domingo, 3 de noviembre de 2013
Homilía
La primera lectura de este Domingo nos adentra en la fragilidad del mundo frente a Dios:
“El mundo entero es ante ti como un grano de arena en la balanza, como gota de rocío mañanero” (Sab 11,22).
Pero esta misma fragilidad y pequeñez de las criaturas nos da la clave de la misericordia de Dios:
“Te compadeces de todos, porque todo lo puedes.(Sab.11,23).
Nadie puede ser tan compasivo como el Señor, porque nadie tiene tanto poder como Él.
Los dioses de los pueblos limítrofes con Israel eran presentados como vengativos, crueles con los enemigos.
Sin embargo, el Dios de Israel es un
“Dios compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad” (Sal.103, 8-9).
“Pues ¿qué nación grande tiene un dios tan cercano como está el Señor, nuestro Dios, cuando lo invocamos?” (Ex. 4,7).
Dios ama a todos los seres que, a fin de cuentas, son obra de sus manos, y no quiere la destrucción de los malvados, sino que se conviertan y vivan.
Por eso “corrige poco a poco a los que caen” (Sab.12, 2).
Las afirmaciones de este libro sapiencial conforman unas actitudes que han ido evolucionando con las experiencias religiosas vividas por el Pueblo de Israel.
Tenemos un ejemplo extraordinario de la dinámica divina en el publicano Zaqueo.
Zaqueo es un prototipo más de la grandeza y miseria del ser humano que deambula por la vida debatiéndose entre el poderío y la fragilidad, el orgullo y la ostentación de estar conquistando espacios siderales y controlando técnicas cada vez más sofisticadas, pero acechado por la muerte y la inconsistencia de todos sus proyectos.
Necesitamos la fe. Y la fe es un don divino que nos ha sido regalado para cultivarla y desarrollar los talentos recibidos.
Requiere fuerza de voluntad para dar el primer impulso que nos lleve a la búsqueda de Jesús.
Zaqueo lo da y, aunque su estatura se lo impide (una forma bíblica de afirmar su pequeñez moral), toma las diligencias necesarias para ver al Maestro, y encuentra la respuesta a su búsqueda en una higuera.
No es casualidad. Dios nos coloca estímulos por el camino. El alma generosa acierta a vislumbrar el paso del Señor en los pequeños acontecimientos y en hechos concretos atribuidos desde la fe a la intervención de la Providencia.
No hay obstáculos para la fe cuando prevalece el deseo del encuentro personal con Jesús, que siempre se hace el encontradizo con nosotros, como con Zaqueo, para dirigirnos cariñosamente la palabra e invitarse a entrar en nuestra casa antes de que lo invitemos.
La iniciativa de todo itinerario de conversión es de Dios, que quiere formar parte de nuestra vida.
La buena posición económica de Zaqueo, su colaboracionismo con las fuerzas de ocupación romanas, significan para él, como para el resto de los publicanos, odio del pueblo y aislamiento. Es consciente de la procedencia injusta de sus bienes.
Razón por la cual devuelve a sus legítimos dueños, después de su conversión, los bienes extorsionados, y entra en un proceso donde su vida anterior importa muy poco, porque el horizonte de su vida se abre a una nueva dimensión al lado de Jesús.
Salvadas Las distancias del tiempo y las experiencias vividas, la conversión de San Pablo fue similar, porque todo lo “estimará basura después de haber ganado a Cristo”.
Zaqueo no tiene que preocuparse ya de la mala fama adquirida, porque su vida ha encontrado su sentido definitivo con Jesús, que lo llena todo con su presencia.
La oscuridad que enturbiaba su mal proceder se ha transformado en luz, alegría y paz interior.
Si, de verdad, el evangelio toca nuestro corazón, seremos antorchas de luz, portadores del bien y testigos del amor. Al mismo tiempo, nos alejaremos del peligro de las riquezas y desterraremos el egoísmo acaparador.
A todos nos cuesta reconocer nuestros pecados o confesarlos como hizo Zaqueo, pero es el único camino para cambiar el corazón, abrir las puertas a Jesús y dejar que los hilos de la felicidad discurran por nuestra venas.
La salvación llega a la casa de Zaqueo, y con ella el agradecimiento.
Examinemos nuestra vida a la luz de los mensajes recibidos, comprobemos lo grande que ha estado con nosotros el Señor y démosle gracias con las palabras del Salmo 144, que hemos rezado en la liturgia:
“Que todas tus criaturas te den gracias, Señor;
que te bendigan tus fieles;
que proclamen la gloria de tu reinado;
que hablen de tus hazañas”.
Pedirle también a Dios, al igual que San Pablo hacia los Tesalonicenses, que nos considere dignos de nuestra vocación.
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