La vida de Isidro Labrador fue menos relevante desde el punto de vista político y social que la de su contemporáneo Olaguer († 1137), primer obispo de Barcelona y posteriormente titular de la metrópolis de Tarragona. Juan Diácono, del siglo XIII, el biógrafo que escribió Vita Sancti Isidori, destaca en él, sobre todo, la ejemplaridad de un cristiano madrileño extremadamente sencillo que tuvo que esperar la sanción oficial de su santidad hasta el siglo XVII, cuando el rey Felipe III, que atribuyó su propia curación a la intercesión de San Isidro, solicitó y obtuvo la beatificación al papa Paulo IV y, tres años más tarde, la canonización por Gregorio XV.
No se sabe con exactitud el año del nacimiento de san Isidro -sí que fue el final del siglo XI-, ni la casa, ni el barrio en que poco más o menos estaría hoy ubicado el lugar en que vió la primera luz, ni siquiera el nombre de sus padres. Como es de esperar, la época, el tiempo en que transcurre su vida, la poca importancia social o política de Madrid en los momentos en que la pisa el santo pueden aportar muy pocos datos fiables y comprobables desde el ámbito histórico, sobre todo, si se tiene en cuenta que no perteneció al mundo de la política, de las finanzas, ni al de la jerarquía alta de la Iglesia que hubieran podido dejar constancia para la posteridad la influencia social en el ambiente cristiano de su mundo. Y lo que puede parecer paradójico al oriundo común -munícipe de a pie- de la megalópolis que es el Madrid actual es que su patrón no sea un industrial, ni un político, gobernante, banquero, sociólogo o cardenal, -un ciudadano- sino precisamente un agricultor -un hombre del campo-. Pero esas son las ironías de la vida y la enseñanza de la Historia que da lecciones de humildad, haciendo ver, como en este caso, que las grandes urbes también un día tuvieron infancia.
Parece que se bautizó en la antigua parroquia de san Andrés, recibiendo el nombre bautismal de Isidoro -Isidro es su síncopa- seguramente en honor del santo arzobispo de Sevilla; dicen que trabajó como pocero y bracero al servicio de la familia Vera de la que salió, junto con otros muchos del lugar, cuando Alí toma Toledo al frente del imponente ejército de almorávides, y que esta fue la razón de trabajar en Torrelaguna donde contrajo matrimonio con Toribia, luego Santa María de la Cabeza, de quien tuvo a su hijo Illán, también tratado como santo. Al regreso a Madrid se asienta definitivamente en la casa de la familia Vargas, cuidando de las tierras de Juan, donde ejercita las virtudes cristianas en el cumplimiento fiel de las obligaciones con Dios y los hombres, entre las labores del campo y la atención a su casa. De hecho, el papa Gregorio XV afirma que «nunca salió para su trabajo sin antes oír, muy de madrugada, la santa misa y encomendarse a Dios y a su Madre santísima».
La tradición popular conservó la memoria de su espíritu de oración y de generosidad para con los necesitados, glosándolos con prodigios que más que verdad histórica encierran los anhelos de todo agricultor sometido al duro capricho de los elementos hasta que su cosecha dé fruto, como agua que salta al golpe de azada y tormentas que se disuelven milagrosamente a ruegos del agricultor, o la sopa que se multiplica prodigiosamente en la olla cuando se hace caridad con el pobre advenedizo para que no falte alimento a la familia y -el más comentado por el pueblo- los ángeles que le ayudan a labrar la tierra mientras él se dedica a la oración.
Naturalmente ese es el producto de la fábula y del cariño al santo varón. La verdad debió ir por los derroteros vulgares y comunes en su tiempo como llevar albarcas llenas de barro, algún manto con añadidos, quizá remiendo en el calzón, un tapasol de cabeza y de mucho sudor impregnado su jubón; sus manos serían rudas y con callos; sus gestos, serenos, pensados, sin precipitación y sus palabras más toscas que finas; pero esa humildísima persona no cedió a la pereza, luchó contra el egoísmo, atendió a quien penaba y supo contar con Dios.
Su culto está muy extendido entre los trabajadores del campo que le tienen como especial protector. Es patrono de los agricultores y de la archidiócesis de Madrid.
Murió anciano y su cuerpo se conserva incorrupto en la Catedral de la Almudena de Madrid.
Goya tuvo el buen gusto de pintarlo en obra que se puede contemplar en la Biblioteca Nacional, y Lope de Vega, cantándole, puso encanto literario en los versos miles que poetizan de otro modo lo que ya contó el primer biógrafo del santo
No se sabe con exactitud el año del nacimiento de san Isidro -sí que fue el final del siglo XI-, ni la casa, ni el barrio en que poco más o menos estaría hoy ubicado el lugar en que vió la primera luz, ni siquiera el nombre de sus padres. Como es de esperar, la época, el tiempo en que transcurre su vida, la poca importancia social o política de Madrid en los momentos en que la pisa el santo pueden aportar muy pocos datos fiables y comprobables desde el ámbito histórico, sobre todo, si se tiene en cuenta que no perteneció al mundo de la política, de las finanzas, ni al de la jerarquía alta de la Iglesia que hubieran podido dejar constancia para la posteridad la influencia social en el ambiente cristiano de su mundo. Y lo que puede parecer paradójico al oriundo común -munícipe de a pie- de la megalópolis que es el Madrid actual es que su patrón no sea un industrial, ni un político, gobernante, banquero, sociólogo o cardenal, -un ciudadano- sino precisamente un agricultor -un hombre del campo-. Pero esas son las ironías de la vida y la enseñanza de la Historia que da lecciones de humildad, haciendo ver, como en este caso, que las grandes urbes también un día tuvieron infancia.
Parece que se bautizó en la antigua parroquia de san Andrés, recibiendo el nombre bautismal de Isidoro -Isidro es su síncopa- seguramente en honor del santo arzobispo de Sevilla; dicen que trabajó como pocero y bracero al servicio de la familia Vera de la que salió, junto con otros muchos del lugar, cuando Alí toma Toledo al frente del imponente ejército de almorávides, y que esta fue la razón de trabajar en Torrelaguna donde contrajo matrimonio con Toribia, luego Santa María de la Cabeza, de quien tuvo a su hijo Illán, también tratado como santo. Al regreso a Madrid se asienta definitivamente en la casa de la familia Vargas, cuidando de las tierras de Juan, donde ejercita las virtudes cristianas en el cumplimiento fiel de las obligaciones con Dios y los hombres, entre las labores del campo y la atención a su casa. De hecho, el papa Gregorio XV afirma que «nunca salió para su trabajo sin antes oír, muy de madrugada, la santa misa y encomendarse a Dios y a su Madre santísima».
La tradición popular conservó la memoria de su espíritu de oración y de generosidad para con los necesitados, glosándolos con prodigios que más que verdad histórica encierran los anhelos de todo agricultor sometido al duro capricho de los elementos hasta que su cosecha dé fruto, como agua que salta al golpe de azada y tormentas que se disuelven milagrosamente a ruegos del agricultor, o la sopa que se multiplica prodigiosamente en la olla cuando se hace caridad con el pobre advenedizo para que no falte alimento a la familia y -el más comentado por el pueblo- los ángeles que le ayudan a labrar la tierra mientras él se dedica a la oración.
Naturalmente ese es el producto de la fábula y del cariño al santo varón. La verdad debió ir por los derroteros vulgares y comunes en su tiempo como llevar albarcas llenas de barro, algún manto con añadidos, quizá remiendo en el calzón, un tapasol de cabeza y de mucho sudor impregnado su jubón; sus manos serían rudas y con callos; sus gestos, serenos, pensados, sin precipitación y sus palabras más toscas que finas; pero esa humildísima persona no cedió a la pereza, luchó contra el egoísmo, atendió a quien penaba y supo contar con Dios.
Su culto está muy extendido entre los trabajadores del campo que le tienen como especial protector. Es patrono de los agricultores y de la archidiócesis de Madrid.
Murió anciano y su cuerpo se conserva incorrupto en la Catedral de la Almudena de Madrid.
Goya tuvo el buen gusto de pintarlo en obra que se puede contemplar en la Biblioteca Nacional, y Lope de Vega, cantándole, puso encanto literario en los versos miles que poetizan de otro modo lo que ya contó el primer biógrafo del santo
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