domingo, 17 de noviembre de 2013

Homilía



Malaquías llega a Jerusalén en un momento crítico de confusión por el sincretismo religioso que vive el pueblo después del exilio y la falta de un liderazgo espiritual, que consolide las raíces del judaísmo.

Es tiempo de tomar decisiones drásticas: o por Yahvé o por los dioses extranjeros.
No caben medias tintas, ni echar la culpa a los pecados del pueblo. Hay que arrimar el hombro y responsabilizarse cada uno de sus actos.

La fe, aunque la hayamos recibido de la propia familia o de la comunidad, exige una respuesta personal a la llamada de Dios.

Si esto ocurre, contamos con la promesa de Dios a los justos, descrita por Malaquías con la imagen luminosa y llena de esperanza de “un sol de justicia, que lleva la salud en las alas” (Malaquías 3,29).

La respuesta individual a la fe se ve coaccionada en los primeros cristianos de Tesalónica por rumores de supuesta revelaciones sobre la inminencia del fin del mundo.

San Pablo recomienda los que han vendido sus bienes y “viven sin trabajar, muy ocupados en no hacer nada… a que trabajen para ganarse el pan” (II Tesalonicenses 3,11-13).

El peligro de caer en la ociosidad y darse a especulaciones de ultratumba, casi siempre con ánimo de lucro, es real en todas las épocas de la historia.

También lo hay en el activismo alocado, vacío de contenidos, que no lleva a objetivos claros.

El equilibrio está en vivir con alegría el trabajo diario. Algo difícil en la actualidad para muchas familias, que sufren el azote del paro y el impacto sicológico que conlleva.
Las crisis abocan a personas y países a situaciones trágicas y dolorosas, donde se puede perder el horizonte.

El evangelio se hace eco de un hecho que, años antes, marcó con tintes apocalípticos a todo Israel: la destrucción de Jerusalén y del Templo, así como el fin de la nación judía, a la que pertenecían muchos cristianos de la primera generación.

El año 70 de nuestra Era las tropas romanas de los emperadores Vespasiano y Tito irrumpieron en la Ciudad Santa después de un largo asedio de 11 años para acabar con la feroz resistencia de sus defensores.

Flavio Josefo, historiador de la época, relata que murieron más de un millón de judíos y los cien mil supervivientes fueron deportados a Roma y trabajaron como esclavos en las grandes obras de Imperio, entre ellas el Coliseo romano.

El emperador Tito mandó construir con motivo de tal efemérides el arco de triunfo que lleva su nombre.

Jerusalén fue arrasada al igual que el templo, una de las maravillas del mundo y orgullo del pueblo judío, cuyos tesoros engrosaron las arcas del Imperio.

Semejante catástrofe desmoronó la espiritualidad del Pueblo de la Alianza, resquebrajó su moral y les hizo andar errantes por el mundo. A pesar de todo, nunca perdieron la identidad, lograron rehabilitar su esperanza y accedieron finalmente a formar parte del Estado creado para ellos por las Grandes potencias Mundiales en 1948.

Los primeros cristianos experimentan un doble dolor en sus vidas, provocado por la persecución del Imperio Romano y por la incomprensión de sus hermanos judíos.

Cobran así sentido las palabras de Jesús: “No tengáis miedo” (Lucas 21,9).
En efecto,” a causa del nombre de Jesús”, son perseguidos, excluidos de las sinagogas, despojados del entorno social, llevados a los tribunales, asesinados y ajusticiados.

Lejos de hundirse, adquieren, dando testimonio de Jesús, la plena certeza de que, a pesar de todo, recuperarán la vida, y “no se perderá ni un solo cabello de su cabeza” (Lucas 21,19).

Esto hace que, en medio de la persecución, muchos paganos valoren la razón por la que mueren y se abra paso la luz de la fe en el Imperio.
En el ambiente que les toca vivir no pueden depositar su confianza en manos d e los hombres, sino en Jesucristo, su apoyo y su esperanza.

El ejemplo de los testigos de la fe martirizados en la persecución religiosa en España de 1936 (el domingo, 13 de Octubre, fueron beatificados un grupo numeroso), es una muestra más de la valentía con la que afrontaron la muerte antes que claudicar de sus ideales cristianos.
Sabemos que tenemos que navegar contra corriente.

No debemos temer la persecución ni “preparar la defensa”, porque el Espíritu de Jesús es nuestro baluarte contra el adversario.
Las ideologías del mundo pasan, como han pasado los grandes imperios, pero la Palabra de Dios permanece viva y eficaz. “El que persevere hasta el fin se salvará” (Lucas 21,19)

Esta afirmación de Jesús es garantía de que, en medio de las vicisitudes del mundo, Dios no nos abandona nunca.

Si esta convicción se adueña de cada uno de nosotros, es más creíble nuestro testimonio.
Es cierto que estamos sometidos a muchos vaivenes, y nos cercan agresiones de todo tipo. Todo va bien entre creyentes y no creyentes en los momentos de bonanza económica, pero, cuando se acentúa la crisis, sobreviene las dificultades y los enfrentamientos, que someten a prueba la autenticidad de nuestra fe.

Una fe viva y operante, sustentada por la gracia de Dios, es la mejor defensa contra las embestidas del mal.

Jesús nos invita a no bajar la guardia y a prepararnos para cuando Él venga.

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