Norberto, obispo de Magdeburgo!» Él resiste, pero los amotinados le arrastran a la iglesia, sin concederle siquiera un momento para reflexionar. El emperador aprueba, los obispos aplauden y el Papa confirma. El electo deja obrar como una víctima, y a los pocos días hace su entrada en la capital de su diócesis montado en un asno, abatido, extenuado. Hubo una recepción solemne en el palacio episcopal. Pasaron obispos, magnates, damas y prelados regulares. Tras ellos se presenta un hombre de sotana raída, pies descalzos y aspecto de mendigo. El portero le rehúsa la entrada, diciendo: «Llegas tarde, hace rato que se dio la limosna a los pobres.» Pero un paje acudió, gritando: «¿Qué haces, miserable? Es nuestro señor, es nuestro prelado.» El portero, entonces, cayó de rodillas, deshaciéndose en excusas; pero Norberto le hizo callar, diciendo: «Nada temas, hermano; te felicito, porque me conoces mejor que todas esas gentes que me obligan a entrar en este palacio, del cual soy indigno.»
Pronto se vio que aquel hombre de presencia despreciable tenía la talla de los grandes pastores. Predicaba, solicitaba, corregía, perseguía el vicio y lanzaba el anatema de la excomunión. Era intransigente, como todos los que tienen la conciencia del deber. Si sabía hablar con bondad a los herejes que habían sido juguete de los impostores, sabía también resistir tenazmente en presencia de la rebeldía. Se le amenazó con la muerte, se le quiso asesinar en la basílica, pero nada podía detener la impetuosidad de su celo. Un día, mientras los conjurados se apiñaban a su puerta, apareció tranquilamente entre ellos, pasó junto a los sicarios sin la menor turbación y salió de la ciudad. No sacudió sus sandalias, porque, como siempre, iba descalzo. Creía poder terminar su vida en el retiro de un monasterio, cuando los feligreses vinieron tumultuosamente en su busca para colocarle de nuevo en la silla episcopal. Pero Dios le llamaba ya a ocupar otra silla. Aunque no era viejo, estaba agotado; su cuerpo, consumido, parecía estar llamando a la muerte, y él la presentía gozoso. Lloraba por su juventud lejana, perdida en las amargas alegrías del mundo; pero detrás de él dejaba una legión de trabajadores, miles de hombres herederos del celo que a él le abrasaba; una Orden, que, armada de su mismo espíritu, florecía, aumentaba de una manera prodigiosa y se extendía por todas las naciones de la cristiandad.
—¿Se hospeda aquí el señor Burcardo, obispo de Cambray?
—Sí—contesta el clérigo—; yo soy su capellán.
—¿Se le podría ver en este momento?
—Creo que sí; pero tú, ¿quién eres?
—Soy .un antiguo amigo; el señor obispo se alegrará mucho con mi visita.
El joven clérigo contempló un instante al desconocido y desapareció en el interior; pero volvía unos instantes después en busca de aquel hombre a quien había dejado a la puerta.
Al encontrarse frente al obispo, el extranjero cayó a sus pies, le besó el anillo y exclamó: «¡Oh Burcardo, señor mío y dulce amigo mío!» El obispo quedó desconcertado y sin saber qué decir. Miraba aquel rostro pálido, aquella cabellera sucia, aquella túnica fea y destrozada, aquellos pies abiertos por grietas profundas y sangrientas. «Pero, ¿es posible—volvió a decir el visitante—que os hayáis olvidado de vuestro antiguo compañero de la corte?» Estas palabras fueron para el prelado como una revelación. Inmediatamente levantó del suelo al peregrino, le atrajo hacia sí impetuosamente y le abrazó, diciendo: «¡Oh Norberto! ¿Cómo iba a pensar yo que te iba a encontrar de esta manera?» Y le ofreció una silla, y hablaron largamente, recordando los sucesos de su vida desde que fortunas diversas les habían llevado por diversos caminos. «Pero te encuentro muy mal—dijo al fin el obispo Burcardo—; tú estás enfermo, tienes ojos de fiebre.» Y mandó que le diesen una habitación en su posada, que le cuidasen y que no le dejasen marchar hasta que se repusiese por completo.
A esta escena había asistido el capellán del obispo, pero sin comprender nada, porque él era francés y los dos antiguos amigos hablaban en alemán. Poco después su amo satisfacía su curiosidad, contándole la historia extraña de aquel hombre. «Primero nos encontramos en Colonia entre los pajes del arzobispo. Cerca de esta ciudad, en Sansón, tenía su padre un castillo con sus tierras y vasallos. Juntos fuimos después a la corte del emperador Enrique. Allí, el emperador le hizo su limosnero. Se le apreciaba por sus conocimientos literarios, por la gracia de su conversación, por la lealtad de su alma y por sus modales aristocráticos. Era el arbitro de las elegancias. Aunque clérigo y con el orden del subdiaconado, las cosas religiosas le preocupaban entonces muy poco. Había que verle en las fiestas cortesanas con el cabello perfumado, la cadena de oro al cuello y el manto de seda y de armiño. Su presencia enloquecía a las damas, su ingenio le hacía brillar entre los magnates y su afabilidad le atraía el amor de todos. El emperador le ofreció el obispado de Cambray, pero él se negó a aceptarlo, con gran sorpresa de toda la corte. Aquella manera de obrar nos desconcertó. ¿Qué le movió a ello? Según unos, el pensar que los cuidados pastorales le hubieran obligado a dejar aquella vida de libertad; según otros, al ver que era el emperador quien le daba la investidura, contra la voluntad del Papa. Me inclino a creer esto último, porque cuando en 1111 fuimos a Roma con el ejército imperial y se hicieron al Papa Pascual las violencias que todos saben, vi que Norberto desaprobaba aquellas cosas y se presentaba en el castillo donde habían encerrado al Pontífice para manifestarle su sentimiento. Y aquí le tienes ahora, tan gastado, tan maltrecho, tan transformado que ni yo mismo le conocía.»
Este relato impresionó vivamente a Hugo, que así se llamaba el joven capellán. También él sentía los anhelos de dejar el mundo, y creyó que la llegada de aquel alemán era la señal decisiva de la vocación. Durante aquellos días se le vio con frecuencia a la cabecera del enfermo, consultando con él sus dudas y llorando al oír el relato que Norberto hacia de su conversión: «Yo era entonces—decía el penitente—un ínclito ciudadano de Babilonia; esclavo del placer y prisionero de mis caprichos. Los terrores del infierno, la belleza de la virtud y la promesa de la felicidad eterna me parecían cuentos de viejas, o fábulas como las de las mitologías antiguas. Sólo oía los aplausos de los que me rodeaban, y que me lanzaban por caminos laboriosos y difíciles, marchando siempre sin volver nunca, vago y fugitivo, despeñándome de sima en sima, con una inconsciencia que hoy me llena de terror. Arrastrado por ese vértigo, me dirigía una tarde a un pueblecito de Westfalia llamado Freten. Conmigo llevaba un criado que era el confidente de todas mis aventuras. Caminábamos por una vasta llanura, cuando la tormenta empezó a rugir sobre nosotros. Llovía torrencialmente, los relámpagos caían en torno y los truenos hacían trepidar la tierra de tal modo, que me costaba mucho dominar mi caballo. El muchacho empezó a temblar, considerando todo aquello como un castigo de mis crímenes: «¿Dónde vais, señor?—me gritaba—; volvamos a la ciudad; mirad que la mano divina está irritada contra vos.» Yo me reí de aquellos temores y seguimos adelante, hasta que, en medio de un estruendo horroroso, brilló una centella delante de mí, abrasando la hierba y penetrando a gran profundidad en el suelo. El susto derribó a mi caballo, y yo caí también sin sentido, y cuando al cabo de una hora pude volver en mí, todavía se notaba el olor a azufre que había dejado el relámpago. Un cambio completo se había realizado en mi interior: volví a casa, dejé para siempre los vestidos preciosos, me vestí de un cilicio y abandoné la corte.»
Esto había sucedido en 1114. El nuevo convertido se transformó desde entonces en un rígido asceta, en un censor severo de cuanto había buscado y amado, en un predicador intransigente de la verdad. Para entregarse sin estorbo al ministerio evangélico, se ordenó de sacerdote, vendió su castillo y distribuyó entre los pobres sus riquezas, conservando para sí únicamente diez monedas de plata. Después, considerando que al reservarse esta cantidad había desconfiado de la Providencia, se deshizo también de ellas y salió de su. patria. El antiguo cortesano se había convertido en un predicador ambulante. Caminaba con los pies descalzos, vivía de limosna, dormía en los hospitales y en los monasterios. Su predicación era austera, como su vida; tronaba contra los canónigos relajados, contra los clérigos indignos, contra los vicios del pueblo y la gran llaga de la época: la simonía. Su sola presencia impresionaba; su historia conmovía, pero con frecuencia se encontró con las rebeldías y los desprecios. Se le insultó, se le golpeó y se le escupió a la cara. Cuatro años llevaba de peregrinaciones apostólicas a través de las riberas del Rin y de las provincias de Francia, cuando tuvo en Valenciennes aquel encuentro con su antiguo compañero de la corté, el obispo Burcardo. Muchos discípulos se le habían juntado, asociándose a su continuo peregrinar, pero unos le habían abandonado a los pocos días, otros se habían quedado en los hospitales, otros habían muerto de frío, de hambre y de cansancio. Ahora se encontraba nuevamente solo, cuando el capellán del obispo de Cambray le rogó que le admitiese en su compañía. Y empezaron de nuevo las correrías, las conversiones y las mordeduras del hielo en los pies agrietados y purulentos. Un día, el reformador se detuvo cerca de Soissons, en un pequeño valle de difícil acceso y de aspecto desolado. En torno, montañas rocosas, que apenas dejaban penetrar el sol; en las alturas, vuelos de buitres y de águilas; en el fondo, aguas pantanosas y espesos bosques, y en medio de los bosques, una capilla destartalada, en que se veía una imagen de San Juan Bautista. Dijéronle que aquel lugar se llamaba Premostratum—Premontré—. El nombre parecióle a Norberto un buen augurio, y al nombre se juntaba el encanto de la soledad. «Este es—dijo—el lugar de mi descanso y el puerto de mi salud.» Después buscó libros, trajo reliquias, reunió nuevos discípulos, edificó en torno a la ermita, y así quedó constituido en el día de Navidad de 1121 el primer monasterio de canónigos regulares premostratenses. El fundador les dio un hábito blanco, les puso bajo la Regla de San Agustín y les presentó un programa de vida que consistía en vivir como monjes y servir al prójimo como clérigos. La vida era dura; había, ciertamente, abundancia de agua en el valle, pero el pan no siempre sobraba. Había sin embargo, algo mejor que el pan: era la palabra ferviente del Padre. Mañana y tarde hablaba a sus cuarenta discípulos de las alegrías de la pobreza, de la eterna bienaventuranza, de las consolaciones divinas; «hablaba con palabra que no era de la tierra—dice uno de los oyentes—, que no tenía sabor terreno, sino que parecía volar con alas de paloma». Y los hermanos volaban también arrebatados por aquel acento cálido y persuasivo, saltaban de las sillas en que estaban sentados y se sostenían en el aire con los ojos extáticos y las frentes aureoladas de luz.
Pero el fundador no había matado al misionero. En adelante los dos caminan juntos: Norberto va de ciudad en ciudad fundando monasterios, organizando comunidades, predicando la palabra, confundiendo a los herejes y luchando contra el cisma. En sus viajes se encuentra con San Bernardo; combate al antipapa Aniceto; refuta el racionalismo de Abelardo; restaura la piedad y pasa dejando regueros de consuelo y de luz. Nada se resiste ahora al poder de su palabra. En Bélgica acababa de presentarse un hombre extraño, que tenía a la vez algo de tribuno, de profeta y de reformador religioso. Llamábase Tanquelino. Vestía como un príncipe oriental; el oro fulgía en sus cabellos, la púrpura cubría su cuerpo y tres mil hombres armados de lanzas le daban escolta. Decíase hijo de Dios, predicaba contra los sacramentos y los sacerdotes, convertía en lupanares las iglesias, y de tal manera había fanatizado a sus secuaces, que les daba a beber, como una gracia singular, las aguas en que se bañaba. Ni los obispos ni los príncipes se atrevían a hacer frente al terrible dogmatizador. Fue San Norberto quien echó por tierra en un día toda su popularidad. Presentóse en Amberes, donde vivía aquel loco, habló amorosamente a la turba engañada, y no tardaron en afluir los herejes pidiendo perdón y entregando las hostias consagradas que guardaban en los sótanos de sus hogares.
En 1126 predicaba Norberto en la ciudad de Spira, cuando un grupo de individuos se arrojó sobre él y se le llevó, gritando: «¡Norberto, obispo de Magdeburgo!» Él resiste, pero los amotinados le arrastran a la iglesia, sin concederle siquiera un momento para reflexionar. El emperador aprueba, los obispos aplauden y el Papa confirma. El electo deja obrar como una víctima, y a los pocos días hace su entrada en la capital de su diócesis montado en un asno, abatido, extenuado. Hubo una recepción solemne en el palacio episcopal. Pasaron obispos, magnates, damas y prelados regulares. Tras ellos se presenta un hombre de sotana raída, pies descalzos y aspecto de mendigo. El portero le rehúsa la entrada, diciendo: «Llegas tarde, hace rato que se dio la limosna a los pobres.» Pero un paje acudió, gritando: «¿Qué haces, miserable? Es nuestro señor, es nuestro prelado.» El portero, entonces, cayó de rodillas, deshaciéndose en excusas; pero Norberto le hizo callar, diciendo: «Nada temas, hermano; te felicito, porque me conoces mejor que todas esas gentes que me obligan a entrar en este palacio, del cual soy indigno.»
Pronto se vio que aquel hombre de presencia despreciable tenía la talla de los grandes pastores. Predicaba, solicitaba, corregía, perseguía el vicio y lanzaba el anatema de la excomunión. Era intransigente, como todos los que tienen la conciencia del deber. Si sabía hablar con bondad a los herejes que habían sido juguete de los impostores, sabía también resistir tenazmente en presencia de la rebeldía. Se le amenazó con la muerte, se le quiso asesinar en la basílica, pero nada podía detener la impetuosidad de su celo. Un día, mientras los conjurados se apiñaban a su puerta, apareció tranquilamente entre ellos, pasó junto a los sicarios sin la menor turbación y salió de la ciudad. No sacudió sus sandalias, porque, como siempre, iba descalzo. Creía poder terminar su vida en el retiro de un monasterio, cuando los feligreses vinieron tumultuosamente en su busca para colocarle de nuevo en la silla episcopal. Pero Dios le llamaba ya a ocupar otra silla. Aunque no era viejo, estaba agotado; su cuerpo, consumido, parecía estar llamando a la muerte, y él la presentía gozoso. Lloraba por su juventud lejana, perdida en las amargas alegrías del mundo; pero detrás de él dejaba una legión de trabajadores, miles de hombres herederos del celo que a él le abrasaba; una Orden, que, armada de su mismo espíritu, florecía, aumentaba de una manera prodigiosa y se extendía por todas las naciones de la cristiandad.
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