No hay para mí cosa más amable, en lo humano, que la ciencia de los claros varones. Para los grandes cuidados es gran remedio la filosofía, con cuyo trato he recibido muchos bienes. Prefiero el ocio seguro de las letras al incierto negocio de las armas.» Así decía Gerberto, el hombre más sabio del siglo x, el maestro famoso de las escuelas de Reims. Amaba la sabiduría y se la hacía amar a sus discípulos. Saber es poder, les decía; y, efectivamente, su ciencia le levantó a él hasta la silla de San Pedro. Entre los que le escuchaban, estaban los directores de la nueva generación: abades, obispos, príncipes y santos; cerca de un monje imberbe, el futuro historiador Riquier, se sentaba un mozo altivo llamado Adalberón, que será el rey de la sátira, y al lado de un joven príncipe, hijo del rey de Francia, estudiaba el hijo de un campesino aquitano.
Éste se llamaba Fulberto. Entre los hijos de los grandes señores, andaba él tímido y acobardado; pero era tal vez el más atento, el más estudioso y el más respetuoso de los discípulos. Siguió el curso completo del gran maestro remense; primero, la dialéctica con la explicación de la Isagoge, de Porfirio, que se estudiaba en la traducción del cónsul Manlio o en la de Victorino el Retórico; después, la lógica de Aristóteles, que le entrenó en los métodos de la argumentación, para poder pasar al estudio de los Tópicos o fuentes del razonamiento, en el texto de Cicerón. Todo esto era el preámbulo para el conocimiento de la retórica, cuyo principio fundamental afirmaba que no se podía llegar a la perfección del arte sino formando el estilo con la lectura de los grandes poetas. Era un programa en armonía con la razón: primero, aprender a pensar; después, a escribir, y como remate de uno y otro proceso, solemnes discusiones, en las cuales cada uno sostenía su tesis con tal arte, que ni el arte mismo se echase de ver. Venían a continuación las materias científicas y eclesiásticas. La gran novedad de Gerberto estaba en las ciencias matemáticas, en la medicina, en la música y astronomía. «Nos llenábamos de admiración—dice Riquier—de que las más altas cantidades se pudiesen multiplicar y dividir en tan poco tiempo.» Para eso empleaba el maestro un sistema que había traído de España. En sus tablas aritméticas, que se leían de derecha a izquierda, podían verse los primeros esbozos de nuestros guarismos modernos.
Tales fueron los estudios de Gerberto en Reims. Tal vez ayudó al maestro en sus experiencias científicas, y de seguro admiró aquella sala donde se amontonaban en desorden aquellos aparatos extraños, aquellas figuras peregrinas, que dieron a Gerberto fama de mago y nigromante: monocordios y ábacos, minerales y hierbas, rombos y pirámides, plomadas y espejos, triángulos y esferas, mapas terrestres y celestes, ortógonos pitagóricos y horóscopos para medir las grandes alturas.
En 995, la escuela de Reims empieza a declinar. El sabio anda ahora metido en todas las vicisitudes políticas y religiosas de su tiempo. Es arzobispo, consejero imperial. Papa. Los escolares se dispersan, codiciosos de laureles. Fulberto marcha también, llega a Chartres y sienta una cátedra. El milenio toca a su fin. Muchos lo ven llegar con terror. Se cree en la próxima venida del Anticristo y en la catástrofe universal. «Recuerdo—decía un amigo de Fulberto, San Abdon de Fleury—que, siendo joven, le oí predicar en una iglesia de París»; y Pedro Diácono escribía en el monasterio de Montecasino; «Al sonar el año 1000, satán será desatado de las cadenas con que le amarrara en los inflemos el Salvador triunfante.» Ante tan lúgubres presentimientos, los corazones se acobardaban, paralizábase la vida y hasta las personas sensatas se hallaban oprimidas por la incertidumbre terrible. Pero esta nube de pesimismo huía de la ciudad de Chartres ante la voz del profesor, heredero del prestigio de Gerberto. La algazara de la juventud estudiantil llenaba las calles. De todas partes llegaban discípulos para escuchar aquella doctrina que llenaba los ánimos de confianza. No se hablaba en ella de horrores ni de catástrofes, sino de paz; de orden, de ley, de renovación. Fulberto es uno de los reorganizadores de la sociedad, es un gran constructor. Su enseñanza no tiene la brillantez ni la amplitud de la de su maestro, pero acaso hay en ella más seriedad, más austeridad más preocupación moral. Enseña, sobre todo, la teología y el derecho, porque se da cuenta de que son las dos cosas que más necesita aquella sociedad, que sólo es cristiana de nombre y no tiene más ley que el instinto. Enseña y ejerce, además, la medicina; hace pócimas y combinaciones de hierbas de virtud curativa; visita, recibe, receta, y las gentes acuden de lejanas tierras para pedirle la salud, o le escriben declarándole algunas enfermedades y pidiéndole algún remedio. Así, Adalberón, obispo de León, ilustre poeta y antiguo condiscípulo suyo, preocupado por la de un amigo suyo, Fulberto le contesta: «Saludándote amistosamente, debo decirte que cuanto tengo y conozco lo he dispuesto para curar a tu fiel Ebalo, y así te mando tres pociones de Galeno y otras tantas mezclas de triaca. Te mando también el vomitivo de nardo silvestre que me pides, aunque no lo creo recomendable para tu edad. Sería mejor el oximiel y los rábanos, que se pueden emplear con frecuencia y sin peligro, y, mejor aún, unas píldoras laxantes, de las cuales te puedo ofrecer unas noventa. Por lo demás, ya sabes que todo cuanto tengo es tuyo. Adiós.»
Esta carta es del año 1006. Pocos meses después, Fulberto era nombrado obispo de Chartres. Desde entonces su vida se hace más grave todavía. No deja la dirección de las escuelas, pero es porque tiene que formar a sus clérigos. Todos sus esfuerzos se encaminan a iluminar, a ordenar, a reconstruir. Actúa primero en su diócesis, pero su influencia se extiende sin cesar. Se ha convertido en el oráculo de Francia, en el consejero de los obispos, de los reyes y de los pueblos. Ya no tiene tiempo ni humor para ejercer la medicina. A su metropolitano, el arzobispo de Sens, que le pedía un remedio, le da esta contestación: «Créeme, Padre, que desde que me hicieron obispo ya no hago mixtiones ni elaboro ungüentos; te mando, no obstante, privándome de ello, un poco que cierto médico hizo para mí, pidiendo a Cristo, autor de toda salud, que lo haga provechoso para la tuya.»
Ahora es la salud de las almas lo que le preocupa, la paz, el orden, la justicia. Vive en un tiempo de rebeldías, de odios, de guerras feudales. Fulberto interviene con todo el prestigio de su virtud y su sabiduría. Se acude a él de todas partes: de los concilios, de las cortes de los príncipes, de las curias episcopales, de los claustros monásticos. Él es la ley viva, la solución de los problemas que se ofrecen en el mundo político y eclesiástico. Qué hay que pensar de los prelados belicosos que levantan ejércitos y sitian ciudades; del clérigo ignorante que anda por los montes espada al cinto y el halcón en la mano; del sacerdote que se pasa a otra diócesis para ser ordenado; del diácono que osa decir misa; del vasallo que no guarda los deberes de la fidelidad del abad a quien da el príncipe la investidura... Fulberto contesta siempre en cartas rápidas, concisas, que, como las de su maestro Gerberto, recuerdan la profundidad de Tácito y la noble elegancia de Tito Livio, y nos revelan al hombre austero y misericordioso a la vez, al mantenedor de la disciplina, al espíritu conocedor de ¡os cánones y al brazo que sabe imponerlos. Escribiendo a un compañero en el episcopado, le señalaba con estas palabras las tres armas del oficio pastoral que él empleaba: «Tienes, por gracia de Dios, la caridad para llamar al que yerra; el freno de la ley canónica para reprimir al díscolo, y la vara para herir al rebelde.» Bellamente decía a unos acusados: «Ni la entrada de la justicia, ni la puerta de la misericordia están cerradas para vosotros. Si queréis entrar por la primera, defended la culpa; si preferís la segunda, haced penitencia; de otro modo, la razón se niega a admitiros.» Aun hablando con los príncipes y con los poderosos, su frase tiene siempre un acento noble y severo. Al rey Roberto, que le llamaba a su corte, le escribía: «Si es para tratar de la justicia, de la paz, del bienestar del reino, del honor de la Iglesia, me tendrás siempre a tu lado como el más leal servidor.» Y a su metropolitano el canciller Reterico le hablaba con este tono grave y altivo: «Sé un piloto cauto y circunspecto de la nave regia. Los espíritus de la tierra silban insolentemente. Las olas del siglo se hinchan. Los promontorios del poder humano ofrecen sus peligros, y los hipócritas acechan con intenciones de piratas. Entre todos estos escollos es preciso caminar hacia el puerto de la patria celeste. Cuida mucho de no mezclar en tu corazón el temblor de la duda o el veneno de la doblez. El camino de Dios es sencillo, y para andarle confiadamente es preciso ir con sencillez. Si la seducción te extravía, naufragarás en la Caribdis del tártaro. Que la mano poderosa, del Omnipotente te guíe.»
Es siempre el lenguaje del reformador, del obispo, del defensor de la disciplina. Pocas veces aparece el hombre de letras ni el sabio. Ha arrinconado para siempre a Galeno y Dioscórides, a Virgilio y Cicerón. El reino de Francia está alarmado. Se dice que en algunas provincias ha caído una lluvia ¿e sangre. La noticia llega al palacio real, y. el rey Roberto, lleno de ansiedad, escribe al obispo de Chartres: «¿Qué desgracia nos anuncia este fenómeno? ¿Ha sucedido alguna vez algo semejante?» Fulberto registra su biblioteca. Livio, Valerio, Orosio, hablan de esas lluvias misteriosas, «pero yo—dice el obispo—sólo citaré a Gregorio Turonense, por la autoridad de su religión». Apenas hallamos más que este eco de la antigüedad, algo desdeñoso, y, por otra parte, obligado. A un abad amigo suyo le manda le envíe la Isagoge de Porfirio, y le pide una copia de Donato, «pero sin introducir en ella cosas de risa. Todo debe ser serio y digno.» Al mismo tiempo, le da estos consejos de administración de vida espiritual: «Divide tu día entre la oración, la meditación y la instrucción de los hermanos, sin olvidarte ni del cuerpo ni del alma. Procura que se laven las ropas y ornamentos de la iglesia, para que con su limpieza alegren las fiestas pascuales. Que mi laurel y todo el jardín estén bien cuidados. Acuérdate de que eres viñador y agricultor.»
Entre esta serie de medidas disciplinarias, administrativas y litúrgicas, que son como un espejo de aquel tiempo, rara vez se siente el latido íntimo del alma. Sin embargo, Fulberto se nos revela en su vida como un amigo tierno y leal. Una amistad estrecha le unía a los hombres más santos de su tiempo, a todos aquellos que se sentían empujados por los mismos anhelos de orden y justicia que a él le inspiraban. Entre ellos figuraba San Abdón, abad de Fleury, alma grande y ardiente, de una energía indomable, inaccesible al desaliento y nacida para habitar en las alturas, donde se concentran las miradas de las muchedumbres y estalla el relámpago. Un relámpago de odio le mató. Intentando reformar uno de sus prioratos, se originó una refriega entre los monjes observantes y los relajados, que tenían de su parte una patrulla de golfillos y mujerzuelas. Hubo mueras, pedradas, feroces puntapiés y botes de lanza. El abad se arrojó en medio de los combatientes para imponer la paz, y una flecha le atravesó el costado, mientras decía: «Esto va de serio.» Cuando le fueron a anunciar la revuelta, estaba en el claustro dictando algunas operaciones aritméticas y astronómicas, con las tablas y el estilete en la mano. Su vida, como la de Fulberto, fue la enseñanza y la reforma; pero así como el uno se distinguió además en la medicina, del mismo modo brilló el otro como orfebre y repujador. En los umbrales del segundo milenio, augurando la aparición de una era nueva, estas dos grandes figuras se nos presentan unidas por los lazos de un mismo ideal y de una amistad entrañable: «¿Con que palabras te saludare, olí sagrado abad y gran filósofo?», escribía el de Chartres al de Fleury. «No sé con qué pagar el obsequio de la amistad santa que tu epístola me descubre; pues teniendo, como tienes, vencedor por tu ánimo varonil, las cosas que existen de verdad, y despreciando, como desprecias, las que no existen. ¿qué podré yo ofrecerte que tú no tengas o que no desprecies?»
Otro grande hombre de aquel tiempo fue Odilón, el santo abad de la Orden de Cluny, el arcángel de los monjes, como decía Fulberto, otro gran reformador, otro amigo del alma del obispo de Chartres. Cuando le pesaba el episcopado, era Odilón el que venía en su ayuda con un sabio consejo, con una palabra santa, con una amistosa intervención. A veces, Fulberto temblaba pensando en su responsabilidad. Daba un buen consejo a todo el mundo, instruía a su pueblo con breves y sencillas homilías, cantaba en bellos versos el heroísmo de los santos, refutaba en un sabio tratado las argucias de los judíos, se hacía todo para todos. Pero todo esto le parecía poco; la inquietud le atenazaba el alma, el temor de la cuenta le aterraba. «Acaso—decía, hablando consigo mismo—estoy extraviando a mis ovejas. ¿Qué hacer? A veces me consuelo pensando que no he subido apoyado en las riquezas ni en la sangre. Soy un pobre, un hijo del pueblo, aunque Cristo haya querido ensalzarme entre los grandes de la tierra. ¡Oh vida mía, mi salud, mi hacedor, mi única confianza, dame un consejo y a la vez las fuerzas para seguirlo!» Dios habló por medio del abad de Cluny. Una epístola suya disipó todas aquellas zozobras; y el obispo, resignado ya a llevar el peso de su dignidad, contestaba: «Como mis obras no pueden equipararse al beneficio que te debo, te lo pagaré con mi amor. Me has dado un maná de ángeles; me has presentado el néctar de la caridad. Tu benigno corazón no ha tenido valor para ver abierta mi llaga sin aplicar el remedio, sino que con un arte divino has derramado sobre él un licor más dulce que el vino de Samos y un óleo de caridad que ha hecho desaparecer por completo el dolor y la herida. No obstante, oh Padre, necesito que me ayudes con tus oraciones, pues soy un hombre tan desgraciado, que, sin luces para guiarme a mí mismo, me veo obligado a procurar la salud de los otros.»
Dios le había llamado, y Él le dio fuerzas para alcanzar en aquel puesto la gloria de la tierra y la recompensa del Cielo. En su última hora tuvo un rasgo que revelaba una vez más su entereza episcopal y la pureza de su fe. Viendo a un clérigo que estaba cerca de su lecho, dijo a sus familiares: «Echad de aquí ese dragón espantoso.» «Señor—respondieron ellos—, no es un dragón, es el arcediano de Angers.» «Echadle, os digo», replicó; y con una mirada triste y un sollozo de angustia, exhaló su alma. Había visto las luchas que años adelante habían de trastornar a la Iglesia, porque aquel canónigo, antiguo discípulo suyo, era un futuro heresiarca, era el famoso Berengario. La herejía asomaba en el horizonte; pero también alboreaba la aurora de una sociedad nueva. «La tierra cambiaba de piel—dice Raúl Glaber, cronista de aquellos días—. El mundo se despojaba de sus harapos para vestirse la túnica blanca de sus iglesias. En toda la cristiandad se construyen basílicas y monasterios.» Entre los constructores está Fulberto, constructor espiritual y material: él empezó la catedral de Chartres.
Éste se llamaba Fulberto. Entre los hijos de los grandes señores, andaba él tímido y acobardado; pero era tal vez el más atento, el más estudioso y el más respetuoso de los discípulos. Siguió el curso completo del gran maestro remense; primero, la dialéctica con la explicación de la Isagoge, de Porfirio, que se estudiaba en la traducción del cónsul Manlio o en la de Victorino el Retórico; después, la lógica de Aristóteles, que le entrenó en los métodos de la argumentación, para poder pasar al estudio de los Tópicos o fuentes del razonamiento, en el texto de Cicerón. Todo esto era el preámbulo para el conocimiento de la retórica, cuyo principio fundamental afirmaba que no se podía llegar a la perfección del arte sino formando el estilo con la lectura de los grandes poetas. Era un programa en armonía con la razón: primero, aprender a pensar; después, a escribir, y como remate de uno y otro proceso, solemnes discusiones, en las cuales cada uno sostenía su tesis con tal arte, que ni el arte mismo se echase de ver. Venían a continuación las materias científicas y eclesiásticas. La gran novedad de Gerberto estaba en las ciencias matemáticas, en la medicina, en la música y astronomía. «Nos llenábamos de admiración—dice Riquier—de que las más altas cantidades se pudiesen multiplicar y dividir en tan poco tiempo.» Para eso empleaba el maestro un sistema que había traído de España. En sus tablas aritméticas, que se leían de derecha a izquierda, podían verse los primeros esbozos de nuestros guarismos modernos.
Tales fueron los estudios de Gerberto en Reims. Tal vez ayudó al maestro en sus experiencias científicas, y de seguro admiró aquella sala donde se amontonaban en desorden aquellos aparatos extraños, aquellas figuras peregrinas, que dieron a Gerberto fama de mago y nigromante: monocordios y ábacos, minerales y hierbas, rombos y pirámides, plomadas y espejos, triángulos y esferas, mapas terrestres y celestes, ortógonos pitagóricos y horóscopos para medir las grandes alturas.
En 995, la escuela de Reims empieza a declinar. El sabio anda ahora metido en todas las vicisitudes políticas y religiosas de su tiempo. Es arzobispo, consejero imperial. Papa. Los escolares se dispersan, codiciosos de laureles. Fulberto marcha también, llega a Chartres y sienta una cátedra. El milenio toca a su fin. Muchos lo ven llegar con terror. Se cree en la próxima venida del Anticristo y en la catástrofe universal. «Recuerdo—decía un amigo de Fulberto, San Abdon de Fleury—que, siendo joven, le oí predicar en una iglesia de París»; y Pedro Diácono escribía en el monasterio de Montecasino; «Al sonar el año 1000, satán será desatado de las cadenas con que le amarrara en los inflemos el Salvador triunfante.» Ante tan lúgubres presentimientos, los corazones se acobardaban, paralizábase la vida y hasta las personas sensatas se hallaban oprimidas por la incertidumbre terrible. Pero esta nube de pesimismo huía de la ciudad de Chartres ante la voz del profesor, heredero del prestigio de Gerberto. La algazara de la juventud estudiantil llenaba las calles. De todas partes llegaban discípulos para escuchar aquella doctrina que llenaba los ánimos de confianza. No se hablaba en ella de horrores ni de catástrofes, sino de paz; de orden, de ley, de renovación. Fulberto es uno de los reorganizadores de la sociedad, es un gran constructor. Su enseñanza no tiene la brillantez ni la amplitud de la de su maestro, pero acaso hay en ella más seriedad, más austeridad más preocupación moral. Enseña, sobre todo, la teología y el derecho, porque se da cuenta de que son las dos cosas que más necesita aquella sociedad, que sólo es cristiana de nombre y no tiene más ley que el instinto. Enseña y ejerce, además, la medicina; hace pócimas y combinaciones de hierbas de virtud curativa; visita, recibe, receta, y las gentes acuden de lejanas tierras para pedirle la salud, o le escriben declarándole algunas enfermedades y pidiéndole algún remedio. Así, Adalberón, obispo de León, ilustre poeta y antiguo condiscípulo suyo, preocupado por la de un amigo suyo, Fulberto le contesta: «Saludándote amistosamente, debo decirte que cuanto tengo y conozco lo he dispuesto para curar a tu fiel Ebalo, y así te mando tres pociones de Galeno y otras tantas mezclas de triaca. Te mando también el vomitivo de nardo silvestre que me pides, aunque no lo creo recomendable para tu edad. Sería mejor el oximiel y los rábanos, que se pueden emplear con frecuencia y sin peligro, y, mejor aún, unas píldoras laxantes, de las cuales te puedo ofrecer unas noventa. Por lo demás, ya sabes que todo cuanto tengo es tuyo. Adiós.»
Esta carta es del año 1006. Pocos meses después, Fulberto era nombrado obispo de Chartres. Desde entonces su vida se hace más grave todavía. No deja la dirección de las escuelas, pero es porque tiene que formar a sus clérigos. Todos sus esfuerzos se encaminan a iluminar, a ordenar, a reconstruir. Actúa primero en su diócesis, pero su influencia se extiende sin cesar. Se ha convertido en el oráculo de Francia, en el consejero de los obispos, de los reyes y de los pueblos. Ya no tiene tiempo ni humor para ejercer la medicina. A su metropolitano, el arzobispo de Sens, que le pedía un remedio, le da esta contestación: «Créeme, Padre, que desde que me hicieron obispo ya no hago mixtiones ni elaboro ungüentos; te mando, no obstante, privándome de ello, un poco que cierto médico hizo para mí, pidiendo a Cristo, autor de toda salud, que lo haga provechoso para la tuya.»
Ahora es la salud de las almas lo que le preocupa, la paz, el orden, la justicia. Vive en un tiempo de rebeldías, de odios, de guerras feudales. Fulberto interviene con todo el prestigio de su virtud y su sabiduría. Se acude a él de todas partes: de los concilios, de las cortes de los príncipes, de las curias episcopales, de los claustros monásticos. Él es la ley viva, la solución de los problemas que se ofrecen en el mundo político y eclesiástico. Qué hay que pensar de los prelados belicosos que levantan ejércitos y sitian ciudades; del clérigo ignorante que anda por los montes espada al cinto y el halcón en la mano; del sacerdote que se pasa a otra diócesis para ser ordenado; del diácono que osa decir misa; del vasallo que no guarda los deberes de la fidelidad del abad a quien da el príncipe la investidura... Fulberto contesta siempre en cartas rápidas, concisas, que, como las de su maestro Gerberto, recuerdan la profundidad de Tácito y la noble elegancia de Tito Livio, y nos revelan al hombre austero y misericordioso a la vez, al mantenedor de la disciplina, al espíritu conocedor de ¡os cánones y al brazo que sabe imponerlos. Escribiendo a un compañero en el episcopado, le señalaba con estas palabras las tres armas del oficio pastoral que él empleaba: «Tienes, por gracia de Dios, la caridad para llamar al que yerra; el freno de la ley canónica para reprimir al díscolo, y la vara para herir al rebelde.» Bellamente decía a unos acusados: «Ni la entrada de la justicia, ni la puerta de la misericordia están cerradas para vosotros. Si queréis entrar por la primera, defended la culpa; si preferís la segunda, haced penitencia; de otro modo, la razón se niega a admitiros.» Aun hablando con los príncipes y con los poderosos, su frase tiene siempre un acento noble y severo. Al rey Roberto, que le llamaba a su corte, le escribía: «Si es para tratar de la justicia, de la paz, del bienestar del reino, del honor de la Iglesia, me tendrás siempre a tu lado como el más leal servidor.» Y a su metropolitano el canciller Reterico le hablaba con este tono grave y altivo: «Sé un piloto cauto y circunspecto de la nave regia. Los espíritus de la tierra silban insolentemente. Las olas del siglo se hinchan. Los promontorios del poder humano ofrecen sus peligros, y los hipócritas acechan con intenciones de piratas. Entre todos estos escollos es preciso caminar hacia el puerto de la patria celeste. Cuida mucho de no mezclar en tu corazón el temblor de la duda o el veneno de la doblez. El camino de Dios es sencillo, y para andarle confiadamente es preciso ir con sencillez. Si la seducción te extravía, naufragarás en la Caribdis del tártaro. Que la mano poderosa, del Omnipotente te guíe.»
Es siempre el lenguaje del reformador, del obispo, del defensor de la disciplina. Pocas veces aparece el hombre de letras ni el sabio. Ha arrinconado para siempre a Galeno y Dioscórides, a Virgilio y Cicerón. El reino de Francia está alarmado. Se dice que en algunas provincias ha caído una lluvia ¿e sangre. La noticia llega al palacio real, y. el rey Roberto, lleno de ansiedad, escribe al obispo de Chartres: «¿Qué desgracia nos anuncia este fenómeno? ¿Ha sucedido alguna vez algo semejante?» Fulberto registra su biblioteca. Livio, Valerio, Orosio, hablan de esas lluvias misteriosas, «pero yo—dice el obispo—sólo citaré a Gregorio Turonense, por la autoridad de su religión». Apenas hallamos más que este eco de la antigüedad, algo desdeñoso, y, por otra parte, obligado. A un abad amigo suyo le manda le envíe la Isagoge de Porfirio, y le pide una copia de Donato, «pero sin introducir en ella cosas de risa. Todo debe ser serio y digno.» Al mismo tiempo, le da estos consejos de administración de vida espiritual: «Divide tu día entre la oración, la meditación y la instrucción de los hermanos, sin olvidarte ni del cuerpo ni del alma. Procura que se laven las ropas y ornamentos de la iglesia, para que con su limpieza alegren las fiestas pascuales. Que mi laurel y todo el jardín estén bien cuidados. Acuérdate de que eres viñador y agricultor.»
Entre esta serie de medidas disciplinarias, administrativas y litúrgicas, que son como un espejo de aquel tiempo, rara vez se siente el latido íntimo del alma. Sin embargo, Fulberto se nos revela en su vida como un amigo tierno y leal. Una amistad estrecha le unía a los hombres más santos de su tiempo, a todos aquellos que se sentían empujados por los mismos anhelos de orden y justicia que a él le inspiraban. Entre ellos figuraba San Abdón, abad de Fleury, alma grande y ardiente, de una energía indomable, inaccesible al desaliento y nacida para habitar en las alturas, donde se concentran las miradas de las muchedumbres y estalla el relámpago. Un relámpago de odio le mató. Intentando reformar uno de sus prioratos, se originó una refriega entre los monjes observantes y los relajados, que tenían de su parte una patrulla de golfillos y mujerzuelas. Hubo mueras, pedradas, feroces puntapiés y botes de lanza. El abad se arrojó en medio de los combatientes para imponer la paz, y una flecha le atravesó el costado, mientras decía: «Esto va de serio.» Cuando le fueron a anunciar la revuelta, estaba en el claustro dictando algunas operaciones aritméticas y astronómicas, con las tablas y el estilete en la mano. Su vida, como la de Fulberto, fue la enseñanza y la reforma; pero así como el uno se distinguió además en la medicina, del mismo modo brilló el otro como orfebre y repujador. En los umbrales del segundo milenio, augurando la aparición de una era nueva, estas dos grandes figuras se nos presentan unidas por los lazos de un mismo ideal y de una amistad entrañable: «¿Con que palabras te saludare, olí sagrado abad y gran filósofo?», escribía el de Chartres al de Fleury. «No sé con qué pagar el obsequio de la amistad santa que tu epístola me descubre; pues teniendo, como tienes, vencedor por tu ánimo varonil, las cosas que existen de verdad, y despreciando, como desprecias, las que no existen. ¿qué podré yo ofrecerte que tú no tengas o que no desprecies?»
Otro grande hombre de aquel tiempo fue Odilón, el santo abad de la Orden de Cluny, el arcángel de los monjes, como decía Fulberto, otro gran reformador, otro amigo del alma del obispo de Chartres. Cuando le pesaba el episcopado, era Odilón el que venía en su ayuda con un sabio consejo, con una palabra santa, con una amistosa intervención. A veces, Fulberto temblaba pensando en su responsabilidad. Daba un buen consejo a todo el mundo, instruía a su pueblo con breves y sencillas homilías, cantaba en bellos versos el heroísmo de los santos, refutaba en un sabio tratado las argucias de los judíos, se hacía todo para todos. Pero todo esto le parecía poco; la inquietud le atenazaba el alma, el temor de la cuenta le aterraba. «Acaso—decía, hablando consigo mismo—estoy extraviando a mis ovejas. ¿Qué hacer? A veces me consuelo pensando que no he subido apoyado en las riquezas ni en la sangre. Soy un pobre, un hijo del pueblo, aunque Cristo haya querido ensalzarme entre los grandes de la tierra. ¡Oh vida mía, mi salud, mi hacedor, mi única confianza, dame un consejo y a la vez las fuerzas para seguirlo!» Dios habló por medio del abad de Cluny. Una epístola suya disipó todas aquellas zozobras; y el obispo, resignado ya a llevar el peso de su dignidad, contestaba: «Como mis obras no pueden equipararse al beneficio que te debo, te lo pagaré con mi amor. Me has dado un maná de ángeles; me has presentado el néctar de la caridad. Tu benigno corazón no ha tenido valor para ver abierta mi llaga sin aplicar el remedio, sino que con un arte divino has derramado sobre él un licor más dulce que el vino de Samos y un óleo de caridad que ha hecho desaparecer por completo el dolor y la herida. No obstante, oh Padre, necesito que me ayudes con tus oraciones, pues soy un hombre tan desgraciado, que, sin luces para guiarme a mí mismo, me veo obligado a procurar la salud de los otros.»
Dios le había llamado, y Él le dio fuerzas para alcanzar en aquel puesto la gloria de la tierra y la recompensa del Cielo. En su última hora tuvo un rasgo que revelaba una vez más su entereza episcopal y la pureza de su fe. Viendo a un clérigo que estaba cerca de su lecho, dijo a sus familiares: «Echad de aquí ese dragón espantoso.» «Señor—respondieron ellos—, no es un dragón, es el arcediano de Angers.» «Echadle, os digo», replicó; y con una mirada triste y un sollozo de angustia, exhaló su alma. Había visto las luchas que años adelante habían de trastornar a la Iglesia, porque aquel canónigo, antiguo discípulo suyo, era un futuro heresiarca, era el famoso Berengario. La herejía asomaba en el horizonte; pero también alboreaba la aurora de una sociedad nueva. «La tierra cambiaba de piel—dice Raúl Glaber, cronista de aquellos días—. El mundo se despojaba de sus harapos para vestirse la túnica blanca de sus iglesias. En toda la cristiandad se construyen basílicas y monasterios.» Entre los constructores está Fulberto, constructor espiritual y material: él empezó la catedral de Chartres.
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